DESCENSO DE CRISTO A LOS INFIERNOS

Acabado el dolor, se separó su esencia del horrible

cuerpo del sufrimiento. Arriba lo dejó.

Y la tiniebla a solas tuvo miedo

y lanzó sus murciélagos camino a la blancura.

Aún en su aleteo puede oírse

cómo oscila de noche el temor a chocarse

contra el tormento helado—. Oscuro aire sin calma

se abatía ante el cadáver. Y una aversión pesante

crecía entre los fuertes animales que velan en la noche.

Liberado su espíritu, quizás

le pareció oportuno rezagarse indolente en el paisaje.

Le parecía que aún era suficiente el martirio que había padecido.

Consideró apacible la presencia nocturna de las cosas

y sobre él se extendió como un espacio triste.

Mas la tierra reseca en la sed de sus heridas,

mas la tierra gritó desde el abismo.

Sabedor del suplicio,

oyó cómo bramaba el infierno a sus espaldas,

tomando buena cuenta del fin de su tormento;

porque más allá de éste —que parecía infinito—, a su través,

presagió el del infierno, perenne y terrorífico.

Pero ahora el espíritu se precipitó en él,

blandiendo el peso de su extenuación pura.

Irrumpió entre miradas extrañadas de sombras que pacían;

a Adán alzó sus ojos apremiante,

se apresuró hacia abajo, entre sus auras

se escabulló, voló entre la caída

de las profundidades más terribles.

Y de repente arriba, más arriba, por encima del centro

de espumeantes gritos, salió a flote en lo alto de la torre

de su propio martirio:

sin resuello, sin asidero alguno,

señor de los dolores. Y callaba.

París, abril de 1913
Ámbito de las Elegías de Duino