Permanecer no es nuestro destino, ni siquiera
en aquello en que más confiamos:
el espíritu irrumpe desde aquellas imágenes cumplidas
en aquellas visiones ansiosas todavía de cumplimiento.
Sólo en la eternidad existen lagos,
mientras que aquí lo hábil es caer:
precipitarnos siempre desde aquella
impresión más fiel
hacia abajo en lo acaso intuido y más allá.
Para ti, oh supremo, oh conjeturador,
la imagen apremiante fue tu vida completa.
Cuando lo pronunciabas,
el verso se cerraba cual si fuera destino:
una muerte aguardaba en el más leve de ellos,
mas tú entrabas en él, hasta que un dios que andaba
por delante de ti, te conducía afuera, a la otra orilla.
Oh tú, espíritu errante, el más errante.
Cómo todos habitan la tibieza hogareña de un poema,
y permanecen largas temporadas en símiles cercanos:
numerarios del verso: ellos sí toman parte.
Solamente tú emigras como el astro, la luna,
mientras acaso abajo se aclara y oscurece
tu paisaje nocturno, espantado por la sublimidad,
sentido en un adiós.
Nadie con tal nobleza hace renuncia de él,
se lo devuelve al Todo.
No, nadie más indemne, menos necesitado.
Así también, por años enteros que dejaste de contar,
jugaste a lo sagrado, a la felicidad infinita
cual si no te perteneciera a ti, cual si yaciese
en torno de nosotros, sin que de nadie fuera: oh abandonado césped
por dioses niños. Ay aquello que anhelan los altísimos,
sin desearlo tú para ti mismo, y piedra sobre piedra,
lo alzaste: ahí se erguía.
Tampoco su derribo te turbó.
¿Por qué si hubo una vida cual la de él —eterna—
aún desconfiamos de la tierra?
¿No debemos más bien aprender, en lo efímero acaso
más rigurosamente, aquellos sentimientos
propicios para qué inclinación
que nos espera aún en los espacios?
Irschenhausen, septiembre de 1914