Te admiré tantas veces tras la ventana ayer apenas comenzada,
he estado tantas veces contemplando tu rostro y admirándolo.
Aún me estaba la nueva ciudad como prohibida
y el paisaje crecía inconmovible en la tiniebla. Como si yo no fuese.
Ni siquiera las cosas más cercanas se cuidaban de serme comprensibles.
La calleja subía rondando la farola: veía que era extraña.
Enfrente había un cuarto que invitaba alumbrado por la lámpara
y yo ya era partícipe. Mas debieron sentirlo
pues cerraron las contraventanas. Me quede allí de pie.
Entonces lloró un niño. Sentí a todas las madres de los alrededores.
El poder que tenían. Supe de todo llanto al mismo tiempo
cuál era la razón inconsolable. O cantaba una voz y esperaba respuesta
prolongándose un poco más allá o tosía, cargado de reproche,
más abajo un anciano, cual si acaso su cuerpo
tuviese más razón que el mundo, más benévolo. Entonces dio una hora.
Pero empecé a contar muy tarde. Se escapó.
Cual si fuese un muchacho forastero al que al final se invita a jugar con los otros,
pero nunca consigue atrapar la pelota ni conoce los juegos que los otros
entre ellos practican con familiaridad
y se para y contempla afuera —¿pero adónde?—:
así estaba yo y de repente supe que tú estabas, tenías trato conmigo.
Jugabas, noche adulta. Con sorpresa de nuevo te miré:
donde pulsaban torres cargadas de rencor,
allí, donde apartada del destino, crecía en torno a mí una ciudad,
y contra mí se alzaban montes indescifrables
y en un estrecho círculo una hambrienta lejanía
rodeaba la llama aleatoria de mi sentir, allí,
alta noche, no resultó deshonra ninguna para ti el conocerme.
Me recorrió tu aliento. Tu sonrisa entró en mí, dispersa entre lejanas gravedades.
París, enero de 1914