EL MUCHACHO ENFERMO

Al girar la cabeza levemente entre los almohadones,

dirigió su mirada hacia la habitación y contempló

los objetos: estaban allí; le pareció

que aquello era lo único que podemos saber,

pero tampoco de eso se fiaba

cuando por días enteros miraba sin sentido:

tan pronto un adensarse, después un distenderse.

La vaguedad subía por los espejos…

¿Pero había algún lugar

donde pudiera siempre reposarse?

Si hasta el aroma de su propia mano

era inasible a veces

y las voces queridas en el cuarto de al lado

perdían su valor y se hacían como aquellas

propias de las visitas.

París, verano de 1908