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6. LA INVENCIÓN DE LA MÚSICA POP

En el 2648 de West Grand Boulevard en Detroit se encuentra Hitsville USA, la sede histórica de la discográfica Motown, la «ciudad de los hits». Lo primero que me impresiona es lo exiguo del lugar. Es una casa modesta, unida por el sótano con una segunda casa, igualmente modesta, cuyo garaje ha sido reconvertido en estudio. El célebre «Studio A». Dicen que es aquí donde se inventó la música pop.

Black Detroit. Todavía hoy, el centro urbano de Detroit es uno de los guetos más «problemáticos» de Estados Unidos. Esto es lo contrario del exurb y la cara oculta de los barrios residenciales ricos y blancos. Detroit es una inmensa inner city, un centro urbano donde se concentran la pobreza más negra, la violencia y la segregación social, y del que los blancos han huido: huyeron de la ciudad hacia los barrios periféricos, tras los motines de 1967 (43 muertos, 467 heridos, 7.200 personas detenidas y 2.000 edificios destruidos). En Estados Unidos se habla del fenómeno del white flight: el vuelo, la huida de los blancos.

La ciudad, que era mayoritariamente blanca en 1967, es hoy negra en un 83 por ciento. Da la impresión de ser toda ella un gueto: calles desvencijadas con semáforos estropeados; una sucesión de tiendas baratas con rejas para proteger a los vendedores y a través de las cuales se sirve a los clientes; moteles insalubres que sobreviven gracias a la prostitución; parkings abandonados transformados en used cars retail donde se puede comprar un coche de ocasión, sin duda robado, cuando el que uno tenía ha ardido; toxicómanos que vagan entre dos spots; centenares de casas y edificios totalmente tapiados; militantes negros que ofrecen la soup kitchen a otros negros sin techo; no hay cines, ni siquiera multicines, pocos cafés o restaurantes abiertos por la noche en esa gran metrópoli que fue, y sigue siendo, la capital mundial del automóvil. Por último, claro está, hay una autopista subterránea, la Interstate 75, por la cual los blancos circulan a toda velocidad en sus grandes SUV para llegar al barrio residencial rico y blanco del norte, más allá de la célebre 8 Mile Road, que marca el límite del gueto negro, de la miseria, de Detroit.

Para llegar a Motown, hay que tomar la salida Grand Boulevard hacia el oeste, desde la autopista 75. A dos pasos están la cadena de montaje de General Motors, el hospital Henry Ford y el jardín Rosa Parks. «Ya verá que el barrio está semi-depressed —me avisó con un eufemismo Karen Dumas, una militante negra que dirige los asuntos culturales de la ciudad de Detroit y que conocí en el ayuntamiento esa misma mañana—. Al fin y al cabo, hay cosas peores que Grand Boulevard, mire mi despacho —me dice Karen Dumas—: también está totalmente deprimido. Aquí todo está manga por hombro, acabamos de saber que el servicio cultural cierra sus puertas y estoy recogiendo mis cosas. No sé adonde iré».

En 1959, Berry Gordy tiene treinta años. No tiene formación ni dinero, se considera un perdedor. Ha querido ser campeón de boxeo, pero ha fracasado; ha hecho el servicio militar, y hasta la guerra de Corea, pero sobre todo se ha aburrido; también ha intentado ser proxeneta, pero ha tirado la toalla porque no sabía, dice, «pegar a las chicas». Se casó, y su matrimonio se está yendo a pique; pero con tres hijos, sabe que necesita un mínimo de ingresos. Lo que le gusta es hanging out, frecuentar los locales de jazz del Detroit de la década de 1950, y eso le da la idea de abrir una pequeña tienda de discos especializada en jazz. Siente una pasión especial por Billie Holiday, se pone a estudiar minuciosamente Billboard (la revista estadounidense que presenta las tendencias y los resultados del hit parade) y defiende a los artistas que le gustan. Pero la tienda quiebra. Primer error: ¡Berry Gordy ha querido vender jazz en un barrio donde los jóvenes sólo se interesan por el rhythm and blues! Para los jóvenes negros de Detroit, el jazz en la década de 1950 se ha vuelto demasiado institucional, demasiado serio y pretencioso. Ellos prefieren lo que llaman simplemente el R&B (pronúnciese «are and bi»). La industria del disco todavía lo califica como race music y Billboard lo clasifica en la sección Race Music Chart.

La cuestión racial es la clave. A Berry Gordy le horripila que la música negra la produzcan los blancos y la marginen en un hit parade especializado. También sabe que a los blancos les gustaron Frank Sinatra y Elvis Presley, los dos rivales musicales de la segunda mitad de la década de 1950, un italiano fascinado por la música negra y un joven camionero blanco que viene del sur y canta como un negro. ¿Por qué no negros de verdad en el R&B?

Buscando su lugar en este nuevo género, lo primero que hace Berry Gordy es dar prioridad a los autores sobre los intérpretes; comprende muy pronto que el que posee los derechos de las músicas es el hombre rico de la industria del disco. Uno de los puntos fundamentales de la historia de la Motown es, en efecto, copiando el modelo tradicional estadounidense desde finales del siglo XIX, esta separación estricta del editor (publisher) por una parte, y el sello, es decir el mánager y el productor, por otra. El primero administra las canciones, los compositores y los letristas (se ocupa del repertorio), el segundo se ocupa de los intérpretes y produce a los artistas. Los estándares del jazz desde Billie Holiday hasta Ella Fitzgerald, el rhythm and blues del principio, incluido el caso de Elvis Presley, o la música country se basan en ese sistema. Para cada canción, siempre hay dos contratos, y a menudo dos majors implicadas: una publishing company, siendo las principales actualmente EMI, Warner Chappell Music Publishing y BMG, y una record company, siendo las cuatro majors principales Universal, EMI, Warner y Sony. Este sistema se debilitó con Bob Dylan, los Beatles, los Bee Gees, el rock y el pop de la década de 1970, durante la cual las estrellas del rock y los grupos, más individualistas, quisieron ser a la vez compositores e intérpretes, cantando ellos mismos lo que habían escrito.

«A comienzos de 1957, la música estaba literalmente por todas partes en Detroit», cuenta Berry Gordy en sus memorias (a pesar de mis intentos, no logré entrevistarlo para este libro), Motown contrata compositores, con contratos de exclusividad, que producen canciones en cadena. Paralelamente, Gordy también recluta músicos en la calle: cantantes de gospel que jamás han salido de su iglesia, talentos de antes de la guerra que han sido olvidados, y hasta dos músicos del jazzman Dizzy Gillespie. Lo cierto es que muy pronto tiene el don de descubrir voces, empezando por su amante más famosa, Diana Ross, Berry Gordy hace que unos y otros trabajen por separado, construyendo un verdadero producto comercial. Ha nacido la Motown, una abreviación de Motor Town, sobrenombre de Detroit.

¿Por qué Detroit? «Sólo eran unos chicos listos que vagaban por las calles de Detroit», dirá Gordy de sus principales artistas. La realidad es un poco más compleja: Detroit es uno de los destinos del gran éxodo de los negros, que emigran del sur hacia el norte en la época de entreguerras y que, remontando el Misisipi o siguiendo la Highway 61, se instalan en Memphis, Kansas City, St. Louis, Chicago, Minneapolis o Detroit. A menudo pertenecientes a la segunda generación de inmigrantes, la mayoría de los cantantes de la Motown —y también los de la competencia como Stax, con Otis Redding, o Atlantic, con Aretha Franklin—, entraron a los cinco o seis años en los coros de las iglesias negras baptistas, donde adquirieron una sólida educación musical. Los padres de Aretha Franklin y de Marvin Gaye son ministers whoopers, esos pastores negros que improvisan con una gran emoción; las dos futuras estrellas ya cantan a los seis años en sus respectivas iglesias. Otis Redding se formará en una iglesia de Georgia, Ray Charles en una iglesia baptista de Florida, Donna Summer en una iglesia del gueto negro de Boston, Whitney Houston en el coro gospel de la iglesia de Newark, Isaac Hayes (el compositor del célebre tema de Shaft) en una iglesia rural de Tennessee. En cuanto al reverendo Al Green, lo conocí en su iglesia de South Memphis donde todavía sigue siendo pastor, pese a ser una de las grandes estrellas contemporáneas del soul. «Aretha Franklin nació aquí en la Lucy Avenue, y cantaba en el coro de la iglesia que ve usted allá abajo. Y luego se fue a Detroit y entró en la discográfica Atlantic, la gran competidora de Motown», me explica en el sur de Memphis Nashid Madyun, el director del Stax Museum of American Soul Music.

El éxito de la Motown se debe, pues, a una estrategia de marketing original: para Berry Gordy, se trata de producir una música crossover, hecha y controlada por los negros para los blancos. Gordy quiere entrar en la cultura estadounidense por la puerta grande, no por la puerta trasera como todavía se ven condenados a hacerlo los músicos negros a veces a finales de la década de 1950, cuando tocan en salas segregadas donde el público negro no puede entrar. Crossing over será una de las expresiones fetiche de Gordy, que ve en ella a la vez una técnica para atravesar las fronteras musicales, mezclar los géneros y alcanzar el top en varios hit parades.

Los artistas y los equipos de la Motown serán casi exclusivamente negros. El objetivo de Berry Gordy no es la mezcla de razas ni lo que desde finales de la década de 1970 se llamó en Estados Unidos la «diversidad cultural», sino la defensa de la comunidad negra, del Black Power y del orgullo negro. La discográfica tuvo, por otra parte, una producción militante muy poco conocida, la de los textos políticos negros, de los Black Panthers, y los discursos de Martin Luther King, editados en disco por Motown (y que yo descubrí en las colecciones de la Motown en Detroit).

Si bien los empleados son negros, el público al que se dirigen es blanco: son los adolescentes estadounidenses de la década de 1960, los jóvenes de los suburbs acomodados que empiezan a ir masivamente a los clubes que aún no se llaman discotecas, los asiduos de los drive in y todos aquellos para quienes el sonido Motown se convertirá en hip. En las fundas de sus discos, Berry Gordon pone: «The Sound of Young America». Parece la campaña de Pepsi-Cola de 1961.

Y funciona. Las Miracles, las Marvelettes, las Supremes con Diana Ross (sólo mujeres), los Temptations con David Ruffin (sólo hombres), los Commodores con Lionel Richie, todos materializan el ideal de Berry Gordy: fabricar artistas crossover.

Gordy no escatima en promoción. Se apoya muchísimo en una red de radios negras en pleno auge y en una red de clubes y salas de espectáculos donde presenta la Motortown Revue, validando una estrategia de marketing que hoy han retomado muchas marcas: para llegar a los jóvenes blancos, hay que lograr primero que la música sea hip entre los jóvenes negros.

En el Fabulous Fox Theater, una inmensa sala de 5.000 localidades en el centro de Detroit, revisitó la historia de la Motown. Greg Bellamy, el director del teatro Fox, me enseña ese edificio espectacular de estilo «camboyano-gótico», como lo llaman, que tiene a la entrada un león gigante con unos ojos que se encienden y se apagan. Me confirma que, en escena, «las Miracles, las Marvelettes, las Supremes y, sobre todo, la Motortown Revue, eran acontecimientos considerables en la década de 1960, que reunían a miles de negros». Y prosigue: «Los negros, a los que todavía se denominaba corrientemente negroes, venían de todas las iglesias de Detroit, tanto si eran obreros en la Ford como barberos. En el escenario, había música en directo, no música en play-back, aunque los músicos estaban muchas veces en el backstage y no se les veía. Los espectadores bailaban, cantaban, eran unos shows maravillosos. Y luego se produjeron los motines y la ciudad entró en decadencia. En 1968, el Fox cerró. Ya eran los últimos coletazos de la Motown».

La existencia de un amplio público blanco para la música negra no es un descubrimiento de la Motown: el jazz lo había demostrado antes de Berry Gordy, por ejemplo con Kind of Blue de Miles Davis y My Favorite Things de John Coltrane, dos álbumes famosos de comienzos de la década de 1960. Lo nuevo de Motown es la idea de que una música negra pueda venderse intencionadamente y comercializarse deliberadamente para los blancos como música popular estadounidense. Es la idea de que la música negra abandona un nicho, como es tradicionalmente el jazz, cruza la color line y se convierte en mainstream para todos los blancos. Lo que quiere Berry Gordy no es estar a la cabeza de las ventas de jazz o en el top de los race records charts, que es el reducto de la música negra; él quiere estar en lo más alto del Top 100 e incluso del Top 10. Como negro, no quiere ser líder de la música negra; como negro, quiere ser líder de toda la música estadounidense. Y así fue como se convirtió en uno de los inventores de la pop music.

Ser mainstream es para Gordy pensar siempre en un público de masas. Para ello hay que dar más importancia a la emoción que al estilo, a la estructura de la canción más que a su inventiva musical; también hay que tener un sonido Motown, lo cual pasa por efectos de similitud entre los grupos y una melodía que se pueda tararear, como si ya la hubieras oído (a veces los negros reprocharán justamente a ese estilo que suene demasiado «blanco», demasiado poppy, y que no sea auténticamente «negro»). Berry Gordy opta por poner todos sus efectos en el groove (el surco, el ritmo) y el hook, el gancho musical, el leitmotiv catchy que «atrapa» el oído. Preconiza utilizar siempre el presente en las canciones cortas, dando preferencia a los singles formateados de 2,45 minutos, para contar una historia simple, el gran amor o la búsqueda de la felicidad familiar. Obviamente, también se sirve de chicas guapas o de niños negros porque parecen menos amenazadores para la clase media blanca, la de los barrios residenciales en expansión, que es el público al que quiere llegar. Cada semana, en la reunión de producción y de marketing de la discográfica, se vota la canción que merece ser comercializada en función de su capacidad para convertirse en hit. De vez en cuando, Berry Gordy invita a la reunión a kids que ha encontrado en la calle para que den su opinión, es el focus group adelantado a su tiempo. Motown es una industria, una fábrica, la versión musical de las cadenas de montaje de Ford o de General Motors, también de la ciudad de Detroit. En una palabra, Berry Gordy no escribe canciones, escribe hits.

Motown produce durante las décadas de 1960 y 1970 algunos de los artistas más grandes de la época: Marvin Gaye, que Berry Gordy convertirá en sensual para las mujeres de todo el mundo (What’s Going On será número 1 R&B y el número 2 pop en 1971); el joven Little Stevie (éste es su nombre en los primeros álbumes Motown que veo en las paredes de Hitsville USA, antes de convertirse en Stevie Wonder); y por supuesto los Jackson Five, el más joven de los cuales, Michael, con sus cabellos negros rizados, sólo tiene 9 años.

Entre 1960 y 1979, Motown logra la hazaña, sin precedentes para una discográfica independiente, de tener más de 100 títulos en el Top 10 pop de Billboard, el hit parade de referencia para el público blanco, y el que cuenta en términos financieros para la industria del disco. A partir de ahora, como ya lo había visto muy bien el escritor Norman Mailer para el jazz, el artista negro es hip (Mailer hablaba del white negro, el joven blanco que quiere ir a la moda haciendo ver que es negro, al que le gusta la música negra porque es más hip que la música blanca).

La aventura Motown no habrá durado más de veinte años. En 1970, Berry Gordy abandona Detroit y se traslada a Los Ángeles, después de los motines negros que le han afectado mucho. Paralelamente, Stevie Wonder, Diana Ross y Marvin Gaye dejan la discográfica y se van a las majors, como los Jackson Five, que se pasan a Epic Records (a la sazón un sello de CBS y hoy de Sony). En 1979, Michael Jackson también saca en Epic el álbum Off the Wall, coescrito con Stevie Wonder y Paul McCartney, y producido por Quincy Jones. «Michael logró emanciparse de la disco y crear lo que hoy se llama la pop music, comenta Quincy Jones. Con sus singles y con el álbum integral, Jackson alcanza el Top 10 en tres categorías: R&B, pop y dance/disco. Diez títulos del álbum son hits mundiales. Tres años más tarde, con Thriller, los singles Billie Jean y Beat It son número 1 R&B, pop y dance. La estrategia crossover de Berry Gordy ha triunfado, más allá de lo que cabía esperar.

Hoy, la discográfica Hitsville USA, en el 2648 de West Grand Boulevard en Detroit, se ha transformado en museo. Es un monumento histórico protegido por el estado de Michigan. Alrededor, edificios tapiados y devastados. Grand Boulevard es en la actualidad un barrio en decadencia. Gordy vendió la discográfica Motown en 1988 a un fondo de inversión de Boston, que se la revendió luego a Polygram, y después a Universal Music. El sello y el catálogo Motown pertenecen actualmente a la francesa Vivendi.

Unas calles más al norte de Grand Boulevard, en una zona aún más devastada, se halla la 8 Mile Road. En este barrio se está escribiendo ahora otra página de la historia de la música pop, la historia del rap, a través de la discográfica Rock Bottom Entertainment, el MC Royce da 5’9” y naturalmente el rapero Eminem —un white kid en un mundo de black kids— que ha hecho 8 Mile famoso en todo el mundo. La antorcha ha pasado a otras manos.

«LA GENERACIÓN DEL mp3 HA GANADO, PERO NO ES LA MÍA»

Tal vez fue aquí, en el Grand Boulevard de Detroit, donde con la Motown se inventó la música pop. O quizás en Nueva York, con la discográfica de la competencia Atlantic, la de Ray Charles y Aretha Franklin. O bien en Hollywood, unos años antes, o más tarde en Nashville o en Miami. O bien con Frank Sinatra, los Beades y los Beach Boys. Con otros negros, como James Brown, Stevie Wonder, Chic, Barry White, Donna Summer o Tina Tumer. O bien en la década de 1980 con el nacimiento de MTV. Poco importa. La pop music no es un movimiento histórico, no es un género musical, se inventa y se reinventa constantemente (la expresión apareció hacia 1960 en Estados Unidos y casi enseguida se convirtió en una fórmula confusa). Es simplemente una abreviación de «popular», una cultura, una música que se dirige a todos y que, desde buen principio, aspira a ser mainstream.

«En la industria, el objetivo de todo el mundo es el mainstream. Pero hay diferentes medios para alcanzarlo. El nuestro es la adult pop music, es decir una música pop destinada a los adultos, y no sólo a los adolescentes. Y yo diría que Motown fue realmente el pop de los jóvenes. Son dos mundos muy distintos: por un lado, Los Ángeles y actualmente el hip hop; y por otro, Nueva York, donde lo que domina es el pop adulto», me dice Bruce Lundvall.

A los 74 años, Lundvall es un veterano de la industria discográfica. Dirigió uno de los sellos más famosos de jazz, Blue Note, fue presidente de Electra y obtuvo dos premios Grammy, antes de ser vicepresidente de EMI, una de las cuatro majors de la música, recientemente adquirida por un fondo de inversión británico.

Estoy en Nueva York, en el número 150 de la Quinta Avenida, en la sede estadounidense de EMI. En el elegante despacho de Bruce Lundvall, en el sexto piso, hay un piano Steinway y decenas de fotos de artistas que él ha tenido bajo contrato, desde Herbie Hancock a Stan Getz, pasando por Quincy Jones, John Coltrane o Wynton Marsalis. También hay un televisor por el que desfilan videoclips de EMI, entre ellos, en el momento en que lo miro, el rapero muy de adult pop music, Usher. En las paredes del despacho de Lundvall, decenas de discos de oro (que representan un mínimo de 500.000 copias vendidas) y de platino (al menos un millón), entre ellos los de Norah Jones, la artista estrella del departamento que él preside.

«Norah Jones es la típica artista crossover que buscamos. Como Usher, como Al Green, como Dianne Reeves, es capaz de hablarle a todo el mundo pero con una voz original, Y ha vendido casi 40 millones de álbumes en todo el mundo», se felicita Bruce Lundvall, Blue Note es un sello dentro de una major, EMI. Toda la industria de la música, pero también la del cine (con sus unidades especializadas) y la de la edición (con sus imprints) se basa actualmente en este modelo: una major posee muchos sellos, que dan la impresión de ser independientes.

«Un sello es en primer lugar una identidad, la cual estaría un poco perdida dentro de una major en general —me explica Lundvall—. La major tiene como finalidad representar todo el espectro de los gustos del público, toda la gama; el sello sólo se ocupa de un género. Por eso las majors tienen muchos sellos, por géneros, por estilos, y a menudo en función de las personalidades que los dirigen, En Blue Note, por ejemplo, tenemos mucha autonomía y yo puedo decidir firmar un contrato con cualquier artista sin pedir autorización a nadie, siempre que no supere los 500.000 dólares de caché. Por encima de esto, necesito la green light de la major».

Un poco irónicamente, le pregunto a Lundvall cómo ha pasado del be bop y la fusión, en la época en que Blue Note era uno de los mejores sellos de jazz, a Norah Jones, que es una especie de smooth jazz comercial. Lundvall me responde muy amable, sin acritud: «Cuando asumí la dirección de Blue Note, era un catálogo impresionante, pero un sello adormilado; ya no producíamos nada nuevo. Lo revitalicé totalmente y Blue Note se convirtió poco a poco en un sello pop, en gran parte gracias a Norah Jones. Cuando empecé a trabajar con Norah, era una artista de jazz y quería de todas todas estar con nosotros, porque era una apasionada de esa música, cuando habría podido muy bien estar en Manhattan o en EMI, unos sellos mucho más mainstream. Poco a poco, se fue haciendo más pop. Entonces fuimos nosotros los que nos hicimos pop con ella. Y más mainstream», Bruce Lundvall hace una pausa y añade: «Y ¿sabe una cosa? Incluso he distribuido en Estados Unidos los hits de los Pet Shop Boys». Sonríe. Y, en voz más baja, concluye: «A mí me gusta la música, me gustan todas las músicas, la verdad. ¿Acaso soy el único hoy en la industria?».

Bruce Lundvall es en la industria de la música estadounidense lo que Jack Valenti fue en Hollywood: su lobbysta principal. Al frente de la Recording Industry Association of America (el lobby que representa a las majors de la industria discográfica y certifica las ventas de álbumes), ha multiplicado las presiones sobre el Congreso estadounidense, primero para luchar contra las copias piratas de casetes, luego de CD, y más recientemente, por ahora en vano, ha intentado salvar la industria del disco frente a Internet. Ante mí, veo a un hombre derrotado por las mutaciones recientes de la industria discográfica, «que ya no se puede llamar así, porque pronto ya no habrá discos», me dice desolado Lundvall. Vive las descargas ilegales de música como una «degeneración» que ha venido a aniquilar toda su carrera, brillante y minuciosamente dirigida.

Pero no sólo es Internet. Bruce Lundvall ya no entiende el nuevo mundo en el cual está entrando actualmente la industria de la música. Cuando le dicen que una discográfica debe proponer a Japón más de 400 formatos de sus canciones para diferentes aparatos, se queda estupefacto: éstos van desde el teléfono móvil a los videojuegos pasando por las carátulas de disco transformadas en fondo de pantalla para el teléfono. Y eso no es todo. Desde que fue adquirida en 2007 por un fondo de inversión británico, EMI tiene que obedecer a sus lógicas: «Hoy el factor financiero es determinante y hay que concentrarse mucho más en el dinero. En el top management de la major, los altos directivos y sus equipos cambian constantemente; en cambio, nuestro nivel, que es el de los sellos, es bastante estable, pero nunca sabemos qué puede pasar y nos cuesta seguir el ritmo», suspira Lundvall. Y añade, refiriéndose a la operación financiera compleja que es la compra de una sociedad por endeudamiento, como fue el caso de EMI: «Tengo la impresión de que a nuestros jefes les interesan más los LBO que la música».

Cuatro majors representan ahora casi el 70 por ciento de la música que se vende en todo el mundo, y una sola de esas majors, contrariamente a lo que la gente cree, es estadounidense. Universal Music, líder del mercado, es francesa; Sony Music Entertainment es japonesa; EMI es británica; Warner Music Group, finalmente, es la única que todavía es estadounidense (cotiza en bolsa en Wall Street y actualmente ya no depende del grupo Time Warner). Sin embargo, los recién llegados al sector, empezando por Apple, están fagocitando las ventas (Apple a través de su plataforma de teledescargas iTunes es hoy responsable de una cuarta parte de las ventas de música en Estados Unidos, incluidos todos los soportes). Lo digital superará pronto al CD, que está condenado a desaparecer.

En su despacho de la Quinta Avenida, en la sede estadounidense de EMI, Bruce Lundvall me mira mientras voy hacia la puerta, una vez terminada nuestra larga conversación. De pronto, me alcanza, me toma del brazo y añade en voz baja, como despedida: «La generación del mp3 ha ganado, pero no es la mía».

Antes de metamorfosearse a causa de Internet, el paisaje musical estadounidense cambió profundamente por una serie de fenómenos complementarios y problemáticos: la consolidación de las radios, la playlist, la syndication y la payola.

La consolidación se produjo gracias a la desregulación económica. La concentración de las radios en manos de un pequeño grupo de actores tuvo lugar a partir de 1987, cuando las administraciones Reagan, Bush padre e incluso Clinton, así como el organismo federal para la regulación de lo audiovisual, la Federal Communications Commission, liberalizaron el sector, hasta entonces muy regulado. Antes, nadie podía poseer más de 7 radios, luego esta cifra pasó a 12 y después a 18. En 1996, la liberalización fue total, y un grupo, Clear Channel, pudo pasar en menos de cinco años de 43 emisoras a 1.200 radios, convirtiéndose así en el símbolo de la homogeneización de la programación de radio en Estados Unidos.

En San Antonio y Houston, Texas, donde se hallan el cuartel general y la dirección de las relaciones públicas de Clear Channel, intenté entrevistar a los responsables de ese grupo. Sabía que les habían criticado mucho por negarse a hablar con la prensa y por su opacidad, sobre todo teniendo un nombre que evoca la «transparencia». Y, tal como preveía, el ejercicio fue peligroso. Durante más de un año, pasé de un servicio de prensa a otro, de agencias de comunicación a agencias de PR, a veces con amenazas y sin obtener ninguna cita. Por último, a través de otros canales, pude conseguir entrevistar a dos directivos de dos ramas del grupo, con la condición del anonimato.

El éxito sin parangón de Clear Channel, y lo que le vale ser criticado como una especie de «mcdonaldización» de la radio, se debe a una compleja mezcla de nuevas técnicas de programación y de marketing. En primer lugar, la playlist y la syndication. Estas herramientas son antiguas y no las inventó Clear Channel, pero el grupo texano las extendió a más de un millar de radios. La playlist consiste en elaborar una lista de temas musicales limitada, a veces menos de cincuenta, que se repiten hasta la saciedad en todas las radios del grupo durante las veinticuatro horas del día. La syndication, frecuente también en la televisión, es un sistema típicamente estadounidense que consiste en emitir una y otra vez, con variantes, un mismo programa creado por una determinada emisora en otras muchas radios que lo compran. Al principio, ese sistema estaba relacionado con el tamaño de Estados Unidos, dividido en varios husos horarios, y con las regulaciones que prohibían que un grupo poseyera emisoras en varias regiones o varios mercados idénticos. La innovación que introduce el grupo Clear Channel consiste en construir, para sus propias radios y sus radios afiliadas, un banco de programas «sindicados» emitidos por satélite y revendidos de una emisora a otra.

Es un sistema terriblemente eficaz desde el punto de vista comercial, pero también político. De ahí que el grupo Clear Channel haya sido criticado por sus talk shows conservadores (el del comentarista ultrarrepublicano Rush Limbaugh se emite aún hoy en más de 600 radios), que según dicen contribuyeron a la doble elección de George W. Bush en 2000 y 2004. Uno de mis interlocutores, al que pregunto en la dirección de Clear Channel, niega categóricamente ese punto, estimando que el grupo también emite, igualmente en syndication, otros talk shows «como el del demócrata Al Franken». Sea como fuere, lo cierto es que Clear Channel generalizó en la década de 1990 el sistema de pilotaje automático de las radios por todo Estados Unidos a partir de un único control room instalado en Texas. Cuando el oyente escucha una radio de Clear Channel en una autopista de Arizona o de Kentucky, no sabe que la voz que le habla está importada automáticamente de un banco de datos de Texas, incluso cuando el locutor se refiere a la meteorología local, una proeza técnica posible gracias a una actualización automatizada y geolocalizada de las informaciones.

Pero esa deriva no es nada comparada con la práctica generalizada de la payola. Este sistema ilegal, llamado también pay-for-play, fue instaurado por las majors del disco en la década de 1950 y consiste en pagar a las radios, bajo cuerda, para que emitan sus discos. Clear Channel habría impuesto dicha práctica en todas sus radios en la década de 1990, institucionalizándola a nivel financiero y contribuyendo, una vez más, a una homogeneización mayor de la programación musical (mi interlocutor de Clear Channel discute este punto y niega cualquier compromiso del grupo a favor de la payola). «Fue la “clearchannelización” de Estados Unidos», lamenta John Vernile de Columbia (sin embargo Columbia-Sony, como las otras majors, participó en este sistema).

En Los Ángeles, conozco a Tom Callahan en la MusExpo 2008, la reunión profesional anual a nivel mundial de los directores artísticos de las discográficas. Callahan fue un mánager influyente en Sony y luego en EMI, donde se encargaba justamente de la «programación radiofónica». Sentado a una mesa del club House of Blues en Sunset Boulevard, acepta hablar porque, ahora que ya es director de una agencia de talentos autónoma, ha cambiado de sector y se ha convertido él mismo en un independiente víctima de un sistema en el que participó: «Las discográficas no querían ensuciarse las manos con la payola. Encargábamos por tanto el trabajo sucio a empresas intermediarias. Gastábamos muchos millones en radio promotion, lo cual consistía en pagar secretamente a esos intermediarios que después pagaban a las radios para que nuestros títulos formasen parte de la playlist y sonaran sin parar en centenares de radios. Al artista le decíamos sobriamente “I will get you air play”, te vamos a difundir por la radio, y eso significaba que íbamos a pagar para que su música se emitiera de forma rotatoria». Tras una pausa, durante la cual lo veo preocupado por su propia audacia al contármelo todo así, Callahan prosigue: «Para comprender este sistema, hay que saber que ser difundido por la radio era entonces el único medio, junto con un clip en la MTV, de vender discos. Para que un artista despegue y se haga famoso, la radio sigue siendo el medio más eficaz. Todo eso también contribuía, indirectamente, a manipular los hit parades que, por un efecto bola de nieve, se ven muy mediatizados por la programación radiofónica. Las cuatro majors abusaron de ello y Clear Channel fue uno de los principales beneficiarios».

Stan Cornyn, el ex vicepresidente de Warner Music Group, al que también entrevisté en Los Ángeles y que es uno de los veteranos de la industria discográfica estadounidense, reconoce que existen estas prácticas. «Es un sistema que estaba generalizado en todas las majors desde la década de 1950. Se hacía con dinero contante, pero también con viajes, tarjetas de crédito, chicas, cocaína… El dinero contante no es problema en la industria del disco, gracias a los conciertos. El único problema es que esas sumas, por definición, no se declaraban. No se pagaba ningún impuesto. Por eso la justicia empezó a meter las narices en el sistema de la payola».

Fue Eliot Spitzer, el hiperactivo Attorney General del estado de Nueva York (una especie de ministro de Justicia del estado), quien declaró la guerra a la payola a mediados de la década de 2000. A partir de una investigación de la policía que fue muy sonada, descubrió todo un sistema de sobornos generalizado —las canciones de Jennifer López estaban en ese sumario— e impuso multas de decenas de millones de dólares a las principales majors. En 2006, el grupo Clear Channel, vigilado por la justicia y amenazado por denuncias contra la competencia, se vio obligado a vender 280 radios y a escindirse en tres: Clear Channel Outdoor (que, con 800.000 vallas en 66 países, es uno de los primeros grupos del mundo, junto con el francés JC Decaux, en las vallas publicitarias), Clear Channel Communications (que aún posee unas 900 radios en Estados Unidos, pero que ha vendido sus televisiones) y Live Nations (un promotor de conciertos, espectáculos y eventos deportivos que controla 125 salas live en siete países y tiene bajo contrato, como una discográfica casi normal, a artistas como Madonna, U2, Jay-Z y la cantante colombiana Shakira). Pese a esta spin-off (escisión), las tres nuevas entidades de Clear Channel, que ahora cotizan en bolsa, siguen bajo el control indirecto de la misma familia texana.

En Encino, en el sur de California, tengo cita unas semanas más tarde con Ken Ehrlich. Es el productor de los premios Grammy y de los Emmy, los Oscar de la música y la televisión. En su despacho hay cajas completas de discos de la Motown, un inmenso cartel de Ray Charles y decenas de fotos en las que se le ve con Bob Dylan, Bruce Springsteen, Prince o Bill Clinton. Ken Ehrlich procede del blues y del jazz, pero me habla de la Motown, del rock y del rap con un eclecticismo muy estadounidense. «Me gustan todos —me dice, mostrándome centenares de discos de 33 revoluciones meticulosamente ordenados—. Crecí en una familia judía de Ohio, típicamente de clase media, pero la música negra fue esencial para mí desde el principio. ¿Cómo podía un chiquillo blanco de Ohio como yo identificarse con los negros a los quince años? Es un misterio. Quizás porque la música es un continuo que va de Otis Redding a Usher, pasando por Michael Jackson y Tina Turner, Lo único que no me gusta es la ópera. No logro comprenderla (I can’t get it)».

Los Grammy estructuran el mundo del pop y permiten su unidad, por encima de los géneros y los sellos. Fueron creados en 1958 y se convirtieron en un acontecimiento importante a partir de su difusión por ABC en 1971 (hoy por CBS). Tienen lugar todos los años en febrero, en directo desde el Staples Center, un estadio deportivo del centro de Los Ángeles. Ken Ehrlich produce la velada y cada año trata de crear un evento importante, que sea digno de recordarse, como asociar a Eminem con Elton John para acabar con la imagen homófoba del rapero, hacer tocar en directo a Bruce Springsteen para insistir en su carácter de «animal escénico» (me dice Ehrlich) o asociar a Paul McCartney con Jay-Z, a Madonna con Gorillaz o a James Brown con Usher para mezclar los géneros. «Lo que yo pretendo con los Grammy es mostrarles a los estadounidenses que no hay fronteras en la historia de la música».

Al día siguiente, me entrevisto en Santa Mónica con Neil Portnow, que preside lo que en la industria discográfica se llama The Recording Academy. Esta asociación es la encargada de organizar la selección de los Grammy en aproximadamente 110 categorías. «Somos una organización independiente, al servicio de la industria del disco —me explica Neil Portnow—. Nuestras oficinas están en Los Ángeles porque aquí es donde se concentra la industria, aunque una parte del mercado del pop y el jazz esté en Nueva York, la música latina esté en Miami y la música country y christian se concentre en Nashville, Tennessee».

Los Grammy para la música, como los Oscar para el cine, los Tony para Broadway y los Emmy para la televisión, demuestran la importancia que tienen los premios y los hit parades en Estados Unidos. Estas veladas «electorales» para la industria del entertainment son a la vez un gran momento colectivo de comunión profesional, por encima de géneros e individualidades, y una herramienta muy poderosa de promoción internacional de los artistas estadounidenses. En todo el mundo, estos palmareses determinan el mainstream.

«LO COOL ES EL HIP MÁS EL ÉXITO COMERCIAL»

Los gigantes de la industria del entertainment estadounidense proceden a menudo de las finanzas y de los bancos, con frecuencia de la televisión o de las agencias de talentos, a veces del cine, pero casi nunca de la industria discográfica. Con la excepción de David Geffen.

Con Motown, Berry Gordy supo vender la música pop a los adolescentes blancos, convirtiendo la música negra en hip. David Geffen hará algo más: convertirá el rock en soft y el pop en cool. El paso del hip al cool es un punto de inflexión importante para el entertainment.

Si Berry Gordy nació negro, David Geffen nació pobre. «En América, la mayoría de los ricos empezaron siendo pobres», explica Tocqueville, con una fórmula célebre. Nacido en una familia judía europea emigrada de Tel Aviv (que entonces todavía era Palestina), Geffen creció en la década de 1940 en el barrio judío de Brooklyn en Nueva York. Es autodidacta y jamás terminó ninguna carrera universitaria, aunque se inventa un diploma de UCLA, la universidad pública de California, para obtener un primer empleo a los veinte años en una de las talent agencies de Hollywood, William Morris. Empieza distribuyendo el correo por los despachos y observa cómo la gente habla por teléfono. «Los escuchaba hablar y me dije: yo también puedo hacer eso. Hablar por teléfono».

Lo que motiva a Geffen es la música. Y sobre todo el rock, que todavía es nuevo. Se fijan en él y lo contratan como agente en William Morris. Pero un agente no es más que un intermediario: Geffen debe negociar los contratos de los artistas con sus mánager. Lo que a él le gusta es el contacto directo con los artistas. Abandona, pues, al cabo de unos años la William Morris Agency con una pequeña agenda de direcciones y se convierte en el mánager de varios artistas de rock y de soul. En 1970, habiendo adquirido cierto aplomo gracias a sus primeros éxitos, crea su sello independiente, al que llamará Asylum Records. Su oficio ahora es el A & R. Estas iniciales, de Artists & Repertory, son esenciales en la industria del disco y remiten al trabajo que consiste en descubrir los talentos, compositores o intérpretes, producirlos bajo contrato y luego «desarrollarlos». En esa época, los responsables de A & R de las discográficas aún tienen verdadero poder de decisión sobre los artistas y sus mánager; eligen los productores, los estudios de grabación, los ingenieros de sonido, a veces los músicos y validan los estrenos (este poder se irá diluyendo a favor de los mánager y los agentes, pero sobre todo de los directores de marketing de las majors en la década de 1990).

Esta vez, con su propia discográfica, David Geffen tiene suerte. No es necesariamente un descubridor, pero sí un booster. Produce a Jackson Browne, Joni Mitchell, Tom Waits y sobre todo a The Eagles que, con Hotel California, se convierten muy pronto en el emblema de un country-soft-rock que entusiasmará al planeta. Entre la balada country pacífica, el soft rock y el easy-listening, una categoría de música inocente y eficaz, el timbre del grupo suena maravillosamente californiano (y suena falso, pues ninguno de los miembros del grupo, como tampoco Geffen, es de California). Geffen recupera incluso a Bob Dylan en 1974, el cual graba con él un deslumbrante Planet Waves que contiene sobre todo el hermosísimo single Forever Young.

La estrategia de Geffen es convertir en cool a unos grupos que, sin él, seguirían siendo demasiado hard rockers o demasiado alternativos para el gran público. Como productor, transforma el rock acústico y lo que se llama el alt-rock (rock alternativo), o irónicamente el red state rock (el rock de los estados republicanos), a menudo demasiado grungy, con voces demasiado raspy (roncas), en rock urbano, menos bruto, menos loud (ruidoso) y más electro, a la vez más cool y más comercial. Con Geffen, el hard (rock) se vuelve soft. Su genio: haber hecho posible la comercialización sin matar el cool. Al contrario, la comercialización hace que se venda. «El cool es el hip más el éxito comercial», escribirá un crítico del New Yorker.

¿Los puristas descubren que ese formateado es en realidad una puesta en escena? Evidentemente. Pero Geffen conoce demasiado bien la historia de la música estadounidense como para no desear la polémica, que es el preludio de un gran éxito mainstream. Desde siempre, el gran leitmotiv de la historia de la música popular en Estados Unidos gira alrededor de la pérdida de independencia y de la recuperación por el mercado. Cuando Elvis Presley se va a hacer el servicio militar, ¡para muchos significa la muerte del rock! Cuando Miles Davis se decanta por la fusión y el jazz-rock híbrido, y después por el jazz-funk, para otros es el final del jazz (de hecho es el principio de la fragmentación del jazz, que es muy diferente). Y por supuesto cuando Bob Dylan cambia su guitarra acústica por una guitarra eléctrica en el festival de Newport en 1965 (con Like a Rolling Stone, cuyo título es revelador), ¡para los que lo abuchean es el anuncio del fin del mundo!

El paso al mainstream sigue siendo lo que quieren todos los artistas que buscan un público, y más aún lo que quieren todas las majors que buscan ganar dinero; al mismo tiempo, es la crítica recurrente de los puristas ante la comercialización y —insulto supremo en Estados Unidos— ante el selling out (to sell out, venderse).

David Geffen no tiene estos escrúpulos: su objetivo precisamente es vender. No cree que haya diferencia entre la música creada por razones idealistas y la música creada para ganar dinero; ahora todo se mezcla. Y su éxito se debe a su capacidad para comprender que la música popular estadounidense está pasando de una época a otra: lo esencial no se basa en las raíces, el género y la historia, sino en la imagen, la actitud, la sensibilidad y el estilo (el cool). El funky Geffen está fascinado, literalmente, por los adolescentes de 15 años que ve por la calle, por su gran plasticidad cultural, porque no están cargados de valores y jerarquías a la europea, Geffen se ha convertido en un coolhunter, un cazador de lo cool.

Sobre todo, Geffen no cree que el dinero corrompa el rock. Y se lo reprochan: «Cuando David Geffen llegó a las aguas de California como mánager, los tiburones entraron en el lago», ha explicado un productor. «Antes se decía: “Hagamos música, el dinero es un by-product (un derivado)”». Ahora con Geffen lo que se dice es: «“Hagamos dinero, la música es un by-product”», ironiza otro productor. Para defenderse, a Geffen le gusta describirse como un hombre honrado en un mundo deshonesto. Supongo que es irónico.

Su forma de trabajar consiste en implicarse totalmente en la carrera de sus artistas, pero al mismo tiempo no lleva una «vida rock», como muchos en la industria: cuando produce a Dylan, no se vuelve hippie, no se pone a tomar drogas con The Eagles, no tiene relaciones íntimas con sus estrellas como Berry Gordy con Diana Ross (declaradamente gay, a Geffen se le atribuye sin embargo una aventura con Cher). Es un hombre de negocios que ama sinceramente la música pero que no vive su mitología. Uno de sus biógrafos escribe más severamente: «Geffen toma el camino más corto hacia la caja registradora».

David Geffen ha tenido varias vidas. En 1975, abandona su discográfica, se la vende a la major Warner y se retira. Todos creen que está acabado. Lleva una vida laid-back (relajada), ve a sus amigos, es un hombre híbrido medio costa Este, medio costa Oeste, muy urbano, que se aburre con facilidad, insecure (siempre un poco angustiado). Da la impresión de ser un personaje de Woody Allen, como salido de Annie Hall, o a lo mejor del Cowboy de medianoche de John Schlesinger. Pero trabaja sin cesar, como siempre lo ha hecho, en nuevos proyectos. En 1980, reaparece y abre las oficinas de Geffen Records en el Sunset Boulevard de Los Ángeles, adonde atrae a John Lennon y a Yoko Ono para su comeback con el álbum Double Fantasy, que durante tres semanas resulta un flop hasta que… asesinan a Lennon. Entonces el disco se convierte en un hit mundial (sobre todo la canción Woman). Ahora Geffen es un hombre de negocios: «En la década de 1970, yo no era un businessman. Era simplemente un fan. Me movía por ahí y, oh my god, descubría a ese tío, a Tom Waits, formidable, y decidía hacer un disco con él. Pero en la década de 1980 me convertí de veras en un businessman». Con su nuevo sello, Geffen produce a Cher, Sonic Youth, Beck, Aerosmith, Peter Gabriel, Neil Young y sobre todo al grupo underground de Kurt Cobain, Nirvana. Estamos a principios de la década de 1990. Esta vez de nuevo le ha tocado el gordo. Al hacer gran público a un grupo grunge de ética DIY (Do It Yourself), que pretende ser el emblema del rock alternativo, Geffen convierte a un Kurt Cobain, con sus vaqueros agujereados, en el portavoz de una generación. Esperaba vender 200.000 copias del álbum Nevermind; vende más de 10 millones. Ensalzado por la crítica y la industria, el grupo es adoptado a su pesar por MTV, que transforma instantáneamente a Kurt Cobain en una estrella mundial. Geffen gana la apuesta: hacer que Nirvana sea popular sin perder su autenticidad y su base. De emblema de la anticultura mainstream, Nirvana se convierte en mainstream. (Kurt Cobain, heroinómano notorio, se suicidará poco después de su tercer álbum).

El éxito de Geffen es considerable en la industria discográfica, hasta el punto de que ya se atreve a entrar en las industrias aledañas: coproduce algunas películas con Geffen Pictures, como Jo, qué noche de Martin Scorsese o Entrevista con el vampiro, e invierte con tanta intuición como éxito en comedias musicales de Broadway (Cats, Dreamgirls), introduciendo el rock en los musicals.

De nuevo, Geffen vende su sello, esta vez a MCA (hoy el francés Universal Music), se hace un poco más multimillonario y se retira. A principios de la década de 1990, da unas conferencias en Yale, recibe al nuevo presidente Bill Clinton, que pasa unos días en su casa, y frecuenta los clubes cool de la época. Geffen sobre todo se reconvierte a la filantropía y se hace coleccionista de arte. En la playa de Malibú, tiene en su casa una colección famosa de obras de Jackson Pollock, Mark Rothko y una inestimable bandera estadounidense de Jasper Johns (en su dormitorio). También ayuda en esa época a su amigo Calvin Klein, que está en quiebra, a darle a su marca el cool que le falta, lo financia y lo impulsa a contratar al cantante pop Mark Wahlberg como modelo para su publicidad de ropa interior (las fotografías de Mark en calzoncillos de Herb Ritts y Annie Leibovitz relanzan a Calvin Klein en el mundo entero con el éxito que todos sabemos). Que a Geffen le gusten a la vez Jackson Pollock y Calvin Klein, Mark Rothko y The Eagles, Jasper Johns y Nirvana es un buen resumen de la mezcla de los géneros culturales en Estados Unidos.

«David es un stand-up guy», me dice Jeffrey Katzenberg, cuando le pregunto por David Geffen (un tipo leal, que siempre está cuando lo necesitas). Fiel en la amistad, Geffen apoyó a su amigo Katzenberg, antiguo directivo de los estudios Disney, en el famoso proceso contra Michael Eisner, el presidente ejecutivo de Disney, y después de haberle hecho ganar 280 millones de dólares de indemnización fundó con él y con Steven Spielberg un nuevo estudio de cine en 1994. Se trata, como hemos visto, de DreamWorks, que ha producido American Beauty, Shrek, Dreamgirls (sobre Motown), Kung Fu Panda y varias películas de Spielberg (Salvar al soldado Ryan y Minority Report, en coproducción). Paralelamente, Geffen crea naturalmente un nuevo sello, DreamWorks Records.

«David es probablemente uno de los pocos hombres de la cultura estadounidense moderna que ha tenido éxito en las tres industrias clave del entertainment: la pop music, las comedias musicales de Broadway y el cine de Hollywood. Es un caso único», me dice Jeffrey Katzenberg (el mismo cumplido se le puede hacer a Katzenberg, que en Disney, en Broadway con El rey león y Elton John, y luego en DreamWorks, todavía lo ha superado).

En 2008, Geffen se retiró por tercera vez y vendió su participación en DreamWorks. Pero sigue tratando a los productores, los banqueros y los moguls de hoy, esos grandes jefes de Hollywood —ayer los Harry Cohn, William Fox, Carl Laemmle, Louis Mayer, Adolph Zucker, Jack y Harry Warner— de los cuales él es hoy uno de los herederos. Por otra parte, filiación hollywoodense obliga, vive en la casa de Jack Warner en la playa de Malibú, que ha comprado a precio de oro. Todo un símbolo.

NASHVILLE, LA OTRA CAPITAL MUSICAL DE ESTADOS UNIDOS

«El blues es la música de las clases populares negras, como el country es la música de las clases populares blancas», me dice Shelley Ritter, la directora del Delta Blues Museum, en Clarksdale, una pequeña ciudad del noroeste de Misisipi. Hoy ya no queda gran cosa de la historia del blues, aparte de este museo. Estoy en el corazón del Delta, una zona inundable, y por tanto rica en la época de las plantaciones de algodón, entre Arkansas y Misisipi, llamada así porque forma una depresión, aunque está lejos de la desembocadura del río en Nueva Orleans. En Clarksdale, todavía quedan algunos juke joints, los bares tradicionales donde aún se canta el blues del Delta, pero sólo para los turistas. «El blues siempre ha tenido un carácter y un público rurales, en tanto que el jazz fue decididamente urbano», añade Shelley Ritter.

Atravesando el Delta, uno imagina lo que fue el nacimiento de la música negra estadounidense: el algodón, los pueblecitos, las iglesias cristianas. Siguiendo la carretera que viene de Nueva Orleans, se pasa por Clarksdale, Oxford, Túpelo (la ciudad natal de Elvis Presley, donde su casa minúscula hoy es un museo), Memphis (donde se ahogó Jeff Buckley), y finalmente Nashville. Uno entiende por qué, con semejante historia al alcance de la guitarra, la principal ciudad de Tennessee se ha convertido en una de las capitales, junto con Los Ángeles y Miami, de la industria discográfica estadounidense.

Music Row es la dirección a la que hay que ir en Nashville para encontrar los estudios de grabación, la sede de las majors y las oficinas de las televisiones musicales. Es un pequeño barrio, entre la avenida 16, llamada Music Square East, y la avenida 17, llamada Music Square West, donde las autopistas I 40 e I 65 se confunden al norte de Nashville, en Tennessee.

Si me encuentro en Nashville es para tratar de comprender por qué los dos segmentos importantes de la industria discográfica que se producen aquí, la country y la música christian, no se exportan. (El soul y el R&B se produjeron en Tennessee en la década de 1950, pero sus sellos están desde la década de 1970 en Los Ángeles o en Nueva York).

He escuchado poco country en mi vida, exceptuando los discos de Hank Williams y Johnny Cash. Para mí, es algo así como una música de americanos «con sombrero de cowboy». John Grady, el todopoderoso presidente ejecutivo de la división de country de Sony Music en Nashville, no comparte esta opinión: «La música country es la variedad estadounidense de las clases populares y de los campesinos del sur». Luke Lewis, el presidente de Universal Music en Nashville, me lo confirma: «La música country es la música tradicional americana, la de los pueblos del sur, es una música del país, del country justamente». Lewis añade: «El country es una música muy enraizada en la vida local. Se escucha en la radio, pero también se toca en los honky tonks, los pequeños bares tradicionales blancos, un poco como ocurre con el blues en los juke joints, los pequeños bares del sur rural y negro. Por eso no se presta a la exportación, es demasiado local. Se vende un poco en Canadá, en Australia, en Nueva Zelanda, en Irlanda y en las ciudades populares del norte del Reino Unido, pero nada más. No se vende country en Londres, por ejemplo, es demasiado urbano».

Al pasar de una discográfica a otra en Music Row, en Nashville, descubro que hay muchos géneros dentro de la música country: appalachian folk music, bluegrass, country rock, cowboy songs, Southern rock, mountain music, americana. Todos esos estilos encaman un amplio espectro musical entre un alt-country, alternativo, y un country mainstream, criticado por su excesiva comercialización. «En el primer caso, es un country demasiado rootsy, en el segundo un country por el contrario demasiado pop y demasiado rootless (demasiado enraizada o sin raíces) —me explica Luke Lewis—. Entre estos dos límites se sitúa hoy toda la música country y generalmente es la que pretende ser más alternativa, pero que aquí es la menos popular y la menos mainstream, la que más éxito tiene en los festivales independientes del extranjero». John Grady me explica así esta paradoja: «El country mainstream no es una música internacional. Ya se ha intentado hacer versiones más dance, más rápidas, para romper la aparente monotonía del country y llegar a un público extranjero más amplio, pero no ha funcionado. Hay que rendirse a la evidencia: el country es la poesía de hoy en Estados Unidos, con unas letras muy específicas, y con mucho argot. Y la poesía no se exporta». En Estados Unidos, se estima que el mercado del country representa aproximadamente un 10 por ciento de las ventas de discos y de la difusión digital. Es el formato musical más frecuente en la radio, en cuanto a número de emisoras, más de 1.400.

En Nashville, se pasa fácilmente de la música country a la música christian (cristiana). Todas las discográficas están en el mismo perímetro, alrededor de Music Row, y uno puede ir a pie de la una a la otra, ya que todas se hallan en un radio de menos de un kilómetro. A pesar de ello, esas dos industrias vecinas están muy compartimentadas, y al visitar las oficinas de las majors que producen la música cristiana me llama la atención una diferencia notable: no hay ninguna sensualidad, no hay chicas con generosos senos en las carátulas de los discos, ni hombres maduros que hablan usando muchos tacos y mucho argot, como sí los había, a pocas decenas de metros, en los locales del country. Me sorprende que al dorso de los estuches de los CD figure a menudo en los agradecimientos la palabra Jesús.

«En el fondo, formamos parte de la música gospel —me explica Dwayne Walker, el director de A & R de Light Records, un sello especializado en la música cristiana—. Mucha gente cree que el gospel es una música negra, pero lo que es ante todo es una música cristiana. Y nosotros hacemos música cristiana que simplemente es blanca». John Styll, el presidente de la Gospel Music Association, que es el lobby oficial para el gospel negro y la christian blanca, me lo confirma: «Estadísticamente, la música gospel es en un 99 por ciento negra, y la música cristiana es en un 99 por ciento blanca. Pero en la estrategia de marketing de la música cristiana, muchos prefieren usar la palabra «gospel» antes que «christian», más connotada. Por lo demás, para poner de acuerdo a todo el mundo, ahora se habla de «Southern gospel» y de «black gospel».

De nuevo, en Nashville, me dan discos de diferentes géneros: christian rock, Southern gospel, Jesus-rock (más antiguo), God rock, gospel rock, christian rap y hasta rock inspirational (que se supone me inspirará y me edificará). Tengo la impresión de que aquí hay tantos géneros de música como iglesias cristianas; Nashville es una de las ciudades estadounidenses donde hay más iglesias por kilómetro cuadrado. Estoy en el corazón de lo que se denomina el Bible Belt, la región de la Biblia.

Como el country, y como la Motown, la música cristiana se basa en una separación estricta entre los compositores que escriben la letra y la música y los intérpretes. Esta industria doble constituye la singularidad de Nashville, desde hace mucho tiempo una ciudad donde se escribe la música antes de tocarla.

«El editor es el elemento central de la industria en Nashville y las casas discográficas lo más importante que poseen primero es el repertorio. A menudo se venden las canciones a otras discográficas», me explica Eddie de Garmo, el presidente de EMI-Christian Music Group. «Nashville es una ciudad de compositores», insiste Tony Brown, un antiguo pianista de Elvis Presley, que actualmente dirige Universal South, la rama de Universal en Nashville, que agrupa a varios sellos de música country, gospel y christian rock.

Constato que todas las majors están presentes en Music Row, en Nashville, reproducción en miniatura de su presencia en Los Ángeles o Nueva York. «Aquí tenemos sobre todo sellos, lo que significa que nos ocupamos de los artistas, de su desarrollo y su promoción. Todo lo que tiene que ver con el back office, los servicios jurídicos, los recursos humanos, la distribución nacional e internacional, lo hace la major, la casa madre desde Nueva York o Los Ángeles. Si eres un independiente, dependes de los bancos y los inversores; yo dependo del jefe de Sony Music Entertainment para América del Norte, que conoce la música y que ama a los artistas. Contrariamente a lo que se suele decir hoy, yo prefiero esto antes que ser independiente», se justifica John Grady, el presidente ejecutivo de Sony Music en Nashville.

¿Los sellos christian se proponen exportar a partir del sur de Estados Unidos? «La christian music como el country son géneros que se basan más en la letra que en la música, al revés que el pop o el rock. En ambos casos, existe una relación con un determinado modo de vida y unos valores, y eso inevitablemente es muy difícil de exportar», me explica Ric Pepin, vicepresidente de Compendia Music, una minimajor que posee diferentes sellos de country, gospel y christian. Pero también dice: «Creo que la música cristiana de Nashville se desarrollará mucho en América Latina y en África, a medida que se vuelva más madura. Aún es un género joven, contrariamente al country, que aquí tiene una historia muy antigua».

Eddie de Garmo, el presidente del sello christian de EMI, no comparte esta opinión: «La música christian existe desde hace al menos veinticinco años en Nashville, aunque sólo se hizo famosa bajo George W. Bush. Es una música cristiana muy parecida a la religión de los estadounidenses; es demasiado protestante y demasiado lírica para gustar a los católicos, por ejemplo. No creo que se pueda exportar fácilmente, a menos que minimice los sermones y disimule su identidad. Pero dentro de Estados Unidos su público aún puede crecer, teniendo en cuenta que en quince años ha pasado de un nicho de mercado al mainstream».

Interrogando a decenas de productores y de músicos de música cristiana en Nashville, y también en Memphis, Denver y Colorado Springs, me doy cuenta de que todos la ven como una contracultura que está a punto de convertirse en mainstream. «La cultura christian se halla en un punto de inflexión, en un momento bisagra, lo que en la Biblia se llama el “efecto Gedeón”: ¿Gedeón está solo? ¿Son miles? Estamos como Gedeón, dudamos, nos sentimos solos en nuestra comunidad pero ya somos miles. Estamos a punto de convertirnos en mainstream, pero aún somos contraculturales. Somos como Bob Dylan y Joan Baez en la década de 1960, contraculturales y antimainstream, un nicho del folk, que está creciendo y creciendo, y que muy pronto todo el mundo adoptará», me dice, un poco excitado, Ross Parsley, el célebre pastor de la New Life Church en Colorado Springs (ese domingo asisto al oficio de esta megaiglesia: cinco grupos de christian rock se turnan delante del altar, un coro con un centenar de participantes y veinte pastores ofician, con micros de corbata, y sus imágenes son reproducidas en pantallas gigantes, alrededor de Parsley, ante más de 7.000 fieles).

La música christian, que representa en la actualidad en torno a un 7 por ciento de las ventas de música en Estados Unidos (ventas de gospel negro y blanco), tiene sus charts, su barómetro Nielsen Christian SoundScan, sus secciones en los hipermercados y sirve con frecuencia de banda sonora a películas de Hollywood como Matrix o El mundo de Narnia de Disney. También da lugar a comedias musicales en Broadway, como !Hero, the Rock Opera (el signo de exclamación antes de Hero es una referencia al nombre de Jesús en la Biblia, y la acción de ese musical transcurre en Bethlehem, nombre real de una ciudad de Pensilvania). Es una verdadera industria cristiana la que se ha desarrollado en la música, el teatro comercial, la edición, las librerías con sus nuevas secciones de christian books y también el cine, como ha venido a demostrar el éxito inesperado del film La pasión de Cristo de Mel Gibson.

MUSIC TELEVISION

En la pared hay colgado un monopatín blanco. En los despachos de los directivos de las industrias creativas, a menudo he visto carátulas de álbumes, discos de platino, a veces cuadros originales de Warhol o de David Hockney, pero jamás había visto un monopatín.

En el despacho de Brian Graden, el presidente de la cadena MTV en Colorado Avenue en Los Ángeles, también hay fotos dedicadas por los raperos famosos encima de la mesa; un retrato de Barack Obama; muchos carteles de shows televisivos mundialmente conocidos. Contemplo esa decoración durante largo rato, ya que estoy solo. El ayudante de Brian Graden, un MTV kid con sneakers, viene a avisarme de que Brian se ha sentido enfermo esta noche y que está acostado en su condo de West Hollywood. Pero que no me preocupe: podremos hablar, a través de un sistema muy sofisticado de audioconferencia; puedo instalarme en su sillón y ponerme cómodo. Él llamará dentro de un instante. En ese preciso momento, pienso que en MTV, en vez de una audioconferencia, hubiera cabido esperar al menos una videoconferencia.

Brian Graden es el presidente de MTV, dirige su programación y coordina diferentes cadenas temáticas de la cadena MTV. Según su biografía, que me han entregado, es relativamente joven —unos cuarenta años— y ha pasado por el famoso MBA de Harvard. Le pregunto, a través del sistema de audio instalado en su mesa de despacho, en qué consiste su trabajo. Oigo salir su voz del amplificador, muy correctamente, y su respuesta de una sola palabra: entertainment. «Mi trabajo —continúa Graden— es el entertainment, es dar placer a la gente, consiste en hacer que a los jóvenes les guste lo que les proponemos». Uno de los títulos en la biografía de Graden es: «presidente para el entertainment de MTV». Voy directo al grano y me atrevo a formular una crítica sobre el tipo de música formateada de MTV. «Frédéric —me responde Graden con voz suave—, estoy orgulloso de mi audiencia. Estoy orgulloso del gusto de mi público. Me gusta mi público. Los jóvenes. Es importante que te gusten».

MTV (Music Television) fue fundada el 1 de agosto de 1981. «Ladies and gentlemen, rock and roll», fueron las primeras palabras que se oyeron en la cadena, leídas por su presidente de aquella época, sobre las imágenes del Apolo 11 posándose en la luna. Desde entonces, MTV no ha programado rock and roll, prefiriendo el soft rock y el pop mainstream, y ha vuelto a la tierra. En la era de lo digital, la cadena tiene dificultades para posicionarse, por la competencia frontal de YouTube y la indirecta de numerosas cadenas musicales por satélite en Estados Unidos y en todo el mundo. Por eso su audiencia está bajando muchísimo y su facturación se está desplomando, lo cual hace que su accionista, Viacom, esté poniendo orden. Cuando visité a los directivos de MTV en Estados Unidos, Europa, Asia y América Latina, noté en todas partes la misma preocupación. Para MTV ésta es una época de crisis y de replanteamiento. No siempre fue así.

En el vestíbulo de la sede de MTV en Los Ángeles, hay una auto-caravana. ¿Y por qué una autocaravana? «Es un viejo modelo de la década de 1950», me dice la persona que me enseña los estudios. En la autocaravana hay una televisión roja encendida, una tostadora y unas sillas verdes de plástico. Es como si Ozzie and Harriet, los personajes de la famosa serie de la década de 1950, se hubiesen extraviado aquí, camino de sus vacaciones. A menos que sea por nostalgia, para recordar que una televisión es mortal.

En sus comienzos, MTV fue una apuesta arriesgada. Era una cadena musical que emitía las veinticuatro horas y que impuso enseguida un género, el videoclip, y obligó a la industria del disco a pasarse, a regañadientes, al vídeo. Como tras la aparición de la radio, y luego del lector grabador de CD, como hoy con Internet, la industria primero rechazó los clips antes de replantearse su modelo económico y adoptar las imágenes. Profético, el primer clip difundido por MTV en 1981 fue el de los Buggles, Video Killed the Radio Star.

En su origen, el formato imaginado por MTV era el de una difusión en bucle de las canciones del Top 40 (el modelo de hit parade dominante en la radio desde mediados de la década de 1960 en Estados Unidos). Se trataba, por lo tanto, esencialmente de música pop, como por ejemplo, en aquella época: Duran Duran, Eurythmics, Culture Club y muy pronto Madonna, que sería lanzada por MTV y se convertiría en la artista emblemática de la cadena. Un VJ, el video-jockey que MTV popularizó, siguiendo el modelo del DJ (disc-jockey), presentaba generalmente el show. Desde el principio, MTV fue criticada por no ser más que un «grifo del que salen clips».

En realidad, cuando uno pregunta a los directivos de MTV, descubre que el modelo era más precario de lo que su éxito podía hacer pensar. Al principio, MTV tuvo muchas dificultades en encontrar suficientes vídeos para llenar las 24 horas de programación diaria, y ello explica su frecuente rotación. Conciertos filmados, vídeos promocionales rudimentarios, redifusiones constantes: todo valía para compensar esa falta de contenidos. A medida que el éxito de la cadena aumentaba, la industria del disco se dio cuenta de los beneficios que podía sacar de la cooperación con la cadena musical; al fin y al cabo, un vídeo era una publicidad gratuita para la música. Los clips empezaron a ser cada vez más elaborados, audaces y profesionales, y MTV fue crucial en el plan de marketing de las majors. El lugar de MTV en la historia de la cultura pop es esencial; crea, como en aquel momento también lo está haciendo David Geffen, la relación que faltaba entre la cultura y el marketing, entre la música pop y la música ad (publicitaria), entre la cultura de nicho y la cultura de masas, y une dos universos que se creían separados pero que descubren que están mezclados: el del arte y el del comercio. A partir del nacimiento de MTV, cada vez será más difícil distinguir entre estos dos mundos.

Inicialmente, pues, a MTV le costó encontrar su modelo y se salvó gracias a lo que al principio se negaba a promocionar: la música negra. Por extraño que pueda parecer, veinte años después de la Motown, para MTV en 1981 la música negra todavía era como un gueto, no lo bastante crossover y poco mainstream. Para los dirigentes blancos de la cadena, la música negra era un género, un nicho. Incluso Michael Jackson estaba vetado. Un día, el presidente ejecutivo de CBS, que tenía a Jackson bajo contrato a través del sello Epic, montó en cólera y amenazó con boicotear sistemáticamente la cadena con todo su catálogo si Jackson continuaba censurado (desde entonces MTV ha sido adquirida por Viacom-CBS). Billie Jean es finalmente programada en 1983, seguida por Beat it. En un baile a lo West Side Story, Michael Jackson aparece como el hombre de paz entre dos bandas rivales y les dice a unos y a otros que lo dejen correr. Va vestido con una cazadora roja y calcetines blancos. Parece que contrataron a verdaderos miembros de bandas para grabar el vídeo. El éxito es mundial. Y cuando en diciembre de 1983 MTV emite el vídeo de Thriller, una versión de una película de terror, y llega a programar dos veces por hora este clip de 14 minutos, la cadena por cable, todavía marginal, entra en el mainstream. Abandona el rock y se pasa al pop y al R&B. Y se abre definitivamente a los negros.

Diez años después, MTV conoce el mismo debate interno con el «gangsta rap», considerado demasiado violento y demasiado explícitamente sexual. La administración Clinton amenaza con censurar los excesos, y MTV duda. Tras consultar con abogados especializados, asume el riesgo y difunde a los grupos de rap más extremos, más misóginos, más intolerantes con los gays y más tolerantes con la droga, emitiendo en bucle sus vídeos. En 1998, el gangsta rap salva a MTV, que recupera así un modelo económico, incluyendo en su programación para el gran público esa música comunitaria negra radical que está conociendo una gran expansión. Ese año, el hip hop representa 81 millones de discos vendidos en Estados Unidos, a un público blanco en un 70 por ciento. Y el rap, a su vez, se convierte en mainstream.

Me he cruzado con muchos jóvenes negros, asiáticos y latinos en las oficinas y los platos de MTV en Los Ángeles, en la sede del grupo en Nueva York (simbólicamente situada en la esquina de Broadway con la calle 44) y en los estudios de Black Entertainment Television, que pertenece al mismo grupo, en Washington. Hablando con ellos y con decenas de jóvenes músicos negros y latinos que he conocido en la mayor parte de los grandes guetos estadounidenses, he empezado a entender algo que es esencial para interpretar el entertainment y la cultura mainstream de hoy. Y cuanto más me paseaba por los locales de la MTV y más conversaba con Brian Graden o con su adjunto Jeff Olde, a quien vería después varias veces en los cafés de West Hollywood, más empecé a pensar que las fronteras que separan el arte del entertainment son en gran parte el resultado de apreciaciones subjetivas. El lugar donde colocas esa frontera muchas veces es un indicio del año en que naciste o del color de tu piel.

Brian Graden también es el presidente de Logo, la cadena gay friendly de MTV. Con los jóvenes gays, los jóvenes negros y los jóvenes latinos y asiáticos es como piensa reconstruir MTV. En la era de Internet, YouTube se ha convertido en una competencia muy peligrosa para las cadenas musicales. La difusión de clips gratuitos, esa idea genial que constituyó el éxito de MTV y su modelo económico, se le ha vuelto en contra. Porque los clips, en la era digital, son gratuitos también para todos los competidores potenciales, y las cadenas clones de MTV son ahora ya numerosísimas en todos los continentes. Por eso le han encargado a Graden, junto con otros, la refundación de MTV mediante una estrategia ambiciosa. Así pues, MTV ha reafirmado al mismo tiempo su vocación generacional volviendo a centrarse en los jóvenes de 15 a 34 años y dando la espalda a los clips, banalizados en Internet, para dar prioridad a formatos más interactivos, la telerrealidad, la stand-up comedy y el talk show. Vuelven a reponerse las series animadas que fueron éxitos en MTV y se producen nuevas series televisivas originales. «Hemos recuperado el control de nuestros contenidos: ya no somos un grifo del que salen clips», me explica Graden. Prioridad por lo tanto a la difusión de programas exclusivos, lo contrario de lo que durante mucho tiempo fue MTV, que sigue llamándose sin embargo Music Television. «Proponer más contenidos, en más soportes, con más exclusivas y productos Premium, en esto consiste la nueva MTV», sentencia Graden, que se esfuerza por idear los nuevos formatos posibles en todos los soportes imaginables. «Probamos miles de formatos y de pilots, pero al final seleccionamos muy pocos». Al visitar el motel, el edificio donde se prueban estos proyectos piloto, al otro lado de Colorado Avenue, me llama la atención la capacidad de innovar y de abandonar, sin pensarlo dos veces, la mayoría de los prototipos; de imaginar toda clase de cosas y renunciar constantemente. La creación/destrucción es una dimensión esencial de la innovación en las industrias creativas.

Esto fue sólo el comienzo de una estrategia de reconquista planetaria que hizo posible la riqueza de la casa madre, el Holding mediático Viacom, que posee MTV. También se optó por entrar masivamente en lo digital y adoptar las nuevas costumbres de los jóvenes. MTV multiplica las experimentaciones tecnológicas: ha lanzado más de 390 páginas web, se crean miles de contenidos exclusivos para la aplicación MTV de iPhone y se firman acuerdos de cooperación internacional con sitios como MySpace (que pertenece al gigante News Corp). Todo eso está destinado a atraer a la generación de Internet, que quiere todos los contenidos en todo momento y en todos los soportes, lo que en MTV Brian Graden denomina la generación on demand. Otro aspecto central, que representa una evolución significativa para MTV, es que el grupo se ha lanzado masivamente a los videojuegos, comprando muchas start up experimentales o productoras más maduras, como Harmonix o Atom Entertainment. De esas experimentaciones han nacido videojuegos populares como Rock Band, del que se han vendido más de 7 millones de ejemplares. Falta saber si el grupo será capaz de cambiar lo bastante deprisa y ser lo bastante flexible para responder a las expectativas y a las costumbres de Internet, que se aceleran día a día.

El caso es que el grupo MTV se ha alejado del mainstream único segmentando su audiencia mediante una diversificación de sus programas, de sus sitios y también de sus cadenas. MTV ha entrado en el mainstream plural. Actualmente, MTV ya no es un canal único, sino una plataforma de 150 canales temáticos. En Europa, por ejemplo, el programa de MTV Base es hip hop, MTV Pulse es más rock, y MTV Idol, más variedades internacionales. Y así, según los países, hay cadenas dirigidas a los amantes de los pasatiempos digitales (MTV GameOne), los latinos (MTV Latín), los asiáticos (MTV Asia), los gays (Logo), los jóvenes apasionados por la comedia y las series de animación (Comedy Central), e incluso para los niños hay una miniplataforma especializada por segmentos de edad (MTV Kids & Family Group). Estos programas, a menudo diseñados en Los Ángeles, en Miami o en Nueva York, no sólo alimentan las televisiones del grupo en Estados Unidos, sino también las del planeta MTV que tiene delegaciones hoy en 162 países. «MTV es un pipeline del que la gente se abastece de forma continua», confirma Thierry Cammas, el presidente del grupo MTV en Francia.

Finalmente, MTV ha adoptado, tras varios fracasos en Europa y en América Latina, una estrategia local, hecha a la vez de programas estadounidenses y programas locales, con una dosificación sutil. «El ADN de MTV es la música mainstream estadounidense —prosigue Thierry Cammas—. Somos un medio de entretenimiento internacional. Es nuestra identidad, no podemos negarlo. Pero hay que inyectar en nuestros programas algún elemento local, y éste es el papel de la telerrealidad, de los talk shows y del entertainment, que en MTV son contenidos fabricados siempre localmente. Por ejemplo, jamás se habla inglés en MTV Francia. Debemos comunicarnos constantemente con nuestro público, en francés, y en todos los soportes, porque en el mundo digital es difícil tener una audiencia fiel, en tanto que en el mundo analógico éramos indispensables». MTV emite ahora en 33 idiomas.

MTV está por tanto en plena revolución. Judy McGrath, la presidenta ejecutiva del grupo en Nueva York, y Brian Graden, en Los Ángeles, intentan salvar el modelo. Y para ello deben seguir siendo hip. ¿Cómo pueden justamente esos ejecutivos, que tienen más del doble de la edad de su público, seguir siendo hip? «Siendo un taste maker —me responde Brian Graden—, siempre por audioconferencia. La gente que trabaja en MTV le dirá que aquí es como en Logan’s Run (la película y la serie La fuga de Logan), donde todos los over thirty, los que tienen más de treinta años, desaparecen. Los que quedan son como Peter Pan, no quieren crecer. Por eso trabajo cada minuto para que MTV se parezca a una cadena cuya programación estuviera hecha por un kid hip hop de dieciséis años, un joven black con sneakers». Thierry Cammas me lo confirma con otras palabras: «Yo no digo que conozco a los jóvenes. Persigo a los jóvenes todo el día».

¿Cómo han podido los jóvenes kids negros, gays o latinos convertirse, a su manera, en los trendsetters y los taste makers de MTV, los que dictan la moda y definen el gusto? ¿Los que arbitran el hip y validan el cool? ¿Qué ha pasado en la crítica estadounidense para que los prescriptores hayan sido reemplazados por jóvenes de 16 años con sneakers y monopatines que están orgullosos de amar la contracultura tanto como la cultura pop comercial? Desde esa entrevista, no he dejado de hacerme la pregunta. Muy pronto adiviné que estaba ocurriendo algo fundamental en la cultura de Estados Unidos entre el arte y el entertainment, entre la élite y las masas, entre la cultura y la minoría negra también, y que esa transformación había sido decisiva para propulsar las industrias creativas estadounidenses en todo el mundo. Entonces comprendí por qué, en una cadena tan pop como MTV, el monopatín colgado de la pared del despacho de Brian Graden ocupaba tanto sitio. Es el símbolo de la contracultura, de la independencia y de lo cool, en el corazón mismo de la máquina que fabrica el mainstream.