No le conté a nadie lo que Peach Rondell me reveló.
Ni a Toni. Ni a Boone. Ni a ninguna otra persona. Me lo guardé muy bien entre los pliegues de mi corazón, escondido a la vista. Algunas cosas son demasiado valiosas o demasiado dolorosas como para contarlas.
Es una lección que me ha costado aprender. Algunos regalos, algunas penas y algunos recuerdos calan demasiado hondo como para expresarlos con palabras, nos acercan demasiado a las lágrimas.
Ya tenía mi respuesta. No era necesario que la gente pensara mal de Peach por el hecho de habérmelo confesado en persona.
Después de que Peach se fuera, cerré la puerta con llave, apagué las luces y me quedé sentada mientras el crepúsculo de diciembre se cernía sobre mí. La Navidad estaba a la vuelta de la esquina, pero yo no tenía ánimo para celebraciones.
Boone, que se había criado como católico mientras que yo renacía una y otra voz en la iglesia baptista, intentó inculcarme el sentido del Adviento. El periodo liminar, solía llamarlo. El umbral entre la oscuridad y la luz, entre el presente y el futuro inmediato. La transición, el tiempo de la espera.
Nunca lo había entendido. Los baptistas no celebramos el Adviento, nos lanzamos de cabeza a las Navidades, al niño en el pesebre, a los pastores y a los reyes magos, a la estrella de Belén y a los coros celestiales. Supongo que no nos gusta mucho lo de esperar y, desde luego, no somos lo bastante sofisticados como para apreciar lo que Boone denominaba «los regalos de la oscuridad». Los baptistas nos centramos en la luz, y lo principal es darle al interruptor, pase lo que pase.
Pero por fin comenzaba a entenderlo. Pensé en María, demasiado joven y demasiado inocente, embarazada, atemorizada y avergonzada… porque ¿quién se iba a tragar semejante historia? ¿La visita de un ángel y una virgen embarazada? En el mejor de los casos, sería un sueño o una visión. En el peor, una crisis neurótica. En cualquier caso, una excusa muy boba para un pecado que podría costarle una lapidación.
Me imaginaba a la perfección cómo pudo ser la realidad. Por primera vez en la vida, vi más allá de los alegres motivos decorativos, de los regalos y de toda la parafernalia. Vi a una adolescente exhausta, con una barriga que parecía un barril, entrar en Belén sobre una muía incómoda y terca. La vi hacer cola durante horas mientras se le hinchaban los tobillos para pagar unos impuestos que no podían permitirse. La vi ponerse de parto en un establo porque todas las hospederías estaban ocupadas y, de todas formas, no tenían dinero para pagar una habitación. Sin comadrona, sólo con la ayuda de un carpintero de manos encallecidas que no tenía ni idea de lo que hacer durante un parto.
María no escuchaba los cánticos celestiales que recorrían los campos, asustando a las ovejas y a los pastores, ni tampoco tenía noticias de esos reyes ricos que viajaban desde Oriente con caros regalos. Sólo era consciente de la oscuridad, el frío y el dolor. Sólo sentía la sangre, la suciedad del establo y el pánico del parto. Sólo escuchaba a su alrededor las quejas de los animales que sacaban de sus cuadras y las oraciones desesperadas de José, que suplicaba que ni ella ni el bebé muriesen, que sobrevivieran todos para ver el nuevo amanecer.
El tiempo de la espera. La oscuridad. El miedo. La trémula esperanza que, de algún modo, sobrevivió con tenacidad contra todo pronóstico…
Alguien llamó a la puerta. Salí de mi ensimismamiento y me giré para mirar. Era Marvin Beckstrom, que estaba mirando por el cristal de la puerta, con el nuevo letrero de la cafetería reflejado sobre la nuca de su cabezota. Detrás de él estaba el sheriff, que me hacía señas para que abriera la puerta y los dejara pasar.
Estaba segura de que no habían venido para decirme que habían atrapado al ladrón y que me devolvían el dinero robado.
La notificación de desahucio estaba bien clara, incluso para mí: tenía hasta el 1 de enero. Alyssa la revisó y anunció que, por desgracia, era legal y que yo no podía hacer nada. Se habían dado prisa, o eso me parecía a mí, pero mi contrato de alquiler me garantizaba treinta días para realizar el pago de la mensualidad en caso de no poder hacerlo el día fijado. Después del robo, no pude pagar el alquiler de diciembre. Se había terminado. El Heartbreak Café era historia.
En abril, me había fijado como objetivo seguir siendo solvente a finales de año. Una aspiración muy modesta, dadas las circunstancias. Nueve meses. Sin embargo, no sería posible. Ese bebé no llegaría a buen término.
Al día siguiente de la entrega de la notificación, Scratch fue a la cafetería con un pequeño pino que había cortado junto al río. Lo colocó en un rincón cerca de la puerta, donde parecía desnudo y perdido. Daba pena mirarlo.
Scratch se apartó un poco y lo observó.
—Supongo que es mejor adornarlo un poco antes de que deprima a todo el que entre por la puerta —sugirió.
—Yo tengo adornos en casa —dije—. Mañana los traigo.
No iba a poner un árbol de Navidad en casa ese año y la verdad era que tampoco quería uno en la cafetería. No le veía mucho sentido. No habría regalos, ni luces ni celebraciones. Chase no estaba, la cafetería tampoco duraría y la vida tal como la conocía había desaparecido. En ese momento, sólo podía aferrarme con uñas y dientes e intentar sobrevivir a las fiestas a la espera de que cayera el hacha.
Cuando formas parte de una familia (marido o mujer, hermanos y hermanas, tíos y tías, primos y amigos), no te paras a pensar en lo duros que son esos días para la gente que no tiene a nadie. No te paras a pensar en el viudo solitario que deambula por su casa vacía mientras se come un sándwich de pavo e intenta distraerse con el partido de fútbol de turno. No te paras a pensar en el divorciado con la vida destrozada que intenta día a día no sumirse en la tristeza. No te paras a pensar en la anciana que vive de su pensión al otro lado de la calle y que tiene que decidir entre comprar las medicinas o la comida. No te paras a pensar en la gente que no tiene a nadie a quien felicitar en Año Nuevo, a nadie a quien hacerle una tarta de cumpleaños, a nadie que espere su llamada. No te paras a pensar en los desamparados, en los solitarios, en los marginados.
Yo pensaba en todo eso y en mucho más. Lo sentía. Intentaba sin éxito desterrarlo al fondo de mi cabeza. Intentaba no dejarme llevar por el pánico.
—Ah, se me olvidaba una cosa —dijo Scratch—. Espera un momento.
Salió y regresó con un enorme pavo en las manos.
—Me pasé por el Piggly Wiggly esta mañana. Parece que has ganado la rifa. —Sostuvo el pavo en alto, un monstruo de diez kilos envuelto en plástico y en una redecilla de color amarillo.
Lo miré boquiabierta.
—¿Qué narices se supone que tengo que hacer con eso?
—Cocinarlo —me respondió él.
Ese hombre sí que sabía llegar al meollo del asunto. A pesar de todo, empecé a reír.
—Scratch, ¿qué haréis Alyssa, Imani y tú el día de Navidad? —le pregunté.
Se encogió de hombros.
—Supongo que la pasaremos en la cabaña del río. Alyssa no tiene que trabajar hasta Año Nuevo, así que no tenemos prisa por irnos a ninguna parte.
—¿Qué te parece si preparo una cena de Navidad aquí para la gente que no tiene familia ni ningún otro sitio al que ir? —le propuse—. Ya sabes, con un pavo, la guarnición y toda la parafernalia. ¿Qué te parece si lo preparamos todo como si fuera un banquete?
—¿Te apetece hacerlo?
—¿Qué voy a hacer si no? —repliqué—. Además, ya ha pasado lo peor que podía pasar. He perdido la cafetería. Al menos puedo cerrar a lo grande.
Y eso hicimos.
El día de Navidad amaneció radiante y gélido. Me levanté antes de que saliera el sol y encendí todas las luces del Heartbreak Café, tras lo cual empecé a hornear tartas y a preparar una enorme hornada de pan de maíz mientras empezaba a hacer el pavo. Todo el mundo traería algo: puré de patatas, patatas gratinadas y judías verdes hervidas. Boone prometió preparar sus ostras salteadas y Toni iba a preparar los bollitos caseros de su tía Madge.
Scratch colocó cuatro mesas juntas en el centro del comedor para formar una especie de mesa de banquetes, y las cubrimos con manteles verde oscuro y servilletas rojas de tela. El efecto era muy festivo, sobre todo para una cafetería de segunda al borde de la quiebra.
Cuando por fin comenzó a llegar la gente, el Heartbreak Café estaba inundado de aromas nostálgicos. Toni trajo un reproductor de música y lo colocó en un rincón, de modo que los acordes del disco navideño de Mannheim Steamroller se filtraban entre las conversaciones. De vez en cuando, sonaba la campanilla de la puerta y otro amigo se sumaba a la fiesta. Me recordó mi película navideña preferida, Qué bello es vivir. Otro ángel conseguía sus alas.
Estaba removiendo la salsa y Scratch trinchando el pavo cuando la puerta se abrió y entraron Hoot y Purdy. Hoot estaba hecho un pincel, con unos tirantes rojos y una pajarita del mismo color. Purdy llevaba una falda de vuelo que le quedaba demasiado grande con cancán, purpurina y lentejuelas.
Al parecer, se le había curado el tobillo por completo, ya que se puso a dar vueltas como una bailarina y sólo se tropezó una vez. Hoot la cogió en brazos y ella le plantó un beso en la boca con esos labios pintarrajeados de rojo chillón. La purpurina se esparció a su alrededor cuando se enderezó.
—¿¡A que no lo sabéis!? —gritó Purdy para hacerse oír—. ¡Hoot y yo vamos a casarnos!
Las conversaciones cesaron de golpe.
—Esto… felicidades —dije—. Pero ¿no ha sido un poco repentino?
Purdy resopló.
—Cuando tienes ochenta y pico, no tienes tiempo para andarte con tonterías. —Se echó a reír y esbozó una sonrisa picarona—. Además, tenemos que casarnos. Ya lo hemos hecho.
Hoot se puso como un tomate.
—Más de una vez —confesó entre dientes.
Era muchísima más información de la que necesitaba.
Y la imagen que se me había formado en la cabeza tenía que desaparecer. Sin pérdida de tiempo. Fue un alivio que Scratch saliera al rescate.
—Felicidades, señorita Purdy. —La besó en la mejilla y estrechó la mano de Hoot—. Supongo que ha ganado el mejor.
—Y tanto que sí —dijo Purdy para que todo el mundo pudiera escucharla—. Todavía eres el segundo de mi lista. Y si las cosas con Hoot no salen bien, plantaré mi raquítico trasero en la puerta de tu casa.
—Será un honor —replicó Scratch—. Pero mientras tanto, quiero presentarle a alguien. Purdy, le presento a mi esposa, Alyssa, y a mi hija, Imani. Alyssa, ésta es la señorita Purdy Overstreet.
—¿Estás casado? —preguntó Purdy entre carcajadas—. ¡Pero qué malo eres! —Le golpeó el pecho con el bolso y se giró hacia Alyssa—. Trátalo bien, cariño, porque aquí tienes competencia.
Imani miraba boquiabierta a Purdy y a Hoot.
—¿Esa falda no es la tela que se pone debajo del árbol de Navidad?
Alyssa le dio unos golpecitos en el brazo a su hija.
—¡Imani! No se critica la ropa de los demás.
—Sí, pero…
Purdy no se lo tomó a mal.
—Pues claro que sí. Copié la idea de Diseño Femenino. Esas mujeres tenían muy buen gusto y eran muy graciosas.
La cena ya estaba lista y la mesa de banquetes improvisada a rebosar con las fuentes humeantes y el enorme pavo dorado. Peach Rondell hizo su aparición en cuanto pudo escaparse de la casa de su madre, y se sentó entre Imani y Cuesco Unger.
Peach me miró, como si quisiera preguntarme si me parecía bien su presencia. Cuando sonreí, me di cuenta de que no me costaba hacerlo. Supongo que había dejado de abrazar el cactus y que las heridas habían comenzado a sanar. Me devolvió la sonrisa.
Imani miró a Peach.
—Cuando sea mayor —susurró la niña—, quiero ser una reina de la belleza, como tú.
Peach le dio unas palmaditas en la cara antes de bajar la vista y sacar algo del bolso. Algo brillante y reluciente.
Se inclinó y colocó la corona en la cabeza de Imani.
—Yo te corono Reina del Estofado de Maíz —dijo—. Duquesa de la Guarnición. Princesa de las Calabazas. Monarca de las Magdalenas.
Imani se echó a reír y agachó la cabeza cuando los demás se pusieron a aplaudir y a vitorear.
Cuando la ovación terminó, nos quedamos sentados, sumidos en un silencio incómodo, a la espera de que alguien lo rompiera. Al final, Scratch dijo:
—Si a nadie le importa, me gustaría dar las gracias.
Nos cogimos de las manos y esperamos a que hablara. Cuando se hizo el silencio, un rayo de sol invernal se coló por los ventanales y se reflejó en los adornos del triste arbolito navideño.
—Gracias —dijo Scratch en voz baja—, no sólo por la comida, sino por todas las maneras en las que nos alimentas. Por el amor, los amigos y la familia reunida. Por la tolerancia, la confianza y la sinceridad. Por hacer que nos hayamos encontrado. Por sanar nuestras heridas y recomponernos una vez más. Por llenar nuestros corazones de gratitud y nuestras vidas de paz. Amén.
Murmuramos un «amén». Fue un momento de recogimiento y emoción, un momento cargado de sinceridad y significado.
Yo lo sabía. Todos los sabíamos. Ninguno de los presentes estaría solo nunca más.
Éramos una familia.
Fue la mejor cena de Navidad de todos los tiempos. Purdy y Hoot se cogieron de las manos por debajo de la mesa como unos adolescentes en plena efervescencia hormonal. Scratch no era capaz de apartar la vista de Alyssa y estuvo casi toda la noche con Imani sentada en su regazo. Toni, Boone y Peach mantuvieron animadas conversaciones sobre algunas novelas recién publicadas. Cuesco estaba un poco alicaído, pero parecía contento de estar allí.
Y en ese momento, justo cuando estaba a punto de preguntar si alguien quería más tarta, Purdy habló. No con la voz que solía usar cuando se le iba la pinza, sino con claridad y lucidez.
—Dell, ¿qué vas a hacer para frustrar el plan de Marvin Beckstrom de quitarte el local y luego venderlo?
Me atraganté con el café y dejé la taza sobre la mesa con mano temblorosa.
—¿Qué has dicho?
Purdy me miró con expresión inquisitiva.
—Lo escuché hablar en el banco el otro día. La gente habla delante de mí como si no estuviera, pero lo escuché perfectamente. Estaba hablando por teléfono con alguien, diciéndole que estabas en la quiebra y que el Heartbreak Café estaría vacío a primeros de año y que entonces la venta podría proceder como estaba previsto.
Boone se inclinó sobre la mesa.
—Purdy, ¿estás completamente segura de que fue eso lo que dijo?
—Soy vieja, no sorda —respondió—. Lo oí como te estoy oyendo a ti ahora mismo. Tiene pensado comprar el edificio en enero para venderlo y ganar una pasta gansa. Ya tiene un comprador y todo.
La miré a los ojos, cuya mirada era clara y lúcida. Y después, en cuestión de un segundo, cayó un velo sobre ellos y dijo:
—¿Por qué no ha venido tu madre, Dell? Le encantaría la reunión que has organizado.
Parecía que nadie quería marcharse. Las sombras vespertinas se alargaban por el suelo y se perdían en un anochecer temprano. Me fui a la cocina para guardar los restos de la comida y preparar más café.
Cuesco Unger me siguió. Mientras yo metía los platos en el lavavajillas, él deshuesó el pavo y guardó las guarniciones en tarritos pequeños, que irían al frigorífico. Hablamos sobre tonterías, evitando con mucho tiento rozar siquiera el tema de Brenda, aunque en un par de ocasiones estuvimos a punto de hacerlo.
Y después él me rodeó para coger un paño de cocina y nuestras manos se tocaron.
—Lo siento —me disculpé. Hice ademán de retirar la mano, pero él no me dejó.
—¿Cómo tienes el dedo? —me preguntó al tiempo que me levantaba la mano para echarle un vistazo.
—Estupendamente. —En cuanto pronuncié esa palabra, me asaltó el recuerdo del momento en el que besó el vendaje. Me puse colorada y quise apartarme, pero me lo impidió.
—Dell —me dijo—, gracias por acordarte de mí.
—Pues claro. —Las palabras sonaron secas y cortantes, ni mucho menos como había querido que sonaran—. Quiero decir que claro que tenías que venir. No podía ser de otra manera. Quería que estuvieras aquí.
—Y yo quería estar. Sin ti… sin todos los demás… habrían sido unas Navidades espantosas.
—Para mí también —le aseguré—. Creo que he sido muy egoísta. He organizado todo esto para no sentirme sola.
—No ha tenido nada de egoísta —me contradijo—. Y lo sabes muy bien.