Tormenta

«Yo también soy un barómetro», le dijo él cuando se detuvieron frente al barómetro. «Siento la presión en el esqueleto». Otro se hubiera referido a los huesos en lugar de al esqueleto, pero Rudolf no, porque sabía que eso irritaba a Rosita. Sabía además por qué le irritaba, lo que era aún peor. Como Rosita se lo tomaba siempre todo en sentido literal, visualizaba ante sí el esqueleto que él había mencionado y eso le resultaba desagradable. «La época de la “Vanitas” en la pintura ya ha pasado», le dijo ella, «tampoco colocas ya una calavera sobre tu mesa de despacho. Si me lo hubieras dicho una hora antes, no habría follado contigo. No me apetece nada acostarme con un esqueleto». Rosita se lo estaba imaginando: las costillas traqueteando unas contra otras, las calaveras pegándose bocados. «A veces te comportas como un verdadero hijo de puta, sólo porque cambia el tiempo». Él no le contestó, porque era verdad, tanto lo uno como lo otro. De repente el verano había llegado a su fin. Las nubes formaban castillos grises, el blanco de las casas españolas se había tornado de pronto opaco y el jardín estaba a punto de anegarse, porque cuando llovía, llovía a cántaros. Y la inevitable melancolía que comportaba todo ello. Las puertas, abiertas durante todo el verano, se cerraban, los largos paseos por la costa se hacían más temprano, y, entre la caída de la tarde y la hora a la que en España se cenaba, se formaba un agujero negro. Eso implicaba salir antes a tomarse una copa en un bar o ponerse a leer con el frío metido en el cuerpo junto a una estufita eléctrica en una casa que había perdido gran parte de su encanto. A él le fastidiaba que a Rosita no le afectara eso. En realidad, nunca le afectaba nada. Ni siquiera padecía insomnio. Tampoco el hastío hacía mella en ella. Ella simplemente desaparecía, se encerraba en su cuarto de trabajo, donde al parecer era feliz. Rudolf no se explicaba cómo alguien que llevaba años investigando la historia del movimiento obrero holandés podía ser feliz. Todo cuanto Rosita le contaba sobre ello, desde Domela Nieuwenhuis hasta Henriette Roland Holst, le causaba una profunda desconfianza. Destacados socialistas de buena familia y con muy buenas intenciones hacia la clase explotada. Un siglo después, la clase social a la que estos quisieron emancipar se encontraba subida a una escalera pintando la casa de al lado, con el cuerpo tatuado como un maorí y la radio a todo volumen emitiendo sonidos vociferantes, músicas martilleantes y las insoportables voces de los pinchadiscos de moda. Y en la televisión, los nuevos famosos, los héroes de algún culebrón de la temporada, soltando vulgaridades. Ay, si regresaran los Gorters y los Van Eedens[1], se decía Rudolf. Se llevarían un susto de muerte. Al fin habían conseguido su propósito, la dictadura del proletariado, el arte para el pueblo. Veo a los trabajadores bailando en hileras de plata a orillas del océano, versos de esa naturaleza. De Gorter, si no recuerdo mal. Sí, y lo de bailar también lo habían conseguido, en la discoteca de Torremolinos. Ante semejantes comentarios, Rosita respondía con un canturreo que él nunca sabía si interpretar como una manifestación de desprecio o de profunda compasión. Cantaba en un tono agudo y ligero, similar al trino de un pájaro, como si ya hubiera emprendido el vuelo para alejarse de él.

Pero no era esa la intención de Rosita. Yo te compré con todos tus defectos incluidos, solía decirle ella en uno de sus excepcionales arrebatos de arrepentimiento. Se había enamorado de un hombre que tallaba pequeñas figuras de madera, que era un barómetro y que padecía de eclipses solares. En cuanto desaparecía el sol, él tenía que recurrir a sus reservas secretas, idear estrategias para hacer frente al abatimiento más absoluto. La noche y el invierno eran sus enemigos naturales. Durante esos periodos la madera quedaba intacta en su taller, dejaba de tallar sus fantásticas figuras y no reaccionaba a las demandas de las galerías de arte. Rudolf navegaba sin rumbo por la oscuridad como una nave a la deriva. Rosita no se inmutaba. Sabía que esto a él le fastidiaba, pero también sabía que su insensibilidad hacia lo que él denominaba su agujero negro era lo que le mantenía en pie hasta que se habituaba de nuevo al cambio de estación y a la oscuridad que esta traía consigo. La mejor estrategia era ir contra corriente.

«¿Vamos a San Hilario?».

Él se encogió de hombros. San Hilario estaba a unos treinta kilómetros. Para llegar hasta allí había que cruzar una zona bastante agreste. San Hilario era una pequeña cala con una playa, que ellos habían descubierto cuando era todavía virgen, y en la que una promotora había edificado un hotel. No muy lejos de allí, en la playa, había un antiguo bar donde se podía comer algo, un establecimiento de esos que los españoles llaman «chiringuito». El interior era completamente blanco, había mesas de plástico, una gran terraza y sillas de aluminio que rechinaban al desplazarlas. Con aquel día tan oscuro seguro que ya habrían encendido los tubos fluorescentes. El neón era una ayuda para Rudolf, eso lo consideraba Rosita científicamente probado, aunque nunca se lo había dicho. Un sol artificial oblongo, blanco y frío, haciendo de placebo. Funcionaba, sí.

La temporada de verano estaba llegando a su fin, apenas quedaban turistas. Mientras se dirigían hacia la cala se desató la tormenta. Las nubes, unas masas pesadas y plomizas, estaban suspendidas sobre el verde de los olivos como si quisieran engullirlos. De repente el paisaje se iluminó de forma extraña, cayó el primer rayo. Le siguió el estallido seco y hondo del trueno y a continuación empezó a caer el granizo, que descargó con fuerza sobre el coche, aporreando el techo con redobles sonoros. Rosita miró hacia otro lado, porque sabía que Rudolf se pondría contento. Debe de haber un idioma, dijo él en cierta ocasión, que describa todas las clases de nubes. Sillar, piedra caliza, pizarra, pelusa blanca, polvo peligroso. Rosita sabía que lo que él más deseaba en aquel momento era apearse del coche y adentrarse en la tormenta. Le encantaba todo lo que tuviera tensión dramática. «Lo que yo necesito es la fuerza de los grandes fenómenos naturales», decía él. Y sus deseos habían sido satisfechos, como siempre. Rosita controlaba con dificultad el volante del pequeño Seat. Un motorista solitario se apeó de su moto y durante un segundo el rayo trazó una figura que parecía una escultura en el paisaje. El aparcamiento junto al chiringuito estaba casi vacío. Al apearse del coche, el agua le llegó a Rosita hasta los tobillos. Mientras corrían hacia la terraza cubierta oyeron el bramido de las olas atizadas por el rugido de la tormenta. El gris del mar se fundía con el gris del cielo. La pequeña isla frente a la costa era apenas visible.

Había unas cinco personas en la terraza. Dos mujeres con impermeable sentadas al fondo, un hombre negro con una camisa amarilla que intentaba leer, un matrimonio sentado a la mesa de al lado. Lo suficiente para una película.

Esto último lo dijo Rudolf. Rosita conocía bien su propensión a ver en todo una escena cinematográfica. La mayoría de las veces ella estaba de acuerdo con él. En efecto, aquella terraza reunía todas las condiciones. Unidad de tiempo, lugar y acción. Drama de sobra, con esa tormenta. Al parecer, el matrimonio de la mesa de al lado acababa de tener una tremenda discusión que intentaban disimular. Rosita se había percatado de ello antes de que pronunciaran una palabra. La mujer era guapa. Vestía toda de blanco: zapatos, blusa, gabardina. Y, por si eso no bastara, se aplicó un pintalabios de un tono muy claro, casi fosforescente, como para entonar con la tormenta. No parecía tener frío. El hombre sí. Enfundado en su anorak rojo miraba hoscamente hacia el suelo, con una gran copa de coñac en la mano. Rosita no se identificaba con esa mujer, pero de alguna manera percibió en esa pareja un reflejo de la suya, algo que le produjo un cierto desasosiego. A Rudolf no le hizo ningún comentario al respecto, entre otras razones porque le había funcionado la estrategia y porque, gracias a la melancolía del temporal, él se había liberado de su mal humor. La electricidad exterior parecía recargar sus pilas. Rosita vio cómo su marido miraba a la mujer que en aquel instante intentaba fotografiar el rayo con una pequeña cámara digital.

En su forma de mirar, Rosita vio que estaba pensando en una de sus tallas, algún día daría forma a esa imagen que estaba observando. No estaba muy segura de si una boca puede fruncirse, en cualquier caso eso era lo que él estaba haciendo en aquel momento. Apretaba los labios de un modo extraño, ávido y tenso, al tiempo que seguía cada movimiento de la cámara que la mujer blanca sostenía en alto tratando de capturar el rayo, que se le escapaba una y otra vez. ¡Y menudos rayos! En esa tierra las tormentas eran un fenómeno de otro orden. Largos rayos de una luz blanca cegadora, a veces varios al mismo tiempo, y unos estampidos cada vez más fuertes y consecutivos.

«Déjate de tonterías», exclamó el hombre enfundado en el anorak. Lo dijo en alemán y tan fuerte que era obvio que suponía que nadie le iba a entender. Rosita había hecho el pedido en español y podía pasar por española. La mujer hizo otra foto y comprobó si había capturado el rayo. «Arschloch. Du bist wirklich ein Arschloch»[2], le espetó la mujer en un tono tranquilo y sereno, como si fuera una información dirigida a los turistas.

«Déjame en paz o lárgate al hotel. Voy a seguir aquí hasta que…». El resto de sus palabras no se escucharon, pues las apagó un trueno tan potente que la terraza tembló.

«Ese rayo seguro que no lo has pillado», le respondió el hombre.

Con el siguiente trueno se fue la luz. La valla de madera que separaba la terraza de la pendiente que llevaba a la playa sólo se distinguía con la luz de los relámpagos. Al igual que las olas espumosas que batían contra la playa. Por lo visto la mujer seguía empeñada en hacer una foto de la escritura eléctrica que recorría el horizonte como un alfabeto astillado, pues oyeron el sonido de su cámara y por un instante entrevieron el trémulo parpadeo de una lucecita roja. Durante los dos segundos previos a que volviera a encenderse la luz, el hombre habría golpeado la mano de su mujer para arrebatarle la cámara. El aparato yacía en un gran charco al borde de la terraza. La mujer le dio un cachete en la cara y le insultó con las mismas palabras de antes, remachadas esta vez con el ruido de la silla de aluminio que cayó al suelo cuando el hombre se puso bruscamente en pie. Con la copa de coñac en la mano y moviéndose como si fuera un robot programado, el hombre se encaminó hacia los escalones que daban a la playa. El camarero, que protegido tras las ventanas había estado observando la escena de la terraza, salió afuera, pero el hombre negro se le adelantó y se apresuró hacia los escalones que el otro empezaba a descender a paso lento. Rosita no olvidaría jamás aquella siniestra alternancia de luz y oscuridad, bajo la cual el hombre con la copa en la mano aparecía y desaparecía una y otra vez, hasta que se lo tragó la noche. Cada vez estaba un poco más cerca del mar, avanzando con el mismo movimiento robótico de antes.

«Ese lo que quiere es ahogarse», observó Rudolf. Pero no llegó a hacerlo.

Cayó fulminado por el rayo. Durante un segundo fue como si la electricidad fluyera por encima de él. Fulgores líquidos, una rauda línea de luz blanca recorriendo la oscura silueta de su cuerpo. Todos oyeron su grito, audible incluso por encima del bramido de las olas, un alarido de palabras desarticuladas sofocado por el grito agudo de la mujer y un nuevo trueno. Vieron cómo el camarero y el hombre negro se inclinaban sobre el cuerpo retorcido del hombre sin atreverse a tocarlo. Eso no sucedió hasta más adelante, cuando la policía y la ambulancia hicieron su aparición con las sirenas a todo volumen. En el interrogatorio, durante el cual la mujer no cesó de gimotear, nadie mencionó la discusión que había tenido la pareja, como si lo hubieran pactado de antemano. No les permitieron marcharse hasta que los agentes hubieron anotado sus señas y otros datos. Rosita y Rudolf se encaminaron hacia el coche por el fango. A lo lejos, la escritura eléctrica seguía trazando sus caracteres en el cielo, pero ya no se oían truenos y el viento había amainado. Sólo quedaba la lluvia, menuda pero penetrante.

La carretera se había transformado en un arroyo. Tuvieron que sortear ramas para llegar al coche.

Rudolf puso un CD, música coral de Kurtág que solía escuchar en su taller. No era precisamente el tipo de música que le gustaba a Rosita. Voces agudas y etéreas que parecían ascender a gran altura, un sonido sagrado tras la puerta cerrada de su taller que la excluía. Sabía que cuando sonaba esa música él estaba trabajando. Esas voces me acompañan, le había dicho Rudolf alguna vez. Rosita había intentado imaginarse qué sentía él cuando esas voces se propagaban de un modo extraño, como si fueran sostenidas hasta el límite de la respiración para superponerse a continuación en repetitivos movimientos en staccato. A veces, escuchando aquellas voces, veía ante sí una lejana multitud que se transmitía un terrible secreto cuya esencia a ella se le escapaba porque la puerta cerrada le impedía el acceso. Ahora, en el coche, de repente sintió como si esas voces formaran parte de lo que acababa de suceder. Rosita volvió a ver cómo la mujer vestida de blanco, que permanecía en silencio, era sostenida y trasladada por dos enfermeras hacia la ambulancia, donde la sentaron en una pequeña silla al lado de la figura humana que yacía bajo las sábanas. No hacía ni una hora que Rosita había visto en aquel matrimonio un reflejo del suyo. Se estremeció y miró por el rabillo del ojo derecho el rostro cerrado de su marido. En ese instante la música le sonó como una batalla entre hombres y mujeres, las voces femeninas como latigazos. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y pensó que nunca había visto morir a nadie.

«Requetemuerto», fue la respuesta de Rudolf cuando ella le preguntó si el hombre había muerto. El efecto del rayo había sido como el de diez sillas eléctricas, el cuerpo olía a chamuscado. El impacto es brutal en un caso así.

No había nadie en la carretera. Al día siguiente el suceso aparecería en el periódico local y la gente acudiría de todas partes para ver el lugar del incidente. En la isla no sucedían muchas cosas, una colisión en la carretera era ya una gran noticia. De repente Rudolf levantó la mano y le ordenó que se detuviera un momento en el arcén derecho.

Él siempre veía las cosas antes que ella, Rosita estaba acostumbrada a esto. Sabía que en aquel instante él iría a por el cuchillo o la pequeña sierra que guardaba en el maletero por si descubría un trozo de madera especial que pudiera servirle para sus tallas. Por el retrovisor lo vio caminando por la carretera en dirección contraria y luego cruzar una acequia y adentrarse en el bosque. Rudolf llevaba consigo la linterna grande, se distinguía el movimiento de la luz entre los troncos. Rosita bajó el volumen de la música y escuchó el sonido de la lluvia que el limpiaparabrisas distribuía en intervalos regulares, tic tac, tic tac. Al cabo de un instante oyó que Rudolf la llamaba. Puso los intermitentes y se apeó del coche. Rudolf estaba delante de las raíces de un árbol derribado por el viento y le pidió que le sostuviera la linterna para iluminarlo. Bajo la luz amarilla, la parte inferior del tronco semejaba la cabeza de una gigantesca medusa. Las raíces retorcidas eran como una mata de cabello rasta lleno de terrones de tierra y de piedras. Rosita tuvo la sensación de que todos aquellos tentáculos se extendían hacia ella y sin querer dio un paso atrás. «¡No! ¡Acércate más!». La voz de Rudolf sonó severa, como siempre que estaba concentrado en algo. Con la mano apartó un poco de tierra rojiza y se puso a serrar una de las raíces, un trozo de madera de formas caprichosas que parecía seguir con vida, y así era naturalmente.

Rudolf sostuvo la raíz en alto iluminándola con la luz de la linterna. Mostraba una extraña curvatura, como un hombre yaciendo en el suelo con las piernas dobladas.

«Parece un feto», observó Rosita, pero Rudolf no reaccionó. Sólo le lanzó una mirada que le hizo entender de inmediato que había dicho algo inapropiado. Regresaron al coche en silencio y depositaron el trozo de madera en el maletero. Él se puso a canturrear y olvidó volver a poner la música. Durante un buen rato Rosita logró permanecer en silencio, pero al fin se decidió a preguntarle:

«¿Qué sucede cuando te fulmina un rayo? ¿Mueres en el acto?».

«No, no siempre. Pero recibes una enorme descarga eléctrica. Nuestro cuerpo se compone en un 70 por ciento de agua. Así que en realidad te evaporas. La resistencia viene de los huesos».

Eso se lo acababa de inventar.

«No tienes ni idea».

«Cierto, así es, pero el hombre ha muerto, no hay vuelta de hoja. Carbonizado. Su rostro quedó completamente calcinado. Llovía y el agua es conductora de electricidad».

Luego los dos guardaron silencio. Una vez en casa él se encerró en su taller.

Rosita le escuchó limpiar la raíz del tronco. A la mañana siguiente vio que la había depositado al lado de la chimenea. Debido a su curvatura daba la impresión de que sufría dolores. Una gran fuerza había retorcido la madera dándole una forma antinatural. Paradójicamente había sido la propia naturaleza la que le había imprimido esa forma.

«No la toques», dijo él, «hay que dejarla secar».

A la luz de la mañana Rosita comprendió qué imagen iba a representar aquella raíz.

Recordó que, por un instante, mientras la mujer volvía a hacer una foto, el hombre la había mirado a ella.

Ojos azules claros. Rosita tuvo la sensación de que él quería decirle algo, pero no lo hizo. Ella respondió a su mirada con una sonrisa mientras alzaba ligeramente la mano.

Aquel día Rosita no compró el periódico, para no ponerle nombre a aquella imagen.