Tres horas para el desahucio.
Habíamos decidido aprovecharlas al máximo. La cafetería lucía sus mejores galas. Había serpentinas colgadas en las luces del techo y las mesas estaban apiladas en los laterales para crear una pista de baile. Boone había llevado una bola de discoteca, y sus cristales lanzaban destellos en todas direcciones formando un arco iris de color, como el sol reflejado en un diamante. La barra estaba atestada de bandejas con sándwiches, pastelitos de cangrejo, mini tartaletas y empanadillas de manzana.
No podíamos salvar el Heartbreak Café, pero la cafetería nos había salvado a nosotros. Por eso estábamos de celebración.
Me senté a una mesa junto con Cuesco Unger mientras Scratch intentaba imitar el baile de su hija. La niña no dejaba de darle golpecitos y patadas en las espinillas con brazos y piernas, pero a él no parecía importarle. Desde el otro lado del comedor, Alyssa los miraba con el corazón en los ojos.
Peach se acercó a la mesa y se sentó.
—¿Estás bien, Dell?
La capacidad de observación de esa mujer no dejaba de asombrarme. Sabía que algo se estaba cociendo pero, afortunadamente, creía que estaba relacionado con el desahucio. Después de hacerme la pregunta, se quedó callada y, de vez en cuando, me daba un apretón en la mano.
La fiesta estaba en pleno apogeo cuando por fin cayó el hacha. Toni y Boone habían puesto la música a todo volumen y estaban bailando un boogie con Imani, Alyssa y Hoot Everett. Purdy Overstreet tenía una boa roja alrededor del cuello de Scratch mientras intentaba hacerle un bailecito sobre el regazo.
—¡Dell! —gritó para hacerse oír por encima de la música—. Ha venido alguien.
Miré hacia la puerta. Con todas las luces encendidas, sólo alcancé a ver una silueta al otro lado de la puerta de cristal, intentando ver lo que pasaba dentro. Fui a la puerta y le quité el pestillo.
Era Kevin Ivess, ese ayudante del sheriff tan joven y tan mono que consiguió el ascenso después del traslado de Warren Potts al Departamento de Sanidad de Chulahatchie. Unos cinco o seis años antes era un central del equipo de fútbol de los Confederados de Chulahatchie, pero todavía parecía un chiquillo, como si fuera al instituto. Rubio, con cara aniñada, mejillas sonrosadas y sonrisa tímida.
Esa noche, la sonrisa no se veía por ninguna parte.
—Lo siento muchísimo, señorita Haley. —Le salió un gallo, como a un adolescente—. Pero tengo que hacerlo. —Sostuvo en alto un papel doblado, que sabía que era la orden definitiva de desahucio—. Tiene que desalojar el edificio antes de las ocho de la mañana. —Apartó la mirada y la clavó en el interior de la cafetería, donde todavía sonaba la música a todo trapo aunque ya nadie bailaba. Todos lo miraban.
Percibí su incomodidad y sentí un ramalazo de tristeza y lástima. El muchacho sólo estaba cumpliendo con su deber, pobrecillo. No era su intención molestar. Y a juzgar por su expresión, supe que preferiría meterse en una charca infestada de caimanes a tener que desalojarme del Heartbreak Café. Él no tenía la culpa de nada.
—¿A las ocho de la mañana? —pregunté.
—Sí, señora.
—Bueno, eso nos deja tiempo para darle la bienvenida al Año Nuevo. —Lo miré—. ¿Sigues de servicio, sheriff?
—No, señora. Acabé hace diez minutos. —Me miró con una sonrisa avergonzada—. Pero llámeme Kevin a secas, señora, si no le importa.
—Bueno, Kevin a secas, entra y únete a la fiesta. Tenemos comida de sobra y la compañía es estupenda. —Me hice a un lado y abrí la puerta para que pasara—. Pero deja el arma y las esposas fuera, si no te importa.
—¡Cinco minutos para las doce! —gritó Imani.
La niña había tomado demasiada azúcar y no había dormido lo suficiente. Botaba como una pelota de ping-pong de una mesa a otra.
—¡Cuatro minutos! ¡Tres minutos!
Casi todos los adultos estaban derrengados y se habían sentado en las mesas mientras esperaban con desesperación que el año nuevo llegara para poder irnos a casa y meternos en la cama. Hoot y Purdy habían desaparecido hacía horas. El sheriff Kevin se fue a eso de las once, tras agradecerme la hospitalidad y buena comida, y decirme que tenía otro compromiso. Qué muchacho más bueno, su madre le había enseñado bien. Ya era hora de que tuviéramos un sheriff con buenos modales.
Cuesco se fue poco después con la excusa de que tenía que hacer algo, pero todavía no había vuelto. Muy a mi pesar, me sentía un pelín decepcionada porque no estuviera presente para la cuenta atrás.
—¡Un minuto! —chilló Imani.
Esperamos todos juntos antes de empezar la cuenta atrás con ella.
—Diez, nueve, ocho, siete…
—¡Feliz Año Nuevo! —gritó alguien.
Me giré. Cuesco estaba en la puerta con lo que parecía una especie de cesta de la ropa sucia, de las antiguas con dos asas.
—¡Todavía no! —exclamó Imani—. ¡Cuatro, tres, dos, uno!
Nos pusimos a gritar a la vez e hicimos sonar los matasuegras antes del brindis. Toni, que había ido preparada, puso una versión de Auld Lang Syne en el reproductor. Formamos un círculo, empezamos a balancearnos y cantamos todos juntos.
Cuando terminó la canción, nos quedamos mirándonos los unos a los otros.
—Mi madre hablaba mucho del carácter de las personas —dije—. Me dijo que se podía saber el carácter de alguien por el tipo de amigos que tenía. Y si eso es verdad, yo tengo que ser una persona fantástica.
Se echaron a reír.
—De cualquier modo, gracias por venir —continué—. Gracias por ser tan buenos amigos. ¡Feliz Año Nuevo a todos y buenas noches!
—No tan rápido —dijo Boone—. Esta fiesta no se acaba porque sea medianoche.
—Soy vieja, Boone —repliqué—. Ya es hora de acostarme.
—Bueno, pues vas a tener que retrasarlo un poquito más —dijo—. Siéntate.
Me senté.
Boone le hizo un gesto a Cuesco para que se acercara, y éste llevó la cesta a la mesa y la dejó delante de mí. Eran cartas. De hecho, eran felicitaciones de Navidad a juzgar por los sobres rojos, verdes y dorados.
—Son para ti, Dell —explicó Boone—. Siento que hayan llegado un pelín tarde.
—¿Todas? Seguro que no.
—Sólo hay una manera de averiguarlo. Ábrelas.
La primera era de un tal Scott Killian. Decía: «Feliz Navidad, Dell, y gracias por una comida tan estupenda. Nos vemos en enero».
Dentro del sobre había un billete de veinte dólares.
—Trabaja en la fábrica de plásticos —me susurró Cuesco al oído—. Es uno de los que nos acompañan de vez en cuando.
Había más, muchas más, de los camioneros que venían a desayunar y de las ancianitas de pelo azulado que tomaban café y pasteles; de Tansie Orr, de DiDi Sturgis y de las chicas de la peluquería. Del grupo de catequesis de mi madre y de los chicos de la liga infantil a los que entrenaba mi padre. Y de casi todos los habitantes del pueblo, la verdad. Todas con un poco de dinero. Cinco, diez, veinte dólares. La cuenta fue subiendo.
Y después, abajo del todo, un puñado de sobres, todos con cheques en su interior: Boone y Toni, Cuesco, Scratch y Alyssa, Peach Rondell. Todos con más dinero de lo que podían permitirse, si no estaba muy equivocada.
Una lluvia de amor en forma de veintiocho mil quinientos noventa y cuatro dólares. Lo bastante como para ofrecerlo como entrada de la compra del Heartbreak Café.
Más otros tres dólares y cincuenta centavos en monedas pequeñas, de Imani, que estaban pegados a una tarjeta hecha a mano en la que se leía lo siguiente: «Tqm».