IMPROVISACIONES DEL INVIERNO EN CAPRI

[I]

Empinada delante

del corazón te alzas cada día,

montaña, roquedal, desierto, no-camino:

Dios al que escalo solo y caigo y yerro…;

cada día de nuevo

me adentro en mi pasado de ayer y doy vueltas.

A veces es el viento quien me toma

indicando delante de la encrucijada

y me arroja donde una senda emprende,

otras veces me bebe en silencio un camino.

Mas tu voluntad indómita

reúne los senderos como alumbre,

hasta que unas ranuras viejas, incontenibles,

se pierden en lo horrible del abismo.

Déjame con los ojos cerrados,

déjame como con los ojos tragados,

déjame con la espalda apoyada en los colosos

esperar en tu borde a que este vértigo

con el que estoy fundiéndome

restablezca a su sitio mis hurtados sentidos.

¿Es que está todo en mí en movimiento?

¿Nada es estable, nada

insiste en su derecho a gravedad?

Lo más ansioso mío y lo mejor…

Y el vórtice lo arrastra como si nada fuese hasta lo hondo…

Oh rostro, rostro mío, ¿de quién eres?

¿De qué cosas eres rostro?

Cómo puedes ser rostro de un adentro

en el que todo el tiempo algún comienzo

se aglomera con un desvanecerse

y un dar lugar a algo.

¿El bosque tiene un rostro?

¿El basalto de las montañas

no está ahí sin un rostro?

¿Desde su fondo no se encrespa el mar

sin rostro y es que el cielo

no se refugia en él sin frente, sin boca, sin barbilla?

¿No se acercan a veces a uno

los animales como para pedir: toma mi rostro?

Para ellos resulta muy pesado,

mas es con él que llevan

muy dentro de la vida su alma poca.

Pero, ¿y nosotros?

Animales del alma,

perturbados por todo cuanto hay en nosotros,

mas aún no resueltos a nada;

nosotros, almas que pacen,

¿no imploramos de noche a aquel que da noticia,

para que nos conceda ese no-rostro

que pertenece a nuestra oscuridad?

Oscuridad, mi oscuridad,

ahí estoy contigo y afuera todo pasa y yo quería

que creciera en mi ser una voz:

igual que un animal, tener tan sólo un grito para todo.

¿Pues qué es acaso el número

de palabras que vienen y se van,

cuando un canto de pájaro, repetido mil veces,

alzado sin cesar, puede abrir tan de lleno

un corazón minúsculo, tornarlo en uno solo

junto con el del aire y con el del boscaje

y tan claro y audible para Él…:

el que siempre de nuevo, tan pronto ha amanecido,

se alza: el roquedal más escarpado.

Pues, aunque yo pusiera

mi corazón encima del cerebro

y mi anhelo sobre ellos y aun mi soledad:

qué pequeño aún sería,

porque Él lo sobrepasa.

[II]

Y si yo recobrara entre otros cien

mi corazón colmado y aún viviente,

lo tomase en mis manos de nuevo,

hallado entre otros cien, mi corazón;

si acaso yo lo alzara sacándolo de mí

hacia aquello de afuera,

hacia la lluvia gris de la mañana,

al día que se dilata entre largos caminos

y caminos sin pausa

o en las tardes más bien, afrontando la noche,

la caridad que clara se aproxima…

Y si lo sostuviera tanto como pudiese

hasta dentro del viento y el silencio;

si no pudiese más, ¿lo tomarías tú entonces?

¡Tómalo, plántalo!

No: arrójalo mejor sobre las rocas y sobre el granito,

donde quiera caer.

Tan pronto se te escape de las manos,

germinará, hincará raíces como garras

en la sierra más dura de todas,

la que elude la edad.

Y si no germinara,

si no es lo suficientemente joven,

aprenderá poco a poco de la altura

la manera, el color de la roca;

tendido yacerá entre sus esquirlas,

se soldará con ella, se erosionará también con ella

hasta erguirse y entrar en la tormenta.

Y si quieres soltarlo en el fondo

del sordo mar, en medio de las conchas,

quién sabe si no habría de venir

estirándose desde su boca en forma

de tubo un animal

que intentará tocarte con sus brillos

y llevarte con él y dormir a tu lado.

Déjalo solamente encontrar un lugar

para que no esté así en cualquier parte,

en el espacio que apenas tus estrellas

pueden satisfacer.

Contempla cómo cae en el espacio.

Tú no has de sujetarlo en tu mano día y noche

igual que el corazón de un animal.

¡Ay si pudiese sólo estar dentro un instante!

En el más miserable cobertizo

tú pudiste perder los corazones

de tus santos; allí ellos florecieron

y te dieron su fruto.

Oh tú disipador inconcebible y libre,

tú pasas con un salto de largo junto a mí.

¡Tú ciervo iluminado, inveterada

criatura de cien brazos!

La cornamenta arrojas siempre de tu cabeza

para huir más ligero entre tus cazadores,

(¡y es que todo te lleva!),

mas ellos sólo ven, inaccesible,

cómo el mundo se cierra tras tu paso.

[III]

Tantas cosas que yacen descosidas

por manos presurosas, que en la busca de ti se retardaron:

deseaban saber.

Y en un antiguo libro hay a veces

algún pasaje oscuro subrayado.

Ahí estuviste un día. ¿En dónde estás huido?

Si alguien te retuvo, lo destruiste entonces;

su corazón se abría y tú no estabas dentro.

Si un orador alguna vez te habló,

lo hizo sin aliento, ¿adónde vas?

También me ocurrió a mí.

Solamente que yo no te interrogo:

con servir me contento y nada te demando.

En la espera sostengo

la mirada obediente de mi rostro en el viento de los días

y no lloro a las noches

(pues veo que ellas saben).

Capri, diciembre de 1906

[IV]

(Para la condesita M. de S.)

Cierra ahora los ojos,

para que así nos sea concedido encerrar todo esto

en nuestra oscuridad, nuestro reposo,

(como alguien a quien le pertenece).

En el deseo, en lo planeado,

en lo que no se ha hecho,

en lo que aún se hará,

allí en algún lugar hondo en nosotros,

también se encuentra esto:

es igual que una carta que cerráramos.

Ya no abras más los ojos. Ahí no hay nada,

Ahora ahí no hay nada más que noche;

la noche de la alcoba toda en torno

de una pequeña luz (bien la conoces).

Pero en ti sí está todo: está velando,

y sostiene tu rostro como un flujo, cerrado dulcemente…

Y él te lleva.

Y tu ser a su vez también lleva

y estás tendido igual que un pétalo de rosa

sobre tu alma que crece.

¿Por qué ver significa tanto para nosotros?:

¿erguirse sobre el borde de una roca?

¿En quién hemos pensado cuando hemos saludado

a lo que se extendía delante de nosotros?…

Sí, ¿quién era?

Cierra los ojos más dentro de ti

y reconócelo de nuevo poco a poco: mar tras mar,

pesantez de sí mismo, azul desde su seno

y vacío en los bordes, con un fondo de verde

(¿de qué verde?: no existe en ninguna otra parte…)

Y de súbito, exhausto, cerniéndose en lo alto

las rocas, de tan hondo,

que en su escarpado auge ya no saben

dónde va a terminar su subida.

De repente él se quiebra contra el cielo

allí donde éste es denso: cielo lleno de sí.

Y arriba, míralo, también hay cielo

y se adentra muy lejos en plena desmesura:

¿qué no es cielo? ¿No lo irradian acaso las dos rocas?

¿Su luz no pinta el blanco más lejano,

la nieve, que parece en movimiento

y que se lleva lejos consigo la mirada?

¿Y antes de respirarlo no deja de ser cielo?

Cierra fuerte los ojos. ¿Era eso?

Apenas si lo sabes. Ya no puedes

separarlo de tu propio interior.

Y en tu interior difícilmente el cielo

deja reconocerse.

Camina el corazón y camina y no vuelve la mirada.

Y sin embargo sabes

que podemos cerrarnos de esta forma

con la tarde, igual que las anémonas,

clausurando con uno el transcurrir de un día

y al día siguiente abrirnos un poco más crecidos.

Y obrar así no nos está tan sólo permitido,

pues es lo que debemos:

aprender a cerrarnos sobre lo inacabable.

(¿Has visto hoy al pastor? Él no se cierra.

¿Cómo iba él a hacerlo? En él penetra el día

fluyendo y continúa fluyendo fuera de él,

como por una máscara, detrás de la que hay

tan sólo oscuridad…)

Mas nosotros podemos

cerrarnos, clausurarnos firmemente

y al abrigo de las oscuridades

que habitan con nosotros hace tiempo

aún hospedar un resto de ese otro inasible,

como alguien a quien le pertenece.

Capri, febrero de 1907