Capítulo 35

1 de enero

Vale, ya tengo este chisme y estoy decidido a usarlo aunque muera en el intento. Odio escribir, y tampoco se me da muy bien eso de expresarme, pero supongo que ya es hora de que aprenda. Sí, ya es hora.

El diario se remontaba a primeros del año pasado, cuatro meses antes de que Chase muriera. Las entradas, con su letra tan conocida e irregular, estaban muy embrolladas y costaba descifrarlas. Sin embargo, el significado era evidente. Evidentísimo.

No sólo fue Peach Rondell. Fue también Ginger de Tuscaloosa, Kathleen de Tupelo y una chica a la que sólo llamaba «Nena» de vete tú a saber dónde… Ninguna duró más de un par de semanas. Escribió acerca de la compra del banco de ejercicios para recuperar su cuerpo de atleta y sus pruebas con diferentes colonias (¿Chase con colonia?) y de cómo Nena le había comprado ropa interior de seda negra y de cómo se había sentido sexy con ella.

«¡Jo! Es mejor que no lo lea», pensé.

Sin embargo, seguí leyendo. Era como ver un accidente de tren a cámara lenta: el chillido de los frenos, los cruces de los coches, los cuerpos volando y el amasijo de hierros. No quería verlo, pero tampoco podía apartar la vista.

Y entonces llegó una mujer a la que sólo identificaba como J.

J me obliga a hacerlo… a escribirlo todo. Dice que necesito más compromiso emocional. ¿Qué coño es eso? No sé qué hacer con los sentimientos. Soy un hombre, por el amor de Dios, no una reinona como ese Boone Atkins.

Me enfadé al leer eso. Si hubiera tenido una cerilla a mano, le habría pegado fuego al diario en ese preciso momento. Pero el único fuego ardía en mi estómago. Seguí leyendo.

Empiezo a verle sentido a lo que dice J. Supongo que puedo sentir esas emociones de las que ella habla, y que puedo vivir para contarlas. Todavía no me sale natural, pero voy a seguir intentándolo. De verdad que sí.

Hoy he llorado. Me sentía avergonzado y humillado, pero J dice que el llanto es una muestra de fortaleza, no de debilidad. Que sólo un hombre de verdad conoce la importancia de las lágrimas.

En casi treinta años de matrimonio, no había visto llorar a Chase Haley ni una sola vez. La idea de que lo hiciera sin tapujos delante de otra mujer hizo que el dragón que tenía en el estómago se levantara sobre las patas traseras, rugiera y soltara una bocanada de fuego.

Los celos me pillaron por sorpresa. Era curioso que lo del adulterio ya no me importase, pero que en cambio la idea de que hubiera soltado unas lágrimas me pusiera furiosa.

Me salté unas cuantas páginas y busqué la descripción que hizo Chase de su aventura con Peach. Ella no lo había reconocido, pero desde luego que él si se acordaba de ella. La llamaba la «Reina de las Habichuelas» y decía de ella que era «fácil de seducir, pero ha perdido mucho con los años. Algunas mujeres se echan a perder en cuanto cumplen los cuarenta».

Apreté los dientes y reprimí el impulso de hacer confeti con las páginas. De igual manera que nunca le contaré a nadie lo de Peach y Chase, también me callaré esas odiosas palabras de mi marido. Una mentira piadosa se merece otra.

Y en ese momento llegué al final. A la entrada del día de su muerte, una especie de testamento y últimas voluntades. Las últimas palabras de Chase Haley.

17 de abril

J me ha preguntado si por fin estaba preparado. Preparado para tomar una decisión. Preparado para cambiar. Estoy preparado. Lo sé desde hace un tiempo. Sólo que no tenía las palabras necesarias para decirlo, ni en mi cabeza. Pero no es la clase de cambio que J se espera, y no creo que tenga sentido contarle la verdad.

Como no sabía si quería continuar leyendo, coloqué un dedo para marcar la página, cerré los ojos y tomé una honda bocanada de aire.

Hace mucho que no soy feliz. Tal vez nunca lo haya sido. No sé si Dell es feliz o no, nunca me lo ha dicho. Supongo que eso quiere decir que se deja llevar con la marea, que no quiere agitar el avispero. Pero yo ya no puedo seguir así.

Sé que no parezco yo mismo. Joder, ni yo me reconozco. Es como si hubiera un desconocido bajo mi piel que intentase salir a la superficie. Y no sé si quiero que salga o no. Sólo sé que tengo que hacer algo.

He intentado cambiar. He intentado reencontrarme con el hombre que era, con el que tenía sueños y aspiraba a más, con el que no se sentaba delante de la tele y dejaba que el tiempo se le escapara de entre los dedos. Pero no puedo encontrarlo. He intentado recuperarlo, he intentado volver a ser la estrella del fútbol que podía conseguir a cualquier tía con chasquear los dedos. Y he conseguido unas cuantas. Pero no ha sido tan bueno como lo recordaba.

Le di un sorbo al té helado que Alyssa me había llevado, pero me costó mucho tragarlo. Tenía una piedra en la garganta del tamaño de un puño. No podía respirar, no podía pensar. Pero tampoco podía dejar de leer.

Nada me parece bien. Nada tiene sentido. Así que tiro la toalla. Nunca he sido el hombre que Dell se merecía. Debería tener a alguien mejor. Es una mujer estupenda y debería tener al lado a alguien con dos dedos de frente. No a alguien como yo.

Había pasado meses planeando dejarme, intentando encontrar un modo de contármelo. ¿Cuánto tiempo llevaba así sin que yo me diera cuenta? ¿Cómo fui tan ciega?

Algo se me escapaba, algo que merodeaba en el fondo de mi cabeza y me martilleaba como el Pájaro Loco. Pero no lograba identificar lo que era.

Así que esto es el final. Esta noche voy a decirle a la Reina de las Habichuelas que hemos terminado. Se acabó lo de salir de caza, se acabó lo de J. Se acabó todo.

Se me llenaron los ojos de lágrimas y vi los apretados renglones como si estuvieran al otro lado de una cortina de agua. Parpadeé para despejarme la vista e intenté leer las últimas palabras de la página final de la vida de Chase Haley.

Nunca le contaré a Dell lo que he hecho… Nunca le hablaré de todas esas mujeres, de todas las cosas de las que me avergüenzo. No lo entendería. Nadie lo entendería jamás. Si lo supiera, estoy seguro de que nunca me perdonaría, y yo no podría seguir viviendo. Así que voy a tener que seguir viviendo con mi culpa. A lo mejor los católicos están en lo cierto. A lo mejor hay un purgatorio, y es el ahora, el presente, la vida que debes retomar aunque sabes que merecerías caer fulminado.

Había un hueco en blanco, dos líneas sin escribir, antes de continuar:

Voy a volver. A volver con Dell, a volver a mi antigua vida. No sé cómo lo voy a hacer, pero tengo que intentarlo. J dice que he intentado recuperar mi juventud perdida, y supongo que tiene razón. Pero no puedes recuperarla por mucho que hagas el imbécil.

Ahora me pregunto cuánto hace que no le digo a Dell que la quiero. Debería habérselo dicho a menudo. A lo mejor si pronuncio las palabras mucho, se me hacen más reales. A lo mejor así habríamos estado más unidos, no habríamos sido dos extraños que viven bajo el mismo techo como dos fantasmas que deambulan por la escena de un crimen.

Tengo que conseguir que funcione. No me queda otra opción. No hay nada más para mí ahí fuera… Lo sé porque me he vuelto loco buscándolo y he acabado con las manos vacías. Así que supongo que tendré que vivir con este vacío, si eso es lo que hace falta, y fingir que soy feliz en la medida de lo posible.

Aunque lo finja, a lo mejor consigo hacer un poquito más feliz a Dell. Es lo mínimo que se merece: un marido que sepa lo afortunado que es por tener a una mujer como ella, un hombre que le preste atención y que le dé lo que necesite, que no lo dé todo por ganado.

No tengo muy claro que yo sea ese hombre, pero a lo mejor no es demasiado tarde. A lo mejor todavía puedo cambiar. A lo mejor puedo convertirme en un hombre del que sentirme orgulloso en vez de sentirme una mierda todo el tiempo.

Mi mente se quedó en blanco. Leí esas palabras una y otra vez para asegurarme de que no me las había imaginado ni las había malinterpretado. Peach Rondell no había querido ponerme un paño caliente con una mentira piadosa. Me había dicho la verdad.

La última vez que fui al médico, me dijo que era una bomba de relojería, que era un ataque al corazón con patas. Me dio pastillas de nitrato para los dolores de pecho, me dijo que me las tomara regularmente. También me advirtió que no probara la Viagra, pero he estado haciendo pesas y he bajado algo de peso, y me siento bien, me siento muy bien. Las pastillitas azules todavía no me han hecho nada. Además, a un hombre no le viene mal una ayudita de vez en cuando.

Me temblaban tanto las manos que no podía sostener el diario. Se me cayó al suelo, y algo salió de entre las últimas páginas.

Un recibo. Efectivo, ochenta dólares.

Firmado por la doctora Julia Hess, de la Clínica de Terapia familiar y en grupo de Tupelo.

Pastillas de nitrato y Viagra. Una combinación letal.

Chase se había provocado él sólito el ataque al corazón. Una oleada de tristeza se apoderó de mí, una tristeza teñida de algo que podía ser amor. Pobre Chase. Pobre Peter Pan. Un niño encerrado en el cuerpo de un hombre, un niño que había perdido la imagen que tenía de sí mismo a manos de los estragos del tiempo y de la dejadez, una imagen que no conseguía recuperar de ninguna de las maneras.

Podía verlo todo en la pantalla de mi mente: Chase preparándose para volver a mi lado a casa, vestido con sus mejores galas. Chase tomándose las pastillas. Y después, cuando el corazón empezó a fallarle, llamando a emergencias para que lo ayudaran. Una llamada que llegó demasiado tarde. Demasiado tarde para saber que habría sido capaz de perdonarlo si hubiera sido sincero conmigo. Que habríamos podido tener una segunda oportunidad. Que la distancia que nos separaba no era sólo culpa suya.

Me quedé sentada un buen rato, con el diario en las manos, mientras acariciaba sus páginas, con la vista clavada en la nada. A la espera de que llegasen las lágrimas. A la espera de que el dolor se apoderara de mí.

Pero no llegó. Lo que sentía no era dolor, sino lástima. Lástima y un tremendo alivio.

Se había terminado. Mi duelo había acabado junto con ese año. Hubo un tiempo en el que lo quise, o eso creí. Tal vez lo que confundí con amor sólo fue la conveniencia, la seguridad o la sosegada comodidad de lo conocido.

La verdadera lección sobre el amor no me vino por el matrimonio, sino por la viudez. En la etapa final de mi vida, a mis cincuenta años, el mundo se plegó sobre sí mismo y me vi obligada a aprender a abrirme a los demás para descubrir en qué consistía el verdadero amor.

El verdadero amor no era posible hasta que me convertí en una persona real. Hasta que el destino o lo que fuera intervino y me abrió en canal, destrozándome el alma y el corazón. Sólo sumida en ese torbellino de emociones, en mis horas más bajas, descubrí que la gente podía seguir amándome aunque viera mi verdadero yo. Con el lado oscuro incluido.

La gente como Toni Champion y Boone Atkins. La gente como Scratch, que me perdonó por no confiar en él, aunque no habíamos hablado del tema. La gente como Peach Rondell, que vio mi fuerza interior y me convirtió en su heroína.

Y también me di cuenta de otra cosa. La muerte de Chase, por muy dolorosa que resultara, fue el catalizador del cambio, la puerta que se abrió a una nueva vida. Jamás le habría deseado la muerte, ni tampoco habría deseado todo lo que me pasó. Pero también sabía que nunca querría (y que nunca podría) volver a ser como era antes.

Es curioso cómo el paso del tiempo convierte las maldiciones en bendiciones, cómo la experiencia que crees que va a matarte se transforma en una evolución. Si Chase hubiera seguido vivo, yo no habría tenido que enfrentarme a esos desafíos, no habría madurado, no habría descubierto lo que se escondía en mi interior. No habría evolucionado hasta convertirme en la mujer que he sido este último año.

Me gusta esa mujer. Me gusta mucho. También es mi heroína.

La temperatura había descendido con la caída de la tarde y empecé a tiritar. Imani y Scratch estaban sentados en unos troncos, junto a un círculo de piedras, a la orilla del río. Estaban echando ramitas a la hoguera. Imani se reía.

Cerré el diario y me levanté del banco.

—¿Todo bien? —me preguntó Scratch cuando me acerqué a ellos.

Me obligué a sonreír y asentí con la cabeza. Después, extendí el brazo y dejé caer el cuadernillo verde a la hoguera.

El fuego siempre me ha fascinado. Es hechizante, hipnótico, un ente vivo. Puedes observarlo toda la noche y no ver jamás una llama igual a otra. Da calor, luz y un montón de recuerdos dulces y nostálgicos al amparo del olor a madera quemada.

¿Es destructivo? Sí. Pero incluso la destrucción crea luz. Incluso la destrucción calienta.

La tapa del diario se ennegreció y se arrugó justo antes de que prendieran los bordes de las páginas. Vi las letras azules que Chase había escrito en un par de hojas y contemplé cómo las llamas naranjas se elevaban mientras las últimas palabras de mi marido se convertían en humo y cenizas.

Otra puerta que se cerraba.

Otro secreto que me llevaría a la tumba.