[LA TRILOGÍA ESPAÑOLA]

[I]

De esa nube que irrumpe con violencia hasta cubrir la estrella

que ahí estaba —y de mí—,

de esos montes al fondo que un momento

a la noche contienen y a los vientos nocturnos —y de mí—,

de ese río en el valle que atrapa desde el cielo

la claridad de nubes que se rasgan —de mí—,

de mí y de todo ello haz una única cosa, oh Señor;

de mí y de lo que sienten los rebaños llevados al redil,

rodeados por el vaho de sus hocicos,

cuando esperan que ocurra

el enorme y oscuro acabarse del mundo;

de mí y de cada luz

entre esa muchedumbre sombría de las casas

haz una sola cosa, de mí y de los extraños,

pues ni a uno conozco, haz una sola cosa;

de mí, Señor, de mí, de los que duermen,

de los viejos ajenos del hospicio

que tosen en sus camas gravemente;

de los niños borrachos por el sueño

en el regazo de un desconocido;

de tanto todo incierto y de mí siempre,

nada más que de mí y de lo que ignoro

haz una sola cosa, haz la cosa, Señor,

cósmica y terrestre, igual que un meteoro, sí: la cosa

cuyo peso no es más que la suma del vuelo,

nada más que llegada.

[II]

Por qué debemos ir,

cargarnos a la espalda de extraña mercancía,

como lo haría el sirviente que transporta su cesto

de un puesto al otro puesto, poco a poco, llenándolo

con viandas ajenas,

sin poder preguntar a su patrón:

«para qué este banquete».

Por qué debe uno estar como un pastor

que expuesto a la intemperie de tantas influencias,

participando tanto del espacio del puro acontecer,

ha apoyado en un árbol del paisaje

su destino completo sin hacer nada más;

y aún, en cambio, le falta

en su mirada demasiado abierta

la queda mansedumbre del rebaño.

No tiene más que mundo;

en cada alzar la vista tiene mundo, mundo en cada apartarla.

Lo que en otros se asienta con holgura

se precipita en él, inhóspito en su sangre; y ciego como música,

se transforma y se pierde.

Y de noche despierta y tiene en su existencia

el reclamo del pájaro de afuera y

se siente con valor, porque asume en su rostro

la multitud pesante de los astros:

y nunca como aquél

que a la amada prepara en esta noche,

la agasaja con cielos sentidos.

[III]

Que cuando ya otra vez el gentío de ciudades,

el enredado ovillo del estrépito

y el embrollo del tráfico en torno a mí se asienten,

solo sobre la densa confusión,

recordar pueda el cielo y ese borde terroso de los montes

que el rebaño pisaba cuando se dirigía a casa desde el fondo.

De piedra sea mi ánimo

y yo vea concebible la tarea cotidiana del pastor:

cómo toma el camino y el sol va bronceándolo,

cómo sabe con una pedrada muy medida

reunir a su rebaño cuando éste se dispersa,

lento el paso, no leve, y el cuerpo pensativo

pero de pose espléndida.

Todavía algún dios secretamente podría deslizarse

dentro de esta figura y no sería menor.

Unas veces reposa, otras camina, como la luz del día,

y la sombra de nubes lo atraviesa:

se diría que el espacio

estuviera pensando lentamente ideas para él.

Haced de él quien queráis.

Como la vacilante luz nocturna

adentro del visillo de la lámpara,

yo reparo mi ser en su interior.

Un fulgor va aquietándose.

Hallaría así la muerte

menos confusamente su camino.

Ronda, enero de 1913