Capítulo 34

El último día del año pilló a Chulahatchie en plena efervescencia después de haber asistido al mayor escándalo desde hacía décadas.

Yo seguía en la ruina y a punto de que me desahuciaran. Dada la conmoción que reinaba en la oficina del sheriff, no me había llegado el aviso definitivo, pero un día o dos más no cambiaban las cosas. El hacha caería en algún momento, tal vez ese mismo día, o al siguiente, o al otro. Si hubiera sido fuerte, me habría largado de allí sin volver la vista atrás.

Sin embargo, parecía incapaz de alejarme del Heartbreak Café. Seguía yendo todas las mañanas, hacía café y deambulaba por el local como un alma perdida de camino al Hades. A veces, me parecía escuchar los ecos de las conversaciones y de las risas, ver las caras de la gente a la que había llegado a considerar de la familia. Boone y Toni. Scratch, Alyssa y la pequeña Imani. Peach Rondell. Cuesco Unger. Hasta Purdy y Hoot, por muy locos que estuvieran.

—Dios los cría y ellos se juntan —musité. Me eché a reír. Y, después, llegaron las lágrimas.

Las sequé antes de echarme una reprimenda. Ni que hubieran muerto, pensé. Seguían siendo mis amigos. Todavía formaban parte de mi vida. Aunque el Heartbreak Café desaparecería. Nada sería igual. Era como ver que un ser querido se rendía ante el cáncer. Como ver que un sueño se alejaba por el mar y acababa desapareciendo bajo sus aguas.

El dolor me atravesó como una hoja afilada. Por fin era capaz de mirar ese viejo edificio con el corazón en vez de hacerlo con los ojos. Y lo adoraba. Me encantaba lo que me hacía sentir, lo que representaba. Era lo primero que había hecho por mí misma en mis cincuenta y un años de vida. Mi primer logro como tal. Un monumento a mi habilidad para convertirme en lo que nunca soñé que podía ser: una mujer capaz de cuidarse sola.

Peach Rondell lo había visto antes que yo, lo había escrito en su diario:

Dell me ha enseñado a ser fuerte y gracias a su ejemplo me he animado a seguir adelante. Tal vez algún día reúna el valor suficiente para hablar con ella, para decirle que es mi heroína y mi fuente de inspiración.

Nunca me había sentido como la heroína de nadie. Como la fuente de inspiración de otra persona. Sólo había sido la mujer de Chase Haley.

Pero, durante unos minutos más, tal vez durante otro día, sería algo más. Sería la dueña del Heartbreak Café.

Ese lugar había sido mi salvación, y por fin lo comprendía. Aunque nunca había buscado dicha salvación. Y a pesar de haberles suplicado a Dios, al karma y al universo que me dejaran tranquila.

En ese momento, sonó el teléfono. No me moví. Debería haberlo desconectado a esas alturas. Una cosa más que añadir a la lista de cosas por hacer.

Quienquiera que fuese, se mostró persistente. El teléfono sonó y sonó, y al final, en contra de lo que me decía el sentido común, me levanté y contesté.

—¿Dell? —Era Alyssa—. Escúchame… Mmmm, ¿podrías venir a la cabaña del río? —Su voz me pareció un poco forzada y rara—. Lo antes posible.

—¿A qué vienen tantas prisas?

—Tú ven.

Titubeé.

La verdad era que no quería ir. No quería volver a ver ese sitio en la vida. Para Scratch y Alyssa se había convertido en una especie de santuario; pero como si se incendiaba hasta los cimientos o se lo llevaba una riada hasta el océano, a mí plin.

Ese lugar había sido la niña de los ojos de Chase, desde el principio hasta el final, y sólo de pensar en él se me encogía el corazón. Me habría encantado no volver a verlo nunca, pero era consciente de que tenía que superar mi dolor e ir. Aunque no estaba segura de poseer el valor necesario para enfrentarme al lugar que fue testigo de la última y la peor traición de mi marido.

En mi recuerdo, la cabaña era como era una especie de caja enorme emplazada en una plataforma de madera sostenida por troncos y situada sobre una base de cemento que hacía las veces de almacén para los aparejos de pesca de Chase, la barca y el remolque. Por no mencionar que era el escondite perfecto para la camioneta. Desde la parte trasera de la cabaña, se extendía el embarcadero de madera, una plataforma ancha situada sobre un tranquilo recodo del río Tennessee-Tombigbee, con peldaños para bajar al nivel del suelo y una estrecha plancha a modo de muelle.

El lugar era, tal como Scratch lo había descrito en una ocasión, «rústico». Tablones de cedro en las paredes, tejado de chapa, una estancia enorme con la tarima a medio colocar, una chimenea de piedra y una cocina americana separada por una encimera a modo de barra. La cabaña contaba con dos dormitorios pequeños separados por un cuarto de baño. Lo justo para una escapada de fin de semana, pero nada elegante ni ostentoso. Me costaba mucho imaginarme a la glamorosa Alyssa viviendo en ella.

—¿Dell?

Descubrí que me había quedado con los ojos clavados en el teléfono y escuché que Alyssa me llamaba unas cuantas veces, aunque su voz sonaba distante y apagada, como el secreto de un niño contado a través del hilo que unía un par de latas. Intenté tragar saliva para librarme del nudo que se me había formado en la garganta.

—Claro —conseguí decir por fin—. Claro. En media hora estoy ahí.

El nivel inferior de la cabaña, situado justo bajo la construcción en sí, quedaba oculto desde la carretera por un muro de piedra que se alzaba desde el suelo hasta la plataforma de madera. El muro no soportaba la estructura, su fin era el de ocultar la zona destinada a almacenar cosas. En la parte posterior, de cara al río, el almacén carecía de muro, de forma que parecía una especie de patio techado.

En el extremo izquierdo, estaban la barca de Chase y el remolque, cubiertos por una lona beige. Habían barrido el suelo, que estaba limpísimo, ya que se había convertido en la zona de juego de Imani y contaba con una mesa de picnic, varias tumbonas de madera, un par de ventiladores de techo y un columpio sujeto en las vigas de madera. Saltaba a la vista que Scratch había hecho un buen trabajo. Todo estaba limpio y resultaba muy acogedor. Apilados frente a la barca de Chase había unos cuantos trastos sacados del interior de la cabaña que parecían aguardar a que los recogieran los de Goodwill o los del Ejército de Salvación.

Scratch y Alyssa salieron a recibirme cuando vieron el coche. Imani estaba en la orilla del agua, escarbando en el barro en busca de cangrejos de río. Levantó la cabeza y me saludó antes de seguir a lo suyo.

—Hola, Dell. —Alyssa me abrazó con fuerza durante unos segundos, como si se me hubiera muerto alguien.

Le devolví el abrazo con el mismo fervor porque, de repente, necesitaba el consuelo del contacto. Cuando se llega a los cincuenta años y se está sola, no es normal disfrutar del roce físico de nadie, y la piel anhela una caricia, aunque en el fondo no se sea consciente de esa necesidad.

Nos separamos al cabo de un buen rato y Scratch dijo:

—Dell, tienes que ver lo que hemos encontrado.

Me llevó hasta el montón de trastos viejos: el destartalado sofá que Chase se había llevado de casa cuando compré el nuevo hacía ya un sinfín de años; un par de sillones con la tapicería desgastada; varias mesitas y lámparas; unos cuantos colchones viejos.

—He hecho limpieza arriba para ganar un poco de espacio —dijo Scratch—. Espero que no te importe.

—Por mí como si le pegas fuego o lo vuelas todo por los aires.

Me detuve junto al desportillado escritorio de caoba de Chase y me fijé en un artefacto rarísimo que parecía una araña gigantesca.

—¿Qué es eso? —pregunté—. Es la primera vez que lo veo.

—Es para hacer ejercicio en casa —dijo Scratch—. Es un banco de entrenamiento muy completo. Si no te importa, me gustaría conservarlo. Es bastante decente.

Me encogí de hombros.

—Claro. Quédate con lo que quieras. Pero no me habéis pedido que venga para enseñarme esto.

Scratch meneó la cabeza.

—No.

—Hemos encontrado esto —dijo Alyssa—. Escondido detrás de uno de los cajones del escritorio.

Me dio un libro pequeño y delgado, con tapas forradas de tela verde oscuro. Parecía un libro de cuentas, de esos que se usan para llevar la contabilidad. Sin embargo, al abrirlo, descubrí que no había columnas de cifras, no había espacio para los asientos contables. Era un cuaderno de una raya. Escrito de arriba abajo. Con la letra de Chase.

—Creemos que es una especie de diario —comentó Scratch—. Apenas hemos leído nada. Lo justo para darnos cuenta de que era personal y de que tú eres la única que deberías leerlo.

Mantuve el cuaderno alejado de mi cuerpo, como si fuera una serpiente a punto de morderme.

—Gracias.

No sabía qué otra cosa decir. Evidentemente, ellos no sabían que yo ya estaba al tanto de aquella parte de la vida secreta de Chase que me interesaba. La única sorpresa era que hubiera llevado un diario a mis espaldas. Mi marido, el deportista… ¿escribiendo un diario?

Me llevé el cuadernillo a la mesa de picnic y me senté. Alyssa dijo algo sobre llevarme un refresco y desapareció por la escalera de camino al interior de la cabaña. Scratch siguió allí, observándome con atención.

—Tómate tu tiempo —me dijo—. Y llámanos si nos necesitas.

Me puso una de sus grandes manos en un hombro, una mano cálida y reconfortante, y la dejó durante un par de minutos. Después me dio un apretón y me soltó antes de alejarse.

Estaba sola. Sola con el recuerdo de un marido que me había traicionado y con un diario que tal vez no me dijera nada o que tal vez me dijera más de lo que quería saber.