Paula

1

No creo en espíritus, creo en fotografías. Una mujer quiere que la recuerdes y consigue que encuentres una fotografía suya. Los muertos son capaces de eso, basta con que no los atiendas lo suficiente. Tal vez deba formularlo de otro modo: son capaces de ello si consideran que los desatiendes en exceso. No es este mi caso, yo sigo pensando regularmente en Paula. No sé si a los otros les sucede lo mismo. Los veo muy pocas veces, sólo de vez en cuando y por casualidad. Gilles murió, Alexander terminó por fin su carrera y ejerce de inspector médico en Groninga, Ollie vive en Estados Unidos y el doctor está al parecer enfermo. Así que de bien poco le sirven a Paula, porque ella es sin duda una muerta inquieta. De modo que me toca a mí. Seguramente a falta de alguien mejor, pero bueno.

Bien, Paula, aquí me tienes, y pienso en ti. Soy muy bueno en eso de pensar en ti. Antes también lo era.

Y es que nunca he dejado de pensar en ti. Llevo una eternidad viviendo solo, me desprendí de los objetos superfluos hace ya mucho, pero todavía sigo encontrando de todo, es el cuento de nunca acabar. Vivo en un bloque de pisos moderno, en la planta superior, la casa vacía, sin la molestia de los vecinos, silencio, vistas al pólder. Recibo pocas visitas y la gente que viene suele mirar un poco incómoda a su alrededor, como los gatos cuando no han descubierto todavía dónde se oculta el peligro. La cama, la mesa, la silla, todo austero. Minimalista, dijo el Barón la única vez que me visitó, con esa risita forzada tan suya. Vino a reclamar una antigua deuda de juego. Miró en derredor como si fuera un agente judicial dispuesto a subastar algunas de mis pertenencias si no le pagaba. Y yo no tenía ninguna intención de pagar, ni entonces ni ahora. Llevaba años esperando su visita, sabía que algún día se presentaría en casa. En ese sentido el Barón no ha cambiado nada. No sé cómo andas de memoria ahí donde te encuentras, pero seguro que te acuerdas de él. Formabais una magnífica pareja de baile, sobre todo cuando bailabais al ritmo de los Stones. Que por cierto son ya también unos vejestorios. El Barón entraba en una suerte de trance mecánico, como un robot excitado. Tú te agitabas a su alrededor como un jirón de tela y él te agarraba siempre en el momento oportuno, juntos erais una máquina fascinante, acaparabais la atención de todo el mundo. Y ahora yo vuelvo a mirarte. Tu fotografía está de pie contra la pared blanca. «Anda, ahí está Paula», observó el Barón cuando entró en mi casa. «Long time no see».

«Esto parece un monasterio zen», añadió, aunque yo jamás he pisado un monasterio zen. Lo que quería era desprenderme de todo, tirar todo lo posible y el resto dejarlo blanco. Empiezo a conseguirlo. Puesto que nunca recibo visitas, me basta una silla para leer. Una para leer y otra para comer. Mis paredes son todas blancas, tal vez puedas verlas. No tengo ni idea de lo que veis o dejáis de ver desde ahí. Yo no soporto verme a mí mismo en fotografías antiguas, aunque probablemente eso a ti no te suceda. Como ya no puedes envejecer, no te has visto nunca con otra cara. ¿Digamos que han pasado cuarenta años? ¿Cuarenta y cinco? La fotografía se publicó en la portada de Vogue. Todos estábamos orgullosos de ella, también las chicas. Nada en esa imagen ha envejecido, ni tú ni la propia fotografía. El año pasado apareciste de pronto entre una pila de periódicos viejos, acompañada de noticias de la época relacionadas con los provos de Ámsterdam y sus happenings contraculturales y más sandeces de este estilo. Telarañas. Resulta difícil imaginarse que todo aquello sucediera de verdad. Estuve liado con la casa durante meses, fue como una campaña militar. Maletas, armarios, carpetas, el baúl con los diarios fue lo último y ahí estabas tú. El contenido del baúl será también pasto de las llamas, excepto la fotografía. Tienes el codo izquierdo apoyado en el marco de una ventana, el brazo en alto, y la mano con el cigarrillo recién encendido te pende sobre la cabeza. Hoy en día no estaría permitido publicar en Vogue una imagen así de una persona fumando, y menos con las uñas tan cortas. La fotografía es erótica y sensual, tanto entonces como ahora. Una mujer sin pecho, con cuerpo de muchacho. Llevabas una faja blanca ceñida alrededor del busto, por lo visto estaba de moda entonces. Era como si te hubieran practicado una mastectomía. «El milagro sin pecho», dijo el Barón. El Escritor también lo describió recurriendo a un verso de no sé quién, su pecho casi de muchacho. El pantalón oscuro justo por debajo del ombligo, la mano derecha en el bolsillo, la piel cubierta de las gotas de agua que resbalan como lágrimas por la ventana. Tú destacas iluminada sobre un fondo oscuro, la boca entreabierta, la mirada fija en algo que hay fuera. No soy capaz de mirar la imagen mucho rato. Estás en el reino de los muertos y al mismo tiempo aún suscitas deseo con tu boca entreabierta. Escucho tu voz, esa voz que todos reconoceríamos hasta en nuestro lecho de muerte, una voz dura, ronca. El alcohol, el tabaco, algo de todo ello se manifestaba antes de que pronunciaras palabra alguna, como una aspiración que precedía a tu voz: Hau, hau. Y entonces empezaba ese encantamiento implacable al que nadie era capaz de sustraerse.

Un peligro en el póquer esa voz tuya. Con ella hacías de una mano vacía un full.

2

Me siento frente a ti. En una casa con una sola silla eso tiene un valor especial. He colocado tu foto sobre el alféizar, te desplazas conmigo. Apoyo un par de guijarros contra el borde inferior de la fotografía para que no te deslices. El día es lluvioso, una atmósfera que se corresponde con las gotas de lluvia sobre tu cristal. De este modo tienes la lluvia delante y detrás. Quiero imaginar que me estás viendo, aunque sospecho que no es así. Y mejor, porque no me reconocerías. Por esa razón no te hablo en voz alta, aunque resulte un poco extraño en la situación en que nos encontramos. Aquí no oigo nunca a nadie ni nadie me oye a mí. Creo yo.

Vivíamos en el año de las adicciones. Así calificábamos cada año en aquella época, porque éramos unos adictos, y lo sabíamos. Una noche sin sabot era una noche vacía. Recuerdo aún hoy la sensación de mi mano extrayendo las cartas cuando tenía la banca. La sensación y el sonido. Cuando apareciste por primera vez, la banca era mía. La mano izquierda sobre el borde de madera del sabot, la mano derecha a punto para la acción, los dedos ya sobre el primer naipe. Oficialmente el juego se denominaba baccarat o chemin de fer, pero nosotros habíamos creado una variante propia, con nuestras propias reglas, y lo llamábamos sabot, con eso bastaba. Cada noche, a la más mínima oportunidad, jugábamos al sabot. Aquella noche también. La habitación estaba como siempre en penumbra, la mesa debajo de un círculo de luz, con lo que sólo eran visibles los rostros de los que estábamos sentados a su alrededor. Sonó el timbre, alguien abrió la puerta, los que no estaban jugando volvieron la cabeza y se produjo un silencio, como el que se hacía cuando llegaba gente que no conocíamos. Tú apareciste acompañada de otra persona, algo poco usual, pero no preguntamos nada, no era nuestro estilo. Mi mano reposaba sobre el sabot, el distribuidor de naipes. No nos gustaba que nos interrumpieran el juego, pero había que saludar y estrechar manos. Fue entonces cuando escuchamos tu voz por primera vez. Nuestro amigo Cinco te había dado la dirección, dijiste. Cinco, ¿te acuerdas de él? ¿El eterno solitario? ¿La gorra a cuadros de paño escocés? ¿Ese que parecía un mueble del bar Hoppe? Había sido concejal por la Asociación de Seguridad Vial porque todos votamos por él. Hau, hau. Cinco no acudía nunca a nuestras reuniones. Ya murió. Este estribillo lo oirás con frecuencia. Qué le vamos a hacer, forma parte de la vida. Retiré la mano del sabot y anuncié lo que tenía la banca. Cien florines. Lo anuncié alzando la voz, tal vez para impresionarte. Era una buena suma de dinero en aquella época. André estaba sentado a mi izquierda. Él solía ser muy prudente, pero en aquel momento exclamó: suivi. Yo extraje los naipes y les eché un vistazo. Dos nueves y un seis, no podía fallar, era la carta ideal. Te lancé una mirada por encima de las cabezas de los presentes y vi en tu rostro una expresión de avidez. Y no fui el único. El Barón, Gilles, Nigel, incluso Tico y el niño prodigio se fijaron en ti. Y las mujeres se fijaron en cómo te miraban los hombres. Las plumas erizadas, las uñas afiladas. Tardaste un tiempo en ganarte la confianza de las chicas. No, no lo digo bien. Quiero decir que ellas tardaron un tiempo en empezar a quererte como te queríamos nosotros. Hau, hau, aunque a oídos de las mujeres tu voz sonaba diferente, más ronca, más profunda, más afectuosa. Yo tuve la banca unas diez veces. Doscientos, cuatrocientos, ochocientos, una y otra vez la banca, hasta que me hice con «el chocolate». Tú aprendiste el juego en un santiamén. Avec, suivi. Pajarito que te vi, solía exclamar entonces el Escritor, ya lo esperábamos. Tú perdías una y otra vez, pero la última vez, cuando volvía a haber ochocientos, exclamaste «banco».

Se produjo un breve silencio. Extraje las cartas lentamente. Tú las sostenías tal como debías de haber visto en alguna película. Primero todas juntas como si fueran una sola carta. Luego te las arrimaste al pecho. A continuación las levantaste despacio hacia tus ojos y las separaste un poco para ver qué te había tocado. Hau, dijiste, lo cual significaba: carta. Fue la primera vez que me ganaste. Desde ese instante fuiste una de nosotros.

Aunque diciéndolo así me quedo corto. Era como si siempre hubieras sido una de nosotros. Paula, ah, sí, hace años que la conocemos.

¿Años? No sé cuánto duró aquella época exactamente, sí sé que todo acabó después de tu muerte. Por aquel entonces sucedían muchas cosas en el mundo que nosotros seguíamos, aunque en la distancia: Vietnam, las revueltas de Ámsterdam, los ocupas, la guerra fría, la bomba H, el Club de Roma con sus predicciones apocalípticas, la primera crisis del petróleo, la primavera de Praga…

Para la mayoría de la gente, la guerra real estaba aún muy cercana. En el mundo estaban surgiendo nuevos conflictos que desembocarían en desastres aún más grandes, eso era obvio, pero, como solía decir Nigel, las catástrofes iban a ser de signo muy distinto a las que inquietaban a la gente en aquel momento. Lo aseguraba con tal calma y aplomo que resultaba convincente, probablemente porque era quien nos ganaba siempre, no porque supiera más que nosotros. Además, teníamos otras cosas en la cabeza. Nigel era aficionado a las matemáticas y las matemáticas son orden. El mundo en cambio era un caos. Nosotros formábamos una pandilla turbia, lo único claro era el juego.

Dodo y Gilles vivían en un canal lateral en el sur de Ámsterdam. El canal, una mala imitación de los canales del centro de la ciudad, era más bien la línea de demarcación entre la ciudad y la periferia. Como solía decir el Escritor, había que cruzar un foso para llegar al Castillo Dodo. El Escritor no se llamaba así por ser escritor, sino por ser este su verdadero apellido. El que además se ganara la vida escribiendo era un extra. El Barón llegó acompañado de Wintrop. Juntos se dedicaban a la compra y venta de acciones, algo de lo que nunca hablaban, ni siquiera con André y Gilles, que eran o habían sido —nunca quedó del todo claro— corredores de bolsa. De hecho no había nunca nada claro en nuestro grupo. No existía jerarquía alguna. El niño prodigio judío estudiaba para cirujano. Nieges comerciaba con antigüedades de dudosa autenticidad; Merel tenía una pequeña agencia de viajes en el barrio de Pijp especializada en destinos del tercer mundo; Nigel, cuyo nombre no pegaba nada con esa pinta que tenía de haberse pasado la vida en el sótano de Dostoievski, se costeaba su carrera de matemáticas jugando al póquer en un club en el que no se nos admitía; Tico era representante de Chartreuse y de una desconocida marca de champán. Al doctor lo llamábamos así porque nunca logró acabar su carrera de medicina. ¿Te acuerdas de todos ellos? Ollie, que estaba con André, se quedó en Texas cuando él murió. Amigos ausentes y muertos, ellos son mi compañía.

Merel y Tico siguen siendo pareja, me parece. Como yo, viven en eso que yo denomino «territorio de penumbra». Mejor dicho, nunca han salido de él, como tampoco he salido yo. Algunos de ellos ganaban bastante dinero; otros siempre lo tuvieron; y otros, como yo, lo sacaban de dónde podían. Aunque el dinero nunca fue un problema. Nunca supe cómo te lo hiciste tú con el dinero. Lo cierto es que nunca te faltó, a pesar de que trabajabas de modelo sólo de vez en cuando. El Escritor escribía libros que no leíamos; el Barón ejercía de juez de distrito no se sabe dónde; el niño prodigio judío consiguió hacerse cirujano y fingía avergonzarse de ello; Merel hizo buenos negocios cuando llegaron los surinameses. Pero nadie hablaba nunca de dinero. Nigel, que era quien controlaba el listado de nuestras deudas pendientes, tenía que tachar continuamente series de números para subsanar unas deudas con otras. Todos debíamos siempre dinero a todos. Cada tantas semanas, Nigel nos advertía de que en la siguiente reunión tocaba echar cuentas, y así se hacía.

3

¿Cómo funciona exactamente la memoria de los muertos? Sí, sé que no existe una respuesta a eso ni tampoco a la pregunta que tenía en mente formular. ¿Cómo es posible —y esa es la pregunta— que a medida que uno se hace mayor la vida se asemeje cada vez más a una ficción? No sé qué es peor, ser mayor o estar muerto. La cuestión es que tú nunca fuiste mayor y yo todavía no he muerto.

Creo que la razón por la que he vaciado mi casa es porque no quiero que mi ficción se asemeje a otras ficciones, aunque eso es una tontería, claro está, porque así no consigo más que crear otra ficción. Un poco menos común, eso sí. Tú sabías mucho de esas cosas. Leías con avidez pero con inquietud, como si siempre echaras de menos algo. Esa idea acerca de la ficción te la debo a ti, tú fuiste la primera en formularla. Fue a la salida del cine. Habíamos visto una película que a mí me había encantado, pero tú soltaste un comentario despectivo: «Es demasiado realista. Todo es siempre una copia. Apenas vale la pena vivir si cualquiera es capaz de comprimir tu vida en una cinta de dos horas o en un libro que te lees en dos días. Cada cual vive su propia novela, que encima es demasiado extensa. Todo es imitación». Tus palabras debieron de impresionarme, porque no supe qué responder. Tú seguiste hablando sobre la compresión del tiempo y yo lo experimenté casi físicamente. De la Leidseplein nos fuimos al Vondelpark y mientras caminábamos por el sendero de grava del parque sentí en propia carne la imagen que me habías descrito. El ritmo normal de nuestros pasos empezó a parecerme tedioso y sentí la necesidad de acelerarlo hasta convertirnos en una imagen cinematográfica o en una página de libro que se parecería a otros libros o a otras películas. En cierta ocasión, Nigel, que rara vez decía algo que pudiera parecer personal, te dijo a medio juego y sin motivo aparente: «Paula, tú tienes demasiada prisa». Nigel, sí, otro admirador tuyo. Nigel estaba liado con Dodo, la mujer de Gilles. Un montón de novelas. Tú nos probaste a todos, ensayaste todas las películas. Tal vez fue Nigel el único por quien sentiste realmente algo, aunque tengo mis dudas. «Es muy misterioso con su rostro blanco», eso fue todo lo que dijiste de él. Fue el único de nosotros a quien no lograste poseer. A mí me pillaste a la primera. Nunca fui un hombre misterioso y tampoco ahora lo soy. Me puse en evidencia desde la primera noche. Y esa historia tú ya la habías leído mil veces. La única vez que nos acostamos respondiste a mi evidencia con la tuya: «No entiendo por qué la gente arma tanto jaleo con el tema del sexo. Ç’est une geste rendue y nada más». Ni nada menos. Y concluiste: «Bueno, está claro que tú y yo no estamos hechos el uno para el otro. No pongas esa cara de pena, hombre, que ahora es cuando empieza lo bueno. Lo otro al menos nos lo hemos quitado de encima». Tú has sido mi mejor amiga. Eso no lo dijiste tú, lo digo yo. Aunque en realidad nunca he sabido con certeza lo que pensabas de mí. A veces, por tu manera de mirarme, tenía la impresión de que me ocultabas algo. Pasamos juntos tres semanas en Nigeria, en el desierto, y luego con un jeep nos fuimos a Tamanrasset. Tú te presentaste un día con los billetes de avión después de habernos desplumado a todos durante una noche inolvidable. Nigel no tuvo ni tiempo de tomar notas. Tu banca parecía indestructible, el «chocolate» se derretía sobre la mesa y se deslizaba hacia ti. Sabot, banco, suivi, chocolate. Para el improbable caso de que no lo recuerdes, con chocolate nos referíamos al beneficio que ganaba la banca cuando los jugadores no cubrían plenamente la apuesta. Banco era lo que se exclamaba cuando uno igualaba la apuesta de la banca. Suivi, cuando uno quería volver a hacer eso mismo después de haber perdido. Nuestro viaje resultó inolvidable. Aún hoy viajo una vez al año al desierto. Me da igual dónde. Durante nuestro viaje te enrollaste un par de veces con el primero que te encontraste por el camino. «No temas, no te pondré en ridículo», dijiste, «diré que eres mi hermano». Y yo te contesté: «Tendré que cortarles el cuello igualmente, uno no entrega a su hermana a la primera caravana que pasa». Pero tú y yo teníamos un acuerdo: nada de celos.

Durante aquellas noches, solo en la tienda, escribí mi propia historia. Los aullidos de los perros llenaban el oasis. Mi único orgullo era saber que mi historia no se parecía a otras que conocía. No sé si para ti también fue así. No hablabas de ello. En tu mirada había avidez e inquietud, como si te faltara siempre algo.

¿Eras infeliz? Vaya pregunta más estúpida, habrías dicho. De pronto me rodeaste con tu brazo. «Con nadie más que tú», también sabías susurrar, «con nadie más haría un viaje como este… No quisiera ni podría hacerlo. Si te apetece que echemos un polvo, dímelo, la escenografía es perfecta: el corazón de África, las palmeras, los camellos, las estrellas. Hau, hau».

4

Al Barón lo llamábamos así porque no pertenecía a la nobleza. Su abuelo había vivido la época de las buenas intenciones y arrojó su título nobiliario a la basura de la historia. Con ello hizo su particular Revolución francesa, a pequeña escala y sin guillotina. Su nieto aún sufría el síndrome del dolor fantasma por esta pérdida. Conservaba el blasón de su linaje, sí, pero sin título antepuesto a su apellido, por lo que sentía por este un apego especial, porque al menos lo conservaba. Todo eso lo sabes tú muy bien. Los muertos no padecen alzhéimer.

No tienes por qué escucharme si no quieres. Voy a seguir hablando de todos modos. Lo hago por mí. Así lleno el salón vacío. No echo de menos a nuestros amigos, aunque no voy a negar que les tenía afecto. Tico me llamaba Don Anselmo, por algo relacionado con una película que habíamos visto, El cochecito. Tico y Merel. A él se le notaba que era indonesio, por el inevitable acento y el tono formal al hablar. Su padre había servido en el Real Ejército de las Indias Orientales neerlandesas. Sargento y sin embargo muy formal. Complejos coloniales. Siempre ese temor a no ser plenamente aceptado. «Nosotros somos de la isla de Madura, si es que sabes dónde está. Bali, Lombok, Sumba, Sumbawa, Flores y Timor, que es medio portuguesa. Ya nadie se entera de eso». Tico, el amigo de Nieges. «Nieges sabe cómo hacer que los objetos parezcan antiguos, ¿verdad, Nieges? Cuestión de química. Hay que enterrarlos con una gota de tal o cual cosa y al cabo de poco tiempo se vuelven antiguos solos». Tico no terminó sus estudios, pero sabía lo suficiente como para echarle una mano a Nieges. A mí aquello me parecía raro. Ellos solían verse durante el día. Alexander realizaba sus prácticas en el hospital donde trabajaba el niño prodigio. Merel practicaba con Dodo y Ollie lo que hoy se llama fitness. El doctor se pasaba el día en los cafés donde se jugaba al ajedrez. Yo en cambio no veía a nadie de nuestro grupo durante el día, para mí pertenecían a la noche. El círculo, los rostros en torno a la mesa, la luz amarilla, el humo. Y tú. Te veo ahora, es fácil, en un pólder es posible proyectar cualquier tipo de imagen. Recuerdo aquello que me dijiste sobre la necesidad de comprimir el tiempo porque las cosas iban demasiado despacio. Tal vez no fuera más que un simple comentario al que ahora doy excesiva importancia. Aun así. Ahora dispongo de tiempo para pensar en tales cosas. La primera vez que vi una película de Antonioni fue contigo. Antonioni y Bergman, muertos también. Es como si después de ellos no hubiera vuelto a ver cine. La verdad es que me dejó de interesar. Por aquel entonces todo dios era de izquierdas. Uno debía ser solidario con tal y cual causa, firmar manifiestos, salir a la calle. Y si uno no participaba de toda aquella agitación, se le tachaba de cretino. Esa era la atmósfera que se respiraba entonces, aunque a nosotros nos dejaba bastante indiferentes. La ocupación por los estudiantes del Rectorado de Ámsterdam, las revueltas universitarias, las innovaciones en el teatro, los viajes a Cuba para participar en la recogida de caña de azúcar, las manifestaciones a favor de Camboya, acciones todas nobles y esforzadas, las cargas de la policía, las movilizaciones… y nosotros mientras tanto en nuestra isla con el sabot y la banca, un grupo de náufragos, desertores del mundo real. De toda esa agitación no se percibía nada en aquellas películas, quizás era eso lo que me interesaba de ellas. No hablaban de la sociedad sino de las personas. De los individuos. No me gusta la palabra «individuo», pero se trataba de eso. De personas sin más. De alguien que va en un tranvía por una calle solitaria. De la soledad en medio de toda aquella efervescencia. Corría el año 64 o 65, ya no recuerdo. Il deserto rosso. Monica Vitti al lado de un hombre frente a un recinto metálico, una especie de fábrica, una cosa gigantesca, y ellos dos ahí delante, pequeños, insignificantes, dos figuras minúsculas, anónimas. Justo en aquel instante me aferraste la mano y me clavaste las uñas. «Ya ves», dijiste, «no somos nadie, qué nos creemos que somos. Nos borran, nos eliminan. Nuestras historias son todas idénticas, no significan nada». Aquella película la tengo ahora en DVD, tengo todas las películas de Antonioni y Bergman que he podido conseguir. Las veo de noche, sentado aquí. Y siempre que veo aquella escena, siento tu mano. Antonioni alarga ese instante: la llanura, el muro, el recinto metálico. Los personajes se vuelven cada vez más pequeños, es insoportable. Aquella noche tú no te sentaste a la mesa, eso también lo recuerdo. Yo tenía la banca, que no iba nada mal, y en cierto momento levanté la mirada hacia ti. Estabas de pie detrás del niño prodigio y tu mirada era extrañamente intensa. Inclinaste la cabeza hacia mí y de repente hiciste un gesto con la mano dirigido a todos los que estaban sentados en torno a la mesa, dos rápidos movimientos circulares y luego un ademán brusco como si quisieras arrojarnos a todos por la ventana.

Luego te marchaste.

5

Nuestra gran escapada, una idea del Barón, tuvo lugar poco tiempo después. Este quería visitar a un tío que vivía cerca de Ruán para que le firmara unos papeles o para entregarle una cosa, algo así era. «¿Y si vamos a un casino auténtico? ¿Al de Deauville?». No todos podían. El niño prodigio tenía guardia aquel fin de semana y André tuvo que quedarse porque Ollie no le dio permiso. Éramos diez personas y nos apretujamos en dos coches, mi viejo Renault 16 y el Volvo cat-back del Barón. «Hazme un sitio, Don Anselmo». Tú ibas en el Volvo, al lado de Nigel. Me pareció extraño ver a mis compañeros de juego a la luz del día. El doctor tenía un aspecto cetrino. Bélgica, luz gris. Teníamos previsto detenernos en Saint Omer, donde había un laberinto que Nigel quería visitar. Yo nunca me he sentido muy cómodo en las iglesias y menos en las católicas. Nigel y tú ya habíais llegado. Estabais en el centro del laberinto, que se extendía como un juego misterioso por el pavimento en torno al altar. Conservo todavía el plano de aquel laberinto. Por los gestos que Nigel hacía con la mano deduje que intentaba buscar la salida.

Tenía la cara blanca, como siempre. Creo de verdad que nunca salía a la calle.

Yo estaba demasiado lejos para oír lo que decía, pero me di cuenta de que hablaba mucho, él que era habitualmente muy taciturno. «¿Llevas migajas de pan, Paula?», te preguntó Tico. Se asustó del eco de su propia voz retumbando por la iglesia. Yo vi que recorrías el trazado del laberinto en busca de la salida, sin conseguirlo. «¡Chicos, vamos, que está oscureciendo!». Ese fue el Barón. Él hubiera preferido evitar la visita a esa iglesia, pero ganó la mayoría. Todos deseaban ver un laberinto auténtico. Dodo quiso saber por qué llamaban a esa región Picardía. El lugar no tenía nada de alegre. No se veía pícaro alguno. «Aquí sigue oliendo a guerra».

«A dos guerras», dijo Gilles. «Bajo esta tierra hay millones de personas sepultadas».

Fue oscureciendo poco a poco. Las bandas reflectantes pintadas en los árboles que flanqueaban la carretera se iluminaban una tras otra. La lluvia azotaba las ventanillas, en el interior del coche reinaba el silencio. Al llegar al casino todo el mundo se despertó. Il Barone: «¡Chicos, a ponerse las corbatas!». «Sí, señor».

Vestíbulo, alfombras, lámparas de araña en el techo. Pasaportes, registro. Miré la hilera que formábamos. Una pandilla con pinta bastante desastrada. No sé cómo será hoy en día, pero por aquel entonces entrar en un casino resultaba un tanto intimidatorio. Reinaba una atmósfera sagrada de azar y destino, de adicción y castigo. De fortuna absurda, inmerecida. Pronuncié esas palabras en voz alta y tú, que estabas delante de mí en la cola, te diste la vuelta y dijiste: «Algunas personas nacen más bellas que otras». Registraron nuestros nombres en unos cuadernos enormes. «Siempre pienso que no van a dejarme entrar», observó Tico. También hicimos cola ante la ventanilla donde se entregaban las fichas. A continuación, como si lo hubiéramos acordado previamente, nos dispersamos en diferentes direcciones. Superstición era eso, no querer que el otro estuviera a tu lado. No hay que tentar a la suerte. Nigel se dirigió hacia la mesa de póquer, yo jamás me hubiera atrevido a hacerlo. Gilles y el Barón fueron a jugar al bacará, que era lo más parecido a nuestro sabot. Cada cual buscó su propia mesa de ruleta. Tú aún permaneciste un instante a mi lado, examinaste la apuesta y dijiste: «Otro laberinto». Esa fue la última vez que te tuve cerca. Era una sala grande. Nos habíamos dispersado como una patrulla militar rastreando una zona de combate. Creo que siempre jugué a la ruleta para perder, lo cual, paradójicamente, era la única manera de ganar muy de vez en cuando. Aquella noche no. Hice lo que hacía siempre, una combinación absurda de excitación y miedo. Francos franceses. Cien francos parecía ya una suma considerable. Ay, ¿qué se ha hecho de las monedas antiguas? Florines, marcos, liras… Coloqué cien francos en la plaza y aposté la misma cantidad al rojo. Sabía que repetiría la operación hasta perder la paciencia. El 23 no iba a salir nunca y, en el caso de que saliera el negro una y otra vez (¡no hay ninguna razón estadística para que no sea así, Nigel!), apostaría de una sola vez toda la miseria que me quedara a un solo número. Ahora sé que lo que en realidad deseaba era perder, desprenderme de todo aquello. Lo había querido siempre. Dejar de jugar y mirar. Casi nadie juega por placer, siempre hay algún otro motivo. Eso se percibe en el movimiento de las mandíbulas de los jugadores, en las miradas lanzadas de soslayo, en la manera en que alguien se pone de repente en pie o entrega una propina excesiva. Pero a mí lo que más me fascinaba eran los croupiers, los dispensadores de la fortuna y la fatalidad, con ese tono de rutina y de hastío metafísico en sus voces. Muy retórico, Don Anselmo. Mejor dejarlo en hastío infinito. Mesdames, Monsieurs, rien ne va plus. Y sin embargo es esta una de las frases más hermosas que existen. A continuación la apuesta apresurada, alguien que quiere colocar su ficha en el último momento sobre una transversal de uno, dos o tres, alguien más que la quiere colocar sobre el cero, y finalmente el segundo e implacable rien. El tenso silencio hasta que la bolita blanca cae en la rueda giratoria y rebota, un sonido incomparable. Dos clases de jugadores, los que miran y los que escuchan. Cinq, rouge, impair et manque. ¿Qué dijiste aquella noche en casa de Dodo? Tú tenías la banca, la mano sobre las cartas, no va más, señoras y señores, apostemos, ¿será un cáncer, un accidente de automóvil, un divorcio, una desgracia, un gran amor, un diamante del tamaño del Hilton? Nadie se rió. No éramos tontos, todos habíamos pensado en eso alguna vez.

Media hora después yo había perdido todo cuanto llevaba. Te vi a lo lejos, sentada a una mesa al lado de tu destino, pero eso aún no lo sabíamos. Él alzó una copa de champaña hacia ti y brindasteis. Tú solías hacer amigos en cualquier sitio. No me acerqué a ti. Di unas vueltas y me encaminé hacia las otras mesas. Nigel estaba blanco como el papel, como siempre. Dostoievski en Baden-Baden.

Hasta Nigel perdió. Gilles y el Barón ya habían abandonado la mesa del bacará. Tico le dio la vuelta a los dos bolsillos del pantalón sosteniendo las puntas entre el pulgar y el índice. El doctor, con su hoja repleta de números, un sistema infalible, también lo había perdido todo. Sólo Dodo y Merel seguían jugando. «Como pierda todo el mundo, no nos quedará ni un céntimo para la gasolina», observó Tico. «Pues díselo a Merel», le suplicamos. «Dile que se detenga. Todavía tiene fichas». Pero Merel no quería detenerse. Quería seguir perdiendo durante un buen rato.

Al final fuiste tú la única que ganaste. Nos acercamos lentamente hacia ti, nosotros los perdedores. Era la época anterior a las tarjetas de crédito, anterior al dinero que se extrae de un muro. «Detente», aconsejó el Barón. Mejor que no lo hubiera dicho. Le lanzaste una de esas miradas tan tuyas y tomaste un sorbo de tu champaña. Calculamos con la vista la cantidad de dinero que estaba en juego. Al menos diez mil florines. «Paula, por Dios. Que tenemos que comer aún». El hombre sentado a tu lado nos dio mala espina. Era la primera vez que veíamos a alguien con las manos tatuadas. Miniaturas. Me recordaron los caracteres rúnicos con que marcan a los toros. El hombre hizo un comentario y tú te echaste a reír. Como si hiciera años que os conocíais. Acento. Español o portugués. Le hiciste una seña al croupier, trazaste con el dedo un círculo alrededor del dinero y señalaste el 23, que acababa de salir. Mi número. Acercaste las fichas hacia ti, las contaste a toda velocidad como sólo saben hacer los croupiers (como si removieran mierda, dijo más adelante el Escritor), las cambiaste por unas fichas más grandes y sostuviste una en alto para ver si era la que querías. Era dorada. Todo el mundo miraba. Tú asentiste con la cabeza. El hombre deslizó la ficha hacia ti, y, dado que la cantidad total era más elevada que la ficha dorada, se dispuso a deslizar por la mesa las otras fichas de menor valor con ese ademán ágil y obsceno con el que se pretende negar que es dinero lo que hay encima de la mesa. Pero era dinero. Oí a Tico renegar en voz baja cuando le indicaste al hombre con un gesto de la cabeza que podía quedarse con el dinero. «Ahí va nuestra cena, hay que joderse», refunfuñó Tico. Pour les employés, merci madame. ¿Y nosotros? ¿Acaso no somos empleados? Siempre me he preguntado cuál es la relación de los croupiers con el dinero. A fin de cuentas no reciben su salario mensual en fichas. La mayoría de ellos no juega. Han visto demasiado. Toda la mesa tenía la mirada fija en ti. Faites vos jeux. Las manos tatuadas depositaron una pila de fichas sobre la mesa. Para ser preciso a transversal cero, uno, dos y tres. Luego el hombre ocupó los ángulos y finalmente colocó una ficha alta sobre el cero. Tú seguías sin hacer nada. Estabas ahí parada con la ficha dorada en las manos, pero yo sabía cuál era tu intención. Tico también, pues lo oí lamentarse entre dientes: «No, Paula, no». Pero tú ya habías procedido, con un gesto pausado, casi sacerdotal. El veintitrés. Mi número. Salió el cero. Todo el mundo permaneció en silencio. El tatuado era el único que había apostado al cero y a los números contiguos. Entre todo lo ganado estaba naturalmente también tu ficha. Mil. De haber salido el veintitrés, habrías ganado treinta y cinco mil. El croupier deslizó hacia el tatuado todo el montón de fichas que había ganado. Este cogió entre la pila una ficha dorada idéntica y la deslizó hacia ti. Tú la aceptaste con toda naturalidad, como si llevarais años juntos. No os mirasteis en ningún momento. Faites vos jeux. Tico volvió a gemir. Un perro abandonado por su dueño. Entonces me percaté de la presencia de Nigel y Merel.

Más de una vez me había fijado en eso, en el juego de miradas. Sólo sucede con las mujeres, como si hubiera una complicidad entre el croupier y la jugadora. Se trata de una fracción de segundo, un intento de conjuro que todo el mundo sabe que es en vano. La fuerza de la mano que hace girar la rueda con los números, el lanzamiento de la bolita que salta y rebota y vuelve a rebotar hasta que al fin se detiene, aprisionada en la pequeña celda del número sagrado.

El veintitrés. A partir de ese momento todo se aceleró. Aún hoy me duele recordar que aquella fue la última imagen que tuvimos de ti. Deslizaste tu dinero hacia el hombre sentado a tu lado y él te lo devolvió. Treinta y cinco mil. El dinero permaneció un instante sobre la mesa. Tico gemía, Nigel tenía la mirada perdida, Gilles encendió un cigarrillo. Tú le hiciste al croupier una señal con la cabeza y deslizaste una ficha hacia él. El dinero restante lo dividiste en dos. Entretanto el hombre se puso en pie y se quedó esperando. Tú te diste la vuelta, besaste a Tico, besaste a Merel, me besaste a mí, me arañaste el cuello con la uña, entregaste la mitad de tu dinero a Dodo y el resto te lo metiste en el bolso. «Para cuando lleguen las vacas flacas», dijiste sin dirigirte a nadie en particular, y te fuiste detrás del hombre. «Poco te afectarán a ti las vacas flacas», dijo el Barón cuando os vimos desaparecer tras las puertas giratorias. Todos éramos conscientes de que aquello había sido una despedida. Habías dejado tu apuesta sobre la mesa haciéndome una señal. Debiera haber retirado aquellos mil, pero en lugar de ello coloqué la ficha en el rojo. Negro. No hay secretos.

Seguía lloviendo. Alguien propuso que fuéramos a dar un paseo por la playa.

Las mujeres no quisieron acompañarnos. Se quedaron en un tabac en el bulevar, cerca del casino.

Ráfagas de viento y ese otro sonido, el de las olas. Nos quedamos ahí un rato mojándonos. Entonces dijo Tico: «Ese tipo no me cae bien». Nigel no respondió, yo tampoco.

¿Te has despertado alguna vez en un balneario del norte de Francia fuera de temporada? Hotel Yo qué sé, resaca, vistas al mar. Gaviotas, lluvia persistente. Petit déjeuner con mermelada de albaricoque y esos paquetitos triangulares de mantequilla holandesa. Medio año después el hotel Corona de Aragón de Zaragoza fue pasto de las llamas. Fotografías de gente agitando la mano detrás de las ventanas de la última planta del hotel, como si estuvieran de fiesta. Noventa y ocho muertos. Casi todos ciudadanos españoles, un par de alemanes, un colombiano, y una holandesa. Sólo una.