4. EL NUEVO HOLLYWOOD
«Suba al golf cart», me dice el responsable de las relaciones públicas, encargado de mostrarme los estudios de Columbia Pictures en Los Ángeles. Estamos en Culver City, un barrio situado en el sur de Hollywood, entre la Santa Monica Freeway 10, que recorre la ciudad de este a oeste, y la San Diego Freeway 405, el cinturón de ronda oeste de Los Ángeles.
Los golf carts, esos pequeños vehículos que se usan en los campos de golf, se han convertido en toda una atracción en los estudios hollywoodenses. En Columbia Pictures, veré centenares de ellos surcando las avenidas y las calles. «Un golf cart es poco ruidoso, es eléctrico, no es peligroso y permite desplazarse rápidamente por las zonas de rodaje de uno de los estudios más grandes de Hollywood», me explica mi guía.
Una mujer alargada envuelta en la bandera estadounidense y con una antorcha que ilumina el cielo, el logo de Columbia Pictures, que tantas veces hemos visto al principio de las películas, es famosa pero poco visible en Culver City. Sin su emblema, los estudios impresionan sin embargo por su tamaño. A cada lado de una main Street, con sus neones y sus billboards, sus marquees y sus vertical blades (los frontones y las marquesinas características de las antiguas salas de cine), hay 22 estudios principales que llevan cada uno el nombre de una personalidad que ha sido fundamental en la historia de Columbia: Poitier, Kelly, Astaire, Capra, Garbo, Garland, Hepburn, Gable… Más allá están unos estudios de posproducción y unos edificios administrativos, con sus céspedes impecables y sus espacios bucólicos y arbolados. También se ha instalado toda una logística, desde una red de cabinas telefónicas gratuitas conectadas con la centralita interna, hasta los restaurantes, pasando por médicos, bancos, clubes deportivos, una oficina de correos, varias tiendas de souvenirs, una agencia de viajes y hasta un cine Loews.
Si el nombre de Columbia no figura en ninguna parte, es porque el estudio fue adquirido por Sony en 1989 (antes Columbia había sido independiente durante mucho tiempo y luego fue comprada por Coca-Cola en 1982). Hay una Sony Police, un Sony Mail Department, un Sony Family Center y un cuartel de bomberos, el Sony Fire. No estoy en Columbia, estoy en territorio de Sony.
«Éstos son los estudios históricos de Columbia. Pero ahora, todo esto pertenece a Sony. Al conjunto se le llama Sony Lot, igual que hay un Universal Lot y un Paramount Lot». France Seghers, vicepresidenta de Sony Pictures, me recibe con café italiano y pastelitos en un edificio lujoso del campus, el Jimmy Stewart Building. Hablamos mucho rato y me autorizan a visitar los estudios y a hablar con otros responsables de Sony a condición de no citarlos (en Sony hay una regla según la cual está prohibido hablar públicamente de los asuntos internos).
Sony es una sociedad internacional muy descentralizada. En Tokio está la sede social del grupo. Los contenidos culturales, tanto del sector del cine como de la música, están agrupados en la Sony Corporation of America, una sociedad de derecho estadounidense que cotiza en la bolsa de Nueva York y cuyo accionista único es la japonesa Sony Corporation. Sony Pictures Entertainment tiene su sede en Los Ángeles y es la que produce la mayor parte de los blockbusters que salen con las marcas Sony Pictures, Columbia Pictures o TriStar Pictures, Sony posee incluso un estudio llamado «independiente», que obviamente no tiene de independiente sino el nombre, Sony Pictures Classics.
«Aquí tenemos unos estudios, pero nuestras películas no necesariamente se ruedan aquí; entonces, cuando nuestros equipos están en paro técnico, alquilamos los estudios a otras majors, a Paramount, a Warner o a 20th Century Fox. Nuestro papel se limita muchas veces a alquilar los estudios, a hacer de banco y a dar green light a los proyectos», me explica uno de los directivos de Sony Pictures.
La green light es una expresión fundamental en Hollywood. Esa «luz verde» la da el estudio a partir de un proyecto que le presentan, bajo forma de un pitch o de un guión. La green light permite empezar el «desarrollo» del film e iniciar su producción. «La green light es el punto cardinal de toda la industria y el momento en que el estudio afirma su poder de manera más clara», confirma France Seghers. En realidad, no hay una luz verde, sino varias, en las distintas etapas del proyecto: cuando una idea se propone y se examina, cuando se acepta el guión y se empieza a desarrollar, o en el momento en que se inicia la producción. A veces, una película que ha sido desarrollada durante muchos meses no recibe la green light y el que tiene los derechos, con frecuencia el productor, puede proponérsela a otro estudio (Shakespeare in Love, por ejemplo, fue desarrollada durante tres años por Universal Pictures, pero no obtuvo nunca la green light; fue Miramax quien finalmente la recuperó, y obtuvo siete Oscar).
Pero lo esencial no es eso. En la negociación compleja que tiene lugar para que nazca una película, no están sólo, cara a cara, el estudio y el productor: ahora, en el nuevo Hollywood, los interlocutores y los actores del sistema son numerosísimos.
En la edad de oro de los estudios, en la década de 1920 y hasta finales de la década de 1940, Hollywood era un sistema centralizado y verticalmente integrado. Los estudios organizaban todo el proceso de producción de un film, desde la escritura del guión hasta la exhibición en las salas. Los productores, pero también los guionistas, los técnicos, los directores, y la mayoría de los actores, eran asalariados con contratos a largo plazo. Todos trabajaban, en cierto modo, en una cadena, ya que el cine era sobre todo una industria. Con el desplome de 1948, cuando el Tribunal Supremo de Estados Unidos prohíbe la concentración, los estudios pierden su monopolio, sus redes de salas de cine (que tienen que vender obligatoriamente) y se ven forzados a limitarse a la producción. A partir de mediados de la década de 1950 desaparece el sistema industrial y centralizado de Hollywood y evoluciona hacia un modelo más fluido.
Hoy, en el nuevo Hollywood, una película es financiada por un estudio que da la green light (la valida), pero que ya no la hace. El producto, bajo el control permanente de agencias de talentos remuneradas con un porcentaje de todas las transacciones, es confiado a miles de sociedades independientes: empresas de producción, start-up técnicas, pymes especializadas en el casting, la posproducción, los efectos especiales o la creación de tráilers promocionales. La película se subcontrata a empresas especializadas en Asia, a artesanos instalados en Los Ángeles, a agencias de comunicación globalizadas y a sociedades especializadas en la distribución de films en países concretos. Todos son independientes pero están ligados por contrato, según un sistema infinitamente más complejo que los estudios de antaño. Se estima que 115.000 empresas, la mayoría pymes de menos de diez empleados, participan hoy en la economía estadounidense del cine y la televisión, y que ésta afecta directamente a 770.000 asalariados e indirectamente a 1,7 millones de empleos. El nuevo Hollywood, donde todo el mundo es independiente, es lo contrario del viejo sistema de los estudios donde todo el mundo era dependiente.
Cada película es por tanto una empresa autónoma. Para gestionar todo el proceso, se crea generalmente una sociedad de producción efímera, una entidad jurídica propia. La dirige un productor contratado por el estudio para una única película. Se dice que el productor es work for hire (a menudo se escribe WFH), una expresión fundamental en Estados Unidos para definir la naturaleza del contrato de trabajo típico de Hollywood: ese contrato estipula por una parte que la persona no es un asalariado permanente, como en la edad de oro de los estudios, sino que se le contrata para un único proyecto; al mismo tiempo, ese contrato WFH también se traduce, como antes de 1948, por la cesión por parte del productor del copyright de la obra al estudio.
La empresa productora, o el propio productor, que a veces se denomina line producer, establece luego contratos, siempre según el procedimiento work for hire, con el director, los actores y los centenares de personas y sociedades que van a colaborar en la película, y éstas también ceden su copyright al estudio. Entonces la casa madre a la cual pertenece el estudio se encarga de enviar los fondos a la cuenta de la productora. «En el fondo, somos un banco», resume con una fórmula France Seghers.
El papel del estudio en realidad es a la vez un poco menos y un poco más amplio que el de un simple banco. Como ocurre con las entidades financieras, una parte importante del dinero del cual dispone el estudio ni siquiera le pertenece. Está constituido por fondos que abonan anticipadamente decenas de coproductores, los precontratos de compra de los derechos televisivos, los acuerdos con los editores de videojuegos, los anticipos de las compañías de aviación y las cadenas de hoteles para las películas que pasarán, sin olvidar las subvenciones públicas de los estados para fomentar los rodajes en territorio estadounidense (las hay en todos los estados, y a días se añaden los importantes créditos de impuestos y las reducciones fiscales que corresponden al procedimiento de ayuda pública más frecuente en el sector del cine en Estados Unidos). Los estudios también utilizan los flujos financieros procedentes de inversiones diversificadas, así como las aportaciones financieras de particulares ricos, los famosos civilians. Estos civilians, filántropos estadounidenses, multimillonarios indios o ricos príncipes árabes, intervienen en las películas, no tanto para invertir como para compartir un poco el glamour hollywoodense; se les invita al rodaje, asisten a los preestrenos y cenan con los actores. Figuran en los títulos de crédito, si su aportación es significativa, y sobre todo pueden deducir esta «inversión» de sus impuestos (a menudo gracias a desgravaciones fiscales en el extranjero).
Pero los estudios también son algo más que un banco. Además de su aportación financiera, gestionan el copyright de la película, que es suyo y que muchas veces constituye un capital inestimable. Ventas internacionales, derechos derivados, adaptación para la televisión: todo eso constituye una parte importante del trabajo del estudio, que por consiguiente también es un banco de productos protegidos por el copyright. El estudio se ocupa igualmente de las regulaciones, negocia por ejemplo con la MPAA para evitar que se le atribuya un rating desfavorable a la película, y naturalmente coordina la distribución nacional e internacional. «Por regla general, el estudio sigue de cerca todas las cuestiones internacionales, ya que más del 50 por ciento de los ingresos de una película proceden con frecuencia del extranjero», me confirma France Seghers. El film de Sony Spiderman 3, por ejemplo, que costó 380 millones, recaudó 890 millones de dólares en la taquilla global, 336 de los cuales en el mercado nacional estadounidense (y también Canadá) y 554 millones en el mercado internacional en 105 países en 2007. «Ahora estamos en un business internacional —prosigue France Seghers—. Cada vez somos más conscientes de que, cuando hacemos una película, la hacemos para todo el mundo. Y ello tiene muchas consecuencias. Por ejemplo, todo el film se construye desde su concepción en función de los mercados internacionales a los que apuntamos. En todo el mundo, nuestros productos deben ser deseados, y ese deseo se prepara, es una profesión». France Seghers nota intuitivamente que estoy un poco sorprendido por la profesionalidad que me describe. Entonces remacha el clavo: «Es una industria, y no se comprende Hollywood si no se considera la escala de la que estamos hablando. No es un trabajo artesano. Ustedes, los franceses, son artesanos. Quieren tener éxito en el mundo, pero actúan sin ambición. Desconfían de los estudios, del dinero, del público, por miedo a que comprometan su arte. A nosotros nos gusta apasionadamente el público, nos gusta tanto que queremos seducirlo en masa, allí donde se encuentre, en cualquier lugar del mundo. Eso es el cine». Y concluye con una fórmula eficaz, retomando una célebre frase del magnate de Hollywood Samuel Goldwyn: «A esta industria no se la denomina un show-art. Se la denomina un show-business».
Un poco más tarde esa mañana, mientras continúo mi visita a los estudios de Sony Pictures, me llaman la atención una serie de edificios más pequeños, que son, según me dicen, «productores independientes». ¿Productores independientes dentro de los estudios Sony? Estoy un poco perdido. «Sí, tenemos todo un grupo de productores “independientes” que están ligados a nuestros estudios, como los tienen todas las demás majors —me explica France Seghers—. Estos productores son asalariados o comisionados, y esto nos da derecho a lo que se llama el first look, es decir, que somos los primeros que podemos ver el proyecto y podemos firmarlo antes que los demás; pero si lo rechazamos, el productor es libre de proponérselo a otro estudio».
En la cafetería de Sony, me reúno para comer con el equipo de Imageworks, la división encargada de los efectos especiales de Sony Pictures. La comida es sorprendentemente buena, y recojo mucha información sobre lo digital y la evolución de las tecnologías. Por la tarde, visito con ellos la unidad especializada y me recompensan con una camiseta de rodaje, una de esas que llevan en los platos los equipos con «director», «ingeniero de sonido» u «operador jefe» escrito en grandes letras. En la mía pone «writer». Raras veces me han recibido tan amablemente en un estudio estadounidense. ¿Estadounidense o japonés?
«Sony Pictures pertenece a una multinacional japonesa. Pero somos un estudio verdaderamente estadounidense —me asegura France Seghers—. Los japoneses nos compraron justamente para que siguiéramos siendo estadounidenses. Nunca quisieron que hiciésemos películas japonesas. Por otra parte, no sabríamos hacerlas». En su inmenso despacho, me sorprende un gran cartel de Spiderman 3. Es más que un símbolo: es el póster en versión japonesa de una de las películas más caras de la historia del cine, producida por un estudio estadounidense por cuenta de un grupo japonés.
Sony City. Unas semanas más tarde, estoy en la sede mundial de Sony en el barrio de Shinagawa, al sudoeste de Tokio. La casa madre del grupo, en Japón, comprende tres torres de cristal, y la más alta de esas torres es la del consejo de administración de la multinacional. Aquí se toman todas las decisiones estratégicas de Sony: las que atañen a la electrónica para el gran público, los teléfonos móviles Sony-Ericsson, los ordenadores, las PlayStations y la PSP, las televisiones de pago por satélite de SkyPerfect JSAT en Japón, pero también las que tienen que ver con los «contenidos». Básicamente, Sony posee dos de las principales majors mundiales del cine y de la música, Sony Pictures Entertainment y Sony Music, fragmentadas en numerosas filiales estadounidenses: los estudios Columbia, TriStar Pictures, Sony Pictures Classic y el 20 por ciento de la Metro-Goldwyn-Mayer; así como la música, con CBS Music, Columbia Records, Arista, RCA y Epic. En total, más de mil sociedades y filiales dependen así de la casa madre de Tokio. Si en Europa y Estados Unidos Sony es conocida como una marca de electrónica que se ha aventurado en el cine y la música, en Japón es una marca nacional esencial, que proporciona a los japoneses productos y servicios sin cuento, desde servicios bancarios hasta pilas eléctricas, pasando por el foie gras.
Cuando llego a la oficina de Iwao Nakatani, en Tokio, está trabajando en un ordenador Sony de última generación. Iwao Nakatani, un economista de gran reputación que se doctoró en Harvard, ex consejero económico del primer ministro japonés, presidente de una importante universidad de Tokio, es miembro del consejo de dirección de Sony desde 1999 y fue el presidente del consejo de administración de toda la empresa Sony de 2003 a 2005. En esa calidad, fue él quien nombró al nuevo presidente ejecutivo de Sony, el británico sir Howard Stringer, antiguo empleado de CBS. Tras el placer rutinario de intercambiar tarjetas de visita con pequeñas reverencias recíprocas, Iwao Nakatani entra de lleno en el tema: «El oficio de Sony consiste en ofrecer a la gente de todo el mundo el mejor entretenimiento, por eso les damos a la vez el hardware, los aparatos, y el software, los programas y los contenidos», me explica Nakatani en japonés (no ha querido hablar inglés, una intérprete nos permite comunicarnos).
¿Por qué haber entrado en el mercado de los contenidos, cuando la tarea histórica de Sony consistía en la electrónica y la informática para el gran público? «Es una buena pregunta —responde Nakatani—. Aquí, en Tokio, estamos muy ligados al hardware, mientras que los contenidos son más bien estadounidenses, y por eso compramos los estudios Columbia. Necesitábamos contenidos, era una opción puramente económica, y necesitábamos integrar el grupo de forma vertical, es decir con los aparatos, los contenidos, el cine, la música, tenerlo todo a la vez. Eso se hizo antes de mi llegada al frente de Sony. Pero el problema para Sony reside precisamente en esa articulación entre la sede de Sony aquí en Tokio y las numerosas filiales que pertenecen a Sony pero también deben tener su libertad de acción. Comprar una sociedad es fácil, pero gestionarla, hacerla funcionar desde lejos ya es más difícil».
De hecho, el problema de Sony se refiere esencialmente a los contenidos del cine y la música, me confirma Shuhei Yoshida, el presidente de Sony Computer Entertainment Worldwide Studios, unos días más tarde, en Tokio. Para el hombre que coordina la fabricación de innumerables juegos para las consolas de la PS 3, el problema de los contenidos no se plantea de la misma forma en todos los sectores: «En el cine, la historia es esencial; en el juego, es la naturaleza interactiva y funcional lo que importa. Esto lo sabemos hacer muy bien en Japón. Multiplicamos los focus groups y el play-tasting hasta que funciona. Pienso que la música y el cine no se nos dan tan bien como a los estadounidenses».
¿Quiere Sony afirmar ciertos valores japoneses? ¿Un imperialismo cultural? «No lo creo —me corrige Iwao Nakatani—. Sony se percibe como una sociedad apátrida, sin nacionalidad. Es realmente una multinacional que casualmente está en Japón. Jamás hemos tenido la voluntad de imponer nuestros valores ni de dominar a través de nuestros contenidos. No es ésa nuestra mentalidad. Por lo demás, les damos carta blanca a los estadounidenses para que gestionen libremente las ramas del cine y de la música».
Para comprender el funcionamiento de la casa madre, le pregunto a Iwao Nakatani (él presidía Sony en aquel entonces) en qué momento se informó a la dirección de Sony en Japón de la decisión de Sony Pictures en Estados Unidos de hacer las tres películas de Spiderman y en qué momento se dio la green light. Nakatani me responde con precisión: «No se dio luz verde para Spiderman desde Japón. El presupuesto de la película no se presentó ni se aprobó aquí. Fue enteramente una decisión de Sony Pictures Entertainment en Estados Unidos. No se puede tener un buen criterio desde Tokio. Nosotros confiamos en nuestros equipos de Estados Unidos». Este testimonio es crucial para la comprensión de las industrias de contenidos internacionales.
Luego me enteraré por boca de Takashi Nishimura, el director de UNIJAPAN, y de Junichi Shinsaka, el director de Motion Picture Producers of Japan (Eiren), dos de los principales organismos profesionales de regulación del cine japonés, de que «en las estadísticas de la industria del cine aquí, Sony está considerada como una compañía “extranjera” y no “nacional”. Para nosotros, se trata de cine estadounidense y Sony Pictures Entertainment está considerada como una sociedad estadounidense». Para comprender este punto esencial, es preciso recordar que la parte del cine en los ingresos globales de la multinacional Sony es baja (un 19 por ciento en 2003, una proporción parecida a los otros conglomerados mediáticos: Paramount representa un 7 por ciento de los ingresos de Viacom; 20th Century Fox, un 19 por ciento de News Corp; Warner, un 18 por ciento de Time Warner; Universal representaba menos del 2 por ciento de los ingresos de General Electric, antes de ser adquirida por Comcast; y el cine representa un 21 por ciento de Disney Corporation).
Interrogo entonces al ex presidente de Sony para saber si ocurre lo mismo con la música de Sony Music. Nakatani: «En Tokio no tenemos las competencias sobre el cine ni sobre la música. No decidimos, y no damos la green light financiera para los proyectos de Sony Music ni para los de Sony Pictures en Estados Unidos».
Estas respuestas confirman, pues, que la casa madre Sony se ha convertido efectivamente en un banco para sus filiales, nada más.
Iwao Nakatani no se opone a ese análisis. ¿Sony debe permanecer entonces en los contenidos? En Japón, nunca se dice «no». Nakatani titubea y luego contesta: «No estoy seguro. Mientras tengamos beneficios no es urgente cambiar pero si el grupo necesitase liquidez, habría que pensar tal vez en vender nuestra rama de cine y nuestra rama de música. A título personal, pienso que Sony ha perdido poder y singularidad al entrar en los contenidos. Además, la gente del hardware y la gente de los contenidos no consiguen colaborar, contrariamente a lo que nosotros creíamos. La experiencia de Sony-BMG en la música ha sido un fracaso, porque no lográbamos funcionar con el alemán Bertelsmann. Entre Japón y Europa o Estados Unidos hay demasiada distancia geográfica, y también cultural, y eso no facilita las cosas».
En Japón, Sony no tiene estudios de cine, y si bien existe una oficina de Sony Music, es una oficina modesta: se limita a la música japonesa. He visitado las oficinas de Sony en Estados Unidos, en Japón, y también en Singapur, en Hong Kong, en Yakarta y en El Cairo, y la mayoría de mis interlocutores, tanto si trabajaban en el cine como en la música, me han confirmado estas informaciones. Por lo demás, todos me han dicho que dependían de la sede de Sony en Estados Unidos, no de Tokio. Sony Music es una major del disco estadounidense, como Sony Pictures es un estudio estadounidense.
De Culver City a Century City, de los estudios estadounidenses de Sony a la torre de la Metro-Goldwyn-Mayer, hay menos de cinco kilómetros a vuelo de pájaro, pero a veces hace falta más de una hora de coche para recorrerlos, porque el tráfico en Los Ángeles es muy denso. En Century Fox, todo evoca el cine. Las calles se llaman Avenue of the Stars, Fox Hills o MGM Drive y los estudios de la 20th Century Fox ocupan todo el sur del barrio. El Fox Plaza, que hemos visto explotar en las películas El club de la lucha o La jungla de cristal, es un rascacielos de 35 pisos que se reconoce desde lejos en el barrio. Bien visible también, el inmenso edificio blanco de la agencia Creative Artists Agency fue construido sobre el espacio que antes ocupaba la torre de la cadena de televisión ABC (hoy instalada en el «valle», en Burbank, al norte de Los Ángeles, en la sede de Disney, que la compró).
En el 1999 de la Avenue of the Stars está la torre del banco J. P. Morgan. Al subir al piso 26, me doy cuenta de que hay otros bancos que también han instalado sus oficinas en esta torre: Lazard Frères en el 11, Morgan Stanley en el 23, UBS en el 34. Estoy en el cuartel general de la financiación de Hollywood y tengo cita con Ken Lemberger.
Ken Lemberger es el ex vicepresidente de Sony Pictures Entertainment, uno de los jefes de Hollywood. Hoy se ha reconvertido a la financiación del cine y dirige la sección Entertainment del banco J. P. Morgan. Su título es: J. P. Morgan Entertainment Advisor. Me froto los ojos.
Al conocerlo, intento comprender si los bancos invierten en Hollywood o si simplemente son entidades de crédito. «Los bancos son un actor importante de la financiación de Hollywood, pero un actor periférico —me aclara inmediatamente Ken Lemberger—. Los verdaderos bancos son los propios estudios, que invierten sus fondos en el desarrollo de las películas. Nuestro papel se limita sobre todo a aportarles liquidez, es decir, a darles crédito, teniendo en cuenta el dinero que les han prometido los numerosos socios pero que aún no han cobrado. Por consiguiente, no es una financiación especulativa, sino unos préstamos de tesorería concedidos a unos socios solventes. Y yo aconsejo al banco J. P. Morgan en esta actividad. Todos los bancos han contratado en Hollywood como consejeros a antiguos dirigentes de los estudios que conocen bien la industria». De una mesa de cristal, Ken Lemberger toma un estudio estadístico de 200 páginas sobre el mercado de la televisión india para mostrarme la complejidad del sector que él tiene que analizar. Al lado están el Wall Street Journal y el Financial Times. No el Los Angeles Times. Los periódicos financieros, no los que hablan de cine.
En la economía global del cine estadounidense y entre la multitud de participantes que contribuyen a la vitalidad de Hollywood, me pregunto quién es, finalmente, el verdadero patrón. ¿Los bancos? ¿Los estudios? ¿Las agencias de talentos?
Ahora la noche ha caído sobre Hollywood. Confortablemente sentado en un magnífico sillón de cuero, en el centro de un gigantesco despacho con las paredes cubiertas de obras de arte famosas procedentes de las colecciones privadas del banco y detrás de él una vista impresionante de Los Ángeles iluminada hasta el infinito, Ken Lemberger me responde, categórico: «En Hollywood no hay más que un único patrón, contrariamente a lo que a veces se cree. Y este patrón no son los bancos, los productores, las agencias de talentos, ni siquiera las estrellas multimillonarias, son los estudios. La única pregunta importante es: ¿quién asume el riesgo financiero? Y la respuesta, para las principales películas mainstream, es sin duda alguna: el estudio. Los estudios son los risktakers. En este sistema, todos los demás actores, que son muy numerosos, reciben una remuneración y sea cual sea la taquilla siempre sacan algo. Los únicos que de verdad se arriesgan económicamente son los estudios. Se les puede reprochar que vacilen antes de dar la green light, se les puede tildar de demasiado prudentes, demasiado mainstream o poco innovadores. Pero la realidad es que todo el mundo al final cobra, y los estudios son los únicos que asumen el riesgo financiero. Por tanto son los únicos que tienen poder, y me parece normal».
La demostración es eficaz, pero no me convence del todo. Los bancos son un actor periférico en cuanto al cash flow (tesorería), pero son un actor importante en cuanto a la vertiente «especulativa», que es un tema del cual Ken Lemberger no me ha hablado. La financierización de la economía en la década de 1980 y 1990 ha hecho que los conglomerados mediáticos estén hoy muy sometidos a una lógica capitalista, sobre todo a través de los fondos de pensiones, los hedge funds y los mutual funds. El reparto del capital en el seno de esas multinacionales es por tanto un tema esencial, y esas operaciones bursátiles complejas las realizan los bancos. Como J. P. Morgan. Y sus asesores, los «J. P. Morgan Entertainment Advisors».
Me quedo en Century City y atravieso el barrio a pie para ir a la MGM Tower. La torre alberga desde 2001 la sede de la Metro-Goldwyn-Mayer y se la reconoce de lejos por su «Leo» en la cima, el celebérrimo león rugiente. Sin embargo, el estudio hollywoodense no es el único que está en esa torre. Hay muchos pisos alquilados a sociedades externas o a filiales. En el piso 11 de la MGM Tower me recibe Dennis Rice, de United Artists. «MGM es nuestro accionista principal, pero Sony y Comcast poseen cada uno un 20 por ciento de United Artists, y tenemos también cinco fondos de inversiones y hasta Tom Cruise forma parte de nuestros accionistas minoritarios», me explica Dennis Rice, uno de los hombres de marketing más famosos de Hollywood, que es copresidente de United Artists. UA fue el más pequeño de los grandes estudios hollywoodenses. Perteneció a Charlie Chaplin y a D. W. Griffith, fue durante mucho tiempo independiente y produjo películas como Scarface, Solo ante el peligro, West Side Story, los James Bond, los Rocky o, más recientemente, Bowling for Columbine, de Michael Moore. Desde finales de la década de 1960, United Artists ha recibido el diagnóstico unas veces de muerte clínica y otras de pleno renacimiento, en función de quien la comprase o la revendiese (por ejemplo, un banco francés, el Crédit Lyonnais, en 1992).
«Contrariamente a lo que mucha gente cree, la nacionalidad de nuestros accionistas importa poco. Seguimos haciendo películas estadounidenses, es decir, películas universales», objeta Dennis Rice. Al frente del marketing mundial de un importante estudio que en la actualidad produce o distribuye de media unas veinte películas al año, Dennis Rice describe su estrategia internacional: «Cada película es única, por eso no somos una industria como otra, del tipo de Ford o Coca-Cola, sino una industria creativa. La particularidad de Hollywood es ese producto único, incluso cuando producimos franquicias como James Bond. Con cada nueva película, hay que empezar de cero. Cuando vendes Coca-Cola, la publicidad que haces te sirve inmediatamente, pero también al cabo del tiempo; para una película, sólo sirve una vez».
Único es también por tanto el presupuesto de marketing de esas películas. Ahora ya representa casi un 50 por ciento de la totalidad de los gastos. La producción de Spiderman 3, que sigue siendo una de las películas más caras de la historia, le costó a Sony 380 millones de dólares, de los cuales 260 millones fueron para la película misma (lo que se llama el negative cost) y 120 millones para el marketing mundial. Con estos precios, cabe pensar que la promoción de la película es a veces más exitosa que la película misma. Eso escribieron las malas lenguas, por ejemplo, para el remake estadounidense de Godzilla.
«La campaña internacional de marketing la financia esencialmente el estudio —me explica Dennis Rice—, pero el marketing de una película siempre se decide a nivel local, por parte de las personas que están sobre el terreno. Mire este cuadro». Y me muestra un desglose de los presupuestos de marketing país por país para la película Truman Capote, con la parte del estudio y la parte local financiada por el distribuidor, los exhibidores y las empresas colaboradoras que gestionan el merchandising. «Como ve, son sumas muy dispares y gastamos muy poco en el extranjero, comparado con lo que se gasta en Estados Unidos, incluso cuando se trata de un blockbuster. Sobre todo, concentramos nuestros dólares en un número pequeño de mercados, Japón, Alemania, Reino Unido y España principalmente. En otros sesenta países, prácticamente no gastamos nada».
Conmigo Dennis Rice se muestra muy «profesional»: es un hombre de marketing, da cifras, responde a mis preguntas cortésmente, va a lo esencial y no se muestra ni impaciente ni apasionado. Salvo en una ocasión. Cuando le hablo de China e India. Entonces Dennis Rice se inflama: «Imagínese la recaudación potencial para Hollywood en China. ¡Y en India!». Y luego me describe, con tristeza, los obstáculos a los que hay que enfrentarse actualmente en esos dos países en términos de censura, de cuotas de pantalla y de distribución. Y sobre todo en China.
En la actualidad, United Artists cuenta mucho, como los demás estudios por otra parte, con el box office internacional, que no cesa de aumentar. En 2000, el mercado interior estadounidense representaba aproximadamente el 50 por ciento de los ingresos (frente al 50 por ciento del mercado internacional); ahora el box office estadounidense sólo representa un 40 por ciento (frente al 60 por ciento del mercado internacional), según las cifras que me comunica Rice. El cambio se produjo recientemente, entre mediados de la década de 1990 y principios de la de 2000, cuando poco a poco el box office internacional fue superando al box office nacional. «La globalización del cine de Hollywood está transformando profundamente las películas que hacemos y hasta la elección de los actores. Para llegar a todo el mundo, necesitamos estrellas de primer plano, historias más universales. Ya hacíamos entertainment, pero ahora se trata de hacer un entertainment global —constata Dennis Rice. Y añade enseguida—: Pero estamos preparados para responder a este desafío. Pensamos en China y en India constantemente, y también en Brasil, México, Oriente Medio y Europa. Ya hace tiempo que nuestras películas han dejado de ser estrictamente estadounidenses. Para hablarle a todo el mundo, el nuevo Hollywood, tan globalizado, no tiene más remedio que hacer unas películas que sean universales». (Desde nuestra entrevista, Dennis Rice ha dimitido de United Artists tras un desacuerdo con Tom Cruise y su socia Paula Wagner).
La campaña comercial de un largometraje hollywoodense es un verdadero plan de batalla coordinado en varios continentes. Es la etapa esencial de toda película mainstream. Durante los treinta últimos años, esas campañas se han profesionalizado y su costo se ha multiplicado (unos dos millones de dólares de media por cada película de estudio en 1975; 39 millones de media en 2003, pero a menudo más de 100 millones para los principales blockbusters, como Matrix o Piratas del Caribe). Varios directores de marketing que he entrevistado en los principales estudios de Los Ángeles y los agentes publicitarios con los que he hablado en Madison Avenue (el barrio tradicional de las agencias de publicidad en Nueva York) me han descrito su plan de conquista del gran público.
La prioridad, antes incluso de dar la green light a una película, es determinar cuál es su público potencial. En Estados Unidos, eso se hace generalmente considerando tres criterios iniciales: la edad (más o menos de 25 años); el género (hombre o mujer); y por último el color (blanco o non-white). A partir de estas categorías queda determinada la audiencia a la que el film va dirigido, por ejemplo «los hombres blancos de menos de 25 años». El ideal consiste, claro está, en producir lo que se llama un four-quadrant film, el que tiene como público potencial a los hombres y mujeres de más y también de menos de 25 años; lo más arriesgado es hacer una película que sólo pueda gustar a las chicas de menos de 25 años, ya que todos los estudios demuestran que las chicas siguen a los chicos para ver películas de acción, mientras que los chicos jamás las siguen a ellas para ver películas de «chicas» (que por esa misma razón son muy escasas).
Vienen después los focus groups, el instrumento estrella del marketing de Hollywood desde la década de 1980. Se trata de estudios cualitativos que consisten en plantear, no preguntas superficiales a muchas personas, sino muchas preguntas concretas a un panel restringido de personas bien elegidas. Estos focus groups, acompañados de test-screenings y completados con sondeos cuantitativos para precisar cuál será la audiencia, ayudan a los responsables de marketing a tomar sus decisiones. Se interroga a grupos de personas que pertenecen potencialmente a la diana para ver lo que piensan de la película, y generalmente en esta fase se les habla de la intriga, de los actores, y se les muestran los primeros tráilers para ver su reacción. En función de los resultados, se lanza una precampaña en las salas para anunciar la película; mientras tanto, se utilizan los programas de la televisión dedicados a los famosos y los talk shows de las cadenas pertenecientes a los estudios para lanzar el buzz.
A partir de estas primeras campañas, se reúnen nuevos focus groups para evaluar el grado general de información del gran público sobre la película y la intensidad de su memorización (en Hollywood, un director de marketing me habla de la stickiness de la película, de si «es pegadiza»). Entonces se pasa a los test screenings, la proyección de la película, aún sin terminar, ante nuevos focus groups. Se elabora un índice de satisfacción y se afina la audiencia potencial. En este estadio, los directores de marketing son capaces de predecir el éxito de la película con, según ellos, un bajo margen de error. En función de esos estudios, aún puede modificarse la fecha de estreno y acortarse su duración («más allá de 1 h 20, los minutos cuentan doble; y más allá de 1 h 30, cuentan triple», me dice un productor). Asimismo, ciertas escenas pueden cortarse, o edulcorarse, o transformarse (por ejemplo, se añade una escena de acción a partir de los rushes si es una película de verano para adolescentes, pues todos los estudios de audiencia confirman que los hombres jóvenes prefieren masivamente las escenas de acción a las escenas de diálogo). Incluso el happy ending puede cambiarse, si hace falta. Este ejercicio de posproducción es delicado: en inglés se dice que debe ser fine-tuned, regulado con precisión, pues se trata de dar al producto su identidad, su potencia mainstream, pero sin ser demasiado banal ni demasiado bland (soso y anodino, cosa que se reprocha con frecuencia a la cultura popular). La película debe ser a la vez para el gran público (se dice crowd-pleaser o crowd-pidler, que gusta o atrae a las masas), pero también nueva y única, su argumento debe dar la impresión de tener algo «especial». Ese «algo especial» es fundamental: lo aportan la intriga, los actores o los efectos especiales, pero la posproducción y el marketing tienen la función de amplificarlo y multiplicarlo. Así es como una película se convierte en una feel-good movie (un film que le da al espectador la sensación de estar cómodo), así es como su velocidad se acelera y como se vuelve más enérgico o upbeat (optimista, combativo). A veces, se insiste en el carácter «basado en una historia real» de la película, o bien en su protagonista bigger than life, para aumentar la identificación del público. Todo está destinado a transformar un simple producto en recuerdos, en experiencias y en estilo de vida.
A partir de ahí, se ajustan el plan y el presupuesto de la promoción, se decide el contenido de los tráilers, así como el número de copias, que puede variar para una película de estudio entre 900 en los 50 estados y varios miles (el blockbuster Batman. El caballero oscuro se proyectó la primera semana en 4.366 pantallas de Estados Unidos).
Para las películas más mainstream, estas campañas y focus groups empiezan muchísimo antes de la fecha del estreno (los primeros teasers de Spiderman estaban en las salas con un año de antelación). Los products tie-in, esos productos derivados que acompañan en las tiendas y los fast foods el estreno de los blockbusters como La guerra de las galaxias, Shrek o G. I. Joe, también están muy buscados porque sirven tanto para financiar la película como para garantizarse una presencia mediática complementaria que tiene la ventaja de que la pagan íntegramente las tiendas colaboradoras. Para el retorno de La guerra de las galaxias en 1999, las tres franquicias de Pepsi-Cola (KFC, Taco Bell y Pizza Hut) promocionaron cada una un planeta distinto y sus personajes.
Por último, llega el estadio de la campaña, normalmente llamado el drive, por el nombre del cattle drive, ese desplazamiento del ganado propio del Oeste americano. Consiste en repetir machaconamente el nombre de la película y sus actores por todos los medios posibles, en todos los soportes y en varios continentes a la vez durante las dos últimas semanas antes del estreno para incitar al público a ir a verla. Contrariamente a la difusión de los tráilers en las salas, que es gratuita desde el trato que se hizo en la época en que los estudios eran los dueños de las salas, estas campañas son muy costosas. Sobre todo porque consisten esencialmente en comprar espacios en televisión, que es la única publicidad verdaderamente eficaz para llegar al público masivo que puede ir al cine, según todos mis interlocutores en Hollywood (3.400 millones de dólares gastaron los estudios en la televisión en 2003, casi siempre en las principales cadenas como NBC, CBS, ABC, o las cadenas más específicas como HBO o MTV, que pertenecen justamente a los mismos conglomerados que los estudios).
Sin andarse por las ramas, James Schamus, el presidente ejecutivo de Focus Features entrevistado en Nueva York, es categórico: «Lo decisivo es el bombardeo final en la televisión. Es triste decirlo, pero esto es lo que los japoneses no han entendido. En Japón, ha sido con la televisión como Hollywood ha impuesto el cine estadounidense y ha matado al cine japonés. Hemos apostado únicamente por la televisión, hemos invertido millones de dólares en marketing, y los japoneses no han podido seguirnos».
La densidad de la campaña final, un verdadero blitz, es muy típica del nuevo Hollywood, donde el éxito de una película se decide casi siempre en el box office del primer fin de semana (la famosa expresión opening-weekend gross). Antes, una película tenía tiempo de instalarse y las campañas podían extenderse durante varios meses, dependiendo de las críticas de la prensa y del boca a boca; ahora todos los gastos se concentran en la semana del estreno, que es decisiva y que determinará, con la ayuda complementaria de varios estudios a la salida de los cines que recuerdan a los sondeos a pie de urna los días de elecciones, la duración de vida de la película y la fecha de lanzamiento en DVD.
La máquina hollywoodense no debe su éxito únicamente a la riqueza de los estudios: también es fruto en gran parte de la profesionalidad y la complejidad de un sistema capaz de ajustar permanentemente sus medios en función del público al que se dirige. La oferta se adapta constantemente a la demanda y al revés. El marketing está en el corazón de la fabricación del mainstream.
Estas campañas de marketing, tradicionales y masivas, estaban bien rodadas hasta la llegada de Internet, que vino a trastocarlo todo. Hasta hace poco, el público dependía de las informaciones que los estudios proporcionaban y controlaban; ahora, el público puede informarse libremente, es más desconfiado y, como me dice un importante director de marketing, irritado: «El público, gracias a Internet, se ha vuelto más desconfiado respecto al marketing, consigue distinguir, hagamos lo que hagamos, una película buena de una mala; en una palabra, el público ahora es más inteligente». También las fugas son continuas en la web, las imágenes de los rodajes se cuelgan en YouTube e interfieren con los planes de comunicación sabiamente elaborados, y las propias películas salen con frecuencia en Internet antes incluso de proyectarse en las salas. El mercado del DVD se ve afectado y muchos predicen su desaparición a corto plazo.
Tras declarar la guerra a Internet a principios de la década de 2000 —una guerra obviamente perdida de antemano—, las gentes del marketing de Hollywood se pusieron finalmente a jugar con la web en vez de combatirla. Y pasaron de un oficio de «embaladores» de productos de masa a directores de campañas no tradicionales llevadas por decenas de técnicos especializados en el marketing IT. Hoy, la campaña de promoción de las películas integra completamente la dimensión web. Se utilizan medios ya clásicos, como la creación de páginas especializadas o el lanzamiento de foros online, así como la redacción de páginas de Wikipedia por los propios servicios de marketing (lo cual es poco conforme con las reglas de la web 2.0). También se organiza la difusión «ilegal» de fragmentos de película en páginas de YouTube para llegar a los jóvenes, suscitar el buzz y engendrar marketing viral. Casi siempre con una batalla de retraso, los estudios empezaron a creer en MySpace cuando una parte de sus miembros ya habían migrado a Facebook, privilegiaron Second Life cuando el sitio se quedó desierto y, finalmente convertidos a Facebook, desdeñaron Twitter en el momento preciso en que los iraníes lo popularizaban en todo el mundo. A los blogueros que difundían los rumores y aireaban los secretos, primero se los amenazó con llevarlos ante los tribunales y luego se los tomó en serio, como en el caso de Nikki Finke, que publica el blog Deadline Hoywood y a quien hoy miman como a una de las firmas más prestigiosas del Los Angeles Times.
También han adaptado a la web lo que ya existía antes. Por ejemplo, los blurbs, que son esas breves citas promocionales que se piden a un crítico o a una personalidad antes del estreno de una película o de la publicación de un libro, ahora se cuelgan en los blogs o se difunden por Internet a través de la compra de espacios publicitarios. El word-of-mouth marketing (el marketing de boca a boca) se ha adaptado a la web con sociedades especializadas, como Buzzmetrics (comprada por Nielsen), que lanza campañas de «boca a boca» en la web. Otros instrumentos, como Buzz-Audit, Media-Predict o Homescan Online, permiten evaluar continuamente el estado del buzz de una película en la web, conocer las «conversaciones» en curso sobre ella en Internet o seguir en directo todos los comentarios colgados en centenares de blogs y de foros. Y cuando ese buzz se vuelve crítico y pone en peligro el boca a boca «bueno» (el sitio especializado Buzz Threat Tracker vigila ese tipo de amenazas), se encienden unos cortafuegos y se lanzan campañas para contrarrestar. Con esas idas y venidas entre el marketing y el público, Internet vuelve a dar sentido a la fórmula clásica de un productor de Hollywood: «The audience as co-author» (el público como coautor de la película).
Globalmente, la estrategia de marketing de los estudios en Internet consiste en difuminar la línea que separa la publicidad de la información, con el fin de que la intrusión publicitaria se tolere mejor, y quizás incluso se desee. El buzz, en el fondo, es esto: el boca a boca convertido en marketing.
En el número 7920 de Sunset Boulevard, en el corazón de Hollywood, tengo una cita unos días más tarde con los responsables del Directors Guild of America (DGA), el todopoderoso sindicato de los directores. Internet, también aquí, está provocando grandes cambios. Estos años se han producido numerosas huelgas para imponer a los estudios que integren en los contratos unas remuneraciones relativas a los nuevos medios. «En el Directors Guild of America consideramos que el director es un autor, en el sentido francés de la palabra. Nuestra misión es proteger sus derechos en tanto que creador, incluido Internet. Por eso no somos un sindicato propiamente dicho, sino un guild, una especie de sociedad de autores», puntualiza Kathy Garmezy, la directora del DGA. Los sindicatos y los guilds son actores fundamentales de Hollywood. Y por sorprendente que pueda parecer en un país considerado ultracapitalista como Estados Unidos, Hollywood es una industria totalmente regulada y en la cual los sindicatos tienen el monopolio de la contratación.
Desde John Ford, que fue uno de sus fundadores, hasta Steven Spielberg pasando por Martin Scorsese o Steven Soderbergh, la mayoría de los directores de cine y televisión estadounidenses (con raras excepciones, como George Lucas y Quentin Tarantino) pertenece al guild. El más famoso de esos directores es Alan Smithee: «Es el seudónimo oficial, inventado en la DGA, de un director cuando no está satisfecho con su película a causa de un desacuerdo sobre el final cut con el estudio o con el productor. En ese caso, el miembro de la DGA pide aparecer bajo el nombre de Alan Smithee», se sonríe Kathy Garmezy. Hay más de 900 directores extranjeros, perfectamente reales ahora sí, que han rodado para la televisión o el cine estadounidenses y que también son miembros del DGA. Kathy Garmezy insiste en este punto: «El futuro de Hollywood se encuentra en el resto del mundo». (Pero no dice nada del derecho laboral que, por la presión de los sindicatos, hace de hecho difícil para los extranjeros trabajar en Hollywood, un sistema solapadamente proteccionista).
Para todos sus miembros, el DGA se ocupa del conjunto de las cuestiones económicas y sociales de la profesión, en especial de los salarios mínimos, de la cobertura médica, de las condiciones de trabajo y de la jubilación, negociando regularmente, y a cara de perro si hace falta, esas reglas colectivas con los estudios y la MPAA. «Con ello no hacemos el trabajo de los agentes o de los mánager: nos ocupamos de todo el sector, colectivamente, de una forma mutualista, pero no de los contratos individuales. Definimos los estándares de la profesión, que deben aplicarse obligatoriamente a todos los contratos, y es a partir de esos mínimos sindicales como los abogados y los agentes negocian los contratos individuales», me explica Kathy Garmezy.
Ningún contrato de ninguna persona que trabaje para una película de estudio o para la mayor parte de las películas independientes escapa a las reglas sociales y salariales negociadas por los sindicatos y las sociedades de autores. Esta es la particularidad de Hollywood: ser a la vez un modelo enteramente comercial y un sistema totalmente sindicado. Pues el DGA tiene de hecho el monopolio en la contratación de los directores. Los estudios deben pasar por él como deben pasar por el muy poderoso Screen Actors Guild (SAG, presidido en su época por Ronald Reagan) para contratar a un actor, por el Producers Guild of America (PGA) para los productores, o por el Writers Guild of America (WGA) para contratar a un guionista. Y lo mismo ocurre para los iluminadores, los operadores de sonido, los directores de casting, las modistas o los peluqueros, todos sindicados. «Hollywood es probablemente el sector más sindicado de Estados Unidos», me confirma Chuck Stocum, de la dirección del Writers Guild of America, que reúne a la casi totalidad de los guionistas de cine y televisión de Estados Unidos. «Este monopolio de la contratación se ha construido con el tiempo gracias a un doble mecanismo muy eficaz que hemos inventado. Por una parte, imponemos a todos nuestros miembros que no trabajen más que para estudios o productores que hayan firmado un acuerdo general con nosotros; por otra, nuestros contratos estipulan a través de una cláusula obligatoria que los estudios deben contratar únicamente a nuestros guionistas», me explica Chuck Stocum. Con este doble mecanismo, los estudios se han ido viendo obligados a reclutar a miembros del WGA en unas condiciones sociales y salariales mínimas fijadas por el guild. Lo mismo ocurre con todos los oficios de las industrias del cine y la televisión en Estados Unidos. «Como todo está ligado, un estudio ya no podría tener ningún actor ni ningún director si fichara a una sola persona fuera de este sistema. Así es como se ha edificado el monopolio», concluye Stocum. Decenas de sindicatos participan en esas negociaciones, que se extienden a la televisión, la radio y hasta a Broadway, como me confirma en Nueva York Alain Eisenberg, el célebre jefe del sindicato de actores: «El cine, la televisión y el teatro son tres sectores totalmente sindicados en Estados Unidos porque todo el mundo, un día u otro, ha sido “puteado” por un productor; por lo tanto, la lealtad de nuestros miembros es absoluta. En general, por otra parte, un actor suele ser miembro de tres sindicatos: el de los actores en Hollywood, el de la radio-televisión en Los Ángeles, y aquí en Nueva York del Actor’s Equity para Broadway». También aquí, las reglas son numerosísimas e increíblemente complejas, pero el sindicato de los actores tiene el monopolio de la contratación en todo Estados Unidos para los teatros de Broadway (salas de más de 499 localidades) y los del Off-Broadway (salas de entre 100 y 499 localidades); también es muy influyente, sin tener el monopolio, en los teatros del Off-Off-Broadway (salas de menos de 99 localidades). Pero eso tiene un precio. Cada persona afiliada a un sindicato o a una sociedad de autores debe pagar una entrada inicial elevada, una cuota anual y un porcentaje de todos sus cachés (2,25 por ciento para los actores del SAG y del Actor’s Equity).
«Es caro, en efecto, pero es obligatorio si quieres trabajar en Hollywood o en la televisión en Estados Unidos. Y es el precio que tienes que pagar para que el sindicato te defienda en unas negociaciones cruzadas muy duras —añade Chuck Stocum—. Es diplomacia a tres bandas. Estamos con las sociedades de directores, los sindicatos de actores y las agencias de talentos contra los estudios; pero estamos contra los directores para defender a los guionistas; y por último, controlamos a las agencias de talentos. Nosotros somos, por ejemplo, los que hemos limitado sus cachés a un 10 por ciento de todos los contratos, y ello a fin de proteger a nuestros miembros». Y Stocum concluye: «En esta industria, todo el mundo está con todo el mundo; pero todo el mundo está también contra todo el mundo. Por eso todos los que intervienen están ligados a los estudios y al mismo tiempo todos son independientes». La fórmula me sorprende. Empiezo a comprender que en el nuevo Hollywood el papel de los independientes se ha vuelto crucial.