2. MULTICINES
«Los lavabos son tan espectaculares que me pregunto si algún día la gente no vendrá al cine sólo para verlos. Al principio, incluso querían que los turistas pagaran por utilizarlos». Mohamed Ali sonríe. Es el director de los multicines de City-Stars, uno de los centros comerciales más grandes de Oriente Medio, situado en Nasr City —la ciudad de Nasser—, cerca de Heliópolis, a 25 kilómetros al este de El Cairo, en Egipto.
Hay tres pirámides de cristal iluminadas encima de los cubos de hormigón que forman los siete pisos del shopping mall (centro comercial). Aparte de ese toque egipcio, el lugar se parece a todos los centros comerciales del mundo que he visitado, ya sea en Omaha (Nebraska), en Phoenix (Arizona), en Singapur, en Shanghai, en Caracas o en Dubai. Financiado por Kuwait, City-Stars se inauguró en 2004 como escaparate árabe de la prosperidad y el consumismo. ¿Mal gusto? Lo cierto es que, desde el punto de vista del consumo, City-Stars ha resultado un éxito. La gente acude de todo Oriente Medio para comprar la mayoría de marcas internacionales y, como en todas partes, algo del sueño americano.
En este centro comercial, que está a medio camino entre un proyecto faraónico y un espejismo del desierto, hay dos multicines que representan ellos solos, según me dice Mohamed Ali, un tercio del box office egipcio (la cifra real es un 20 por ciento, lo cual ya es considerable). El mayor de los dos alberga 13 salas a las cuales se accede a través de un vestíbulo con unas moquetas estrafalarias decoradas al estilo de La guerra de las galaxias, todo iluminado por tiras a base de créditos de películas de la 20th Century Fox y proyecciones de «abstracción coloreada» en el techo y las paredes. A lo largo del vestíbulo, innumerables stands donde venden pirámides de palomitas. «Las palomitas consumidas in situ forman parte de la experiencia del cine —me comenta el director. Y añade— Nuestro éxito se explica, contrariamente a lo que cabría esperar, por dos cosas que no tienen mucho que ver con el cine: el aire acondicionado y la seguridad». El lugar es seguro para las familias y los jóvenes, lo cual constituye un factor decisivo del éxito de los multicines en todo el mundo, desde Egipto a Brasil, desde Venezuela a Estados Unidos. La programación también cuenta, es una mezcla sutil de comedias egipcias y blockbusters estadounidenses. «Pero los jóvenes sólo quieren ver las películas estadounidenses», constata Mohamed Ali.
Paradise 24 es otro multicine que parece un templo egipcio. Acaba de inaugurarse con 24 salas de cine y también se asemeja a una pirámide, con sus columnas y sus jeroglíficos. Es lo que hoy se llama el theming: dar un tema a un espacio comercial exagerando los estereotipos de un lugar imaginario. Porque este templo egipcio está situado en Davie, al borde de la Interstate 75, en Florida, Estados Unidos. Otro megaplex egipcio, el cine Muvico, está previsto que se inaugure en 2010 en un centro comercial de Nueva Jersey, también en Estados Unidos. Será el mayor megaplex estadounidense y también estará «tematizado» al estilo egipcio.
Para descifrar el entertainment y la cultura de masas en Estados Unidos —o sea, en el mundo— hay que seguir las etapas clave de este cambio fundamental: cómo ha pasado el cine del drive in al multicine, del suburb al exurb, del pop corn a la Coca-Cola. Casi todas esas palabras están en inglés. No es casual. Fue aquí, en el corazón de la América mainstream, donde empezó todo.
Cuando uno va a la búsqueda de multicines en Estados Unidos —y yo he visitado unos cien en treinta y cinco estados—, lo primero que encuentra es el drive in. Poner cine en un parking. Fue un invento genial. Y una idea duradera.
Actualmente en Estados Unidos ya no quedan drive in. He visto algunos, abandonados, transformados en mercados de ocasión los domingos, o limitados a la temporada de verano en San Francisco, Los Ángeles y Arizona. El primero se remonta a 1933 en Nueva Jersey; en 1945, hay menos de 100; pero al cabo de diez años, ya son 4.000. En la década de 1980, casi todos han desaparecido. ¿Qué ha pasado? Es preciso descubrirlo porque el drive in fue una de las matrices de la cultura de masas estadounidense de la posguerra.
Scottsdale, Arizona. En este barrio residencial de Phoenix, el Scottsdale Drive In es aún hoy un drive in de seis pantallas al aire libre. Cuando se construyó en 1977 en pleno desierto, se llamaba «Desert Drive In». Actualmente, está en medio de la ciudad y accedo a él por una ancha avenida de cuatro carriles y sentido único especialmente construida para el drive in. Las seis «salas» están formando dos filas enfrentadas en un solar que de día parece abandonado pero que de noche se anima, iluminado por cientos de vehículos. El drive in está abierto 365 días al año, «rain or shine» (llueva o haga sol), me dice Ann Mari, que trabaja en el Scottsdale Drive In. Caben hasta 1.800 coches. «Vale la pena venir con un coche bueno porque estarás todo el rato sentado en los asientos del coche —añade Ann Mari—. También es aconsejable venir con una buena autorradio porque el sonido te llega a través de una radio AM que escuchas dentro del propio coche. Y también es interesante tener un buen aire acondicionado».
Los drive in que aún existen junto a las autopistas estadounidenses conservan un poco el ambiente de antaño. Están, por una parte, esos neones fluorescentes de colores vivos que se ven de lejos: el Rodeo Drive de Tucson (Arizona) con una cow girl luminosa revoleando su lazo al viento; el New Moon Drive de Lake Charles (Luisiana), con una luna fluorescente en el cielo; el Campus Drive en San Diego, con una animadora de pompones rutilantes.
En 1956, hay más de 4.000 drive in en América, y venden más entradas que los cines tradicionales. El drive in es un fenómeno joven y estacional. El precio de la entrada es barato: 2 dólares por coche, cualquiera que sea el número de personas que se amontonen en su interior; más adelante, harán pagar a todos los pasajeros (algunos adquirirán la costumbre de esconderse en el maletero antes de que también los abran para comprobar si hay alguien).
Con la entrada, tienes derecho a dos largometrajes. La calidad de la imagen es mediocre, pero no importa: ves chicas guapas en la pantalla y, sin la presencia de los padres, puedes besar a tu amiguita dentro del coche. En inglés se dice «to ball», que es algo más que «besar». El drive in tuvo un papel muy importante en las primeras experiencias sexuales de los adolescentes estadounidenses.
Si los drive in se multiplicaron tan rápidamente es porque son muy rentables. No tanto por la entrada para ver la película como por las concesiones de lo que se llama pop & corn (las burbujas de la Coca-Cola y el corn, es decir el maíz). Es en los parkings de los drive in donde los estadounidenses adquieren la costumbre de comer en el cine. Muy pronto el vehículo familiar se transforma en un verdadero fastfood ambulante.
La gente empieza a ir al cine en vaqueros, ya no hace falta vestirse para salir. El drive in es informal, libre, desenfadado. Por todas partes hay juke-box centelleantes, camareras guapas con patines vestidas de rosa o de azul turquesa. Y al final de la velada, un pequeño castillo de fuegos artificiales, la felicidad en la América de la posguerra.
Actualmente, circulando por las carreteras norteamericanas, me cuesta un poco comprender cómo pudo el sueño cinematográfico de las clases medias pasar de las grandes salas de la década de 1930, aquellos palacios inmensos con mármoles y hermosas moquetas rojas, a las proyecciones sobre un muro de hormigón en medio de un parking y dentro del propio coche. Sin embargo, basta abrir los ojos. Los jóvenes, las familias y las nuevas clases medias no se han alejado de los parkings. Basta mirar hoy en dirección a los nuevos centros comerciales para darse cuenta de que los estadounidenses siguen yendo al cine en los parkings. Ahora los llaman «multicines».
Omaha, Nebraska. Acaban de inaugurar un multicine en medio de un campo de maíz a unos treinta kilómetros de la ciudad. ¿Qué locura le ha dado al empresario estadounidense que ha construido este multicine? «No es locura, es business», me explica Colby S., el gerente del Village Point Cinema.
El cine acaba de construirse en el corazón de un inmenso centro comercial, llamado precisamente Village Point Mall, que todavía está en obras. Me encuentro en una zona rural que ni siquiera tiene nombre todavía; hace pocas semanas no existía, aquí sólo había vacas pastando. La gente dice simplemente West Omaha. Como ocurre con frecuencia en los suburbios estadounidenses, los centros urbanos se designan mediante los puntos cardinales, el nombre de la autopista donde están situados o, la mayor parte de las veces, mediante el nombre del centro comercial más importante.
Los promotores inmobiliarios han decidido crear Village Point Mall en este sitio alejado y «en un extremo de la ciudad» porque saben por experiencia que Omaha se extiende hacia el oeste. Las autopistas todavía no están terminadas y los semáforos no están instalados, pero ya saben que pronto vivirán aquí centenares de miles de personas. El multicine con sus proyectores domina el centro comercial. El cine es precisamente lo que «hace ciudad»: da un toque «cultural» al conjunto. El multicine es la ciudad que está al llegar.
El ambiente de este enorme multicine es tranquilo y en el suelo hay unas líneas que guían a los espectadores hacia las salas, como en los aeropuertos. «Lo más importante —me explica Colby— son los lavabos, sobre todo para las familias y las personas mayores». Por consiguiente, hay muchos lavabos y muy espaciosos, como en todos los multicines, cuyo número ha sido sabiamente calculado en función de unas reglas muy precisas: «Hace falta de media un WC por cada 45 mujeres presentes en el cine», me explica el gerente. Hermosas escaleras mecánicas conducen a los espectadores hacia las salas de arriba y, al final de la velada, el gerente tiene la inteligencia de invertir el sentido de todas esas escaleras para llevar a todo el mundo pacíficamente hacia la salida.
Como casi en todas partes en Estados Unidos, las salas están organizadas según el modelo llamado de «estadio», muy inclinado, con cada fila más alta que la anterior, para que todas las localidades tengan una visión perfecta. Los asientos están espaciados, las separaciones son anchas. El multicine tiene 16 salas de 88 a 300 plazas.
¿Por qué hay tantas salas? ¿Para permitir una programación más diversificada, a la vez blockbusters y películas más minoritarias? Colby: «No, en absoluto. Es para no perder ni un solo adolescente». Los blockbusters se proyectan en varias salas a la vez, con una sesión cada quince minutos «en hora punta», para evitar tener que consultar los horarios antes de venir. A razón de 1.300 personas por sesión, son casi 7.000 personas diarias, todas en un lugar caliente y, también aquí, seguro. A la entrada del multicine veo un cartel en el que se recuerda al público que las armas de fuego están prohibidas en el interior.
La programación de este multicine de Omaha es mainstream —Spiderman 3, Shrek 2, Los increíbles o también Yo, robot—, y las películas rated, es decir, no aptas para menores de 13 o 17 años, son poco apreciadas. No se proyectan películas después de las diez de la noche, ni siquiera el sábado. Las familias constituyen una parte importante del público, y los jubilados, cerca del 30 por ciento. Se evitan, por tanto, las películas extranjeras subtituladas. «Si tienes que leer los subtítulos es como si te pidieran un esfuerzo. El público viene a divertirse, esto no es una escuela», me explica el director. El razonamiento parece lógico.
¿Por qué el multicine instalado en el corazón del centro comercial se ha convertido en el símbolo por excelencia de la experiencia cinematográfica en Estados Unidos, y muy pronto en el mundo entero? Los exhibidores y los distribuidores estadounidenses lo han comprendido antes que los demás: porque el centro comercial es en la actualidad el centro urbano de los barrios periféricos estadounidenses. Ha sustituido a la célebre main street de las pequeñas ciudades y al downtown de las grandes. En 1945, había en Estados Unidos ocho «shopping centers», como aún se los denominaba; en 1958, son 3.000; en 1963, más de 7.000; en 1980, 22.000; y actualmente, cerca de 45.000.
Cuando los jefes de General Cinema, American Multi-Cinema y muy poco después de Cineplex-Odeon —los tres inventores del multicine— constatan, en la década de 1970, que cada cuatro días de media se inaugura un nuevo centro comercial en Estados Unidos, comprenden que ya no deben instalar sus cines en las ciudades, sino en la periferia. El multicine es a la vez un desplazamiento geográfico y un cambio de escala. El primer cine con dos salas gemelas data de 1963 (el Parkway Twin en un centro comercial de Kansas City, creado por General Cinema). En 1966, hay cuatro en el Metro Plaza Complex (siempre en Kansas City, creado por el competidor American Multi-Cinema, alias AMC). En 1969, nace el sixplex, esta vez en Omaha; luego el primer eightplex en Atlanta en 1974. Al multiplicar las salas en un mismo cine de la periferia, los inventores del multicine no demuestran una gran imaginación; adoptan una receta bien rodada ya, la de los centros comerciales que tienen al lado, donde se agrupan las tiendas y los fast foods de diferentes cadenas para satisfacer todos los gustos del público. Muy pronto AMC, que en 1972 ya posee 160 pantallas, comienza a adquirir la costumbre de indicar el número de salas en el nombre mismo del cine, una práctica que hoy se ha generalizado (el Empire 4, el Midland 3 y el Brywood 6). A finales de la década de 1970, el grupo amplía aún más el concepto al abrir complejos de 10, 12 y hasta 14 salas, a menudo subterráneas, apenas separadas por muros de cartón piedra (lo cual permite seguir por ejemplo los diálogos de Annie Hall con el fondo sonoro de la música de La guerra de las galaxias). El multicine es moderno, eficaz, cercano al lugar donde viven los estadounidenses y —cosa interesante— siempre ha sido bien considerado en Estados Unidos, incluso por la prensa y por Hollywood, que han visto su emergencia como un aliado y no como un enemigo del cine. Eso contrasta con las reacciones a menudo críticas en Europa respecto a lo conformista de las periferias y a la degradación cultural que los multicines supuestamente provocan en los centros comerciales. Pero a este éxito popular aún le faltaba su modelo económico.
En el número 401 de South Avenue en Bloomington, a 18 kilómetros al sur de Minneapolis, se encuentra el AMC Mall of America 14. Inaugurado en 1992, Mall of America, con sus 520 tiendas, sus 50 restaurantes y sus 12.000 plazas de parking, es uno de los mayores centros comerciales del mundo. Lo que le ha valido el sobrenombre de megamall (y de megamess, o sea, «megacaos», a causa de las veces que se retrasó su puesta en servicio). Es un inmenso rectángulo, bastante feo, de tres pisos, con un parque de atracciones en el centro, totalmente cubierto, con tiovivos y una gran noria. Lo visitan cuarenta millones de personas al año, clientes y consumidores por supuesto, pero también turistas que vienen a verlo por su tamaño y su importancia histórica, como se visita el Louvre o las pirámides.
Teniendo en cuenta ese gigantismo, el AMC Mall of America 14, el multicine local, parece sorprendentemente modesto. Allí, Avatar sólo puede proyectarse en veintidós pantallas al día (lo cual es poco, comparado con las cuarenta pantallas disponibles en el AMC Empire 25 de Times Square en Nueva York). No obstante, ese tipo de multicine pertenece a la nueva generación imaginada en la década de 1980 por la red canadiense Cineplex-Odeon, que combina el número de salas de los multicines de primera generación con la desmesura de los palacios de antes de la guerra. Las salas son más espaciosas y están en alto, ya no en subterráneos como antes; hay grandes ventanales que permiten ver la periferia de la ciudad que se extiende hasta el infinito.
Contrariamente a los responsables de los estudios hollywoodenses, que se arriesgan y a veces juegan a la ruleta rusa, los dueños de las salas de cine saben perfectamente lo que hacen: saben que su negocio son las palomitas.
La historia de la llegada de las palomitas a las salas de cine estadounidenses se remonta a la Gran Depresión de 1929. Los dueños de los cines, que todavía eran independientes en su mayoría, necesitaban en aquella época de bancarrota nacional nuevas recetas financieras. Al ver que los espectadores antes de entrar en el cine compraban chucherías en los pequeños delis o los diners que había en los alrededores, tuvieron la idea de empezar a vender también ellos caramelos o botellas de Coca-Cola. Y el éxito les sorprendió.
Las palomitas de maíz, un producto mágico, se vuelven populares en la década de 1930. Cuentan con la doble ventaja de ser fáciles de producir y de tener un coste ínfimo respecto a su precio de venta: el 90 por ciento de los ingresos son puro margen. Y he aquí que los drive in, y después los multicines, construyen su modelo económico alrededor de las palomitas. Las salas empiezan a comprar el maíz para palomitas al por mayor, directamente a las industrias agroalimentarias que lo refinan, y se comercializan unas máquinas automáticas más eficaces. Paralelamente, la industria del maíz, concentrada en el Medio Oeste, se desarrolla y multiplica su producción por 20 entre 1934 y 1940. Estados Unidos se convierte —y todavía lo es— en el primer productor mundial de maíz. El lobby del corn se estructura en el Congreso, en Washington, promocionado por el Ministerio de Agricultura y el Ministerio de Defensa. Gracias a ello, el maíz invade todos los productos, a menudo bajo la forma de corn syrup y, a partir de la década de 1970, de high fructose corn syrup (una especie de jarabe de azúcar de maíz pero con mucha más fructosa que el azúcar de caña). Se encuentra en los yogures, las galletas, los corn flakes, el ketchup, el pan de los perritos calientes y de las hamburguesas, y naturalmente la Coca-Cola y la Pepsi. Es un verdadero orgullo agrícola nacional, y todos los intentos ecológicos, sanitarios o dietéticos para limitar la invasión de los azúcares de maíz y sus derivados en la alimentación han fracasado a causa del precio barato al que se venden y por la eficacia del lobby del maíz. Sin embargo, está demostrado que el corn syrup y el high fructose corn syrup son factores agravantes de la obesidad estadounidense.
En la década de 1950, el agrobusiness del maíz identifica las salas de cine como una salida potencial para los excedentes de este cereal. Se lanza una ofensiva comercial dirigida a los exhibidores, todos ansiosos de vender más palomitas, consistente en unas campañas publicitarias para sus salas. Unas campañas que obviamente promocionan las palomitas. Las palomitas, que ya eran frecuentes en los drive in, se generalizan en los multicines. Los mostradores aumentan, las porciones también, y consiguientemente los precios. Uno de los directivos del AMC Mall of America 14, con el cual me entrevisto en Minneapolis, me explica que la rentabilidad del cine no reside tanto en las entradas como en las concesiones, cuyos ingresos conserva íntegramente el exhibidor. Según él, cada espectador gasta de media 2 dólares en palomitas. «Las películas de acción hacen vender más raciones», dice. El 90 por ciento de los ingresos se producen antes de empezar la película, el 10 por ciento durante la proyección y nada al final. «Los espectadores jamás consumen al salir», lamenta el directivo.
Una de las principales redes de multicines, el gigante Cineplex-Odeon, pronto adquiere una marca de palomitas, Kernels Popcorn Limited, lo cual le permite vender palomitas en sus cines con un margen de beneficios aún mayor. Como me cuenta una de las acomodadoras del AMC Mall of America 14 a modo de boutade: «El dueño de una sala de cine primero debe encontrar un sitio que sea bueno para vender palomitas y luego construir un multicine alrededor».
En el cruce de las autopistas 405 y 55, el Edwards Metro Pointe 12 es un multicine típico que pertenece al grupo Regal Entertainment. Estoy en Orange County, al sudeste de Los Ángeles, entre el océano Pacífico y las montañas de Santa Ana, en lo que hoy se llama en Estados Unidos un exurb (la palabra viene de extra urbia; también se habla del fenómeno de la exurbia). El exurb representa la ciudad infinita, una ciudad que no cesa de extenderse. Y allí es donde hoy, entre las autopistas de 18 carriles y varios niveles que forman bucles en el cielo, hay que buscar las claves de la cultura de masas estadounidense.
AI comienzo fue el suburb, el barrio residencial en las afueras de las ciudades. Entre 1950 y 1970, las ciudades estadounidenses ganan 10 millones de habitantes, y sus barrios periféricos 85 millones. Hojeando viejos números de la revista Life, podemos hacemos una idea de lo que representó el ideal del suburb para la clase media estadounidense de la década de 1950. Hay lavadoras de gran capacidad, neveras gigantescas y cochecitos para gemelos y a veces para trillizos. Céspedes verdes impecablemente cortados. Vemos cómo nace el bricolaje individual y también vemos a una familia transportando en el techo de un pequeño Ford una cocina integrada para montarla ella misma, antes de que Home Depot transformase los barrios residenciales en inmensas ferreterías permanentes. Vemos a padres que sueñan con una familia de 2,5 hijos (tendrán más bien 4 o 5 con el baby boom). Y también es el reino de las experiencias comunitarias, en el deporte, las escuelas y las iglesias. El suburb no es ni el koljós ni el kibutz, pero en esa época todavía tiene algo de «socialista». Esto con el exurb desaparece.
Si el suburb fue lo típico de la década de 1950, con la multiplicación de los drive in en la periferia próxima, el exurb es lo típico del Estados Unidos contemporáneo, con sus multicines en una periferia más alejada. Con el suburb, todavía estábamos en la primera corona alrededor de las ciudades: generalmente la gente seguía trabajando en el centro, iba al restaurante y al cine y volvía a casa por la noche. El elemento nuevo, y que en cierto modo define al exurb, es el desplazamiento del mercado de trabajo: el exurb es fundamentalmente diferente del suburb porque los estadounidenses viven y trabajan allí. Y naturalmente también practican el ocio. A medida que los exurbs se desarrollan, los cines se van instalando.
Este fenómeno empezó ya en la década de 1940, pero en la de 1970 se acentuó, y en las de 1980 y 1990 se generalizó, gracias a las nuevas tecnologías que han acelerado y simplificado las comunicaciones. Es el modelo de Los Ángeles: en lugar de construir ciudades en altura, como en Nueva York, donde hay poco espacio, se construyen ciudades lineales. Casi todo el exurb nació en las coronas más alejadas de las ciudades, en el cruce de dos autopistas, una en dirección norte-sur (siempre con un número impar en Estados Unidos), y otra en dirección este-oeste (con un número par). En todas partes, en Phoenix, Denver, Houston, Miami, Dallas, Austin, Atlanta, he visto ciudades fragmentadas a lo largo de cientos de kilómetros con múltiples centros. A menudo, he observado uniformidad: las mismas tiendas culturales (Barnes & Noble, Borders, HMV, Blockbuster), las mismas marcas (Sears, Kmart, Saks, Macy’s, Gap, Banana Republic), con frecuencia los mismos restaurantes económicos (Burger King, Popeye’s, McDonald’s, Wendy’s, Subway, The Cheesecake Factory y las tres «franquicias» que pertenecen a Pepsi-Cola: Kentucky Fried Chicken, Taco Bell y Pizza Hut). Y, por supuesto, casi en todas partes he visto innumerables réplicas exactas unas a otras: un café Starbucks y un supermercado Wal-Mart. Uniformidad, automóvil y centro comercial. Estados Unidos se creía distinto y se descubre adocenado.
Con todo, esa aparente conformidad oculta cosas sorprendentes. En los exurbs lo he visto todo y su contrario: librerías japonesas, consultas de dentistas lesbianas, teatros latinos, tiendas de sandalias tunecinas o de cerámica africana, tintorerías chinas que hacen publicidad en mandarín, un Trader Joe’s para vegetarianos, un fast food brasileño que propone, como no puede ser menos, los «USA no 1 Donuts», una tienda de DVD especializada en Bollywood y restaurantes kosher o halal. He encontrado más diversidad de la que cabía esperar, menos conformismo, mediocridad cultural y homogeneidad de lo que dicen los intelectuales neoyorquinos que, desde la década de 1950, atribuyen al suburb, y hoy al exurb, todos los males. Hoy día, las ciudades que tienen más pantallas de cine por número de habitantes no son ni Nueva York ni Boston, sino Grand Forks (Dakota del Norte), Killeen-Temple (Texas) y Des Moines (Iowa). Exurbs.
Cuando entras, por ejemplo, en Atlanta, la ciudad de la Coca-Cola y de Home Depot, por la autopista 175, atraviesas unos exurbs donde se suceden los multicines, los centros comerciales los fast foods y los hoteles baratos durante unos cincuenta kilómetros antes de llegar finalmente al centro de la ciudad, que es un gueto, desierto, abandonado y predominantemente negro (Martin Luther King nació y está enterrado aquí). Durante la década de 1990, la ciudad de Atlanta ganó 22.000 habitantes, y su exurb 2,1 millones.
Con el exurb, periferia de la periferia, los habitantes se han mudado de la primera corona de los suburbs hacia la segunda o la tercera, y —un hecho importante— ya no transitan por la ciudad. Te alejas y todo cambia. En vista de la congestión automovilística, los problemas para aparcar, la falta de escuelas, el precio de la vivienda y el precio de los canguros para los niños, en vista de la contaminación y a veces la droga y la violencia, los estadounidenses han abandonado los centros de las ciudades. El filósofo George Santayana es conocido por haber dicho que «los estadounidenses no resuelven los problemas; los dejan atrás».
El exurb es la nueva frontera estadounidense: no necesita la ciudad, ya no es un barrio residencial periférico, es una nueva ciudad. Allí donde el suburb reforzaba al fin y al cabo la necesidad de la ciudad y reafirmaba su supremacía, el exurb pura y simplemente la anula. El 90 por ciento de las oficinas construidas en Estados Unidos en la década de 1990 lo han sido en los exurbs, la mayor parte de las veces en los office parks, a lo largo de las autopistas, ya no en los centros de las ciudades. Y la cultura también se ha instalado en esas periferias lejanas al estilo Steven Spielberg: el multicine es el cine del exurb.
A 3.000 kilómetros de Atlanta, hacia el oeste, se encuentra Mesa (Arizona). La ciudad tiene 500.000 habitantes, más que Atlanta, pero es poco conocida. Allí me encuentro con Gerry Fathauer, la directora del nuevo centro cultural de la ciudad nueva. Mesa es un típico exurb. También es la tercera ciudad del estado, después de Phoenix y Tucson. «Dentro de diez años, seremos la número dos», pronostica Gerry Fathauer. Mesa crece hacia el este, hacia el desierto. A pocos kilómetros están las reservas indias, especialmente la de los apaches. Fathauer me dice: «Mesa es una ciudad que se desarrolla a la velocidad de un caballo al galope». Desde entonces, esta expresión me obsesiona.
«Culturalmente, nos han reprochado mucho que seamos un barrio residencial con “calles anchas y espíritu estrecho” —prosigue Gerry Fathauer—. Vamos a demostrar que aquí puede haber cultura, e incluso arte. Al mismo tiempo, debemos adaptarnos a los deseos y a los gustos de la comunidad. Aquí, en Mesa, tenemos una población típica de clase media. Y lo que la gente quiere son multicines». Mesa tiene tres multicines, entre ellos un inmenso AMC Grand 24, situado lógicamente —ahora ya es lo habitual— en el cruce de dos loops, esas autopistas de circunvalación que en Estados Unidos siempre tienen números de tres cifras (aquí, en el cruce de la beltway 202 y la beltway 101).
Al llegar al AMC Grand 24, a dos pasos del desierto, me encuentro atrapado, sin haberlo buscado, en medio de una guerra inesperada, una guerra por la conquista de la América mainstream. Los diferentes multicines pertenecen a bandos enfrentados y desde siempre irreconciliables: Coca-Cola y Pepsi-Cola.
El enfrentamiento entre esos dos gigantes se ha centrado desde la década de 1950 en las salas de cine. Antes, ni Coca ni Pepsi tenían como diana el mercado de los adolescentes: las marcas todavía querían ser indiferenciadas y familiares, y aspiraban a un consumo de masas. Por otra parte, en los palaces, aquellos cines grandiosos de la década de 1920, no se vendían refrescos.
Después de la guerra, la compañía de Atlanta, Coca-Cola, utiliza por primera vez campañas publicitarias en la radio y en las salas de cine. Se dirige principalmente a los drive in con aquellos célebres anuncios en los que se ve a parejas felices dentro de su descapotable amarillo viendo una película y bebiendo Coca-Cola. Los eslóganes son famosos: «Sign of good taste», «Be really refreshed» y «Go better refreshed». Los dueños de los drive in colaboran y establecen entreactos para que haya más ocasiones de vender palomitas y Coca-Cola. Pero esas campañas aún son generalistas y van destinadas a todos los públicos. El cine sigue siendo un espacio publicitario como cualquier otro.
Hay que esperar a la década de 1960 para que los jóvenes se conviertan en destinatarios primordiales para la industria de las bebidas, en el momento en que los adolescentes emergen, por primera vez, como un grupo distinto en lo que al consumo se refiere, con su propia cultura y sus propios códigos. Pepsi, el eterno contrincante, es el primero en desenfundar y lanza una de las campañas más célebres de la historia de la publicidad estadounidense: la «Pepsi Generation» (en Masculino, femenino, de Jean-Luc Godard, incluso Chantal Goya afirma que forma parte de ella). Esa campaña, que tiene un éxito considerable («Come alive! You’re the Pepsi Generation», 1963), saluda el espíritu de la juventud rebelde contra el establishment (simbolizado obviamente por Coca-Cola). En cuanto a marketing, rompe con una estrategia de masas, apuntando a nichos de mercado, la juventud y el estilo de vida adolescente («Now, it’s Pepsi, for those who think young», 1961 ). Y funciona.
La campaña Pepsi Generation inunda las radios jóvenes y las salas de cine. Pronto Pepsi segmenta aún más con anuncios dirigidos a los jóvenes negros, lo cual multiplica el efecto de la Pepsi Generation relacionando la bebida, en el momento en que la discográfica Motown se hace famosa con su música pop negra, con la idea del hip y del cool. Cosa que Hollywood recordará en la década de 1970.
Coca-Cola, que se ha quedado con la idea de un mercado generalista y teme que una campaña demasiado específica la haga perder el mercado masivo, tarda en reaccionar. Finalmente encuentra la fórmula para parar el golpe de Pepsi jugando la carta de la autenticidad, acusando implícitamente a su competidor de ser una bebida usurpada («It’s the real thing», 1969, «Can’t beat the real thing», 1990, «Always Coca-Cola», 1993). Cuando visité el multicine de Mesa, estaba literalmente invadido por carteles con el eslogan «Coca-Cola Real».
Como telón de fondo de la batalla Pepsi-Coca están los acuerdos de exclusividad con las redes de cines. A condición de hacer de Pepsi o de Coca-Cola el «refresco oficial», la red obtiene contratos de publicidad de millones de dólares y reducciones considerables en el precio de venta de los demás productos de la misma compañía (Coca-Cola posee sobre todo Fanta, Sprite, Minute Maid, Canada Dry, Schweppes y las aguas Dasani, mientras que Pepsi-Cola posee Pepsi One, Pepsi Twist, Tropicana, Slice y las aguas Aquafina). En Mesa, hay por lo tanto un multicine que sólo vende Coca-Cola y otro que sólo vende Pepsi (entre las autopistas, nunca fui capaz, ni siquiera con un GPS, de encontrar el tercer multicine).
El enfrentamiento histórico entre Pepsi y Coca-Cola ha marcado la historia de Estados Unidos, y la historia de Hollywood. La batalla se libra en el tamaño y la forma de las botellas, en el precio (Pepsi siempre busca un público más popular con un precio más barato), en las latas de metal y luego de polietileno, o en el sabor, nuevo o más clásico. Es una guerra a la que no es ajena la del maíz, pues los dueños de los drive in ya han adquirido la costumbre de espolvorear las palomitas con una sal llamada Morton, que tiene el poder de aumentar la sed, y por tanto de incitar al consumo de refrescos. Los dueños de los multicines todavía lo hacen mejor: añaden a las palomitas la famosa golden flavored butter, una mantequilla salada que se echa en caliente, muy olorosa y que aún incrementa más la sed. La batalla también se libra en el terreno dietético con la Pepsi Diet y luego la Diet Coke (Coca-Cola Light en Europa). Y cada vez, los cines de un bando y otro se alistan en el plan de marketing. Y no tardan mucho en movilizar también a los artistas de Hollywood: campaña «Pepsi, the choice of a new generation» con dos videoclips célebres de Michael Jackson en 1984; Lionel Richie, Tina Turner en 1985; Ray Charles en 1990 («You got the right one baby uh-huh!»); Aretha Franklin en 1999, siempre con una sensibilidad pop y black. Las campañas publicitarias del cine refuerzan cada una de esas evoluciones.
Desde la década de 1950, los cines se han convertido pues en el terreno privilegiado del enfrentamiento histórico entre Coca y Pepsi-Cola. Para dar una idea del mercado que está en juego, se estima hoy que Coca-Cola vende mil millones de unidades de sus diferentes 400 marcas de refrescos cada día en todo el mundo. Y para demostrar hasta dónde puede llegar el vínculo peligroso entre Hollywood y Coca-Cola, que podríamos calificar de «sodamaso», baste recordar que la marca de Atlanta consiguió finalmente, en 1982, comprar los estudios Columbia, que luego revendió a Sony. Paralelamente, la compañía propietaria de Tropicana compró y mantuvo durante un tiempo los estudios Universal. En ambos casos, estos intentos no dieron resultado y no se produjeron las sinergias que se esperaban. En cuanto a las redes de distribución, siguieron un camino inverso: General Cinema, el gigante que poseía más de 400 salas de multicines antes de que lo comprase AMC en 2002, se «diversificó» en el comercio de refrescos desde 1968 abriendo varias fábricas de embotellado para Pepsi-Cola. ¡Qué extraño destino el del cine estadounidense, chanchulleando con el mercado de los refrescos desde la Segunda Guerra Mundial!
Sin embargo los multicines, como los exurbs, no son un fenómeno exclusivo de Estados Unidos. Hoy en día, en 2010, en China se inaugura de media una nueva pantalla multicine cada día. Y lo mismo ocurre en México, donde la red Cinépolis ha abierto, ella sola, 300 nuevas pantallas en 2008. En India, gracias a las ventajas fiscales que concede el gobierno, el número de pantallas multicine debería pasar de 700 a 4.000 entre 2008 y 2010 (por ahora, las 12.000 salas más importantes todavía son cines tradicionales con una sola pantalla para la proyección de las grandes películas de Bollywood). En Egipto, se construyen numerosos multicines en los barrios residenciales de las dos principales ciudades que son El Cairo y Alejandría, y es probable, según los distribuidores locales, que las pantallas, que actualmente son unas 500, sean el doble dentro de cinco años. En Brasil, donde el número de pantallas aún no supera las 2.200, una cifra baja para casi 200 millones de habitantes, la progresión de los multicines es rápida y la asistencia va en aumento, gracias al poder adquisitivo mayor de la población de este país emergente. En todas partes, he visto aumentar exponencialmente el número de multicines: en Italia con las salas de Warner Village (cien por cien Pepsi) y las de la red UCI (cien por cien Coca-Cola), en Oriente Medio con los cines Showtime, en Singapur con la red Cathay, en Qatar con los Grand Cinecentres, en Indonesia con los Blitzmegaplex, en Venezuela con la red Cinex Unidos y hasta en Japón con los multicines que los japoneses llaman los cines complex.
Nacido en Estados Unidos, el fenómeno de los multicines ha alcanzado hoy su madurez en el suelo estadounidense, donde existen 40.000 pantallas repartidas entre 6.300 cines (1.700 con una sola pantalla, 2.200 minicines de entre 2 y 7 pantallas, 1.700 multicines de entre 8 y 15 pantallas y 630 megaplexes con más de 16 pantallas). Después de invadir los países occidentales e industrializados, el fenómeno se está internacionalizando, y en todas partes, en los países emergentes como en los del tercer mundo, los multicines modifican profundamente los hábitos de ocio del público. La experiencia cinematográfica, que es un signo de la modernización americanizada en marcha, se transforma y se convierte, para bien y para mal, en una experiencia intrínsecamente ligada al centro comercial, al pop corn, al exurb y al multicine.