guion

3. EL ESTUDIO: DISNEY

Siete enanos gigantes saludan mi llegada sonriendo y levantando los brazos. Estoy en la sede de la Walt Disney Company en Burbank, un exurb al norte de Los Ángeles, y los enanos dibujados en la fachada principal son todo un símbolo. Para entrar en el número 500, en el extremo sur de Buena Vista Street, al borde de la autopista 134, hay que identificarse. Los estudios, dominados por el edificio de la cadena ABC, están rodeados de rejas de hierro forjado con miles de Mickeys incrustados. Estoy en «Team Disney», que es el nombre del cuartel general de Disney.

«Aquí el espíritu de equipo es la regla, y por eso el edificio se llama Team Disney», me explica mi acompañante. Se ha hecho cargo de mí el equipo del Public Relations Department, que es el responsable de la comunicación, y mis movimientos se ven por ello muy limitados. «Al fin y al cabo —continúa mi ángel guardián—, Disney no tiene secretos. Es usted libre de preguntar todo lo que quiera. —Y luego añade—: Naturalmente, y tal como hemos acordado, no podrá citar a nadie».

En el cuartel general de Disney, hay poca gente en realidad: los directivos, los estudios, la cadena ABC y la distribución, que lleva el nombre de la calle donde se encuentra, Buena Vista International, pero no logro averiguar si es Disney la que ha dado nombre a la calle o si es la calle la que ha dado nombre a la rama de distribución. Me sorprende que para acceder a la torre de ABC haya que pasar por un puente que cruza la autopista. Y más aún me sorprende el hecho de que muchos edificios de Disney a los que tengo que ir estén situados fuera del lot, que es como llaman en Hollywood al recinto de los estudios.

En un edificio rojo de dos pisos, un poco más lejos, descubro el célebre Disney Imagineering. Allí están alojados los imagineers de Disney, los que innovan, hacen los nuevos diseños y la I+D (investigación y desarrollo). Aquí «imaginan» nuevos personajes, atracciones y desfiles para los parques, nuevos decorados, todo digital. Aquí la gente lleva títulos que me hacen sonreír, como Principal Creative Executive o Chief Creative Officer. Ahora que Disney acaba de adquirir la editorial de cómics Marvel, con sus 5.000 personajes (de Spiderman a X-Men, pasando por Thor y Ironman), me digo a mí mismo que los imagineers van a tener trabajo durante varias décadas a fin de hacer con esos superhéroes productos derivados, atracciones y otras franquicias.

Un poco más tarde, tengo una cita con Anne Hamburger (no es un seudónimo), en el 1326 de Flower Street en Glendale, no lejos de Team Disney. Aparco el coche en el parking, detrás de un edificio azul de un solo piso, tan discreto que creo que me he equivocado de dirección. Anne Hamburger es la presidenta de Disney Creative Entertainment y se define como una Creative Producer. Con más libertad de expresión que los demás responsables que he entrevistado, acepta que la cite, aunque asistida por una PR suspicaz que le sirve de coacher (y que ha colocado un dictáfono sobre la mesa para grabar nuestra conversación). Anne Hamburger viene del teatro de vanguardia y fue contratada por Disney para desarrollar la creatividad de la empresa. Me enseña los locales donde hay centenares de dibujos, esbozos, maquetas y proyectos en los ordenadores, que servirán para espectáculos, shows o product tie-in, que es como llaman en Estados Unidos a los productos derivados.

Descubro estupefacto que es aquí donde, como en un verdadero teatro, se preparan la mayor parte de los espectáculos de los parques de atracciones Disney y los desfiles llave en mano de los resorts (un resort no sólo es un parque de atracciones, sino un lugar de vacaciones y de ocio global donde la restauración y la hostelería son la principal fuente de ingresos). Sin olvidar los once Disney on Ice y los cuatro barcos de crucero Disney de más de 1.000 plazas, de los que ni siquiera sabía la existencia.

Anne Hamburger me causa buena impresión y su discurso está bien rodado. «Dirijo el teatro más grande de Estados Unidos —me dice con mucha humildad (habría podido decir «del mundo»)—. Con nuestros miles de espectáculos, desfiles y shows, nuestro público se cuenta por millones de personas cada mes, no por decenas de individuos como en el teatro experimental. Es una responsabilidad. Estoy aquí para inculcar sensibilidad artística al gran público y no para predicar a los ya convertidos, como hacía en el teatro experimental».

La estrategia cultural de Disney está muy centrada en el crossover. En Disney Creative Entertainment mezclan constantemente el arte con la cultura de masas. «Nuestro objetivo es borrar la frontera entre el arte y el entertainment, y aquí ideamos a la vez auténticas obras de teatro, desfiles, espectáculos de marionetas, fuegos artificiales y eventos larger than life». Larger than life: me encanta esta expresión, que resume muy bien el trabajo de Anne Hamburger consistente en imaginar personajes que superan su condición, edad y país para convertirse en universales y mainstream.

«Al mismo tiempo, debemos ser muy site specific —me dice Hamburger—. Cada espectáculo tendrá lugar en un país distinto, en Japón, en China o en Francia, y debemos adaptarnos a esas diferentes culturas. En Hong Kong, nuestros guests hablan tres lenguas distintas, y, como los subtítulos no funcionan con los niños, tratamos de hacer espectáculos sin palabras». En Disney, nunca hablan de clientes o consumidores: hablan de guests (invitados) como Be our guest, la célebre canción de la película La bella y la bestia.

Gracias a Anne Hamburger, me hallo en el puesto avanzado de la creación del mayor teatro del mundo y descubro en exclusiva que Buscando a Nemo será completamente readaptada para una comedia musical en los parques de atracciones y que Toy Story no durará más que 55 minutos en los cruceros (frente a las 2 horas que dura la película). Anne Hamburger dirige un equipo de 36 creadores y productores que coordinan el conjunto de las operaciones. Para cada proyecto, contratan a centenares de personas para crear los espectáculos con contratos temporales, antes de que millares de artistas sean reclutados localmente para interpretarlos en todo el mundo. Las cifras son importantes habida cuenta del número de equipos que se turnan para actuar en estas representaciones unas diez veces al día, siete días a la semana, durante años, sin olvidar los understudies, los sustitutos en caso de enfermedad o ausencia. «Damos trabajo a miles de artistas que así tienen empleo a tiempo completo. Somos uno de los primeros empleadores de actores de Estados Unidos», subraya Anne.

La palabra «creación» es la que más se repite en nuestra entrevista, Anne Hamburger depende del CCO (Chief Creative Officer) de Disney Imagineering y produce, me vuelve a decir, Creative entertainment.

Las franquicias son el corazón del modelo. Las películas Disney se explotan según un orden bastante inmutable: primero el desfile, donde los nuevos personajes se integran y se presentan al público, luego la comedia musical y, finalmente, el show para los cruceros Disney. «Le invito —me dice de pronto Anne Hamburger—, supongo que querrá ver uno de nuestros espectáculos». Claro que sí, ¿cómo no se me había ocurrido? Tenía que ver un espectáculo.

A una hora de carretera al sudeste de Los Ángeles, me encuentro dos días más tarde con John McClintock, el director de relaciones públicas del parque Disneyland en Anaheim. Allí fue donde, el 17 de julio de 1955, se inauguró el primer parque de ocio de Disney, en el inmenso exurb de Orange County. Con John, un adorable Senior Publicist, visito el parque, su inevitable Main Street-USA, sus espacios Frontierland, Adventureland y Tomorrowland, con su jungla y su barco de vapor Mark Twain de tamaño natural que navega por un río artificial creado de la nada, mientras un pasmoso Abraham Lincoln animado proclama, hablando y gesticulando, los valores de la democracia constitucional.

Y asistimos al espectáculo. Ese día dan Aladdin en el Hyperion Theatre. John sigue a mi lado. Le pregunto si ya ha visto el show. «Sí, docenas de veces». Me sorprende. Me dice que sinceramente el espectáculo le gusta y que está encantado de verlo otra vez acompañado por un francés. «Y además hay mucha improvisación, por eso cada vez es diferente». A nuestro alrededor, hay 2.000 niños; es un espectáculo Uve de 45 minutos. Y aquí están los camellos, que se mueven entre las filas de espectadores, las alfombras que vuelan de verdad y Aladino, sonriente y magnífico. Es asiático, pues Disney tiene una política de contratación decididamente favorable a la diversidad. ¡Y hop, una torre Eiffel! ¡Y hop, una pirámide egipcia! De repente, Aladino pronuncia la palabra «MySpace». «Esto es nuevo —me cuchichea John al oído—, generalmente no habla de MySpace. Lo que me gusta es que cada vez es diferente».

Cuando estás en Disneyland, en el exurb gigante de Anaheim, comprendes lo que significa la palabra «sinergia»: allí tienes Aladdin montado como comedia musical, El rey león proyectado en una pantalla, Ratatouille en el coffee shop, Toy Story y Los increíbles en el desfile, Piratas del Caribe como atracción y en CD, Anatomía de Grey en DVD, Nemo en juguete, los Cars en el Disney Store y por todas partes los anuncios de las futuras películas de Disney, Miramax y Pixar. Por no hablar del parking: mi coche está aparcado en Goofy 8F (he evitado el Simba Parking y el Pinocchio Parking Lot, demasiado alejados). «Los productos derivados, los hoteles y los restaurantes constituyen la parte esencial de los ingresos del parque», me confirma Robert (alias Bob) Fitzpatrick, el fundador y ex presidente de Euro-Disney, al que entrevisté en Chicago. Me dice también que los parks and resorts le reportaron el año pasado a Disney 10,600 millones de dólares.

Robert Iger también se hace llamar Bob. Este diminutivo, frecuente en Estados Unidos, le da un aire informal que a él le gusta cultivar. Nos encontramos para desayunar en el hotel George V de París con ocasión del lanzamiento de El rey león, la comedia musical de Broadway que multiplicó los ingresos, considerables ya, del film epónimo.

Bob Iger es accesible, bromea y sonríe. Es el presidente de una de las principales multinacionales del entertainment: The Walt Disney Company. Está al frente de un imperio que engloba, además de los estudios Disney, la cadena ABC, varios parques de atracciones mundialmente conocidos, los estudios Touchstone, Miramax y Pixar, la editorial de cómics Marvel Entertainment, numerosas cadenas por cable, el teatro New Amsterdam de Broadway y varios centenares de Disney Stores en todo el mundo.

Bob Iger no es un constructor de imperios, sino un gestor. Los que construyeron la multinacional son el propio Walt Disney y Michael Eisner, que transformó un estudio independiente y especializado, símbolo del capitalismo protestante familiar estadounidense, en un verdadero conglomerado multinacional en la era de la financierización de la economía. Con ello, Disney se convirtió en el emblema de la cultura mainstream globalizada.

Cuando Michael Eisner se convierte en presidente de la compañía en 1984, en el lejano sucesor de Walt, jamás ha visto una película de Disney, ni siquiera Blancanieves y los siete enanitos. No ha estado nunca en Disneyland. Pero para ponerse en la piel del jefe de Disney, acepta, como manda una antigua tradición de la empresa, pasar un día entero disfrazado del personaje de Mickey en el parque de atracciones de Disneyland.

Posteriormente, Michael Eisner firma su contrato, acompañado por sus abogados. Su sueldo anual se negocia en 750.000 dólares, más un bonus idéntico que sirve de aceptación del contrato, y naturalmente unas stock options gigantescas, que son el punto principal del contrato y que lo convertirán en multimillonario. A ello hay que añadir un bonus anual de un 2 por ciento sobre todos los beneficios de Disney, unas cláusulas de rescisión desorbitadas y, como guinda del pastel, la condonación de un préstamo de 1.500 millones de dólares. Como en La cenicienta, donde los sueños se convierten en realidad, Michael Eisner se convierte en el hombre mejor retribuido de toda la historia de Hollywood.

Es caro. Pero el lema de Eisner es «thinking big», y no sólo piensa a lo grande para él, sino que también tiene una ambición inmensa para Disney. Su éxito estará a la altura de su salario: en veinte años Disney se convertirá en una de las principales multinacionales del entertainment, con 900 películas en su catálogo y 140 Oscar, y permitirá que sus accionistas, entre ellos Eisner, consigan una plusvalía astronómica. Y encima Eisner se divierte: tiene, como él dice, ¡«a lot of fun»! En una entrevista declara que dirige Walt Disney como si estuviera en una tienda de juguetes: «No sé qué juguete llevarme por la noche a casa porque todos son fabulosos, y funcionan estupendamente. Y estoy tan excitado que me cuesta dormirme». (Tras repetidos intentos de obtener una entrevista para este libro, la asistente del señor Eisner me hizo saber que no deseaba hablar acerca de Disney desde su dimisión).

¿Cómo consiguió Eisner despertar a Disney de su amodorramiento? Primero, «volviendo al ADN de Disney», me dirá en una entrevista Jeffrey Katzenberg, el ex director de Walt Disney Studios. Back to basics. Eisner se basa en el acervo de Disney y se concentra en los blockbusters familiares. Eisner, que ha sido director de los estudios Paramount, tiene los conocimientos de marketing requeridos, no en vano fue quien supervisó el lanzamiento de Fiebre del sábado noche, Grease, Flashdance, Superdetective en Hollywood y sobre todo del primer Indiana Jones. El método Eisner es sencillo: consiste en dar más importancia a la calidad de la historia que a los actores, más a los efectos de puesta en escena que a los directores, y así evitar a los agentes y a las estrellas que cuestan mucho dinero y piden un porcentaje de los ingresos (la adquisición reciente de la editorial de cómics Marvel por Disney se inscribe en esta misma estrategia, ya que un personaje célebre de cómic muchas veces es más eficaz para promover una película, y menos costoso, que una estrella de carne y hueso). Para Eisner, los proyectos de películas deben estar guiados principalmente por una historia sólidamente construida (story-driven), con pequeños animales muy monos y con intrigas sencillas que tengan un happy end eficaz. Hace falta un pitch, un argumento, que se pueda resumir en pocas frases simples. En una sola, si es posible.

El método de Eisner consiste luego en vigilar al detalle los costes de producción y limitar todo lo que se llama el overhead, los gastos generales y de funcionamiento. Por último, hay que seguir la totalidad del proceso de promoción del producto y construir una máquina de marketing en los cinco continentes que permita aumentar el merchandising. Desde casi el comienzo de su mandato, Eisner tomará la decisión de abrir Disney Stores, primero en Estados Unidos en centenares de exurbs, centros comerciales y aeropuertos, sin olvidar el buque insignia en el corazón de Times Square, y luego en todo el mundo. Hoy existen 742.

La otra prioridad de Eisner es la estrategia internacional de Disney: hacer de su compañía californiana una multinacional. Andy Bird, el presidente de Walt Disney International, me dirá que el objetivo de la compañía Disney es tener un 50 por ciento de ingresos procedentes del negocio a escala internacional en 2011 (actualmente sólo representan el 25 por ciento).

Desde un punto de vista empresarial, Michael Eisner priorizó la integración vertical de Disney. Todos los departamentos y filiales deben trabajar conjuntamente para la casa madre que los controla, incluido el estudio. Todos los contenidos culturales deben ser producidos por el grupo que posee el copyright, y luego hay que desarrollarlos hasta el infinito en todos los formatos, desde el largometraje a los desfiles, y por todos los medios: cadenas de televisión, cable, cadenas extranjeras como ESPN-Star en Asia y UTV en India. Una diversificación que se plasma en todos los soportes: home video, DVD, libros con el editor de Disney (Hyperion), discos con su marca (Hollywood Records), productos derivados con la unidad Walt Disney Consumer Products, tienda con los Disney Stores. Sin olvidar las posibilidades hoy ilimitadas que ofrecen las versiones en Internet y lo que se denomina «Global Media». Michael Eisner cree pues en las sinergias, palabra estrella en la década de 1990, consistente en imaginar unas economías de escala y unas estrategias de marketing comunes para todo el grupo.

Al frente de Disney, Eisner priorizó por tanto la estrategia del versioning, que permite sumar las audiencias y las ventas para un mismo contenido presentado en múltiples versiones. Eisner es en primer lugar y ante todo un hombre de «contenidos». Cree que esos programas y su distribución deben conservarse dentro del mismo grupo para que los «canales» estén al servicio de los contenidos, y no a la inversa; para él la distribución no es un fin en sí. Construye una rama eficaz de distribución internacional, Buena Vista, y adquiere la red de televisión ABC, para servir a los contenidos producidos por Disney, no para lanzarse a la distribución indiferenciada. Por esta misma razón, Eisner fue muy reticente a la hora de alejarse del corazón del negocio de Disney, el cual a su parecer debe seguir siendo el entertainment mainstream y familiar. No quiso aventurarse, como Time Warner, a entrar en la distribución por Internet, por miedo a que toda la infraestructura que tanto había costado construir se viera desplazada por tecnologías más eficientes. Y aunque en 2004 estuvo a punto de unirse al operador de cable Comcast, cuando este último lanzó una OPA hostil sobre Disney, Eisner no creyó nunca que aquello pudiera dar como resultado un grupo coherente (en 2009, Comcast finalmente compró NBC-Universal a General Electric).

Eisner no quiere que Disney sea un grupo muy diversificado: quiere jugar en un segmento amplio, sí, pero bien definido. Alrededor de estas fórmulas, integra y fomenta las cooperaciones y las sinergias, pero no va mucho más allá. Es reacio a propiciar, como se hace hoy con frecuencia en los conglomerados mediáticos, por ejemplo el estadounidense Viacom, el alemán Bertelsmann o el francés Vivendi, la competencia interna no regulada. Es muy old media y no cree tampoco en la «convergencia» de los contenidos y las tecnologías: como la mayoría de directivos de Hollywood de las décadas de 1990 y 2000, siempre se mostrará desconfiado, amargo y hostil respecto a Internet. Quiso que el grupo Disney siguiera siendo un pure player (una empresa centrada en su negocio principal) y si bien dio prioridad a algunas inversiones «intermedias», esos sectores próximos que uno puede comprender fácilmente y que en el business de la industria se denominan las «medianerías», no quiso que Disney se convirtiese en un grupo generalista más allá del negocio de los «contenidos». Ni hablar de ser como Sony, Orange, Reliance o hasta hace muy poco General Electric, un conglomerado en el cual las industrias de contenidos representan una parte pequeña de los ingresos al lado de la informática para el gran público, la electricidad o las telecomunicaciones. Según Eisner, el negocio de Disney es el content.

Por una parte, esa estrategia le fue dictada por su consejo de administración y por sus accionistas, ya que el grupo Disney cotiza en bolsa. Si bien al cabo de los años, a través de una política hábil de nombramientos, Eisner logró neutralizar a los primeros y marginar a los segundos, no por ello era menos sensible a los resultados trimestrales del grupo. En la actualidad, las industrias creativas estadounidenses son muy dependientes de sus inversores financieros. Por consiguiente, son muy sensibles a las variaciones del mercado. Eisner, sin embargo, asume pocos riesgos: invierte los fondos especulativos en las películas más arriesgadas, pero hace que Disney financie al cien por cien los blockbusters cuyo éxito es prácticamente seguro. Al prometer a sus accionistas unos beneficios del 20 por ciento anual, Eisner no pierde de vista que su trabajo consiste, según su fórmula, en «hacerlos felices». Se convierte por tanto en un maestro de las triquiñuelas contables, a menudo tan mágicas como los efectos especiales de las películas de Disney. Sabe por experiencia que la industria del cine siempre ha sido un buen negocio, pero una mala inversión.

Queda un problema para Eisner. En 1984, cuando él se convierte en el jefe, la marca Disney encarna una cultura familiar un poco retrógrada que no logra renovarse. Disney no ha asumido la liberación de la mujer, el movimiento negro ni la liberación gay (Eisner rechazó durante mucho tiempo la creación de los Gay Days en Disneyland y tardó mucho en permitir que las parejas gays bailasen en Disney World, después de centenares de manifestaciones y peticiones). Por principio, para proteger la marca Disney y por razones económicas, porque son las películas que más dinero dan, todas las producciones de Disney deben ser mainstream, y el estudio jamás se arriesga a que una película suya no sea apta para menores de 13 o de 17 años. En estas condiciones, resulta difícil seducir, sobre todo a finales del siglo XX, a los adolescentes y a los jóvenes adultos que quieren películas de acción y que no tienen tabúes sexuales. Hábil e inventivo, Eisner decide pues mantener la imagen familiar de Disney y sacar las películas rated bajo otro nombre, primero Touchstone Pictures y luego Miramax, que adquiere con este propósito en 1993.

DE TOY STORY A EL REY LEÓN

Superestrella del business estadounidense, nacido con buena estrella, Michael Eisner logró dirigir durante mucho tiempo Disney como en un cuento de hadas en el que las calabazas se transforman en stock options. Pero las cosas no tardaron en complicarse, en primer lugar con Pixar.

El estudio de desarrollo tecnológico, que todavía es un retoño un poco adolescente nacido del genio del hombre de La guerra de las galaxias, George Lucas, pierde mucho dinero, y su inventor se desinteresa de él. Muy pronto, Roy E. Disney, el sobrino de Walt, al que Eisner ha hecho volver con gran habilidad para ponerlo al frente de los estudios de animación con todo lo que su apellido aporta a la empresa, identifica Pixar como un lugar de innovación esencial y como un competidor potencial para Disney. Sabe muy bien que en Disney el dibujo animado está de capa caída, y él mira hacia el futuro. Y el futuro se llama Pixar. Roy Disney se reúne discretamente con los amigos de George Lucas, visita sus locales, y se queda maravillado con la capacidad de reinvención del cine de animación a través de la tecnología digital y el 3D, cuando Disney aún está realizando sus dibujos animados a mano. Se entera de que Lucas necesita dinero y está dispuesto a vender sus acciones de Pixar; Roy Disney apoya la compra por parte de Disney. Pero Eisner se niega categóricamente: «Nosotros no somos una compañía de I+D», parece que le dijo Eisner, para indicarle que la experimentación, la investigación y el desarrollo no eran su objetivo. Con ello, pierde una ocasión histórica que, en 1985, le habría permitido comprar Pixar a bajo precio. Poco después, Steve Jobs, que acaba de dimitir de la presidencia de Apple y se va con un pastón, compra Pixar en su lugar.

Con sesenta años, cabeza rapada (debería escribir calvo), gafas pequeñas y ropa de marca, Jeffrey Katzenberg es una de las figuras clave de Hollywood. Está muy tieso sentado en un sofá blanco a la orilla del mar, y le gusta hablar. Cuando lo conozco, la impresión que me causa corresponde a la imagen de él que tantas veces me han descrito. Es educado, gracioso, preciso en sus respuestas, tenaz, alternando con perfecta naturalidad la verdad y la mentira, haciendo de su vida una novela y queriendo seducir a su interlocutor, a veces jugando con él, y a veces jugando con los hechos.

Katzenberg aceptó el principio de una entrevista para hablarme de su nueva película, Shrek 3, de las nuevas tecnologías y de la innovación en Hollywood, y me dice enseguida que no quiere hablar de Pixar (que ahora es un competidor), ni de Disney (que abandonó dando un portazo después de un proceso que causó mucho revuelo). Me dice que no ha leído el libro Disney War, un best seller reciente dedicado a su salida de Disney, y en ese mismo instante sé que está mintiendo. Se lo digo. Se echa a reír. «Para mí, Disney es agua pasada. A mí lo que me interesa es el futuro, no el pasado», pretende Katzenberg. Y el futuro para él es el estudio DreamWorks SKG que ha fundado. ¿Para vengarse de su dimisión de Disney? Katzenberg sonríe otra vez. Y no contesta.

Jeffrey Katzenberg fue el alma máter de la regeneración de Disney y de su aproximación a Miramax y a Pixar. Al frente de los estudios Walt Disney de 1984 a 1994, supervisó todas las películas que permitieron a la empresa convertirse en una de las principales majors de Hollywood. «Siempre he estado en el corazón mismo del cine mainstream, tanto en Paramount, como luego durante diez años en Disney, o actualmente en DreamWorks. Hago películas dirigidas a todos los públicos y a todas las generaciones; películas que puedan viajar fácilmente por todo el mundo. Hoy, las producimos casi siempre en 28 lenguas y hacemos que sean big event movies en Estados Unidos y en el extranjero. Incluso diría que las diseñamos, que las fabricamos, para ser global big event movies. Me parece que toda mi vida he trabajado para el gran público. Para tener un impacto sobre los espectadores. Trabajo para la audiencia. Para mí es un orgullo. Y yo diría que el público es un buen guía, un buen patrón. En todo caso, mi patrón es él».

El verdadero patrón de Jeffrey Katzenberg en Disney era Michael Eisner. Durante diez años trabajaron juntos, Eisner pilotando la multinacional y Katzenberg los estudios Disney.

Como Roy Disney antes que él, Katzenberg comprendió la ventaja adquirida por Pixar en las películas de animación y, como hombre dialogante, trabó relación con John Lasseter, que habría de convertirse en la figura artística principal de la start up innovadora de San Francisco. El título exacto de Lasseter en Pixar es: Chief Creative Ofíicer.

En los proyectos que está desarrollando, Lasseter tiene justamente una película que da vida a unos juguetes: Toy Story. Le habla de ella a Katzenberg, que encuentra que la idea es genial, pero el guión, sin una narración coherente y un verdadero storytelling, le parece un mess, según su propia expresión (un despropósito). Le propone a Lasseter reescribir la historia inspirándose en las classic buddy movies, según dice, que evocan las películas donde se cuenta la historia de dos amigos. «Y así fue como Toy Story se convirtió en la primera cooperación entre Disney y Pixar», me cuenta Thomas Schumacher, el ex presidente de los estudios de animación de Disney, que fue el encargado por Eisner y Katzenberg de actuar como enlace entre Disney y Pixar.

Realizada por John Lasseter, producida por Pixar y financiada y distribuida por Disney, Toy Story bate todos los récords de taquilla la semana de su estreno en 1995, recauda 191 millones de dólares en Estados Unidos y 356 millones en todo el mundo. Lasseter recibe un Oscar. Con Toy Story, el cine de animación se convierte no sólo en uno de los sectores más rentables de Hollywood, sino también en uno de los más creativos. Con sus productos derivados, el film —cuyo concepto mismo es el juguete— resulta especialmente rentable. Una de las explicaciones del éxito de Toy Story, además de sus innovaciones tecnológicas y su guión optimista, que se concentra, como ha querido Katzenberg, en la historia de dos amigos, es la elección de los actores que doblan a los «juguetes». Tom Hanks es la voz de Woody en Toy Story de Pixar, como Eddie Murphy, Justin Timberlake o Rupert Everett serán las voces en la franquicia Shrek de DreamWorks. El modelo: un cine que se dirige a los niños y más aún, como si fuese otra película, a los niños que hay en el fondo de todos los padres. La juventud ya no es una edad, sino una actitud. ¿No decía siempre Walt Disney que él hacía películas para todos, porque «todo el mundo ha sido niño algún día y en cada uno de nosotros queda algo de esa infancia»?

Esta vez, Michael Eisner ha entendido la lección. Pero es demasiado tarde para comprar Pixar. Le ordena sin embargo a Schumacher, el jefe del estudio de animación, que renegocie el contrato con Pixar, esta vez a largo plazo, para hacer siete películas cuyos beneficios se repartirán mitad y mitad, aunque Disney controlará enteramente los productos derivados y las franquicias. Muy pronto, gracias a este contrato, la parte de Pixar en los ingresos del estudio de animación de Disney alcanzará el 97 por ciento. Pero la relación entre la major y el estudio «independiente» poco a poco se irá desequilibrando. Las tensiones se multiplican en torno a la libertad de creación, especialmente a causa de los vetos que Eisner pone a varios proyectos de Pixar. El ambiente se enrarece y, pese a los esfuerzos del presidente de los estudios de animación, Tom Schumacher, Disney y Pixar se distancian.

En el tercer piso del número 1450 de Broadway, en las oficinas de Disney en Manhattan, vuelvo a reunirme con Thomas Schumacher. Desde hace algún tiempo, ya no se ocupa de dibujos animados sino de comedias musicales, dirigiendo Disney Theatrical en Nueva York. Es nuestro tercer encuentro y Tom, contrariamente a la regla de discreción que Disney impone a sus directivos, habla con total libertad (también me facilita muchos contactos y me consigue varias citas con responsables de Disney en Burbank).

Encima de su escritorio hay dos estatuillas que representan a Bernard y Bianca. «Fue la primera película que hice para Disney», se justifica Schumacher. También veo marionetas, carteles de películas y, bien a la vista, una foto en la que está posando al lado de Bill Clinton (Schumacher es un importante fundraiser demócrata y fue uno de los principales recaudadores de fondos para la campaña de Barack Obama en los ambientes del cine en 2008). También veo un decorado en miniatura de El rey león, con las tiendas Toys R’Us, que imaginaron 200 nuevos juguetes inspirados en la película y crearon una jungla especial en sus tiendas para ponerlos, al tiempo que Lion King se transformaba en campaña de promoción masiva —qué gran idea— para Burger King.

La idea de estar presente en Broadway nació en 1991 tras el éxito de la película de animación La bella y la bestia. Cuando el principal crítico de teatro del New York Times, Frank Rich, elogia el film comparándolo con las comedias musicales de Broadway, Jeffrey Katzenberg, que entonces dirige los estudios de cine, tiene una revelación: ¿por qué no hacer una adaptación para Broadway? La idea es original aunque nadie se dé cuenta en aquel momento de que representa una ruptura respecto a la tradición de la cultura de masas estadounidense: antiguamente se adaptaban para Hollywood las comedias musicales que tenían éxito en Broadway; hoy se adaptan para Broadway las películas que tienen éxito en Hollywood. Se trata de un cambio histórico.

Pero todavía falta convencer a Michael Eisner, que se resiste: «No debemos halagar nuestro ego tomándonos por productores de Broadway», reacciona impulsivamente. Como él no es un creativo, el presidente de Disney se ha rodeado de gestores y de directores financieros que tratan de controlar a los creadores y de limitar los costos. Estos gestores creen que ir a Broadway sería una locura. Pero muy pronto Michael Eisner reconsidera la propuesta. Y Thomas Schumacher es enviado a Nueva York para crear la división «teatro» de Disney.

De repente oigo el grito de Tarzán. Thomas Schumacher continúa su frase, imperturbable. El sonido es emitido cada hora en su despacho por la marioneta de Tarzán. La adaptación de Tarzán por Disney fue un fracaso en Broadway en 2006.

«No sé decirle por qué Tarzán fue un fracaso y El rey león un éxito —me confiesa Tom Schumacher—. Estamos en una industria creativa, el éxito nunca está asegurado. Los hits son pocos y los fracasos muchos». Mientras le escucho, sigo con la mirada una liana de Tarzán sobre la mesa del despacho.

En el origen de El rey león como comedia musical está el éxito de la película, que en tres años de distribución, incluidas las salas, el home video y los productos derivados, recaudó cerca de mil millones de dólares. «Eisner sabía que las industrias creativas deben renovarse constantemente. No quería que Disney se convirtiera en un museo, por lo tanto había que reinventarse cada día. Y como yo era el que había hecho la película para Disney, me autorizó finalmente a llevar El rey león a Broadway», me explica Schumacher. La aventura obviamente requiere unos medios financieros enormes. Para experimentar el proyecto, Disney desbloquea inmediatamente 34 millones de dólares. Segunda etapa: la adquisición de un famoso teatro de la calle 42, el Amsterdam, una joya del art nouveau que data de 1903, con sus pinturas murales alegóricas, sus frisos y sus mosaicos, que había caído poco a poco en el abandono a medida que los sex shops, la prostitución, la droga y las bandas invadían la calle.

Enseguida, Schumacher vio el problema: ¿cómo hacer que las familias acudieran a un sitio donde se proyectaba la película porno Garganta profunda y los camellos vendían crack? Tercera etapa: sanear el barrio. Disney se alía con el alcalde republicano de Nueva York, famoso por su concepto de «tolerancia cero», a fin de revitalizar Broadway con un frente policial, un frente económico y un frente entertainment familiar. Por decreto municipal, se cierran todos los sex shops, se abren tiendas turísticas a golpe de subvenciones públicas (entre ellas el Virgin Megastore más grande del mundo, una tienda Gap y un hotel Marriott inmenso), y las sedes sociales de las grandes multinacionales del entertainment y de varias cadenas de televisión se instalan a cambio de desgravaciones fiscales, Y así, Disney se convierte en la mascota de la operación, con todo lo que su nombre aporta a la causa familiar y a la higiene calculada del nuevo Times Square. Se inaugura un Disney Store en el cruce estratégico de Broadway con la calle 42.

La producción de El rey león se prepara minuciosamente. Y es entonces cuando a Tom Schumacher, que produce personalmente la comedia musical, se le ocurre la idea de encargar la puesta en escena a Julie Taymor.

«Soy una artista dedicada a entretener —me dice Julie Taymor, una gran dama del teatro experimental de Nueva York, cuando la entrevisto en la suite de su hotel—. El artista con A mayúscula no comprende el entertainment, se conforma con una audiencia limitada para no contaminar su arte con criterios comerciales. Es una actitud elitista, un poco esnob. Yo me sitúo en la línea de un Aaron Copland o de un Leonard Bernstein. Me gusta mezclar los géneros». En la década de 1970, Julie Taymor se formó en contacto con la compañía radical del Bread and Puppet, decretando la huelga de alquileres, luchando contra la guerra de Vietnam y defendiendo la gratuidad de los espectáculos. Poco a poco, en la década de 1980, tras una larga estancia en la India, se interesó por las formas originales del entretenimiento para el gran público y por las marionetas, mientras seguía dedicándose al arte, recientemente a la puesta en escena de La flauta mágica para el Metropolitan Opera de Nueva York.

A pesar de todo, Taymor no tiene ni idea de lo que quiere Schumacher, el patrón de Disney en Broadway, cuando éste se pone en contacto con ella. Le propone que piense en una adaptación de El rey león. Ella, que no ha visto la película, se compra el DVD y, cuando vuelven a verse en Florida, le sugiere a Schumacher que utilice marionetas y máscaras africanas, para que los actores puedan interpretar los personajes del film de animación. La música tiene que ser lo más importante. «Lo que en la pantalla era visual debe reemplazarse con música africana», sugiere Taymor. En cuanto a Jeffrey Katzenberg, que ha desbloqueado varias decenas de millones más para tener unos decorados extraordinarios, de repente tiene una revelación en su despacho del Team Disney de Los Ángeles: el guión de El rey león debe asemejarse a Hamlet

El genio del espectáculo de Julie Taymor para Disney reside ahí: en esa mezcla de géneros, a la vez mainstream y sofisticada, a la vez high y low, arte y cultura pop mezclados. «Hay momentos muy populares en El rey león —me confirma Julie Taymor—. Y las marionetas no están ahí para los niños, sino para los adultos. Y también hay mucha elegancia y sofisticación. No es ni puramente arte, ni sólo entretenimiento, no sé si estoy realmente en lo uno o en lo otro. Estoy en otra parte».

El espectáculo que Taymor crea en 1998 es magnífico. Su belleza de ensueño, sus marionetas gigantes y sus máscaras maravillosas, los pájaros animados que invaden el cielo y los antílopes que saltan por decenas como para salvar la vida, la música africana embriagadora y el ambiente de la sabana resultan fascinantes. La comedia musical tiene algo de la ingenuidad y la generosidad del joven Walt Disney del principio. El buzz es excepcional, la prensa es unánime y habla de la comedia musical más hermosa «de todos los tiempos». La profesión le concede seis premios Tony, la principal distinción de Broadway. Pero eso no es todo: el éxito de El rey león en el corazón de un Times Square revitalizado le reporta millones de dólares a Disney. «Una comedia musical, cuando funciona, como es el caso de El rey león, es realmente rentable desde el punto de vista económico. El teatro tiene unos retornos sobre inversión mucho más importantes, proporcionalmente, que el cine», me confía en su despacho Tom Schumacher. (El coste de producción de El rey león no se hizo público, y Schumacher se niega a revelármelo; probablemente supera los 20 millones de dólares, lo cual lo convertiría en el espectáculo más caro que jamás se haya producido en Broadway).

Este éxito neoyorquino no es nada comparado con lo que viene después; desde hace doce años, el espectáculo ha circulado por todo Estados Unidos y por el mundo, manteniéndose en cartel durante años en muchos países, con las entradas agotadas, a pesar de su precio de 100 dólares (sin reducción infantil). Más de 50 millones de personas ya han visto El rey león, que lleva recaudados más de mil millones de dólares. «Esta noche —me dice Schumacher— hay doce El rey león representándose en todo el mundo». Pero se trata de un espectáculo para países ricos: El rey león no ha ido a África, ni a América Latina, ni a Oriente Medio. «El show resulta demasiado caro fuera de los países desarrollados —me explica Schumacher, que añade sin ironía—: En esos países, seguro que también sería un éxito, pero no necesariamente un good business».

Sólo una multinacional como Disney, con un capital y una logística colosales, era capaz de pasear varios El rey león simultáneamente por tres continentes. La aventura de Disney en el teatro continuó luego con Aída, Mary Poppins y La sirenita, pese al fracaso de Tarzán y al abandono del proyecto de Pinocchio. «Estamos en el terreno de la creación, aunque también hagamos entertainment de calidad —añade Tom Schumacher—, pienso que la creación es nuestra principal característica. Y cuando la gente me dice que creación sólo es el arte, y no el entertainment, me parece muy pretencioso y muy esnob. Muy europeo. ¿No lo cree usted también?».

MIRAMAX Y DREAMWORKS: LA CAÍDA

Para el presidente de Disney, Michael Eisner, Broadway es un epifenómeno. Al frente de una multinacional, hay asuntos más importantes que gestionar. Está en primer lugar el sector de la televisión, que se ha convertido en estratégico desde la adquisición de la cadena nacional ABC. Aquí su objetivo era crear sinergias entre los estudios y la televisión, ya que ABC puede producir sus series con ayuda de los estudios Disney y emitir prioritariamente las películas de la major. (Eisner quería comprar primero NBC, pero se le adelantó General Electric). Esa compra fue posible gracias a una flexibilización de las regulaciones federales estadounidenses durante el mandato de Reagan, y luego de Clinton, que favoreció la concentración vertical de los grupos mediáticos en Estados Unidos entre 1985 y 1995 (Disney adquiere ABC; Universal se asocia con NBC; Time Warner con CNN y HBO; News Corp extiende la red de Fox; y sigue habiendo vínculos importantes entre el grupo Viacom y la red CBS pese a su reciente escisión). Así pues, Eisner se concentra en la producción de contenidos televisivos y en mercados hasta entonces considerados secundarios: el home video y las televisiones por cable de pago. Refuerza Disney Channel, creado en 1983, invierte en los programas familiares y educativos (ABC Family, The History Channel) y en el deporte, otra forma de entertainment según Eisner (compra toda la red de televisiones deportivas de pago ESPN). Para tener liquidez, el jefe de Disney también lanza un hábil programa de reediciones en vídeo y DVD de los films famosos del catálogo. Pero como los clásicos de Disney son reintroducidos en las salas cada siete años más o menos, un intervalo calculado para llegar cada vez a una nueva generación de niños, Eisner se cuida mucho de limitar la distribución en vídeo a determinados periodos, para no perjudicar la exhibición de las películas en los cines. El éxito es enorme: el primer día de su comercialización en 2003, por ejemplo, se venden más de ocho millones de ejemplares del nuevo DVD de Buscando a Nemo.

Las cosas en el sector del cine no van tan bien. Con Pixar, la crisis se acentúa y las dos empresas rompen su acuerdo, dejando a Disney con un estudio de animación destartalado. En apariencia, la situación es más satisfactoria con Miramax, un estudio independiente, conocido por su toque indie y provocador, no tanto por Cinema Paradiso, que sin embargo fue un éxito importante, como por Sexo, mentiras y cintas de vídeo, de Steven Soderbergh. Disney adquiere Miramax en 1993 por un centenar de millones de dólares solamente. Una serie de éxitos decisivos confirman la clarividencia de Eisner, y el genio de los hermanos Weinstein, que saben promocionar sus películas «independientes» como si fueran blockbusters: Pulp Fiction, de Quentin Tarantino, recauda ella sola, en 1994,108 millones de dólares, únicamente en el box office estadounidense, es decir más de lo que ha costado la compra de Miramax. Vienen luego Shakespeare in Love, Chicago, Gangs of New York y Las horas. Pero las cosas se tuercen enseguida, porque Eisner no consigue gestionar los «egos», ciertamente piramidales, de los hermanos Harvey y Bob Weinstein, que no acaban de aceptar su alianza con Disney. Esa «independencia controlada» por Disney les pesa, y cuando Michael Eisner les niega el derecho a adaptar al cine la saga de El señor de los anillos (finalmente realizada con el éxito que sabemos por el competidor Time Warner), cuando revisa a la baja el presupuesto de Cold Mountain y, sobre todo, cuando censura el estreno de Fahrenheit 9/11 de Michael Moore (la película rodada con seis millones de dólares se distribuye de forma independiente en 2004 y recauda 220 millones en todo el mundo), se confirma la ruptura. Los hermanos Weinstein abandonan Disney (que sigue siendo la propietaria de la marca), y crean su nuevo estudio, la Weinstein Company.

Es un poco parecido a lo que le ocurre a Jeffrey Katzenberg, el hiperactivo jefe de los estudios Disney.

«Ya se lo he dicho, no quiero hablar de Disney, para mí es agua pasada», me repite Jeffrey Katzenberg sonriendo cuando vuelvo a la carga. La historia, no obstante, es bastante simple, aunque se haya convertido en el folletín más famoso del Hollywood de la década de 1990. Cuando el número dos de Disney muere en un accidente de helicóptero, el ambicioso Katzenberg, que está al frente de los estudios Disney y ha sido el artífice de todos los éxitos cinematográficos del grupo desde hace varios años, cree que el puesto le corresponde a él. ¿Quiere arrebatarle el puesto al califa? El dice que no. Pero el hecho es que quiso ese puesto de número dos. Según sus abogados, cuando lo contrataron inicialmente ya fue ése el trato al que llegó con Eisner. Cosa que este último desmiente. Sea como fuere, Eisner le niega el ascenso y lo empuja así a dimitir. La consecuencia fue una larga crónica judicial sobre las indemnizaciones reclamadas por Katzenberg, al que todo Hollywood apoya, con Steven Spielberg y el productor de música David Geffen a la cabeza. Finalmente ganará el recurso, embolsándose 280 millones de dólares, que inmediatamente invierte en crear un nuevo estudio competidor de Disney, DreamWorks SKG (lanzado con Spielberg, la S, y Geffen, la G, siendo Katzenberg la K). Seguirán unos éxitos apabullantes, de American Beauty a KungFu Panda, pasando por Shrek, Minority Report y Madagascar.

Interrogado hoy, Katzenberg no quiere hablar. Salvo para decirme lo que viene repitiendo en todas partes: que «Shrek es ugly-cute (feo pero mono) y no ugly-scary (feo y que da miedo)» y que esto es lo que explica el éxito de la película. Sibilino, me dice sin embargo, tras un silencio, que lo que pasa es que él es un hombre de pasiones: «La pasión es la única palabra que puede explicar el hecho de que te leas diez o quince guiones cada fin de semana con la esperanza de descubrir uno formidable. La pasión es la única palabra que explica que te pases sesenta horas a la semana en los estudios y que luego, por placer, vayas al cine a ver tres películas seguidas durante el fin de semana».

Mientras desayunábamos, le pregunté a Bob Iger, el nuevo presidente ejecutivo de Disney desde 2005, cómo explicaba la violencia de la guerra que se libró en el reino de Mickey, esa Disney War, para retomar el título del best seller que la describe minuciosamente, y que acabó obligando a Michael Eisner, su predecesor, a dimitir. Bob Iger me respondió que no había «leído la obra». Decididamente, los directivos de Hollywood leen pocos libros.

Luego le pregunté a Bob Iger si el hecho de adquirir Pixar por 7.400 millones de dólares en 2006, en vez de los 10 millones que pagó Steve Jobs a George Lucas en 1986, había sido un buen negocio. Me dijo que «sí». Por último, quise saber si el hecho de reanudar la relación con los hermanos Weinstein, los fundadores de Miramax alejados por Eisner, y el hecho de invitar a Steve Jobs, el genial jefe de Apple de humor cambiante, a formar parte del consejo de administración de Disney, significaba una ruptura con respecto a la era Eisner. Bob Iger me dijo que «era una nueva época y que había que tomar nuevas decisiones». Entonces estuve a punto de preguntarle a Iger si era cierto, como cuentan, que él está tan obsesionado por controlar la información y evitar las fugas a los medios que tiene un televisor en la ducha, pero no me atreví. Ahora sabía por experiencia que no puedes enterarte de gran cosa cuando entrevistas al director de una gran multinacional como Disney.

La caída de Michael Eisner, el hombre que permitió a Disney convertirse en un conglomerado mediático internacional, es reveladora, pues demuestra que el entertainment no es una industria como las demás. Por no haber sabido gestionar el ego de los creadores, su necesidad de libertad, perdió su reino a manos de una coalición liderada, en nombre del tío Walt, por aquel que él mismo había entronizado, Roy Disney. Con todo, el éxito comercial de Michael Eisner es indudable. Los beneficios netos de Disney eran de unos 100 millones de dólares al año cuando él llegó a la presidencia de la multinacional, y de 4.500 cuando se fue. El precio de la acción Disney era de 1,33 dólares en 1984; veinte años más tarde, cuando Eisner abandona Disney, está en 25 dólares. Estos beneficios récord se han conseguido en cinco sectores que en 1984 se consideraban marginales: la venta de los DVD de las películas de Disney, las cadenas de televisión de pago, en particular las deportivas, los productos derivados, Broadway y, por último, los parques de atracciones (sobre todo los hoteles de esos mismos parques). El resto, ya sea el box office de las películas o la cadena hertziana gratuita ABC, ha sido poco rentable en comparación, aunque los copyrights de esas películas seguirán produciendo ingresos y productos derivados a largo plazo.

Con su avión privado, sus guardaespaldas, sus notas de gastos ilimitados y su tren de vida de jefe de Estado, Michael Eisner no desconfió del único sector que lo amenazaba: la creación. En las industrias creativas, que no son ni fábricas de coches ni empresas que vendan guisantes, hay que desconfiar de la Creative people, esas personalidades como Steven Spielberg, Jeffrey Katzenberg, George Lucas, John Lasseter, Michael Moore o Harvey y Bob Weinstein, a las que si maltratas o amenazas su libertad de artistas se van. La independencia es la regla no escrita y, aunque esa independencia se compre por contrato, siempre hay que salvar las apariencias. Cuando una película o una escena no le gustaba, Eisner decía simplemente: «This has to be edited» (eso hay que «editarlo»). Entiéndase: «cortarlo». O bien: «rehacerlo de cabo a rabo». Esas tijeras a la antigua usanza eran inaceptables para los creadores de Toy Story o los colegas de Tarantino.

La caída de Eisner, que no jugó con espíritu colectivo en el Team Disney y quiso controlar el trabajo de los artistas, se resume en esta incomprensión lingüística: en la expresión «industrias creativas», la palabra importante es «creación».