Obstinados contra la fuerte noche
lanzan todas sus voces en una carcajada
que a duras penas arde. ¡Oh mundo en rebelión!,
lleno de negativa, que respira
el espacio no obstante en que giran los astros.
Comprende: todo esto no necesita nada y bien podría,
adentrado en ignotas lontananzas,
alejarse en sí mismo muy lejos de nosotros.
Sin embargo se digna a rozar nuestro rostro,
como el alzar los ojos de la amada;
se abre frente a nosotros, desvirtuando acaso
su existencia en nosotros. Y no lo merecemos.
Quizás hurta a los ángeles un poco de su fuerza
y así, a nuestro encuentro, cede un cielo estrellado,
suspendiéndonos dentro del turbio destino.
Y es en vano. Pues quién
se percata de eso. Y aunque alguien lo haga,
quién osa aún apoyar su frente en el espacio de la noche
cual si fuera la propia ventana de su cuarto.
Quién no ha renegado de todo esto. Quién
no ha falseado este elemento innato,
y lo ha contaminado con noches falsas, viles, contrahechas,
alcanzando con ello su contento.
Repudiamos a dioses en pos de unos deshechos putrefactos,
porque un dios no seduce, sólo tiene existencia,
nada más que existencia, exceso de existencia,
pero ningún olor, ningún reclamo.
Nada está más callado que la boca de un dios.
Tan bello como un cisne nadando en la insondable
superficie de sus eternidades.
Así él se desliza, se sumerge, protege su blancura.
Porque todo seduce. El mismo pajarillo
desde el follaje puro está violándonos,
la flor no tiene espacio y se tiende hacia aquí.
Y el viento: ¿qué no exige?
Pero tan sólo el dios deja pasar y, como
una columna, va distribuyendo, donde soporta el peso,
en lo alto, a ambos lados,
la bóveda ligera de su ecuanimidad.
París, febrero de 1913