(TRAS LA LECTURA DE LA TEMPESTAD DE SHAKESPEARE)
Fue liberado un día en cualquier parte
de un tirón parecido a aquel con que se rasga
la juventud hacia la madurez,
lejos de toda consideración.
Entonces, ved, fue dócil y desde entonces sirve,
su libertad anhelando tras de cada tarea,
mas mitad imperiosos, mitad casi azorados,
le comunican que por esto o por aquello
aún se le precisa,
y, ay, ha de decírsele
hasta qué punto se le ha ayudado
mas, sin embargo, ellos mismos sienten
cómo se va en el aire aquello que por él es retenido.
Qué delicioso y casi tentador el dejarlo marchar,
para después, sin un conjuro más,
cual los otros abandonado en el destino,
saber que su ligera amistad, ahora sin tensión,
y en ningún lugar más obligado,
un excedente para el espacio de esta respiración,
se emplea sin cuidado en su elemento.
De ahora en adelante dependiente,
ya nunca más capaz
de disponer la boca ahogada para el grito
con que una vez llegó.
Impotente, envejecido y pobre
y, empero, respirándolo: respirando esa cosa
que es tal un perfume
dispensado infinitamente lejos,
un perfume que sólo
puede hacerse completo en lo invisible.
Sonríe, porque incluso así, lo ha podido saludar:
con tanta concurrencia, instalado tan cómodamente.
Quizás también lloroso
al considerar cuánto lo ha amado y a la vez
ha querido irse lejos de él: y ambas cosas en el mismo impulso.
(¿Ya lo he dejado ir?
Me asusta ahora este hombre que otra vez será duque.
Cómo tan suavemente por su cabeza conduce el alambre
y al lado de las otras marionetas se cuelga.
Y de ahora en adelante pide indulgencia al juego…
Qué epílogo de saciado poder.
Rechazar, simplemente estar ahí,
sin tener nada más que la fuerza de uno,
«lo cual es poca cosa»).
Ronda, principios de 1913