Capítulo 33

La reunión navideña de los raros y los marginados nos había proporcionado un grato, aunque efímero, respiro durante el cual habíamos dejado de lado el estrés y el miedo. Sin embargo, en cuanto nos ventilamos el pavo y despojamos al triste arbolito de Navidad de los adornos para tirarlo al contenedor, la ansiedad volvió con una fuerza arrolladora.

Faltaban seis días para el desahucio. Cinco. Cuatro.

Decidí no abrir la cafetería durante esa última semana. Tenía muchas cosas que hacer y, de todas formas, ¿qué sentido tenía abrirla? Unos cuantos cientos de dólares de beneficio no iban a solucionar nada. Un pago parcial de la deuda no derogaría la orden de desahucio y, además, era obvio que Marvin Beckstrom tenía otros planes para el Heartbreak Café. Unos planes mucho más rentables.

Marvin. El simple hecho de pensar en él me irritaba y me ponía de los nervios. Lo había visto dos o tres veces desde el día que me entregó los papeles. En el banco y en la plaza. Y en todas las ocasiones me había mirado con cara de «¡Te pillé!» y una expresión muy ufana.

—¿Creéis que es posible que Marvin organizara el allanamiento? —les pregunté a Scratch y a Alyssa por enésima vez.

—No sé si sería capaz de llegar tan lejos —contestó Scratch—, pero está claro que le va a sacar un buen provecho.

Scratch llevaba toda la razón del mundo. Marvin había planeado cerrarme la cafetería desde primera hora y, estuviera o no implicado en el robo, su intención era la de sacar una jugosa tajada por la venta del edificio. Como el sheriff se pasaba todo el día agachado lamiéndole los pies, no veía lo que sucedía a su alrededor, de modo que a esas alturas había perdido todas las esperanzas de recuperar mi dinero.

—El problema es que no es ilegal que Marvin compre una propiedad que el banco tiene alquilada para después revenderla —dijo Alyssa.

Cuando tienes una pierna atrapada en las vías del tren y se acerca una locomotora, a tu mente se le ocurren ideas de lo más desquiciadas. En mi caso, no paraba de pensar en series de televisión. Me imaginaba que Magnum, el detective privado, se colaba en el banco por la noche con una pequeña linterna entre los dientes y que encontraba un documento con la evidencia escrita que incriminaba al Gallina. Algo así: «Recordar contratar a alguien para entrar en el HBCafé lo antes posible». En la parte superior, habría grapado un cheque cobrado con el último pago.

Vale, tal vez no hubiera ninguna evidencia escrita, pero Perry Mason sería capaz de arrancarle la verdad con sus interrogatorios. Lo hacía siempre, todas las semanas. O, al menos, lo conseguía hacía veinticinco años al menos. Conseguía llevar al presunto culpable a juicio en calidad de testigo. «Señoría, solicito tratar al testigo como sujeto hostil». Y después procedería a sonsacarle la verdad, logrando que se sintiera tan culpable y poniéndolo tan ansioso que acabara gritando: «¡Vale, sí! ¡Confieso, fui yo!». Y el ujier se lo llevaría esposado.

Sin embargo, algunos no se dejaban acorralar tan fácilmente y a mí me daba en la nariz que Marvin Beckstrom había nacido sin conciencia, de la misma manera que había nacido sin barbilla. Así que el último recurso era Misión imposible. Y tenía que funcionar sí o sí.

El plan era complicado e incluía una réplica exacta del despacho de Marvin en el banco. Martin Landau, disfrazado del sheriff, lo engatusaría hasta que admitiera que fue el cerebro que lo planeó todo. Que lo hizo para echarle el guante a la cafetería y vender el local por una cantidad obscena. Y esa confesión quedaría grabada.

Estaba fantaseando sobre el proceso de fabricación de la máscara que llevaría Martin Landau para hacerse pasar por el sheriff, que implicaría látex y un busto de este último, cuando Scratch me devolvió a la realidad.

—¿Quieres llevarte esto? —Tenía en las manos una caja de cartón llena de un montón de cosas. Espátulas de acero inoxidable, espumaderas, ralladores, cuchillos de mesa y toda la parafernalia necesaria en la cocina de un restaurante.

—No lo sé. No creo que tenga sitio para todo eso en mi casa. —Me encogí de hombros—. Da igual. Déjalo en el asiento trasero de mi coche si no te importa.

Scratch empujó las puertas con un hombro y salió de la cocina.

Volvió al cabo de un minuto con una expresión muy rara.

—Ven a la calle. No te puedes perder esto. Lo seguí hasta la acera y me puse a tiritar bajo el gélido viento de diciembre. Lo vi señalar hacia West Main Street, en dirección a la licorería situada al lado de Sav-Mor Discounts.

—¿Qué estamos mirando?

—¿Ves esa vieja F-l cincuenta roja aparcada delante de la licorería? Pues espera y verás.

Lo de «F-l50» me sonaba directamente a chino, pero supuse que se refería a la destartalada camioneta aparcada en la acera. Esperé y, al cabo de unos minutos, vi salir a un hombre de la tienda con una caja de whisky Oíd Grand-Dad. La dejó en la camioneta y fue a por otra. La escena se repitió tres veces. Después, se metió en la camioneta y se marchó.

Ese hombre me resultaba conocido. Había algo en él que me puso nerviosa.

Era enjuto y huesudo, y caminaba encorvado hacia delante.

Jape Hanahan.

—¡La madre que lo…!

—Ajá —me interrumpió Scratch—. La última vez que lo vimos, estaba como una cuba y mendigaba.

—¿Estaba borracho?

Scratch no me contestó.

—La pregunta es: ¿de dónde ha sacado el dinero para comprar todo ese whisky?

29 de diciembre. Tres días para el desahucio.

—Lo tenemos —dijo Alyssa con una sonrisa, al tiempo que soltaba en la mesa una carpeta de color marrón.

Scratch estaba detrás de ella y también sonreía de oreja a oreja.

—¿Ha confesado? —pregunté.

—Lo ha contado todo con pelos y señales. —Alyssa se sentó, se quitó los zapatos y se frotó los pies—. Lo tengo todo anotado. —Suspiró—. ¿Tienes café recién hecho?

—Sí, espera. —Llevé una jarra y tres tazas a la mesa—. ¿Cómo lo habéis conseguido?

—Mi mujer es una abogada muy intimidante —contestó Scratch.

—Las narices. La intimidación no fue cosa mía.

Miré a Scratch.

—No le has pegado. Dime que no le has pegado.

—No le ha hecho falta —me tranquilizó Alyssa—. Una simple mirada amenazadora de John basta para que un cobarde como Jape Hanahan delate hasta a su abuela.

Scratch me miró con cara de resignación.

—El ayudante del sheriff nos acompañó en todo momento. El jefe no apareció. Jape no tardó mucho en cantar como un canario y acabó arrestado.

—Al parecer, estuvo vigilando la cafetería después de que tú te fueras —me explicó Alyssa—, y en cuanto John se marchó, aprovechó la oportunidad y echó la puerta abajo. Si tomamos como indicación las cajas de whisky que hemos encontrado en su cabaña, se ha gastado el botín en alcohol. Y ya se ha bebido la mayor parte.

Tenía que preguntarlo aunque conocía la respuesta.

—¿Conseguiré que me devuelva el dinero?

Alyssa se mordió el labio.

—El dinero se ha esfumado, Dell.

—Lo suponía. Salvar la cafetería era esperar demasiado.

—Lo siento mucho —me dijo—. Ojalá las cosas hubieran acabado de otra forma.

—En fin —repliqué en un vano intento por mostrarme fuerte—, fue divertido mientras duró.

Esa misma noche, me desperté sobresaltada por la alarma a las cuatro y media de la madrugada. Estaba soñando que la cafetería ardía y que todos nosotros, Toni, Boone, Cuesco y yo, todos, contemplábamos la escena con impotencia desde la acera mientras los bomberos bromeaban, se reían y se negaban a intervenir para apagar el incendio.

No era la alarma lo que me había despertado. Eran sirenas. Muchas sirenas que rompían el silencio de la madrugada con sus agudos alaridos. Agucé el oído. Eran coches de policía, camiones de bomberos y alguna que otra ambulancia. Los años pasados en una localidad pequeña me habían enseñado la diferencia. En Chulahatchie, cada cual se distrae como puede.

El sueño seguía acechando en los confines de mi mente. Casi podía oler el humo. Salí de la cama a trompicones, me puse unos vaqueros y una vieja sudadera de Chase con el emblema de los Falcons, y cogí el teléfono.

Toni contestó al primer tono.

—Me alegro de que estés despierta —dije—. ¿Qué narices pasa?

—No lo sé, pero todas las luces del vecindario están encendidas. Me parece que las sirenas suenan en la plaza. Nos vemos allí.

Cuando colgó, llamé a Boone, que también estaba despierto, y después marqué el número de la cabaña del río, donde me contestó una soñolienta Alyssa.

—Dile a Scratch que vaya a la cafetería —le solté sin pararme a explicarle nada ni a disculparme por haberla despertado—. Ha pasado algo y me da muy mala espina.

Cuando llegué a la plaza, se había congregado medio pueblo. Algunos recién salidos de la cama con los abrigos encima del pijama. Vi tres camiones de bomberos, dos ambulancias y tres agentes de policía que no sabían qué hacer porque no acababan de decidir quién estaba al mando. Del sheriff no había ni rastro.

Aparqué cerca de la cafetería, que no estaba en llamas, aunque teniendo en cuenta que faltaban dos días para el desahucio, no debería importarme. Toni llegó y Boone apareció pisándole los talones. No sé cómo lograron llegar tan pronto Scratch y Alyssa. Imani estaba dormida como un tronco en el asiento trasero del coche, arropada con una manta.

—¿Qué pasa? —preguntó Boone.

—Ni idea. Vamos a acercarnos a ver si nos enteramos.

Nos internamos en la multitud hasta llegar a la primera fila, donde los agentes de policía ya habían colocado vallas para mantener a raya a los curiosos. Los bomberos estaban intentando abrir la puerta de una camioneta con sus herramientas.

Era una destartalada F-l50 roja con el parabrisas destrozado y la estatua del soldado confederado incrustada en la parte delantera.

Jape Hanahan fue declarado muerto nada más llegar al Hospital del Condado de Chulahatchie, aunque todo el mundo sabía que ya estaba en el otro mundo después de haberse estampado contra el parabrisas. La verdad era que llevaba varios años muerto, suicidio por alcohol. Pero su cuerpo era demasiado testarudo como para rendirse.

—¿Qué hacía fuera de la cárcel? —le pregunté a Alyssa.

—Ésa es la cosa —contestó Alyssa—. Sobornó al sheriff con una caja de whisky, se fue a casa y empezó a empinar el codo. Su tasa de alcohol en sangre superaba el doble de la permitida y no hay marcas de frenada. —Se encogió de hombros—. Lo más irónico es que el sheriff ha dimitido a primera hora de la mañana. Dice que se siente responsable por la muerte de Jape, por haberlo soltado.

Había conseguido esa información en la comisaría, de boca del agente al mando. Con el sheriff fuera de juego, estaba deseando hablar con cualquiera que supiera lo que se hacía.

Scratch salió de la cocina con un plato de beicon, el último que quedaba, y huevos revueltos, y volvió en busca de las galletas y de la sémola de maíz. La gente tenía que comer aunque fuese el fin del mundo.

—Entonces la cosa sigue igual —dije—. El dinero ha desaparecido y lo mismo le va a pasar al Heartbreak Café.

Comimos en silencio durante unos minutos. El sol salió y su luz desafió la oscuridad. Recordé el periodo liminar de Boone, pero ya no quedaba nada que esperar.