Capítulo 29

El sheriff mantuvo encerrado a Scratch durante tres días.

Tres largos y estresantes días.

El lunes por la mañana, apareció Cuesco Unger con una puerta nueva para la cafetería en el cajón de su camioneta. Lo observé mientras se afanaba en quitar la puerta vieja y colocar la nueva. Observé esas piernas largas enfundadas en los vaqueros azules; la superficie curvada de su cabeza, lisa como una bola de billar; la resignación de su mirada.

Me alegró que estuviera en la cafetería. Por algún motivo que no alcanzaba a entender, su presencia me resultaba reconfortante. Era como un purificante soplo de cordura en mitad de la locura.

Boone, Toni y Peach aparecían de vez en cuando y discutían sobre la mejor forma de ayudar a Scratch, sobre la identidad del ladrón, sobre el abogado que podía representar a Scratch o sobre lo que podría pasar a continuación. Las mismas incógnitas que llevaban días analizando sin llegar a ninguna solución hasta el momento.

Por mi parte, era incapaz de librarme del estado de confusión en el que estaba sumida. Por un lado, quería creer en la inocencia de Scratch. Por otro, era un criminal convicto y, además, ¿qué sabíamos de él en realidad? La historia de su pasado, su matrimonio con una abogada millonaria, su futuro como cirujano, me parecía tan probable como la posibilidad de encontrarme a Ed McMahon en mi puerta con un montón de globos y un cheque por valor de diez millones de dólares. Sin embargo, recordé con cierta incomodidad la profesionalidad con la que se había ocupado de Purdy Overstreet cuando se torció el tobillo.

Pero si Scratch no lo había hecho, ¿quién había sido?

Y al hilo de esa pregunta siempre llegaba otra que me dejaba el corazón en un puño. ¿Cómo narices iba a apañármelas sin el dinero que me habían robado?

Parecía que la gente de Chulahatchie había echado de menos mi comida. O eso o estaban muy ocupados con los preparativos navideños y las compras como para cocinar, porque el miércoles me pasé toda la mañana sirviendo almuerzos desde las once hasta la una y media, sin descanso. La cafetería estaba repleta de gente, con todas las mesas ocupadas e incluso esperaban en la puerta, alargando el cuello como si fueran buitres en su intento por meterles prisa a los que estaban sentados.

Sentía la ausencia de Scratch como si fuera un dolor de muelas. Me pasé todo el día preocupada por él de forma inconsciente, como cuando tienes una muela rota y no puedes dejar de tocártela pese al dolor.

Iba todo el rato con la lengua fuera para servir a la clientela. En ese aspecto, lo echaba muchísimo de menos, porque me había acostumbrado a depender de él en la parrilla, en la barra y en la cocina. Sin embargo, iba mucho más allá. No sólo echaba de menos su trabajo en la cafetería. Lo echaba de menos a él. Echaba de menos su sentido del humor y sus comentarios graciosos. Su amabilidad y su paciencia a la hora de lidiar con personas como Hoot Everett y Purdy Overstreet. Su capacidad para hacerme sentir segura y no tan sola gracias a su presencia.

Debería confiar en él. Debería dejar las dudas a un lado y creer en su palabra. Pero era incapaz. Y el conflicto conmigo misma me estaba destrozando.

Cuando por fin se marchó la oleada de clientes del almuerzo, limpié la última mesa y me fui a la cocina. Cuesco Unger llevaba uno de los mandiles de Scratch y estaba delante del fregadero, enjuagando una bandeja de vasos.

—No tienes por qué hacerlo, Cuesco.

Él encogió sus huesudos hombros.

—Sólo quería echarte una mano. —Lo dijo sin darle importancia, pero capté una nota extraña en su voz.

—¿Quieres hablar?

Me miró en ese momento y vi cómo su nuez subía y bajaba en ese cuello tan delgado.

—Ajá —contestó al cabo de un minuto—. La verdad es que sí, si no te importa, claro.

La cafetería estaba vacía y silenciosa, iluminada por la pálida luz del sol invernal que se colaba a través del cristal rayado de la puerta nueva. Recordé que tenía que limpiarla y encargarle a alguien que rotulara el nombre del establecimiento en el cristal. Después, volví a prestarle atención a Cuesco.

Se sentó frente a mí y unió las manos con tanta fuerza que se le quedaron los nudillos blancos.

—Supongo que ya sabrás lo que ha pasado entre Brenda y yo y… en fin, todo —dijo.

Estaba a punto de decirle: «Sí, Toni me lo ha contado», pero algo hizo que me mordiera la lengua. No supe muy bien qué fue, tal vez su mirada o su forma de mordisquearse la uña del pulgar derecho, o tal vez fuera el reflejo del sol en su canosa barba de dos días. El caso fue que dije:

—¿Por qué no me lo cuentas?

—Cuando Brenda me pidió el divorcio, me pilló totalmente desprevenido —confesó—. Porque creía que éramos felices. Me tenía por un buen marido. Creía que… —titubeó—, en fin, creía muchas cosas. Pero nunca se me ocurrió pensar que la mujer a la que había amado, con la que me había casado, con la que había tenido hijos y con la que había compartido mi vida podría convertirse en una completa desconocida. —Apareció un tic nervioso en su mentón y soltó un largo suspiro—. Todavía no lo entiendo. Sigo sin entender lo que le ha pasado, eso de… en fin, ya sabes de lo que estoy hablando. Pero lo acepto. Porque no se puede obligar a nadie a ser lo que no es. ¿Cómo era el refrán aquel? «Cada uno donde es nacido y bien se está el pájaro en su nido». —Intentó sonreír, pero sólo le salió una mueca tristona—. Tengo que aceptarlo y punto. Pero, Dell…

Me miró a los ojos y la agonía que se reflejó en ellos me dejó casi sin aliento.

—Dice que todavía me quiere y cada vez que me lo dice, me da esperanzas. ¿Cómo es posible que me quiera y me haga esto?

Se sumió en el silencio y esperé hasta estar segura de que había terminado.

—Cuesco, no es que yo entienda la situación mejor que tú —le dije—, pero sí que creo que Brenda te sigue queriendo y que siempre te querrá. Lo que pasa es que se trata de un amor distinto. Como el que yo siento por Boone, por Toni o… —Titubeé un segundo antes de continuar—: O por ti.

Él alzó la vista, sorprendido.

—Somos amigos —me apresuré a añadir—. Nos preocupamos los unos por los otros. Nos apoyamos. Somos familia.

Cuesco asintió despacio con la cabeza, como si mis palabras fueran un triste y escaso consuelo.

—De todas formas —seguí—, Brenda ha descubierto algo sobre sí misma que no tiene nada que ver contigo. Ni con lo buen marido que has sido, ni con tu carácter. —Sin pensar, coloqué una mano sobre sus puños unidos. Él dio un respingo, pero no me aparté.

—Me siento… No sé. Rechazado —susurró—. Como si tuviera algún defecto.

Le di un apretón en las manos.

—Te entiendo perfectamente, de verdad.

—¿Y qué hacemos ahora? —me preguntó.

Sus ojos recorrieron minuciosamente mi cara como si esperara encontrar la respuesta en ella. Pero si estaba, era en un idioma que él no había aprendido.

Pensé en Boone, en Toni, en Peach e incluso también en Scratch. En esa hilera de figuras fantasmagóricas que se estiraban en la oscuridad para formar un puente hacia la luz. Amigos. Gente que te quiere, pese a las tonterías que puedas decir, pensar o hacer. Gente que no te da la espalda, aunque te lo hayas ganado a pulso. Gente que se dejaría humillar en aras de esa amistad.

—Seguir juntos —respondí al cabo de un rato—. Ocuparnos los unos de los otros. Levantarnos por la mañana y poner un pie delante del otro. —Le di unas palmaditas en el brazo—. Darnos tiempo y ayudarnos a seguir adelante mientras tanto.

Cuesco y yo estuvimos sentados un buen rato, sin hablar mucho, apurando la última jarra de café y cambiando de postura en la silla de vez en cuando. Al final, me levanté y me fui a la cocina para dejar preparadas las cosas del desayuno del día siguiente. No quedaban muchas sobras, la plaga de langostas me había dejado la despensa y el frigorífico vacíos, pero quedaba suficiente rosbif para hacer un estofado y también había mucha verdura.

Mientras troceaba la carne y pelaba las patatas, dejé que mi mente regresara a Scratch, que seguía encerrado en la cárcel, posiblemente paseando de un lado al otro de la celda como una enorme pantera negra.

Nadie podía hacer nada por él. Boone y Toni no paraban de hablar del dinero de la fianza, pero eso no serviría de nada. El sheriff seguía dilatando su encierro con la excusa de que no había recibido noticias de las autoridades de Atlanta.

«¡Por el amor de Dios! —pensé—. Estamos en el siglo XXI. ¿Qué tecnología utiliza el imbécil del sheriff? ¿El Pony Express?».

En el fondo, evidentemente, sabía que no se trataba de un fallo en el sistema de comunicaciones. Era una cuestión de poder. De usarlo, de presumir de él, de demostrarlo.

Como un concurso de meadas masculino.

Acabé de pelar las patatas y seguí con las cebollas. Unas cebollas rojas procedentes del condado de Toombs, Georgia. Las más dulces del mundo.

Sin embargo, en ese momento no me lo parecían. Tan pronto como le metí el cuchillo a la primera, empecé a llorar. Parpadeé y sorbí por la nariz. Era raro que ese tipo de cebollas tuvieran ese efecto. Me ardían los ojos y no quería arriesgarme a frotármelos con la mano.

En cierto modo sabía, por mucho que me negara a reconocerlo, que las lágrimas tenían poco que ver con las cebollas. Me pregunté cuántas veces te pueden romper el corazón antes de que ya no tenga esperanzas de recuperarse.

Lo vi todo borroso. Moví el cuchillo, se me resbaló y me miré el dedo. La madera de la tabla de cortar estaba manchada de sangre.

Debí de gritar, porque Cuesco Unger llegó enseguida a mi lado y me sostuvo la mano mientras me apretaba con fuerza la herida. Me rodeó con el otro brazo, y menos mal que lo hizo porque me mareé y me habría caído redonda al suelo de no ser por su apoyo.

—No pasa nada, Dell —me dijo—. Aguanta. Yo me encargo. Y lo hizo.

Me llevó hasta el fregadero, limpió el corte y después fue a la despensa en busca del botiquín de primeros auxilios. Demostrando una delicadeza que jamás habría imaginado en un hombre, me puso crema antibiótica y me vendó. Después, en un gesto instintivo que sin duda se remontaba a su experiencia como padre y abuelo, se llevó mi dedo a los labios y lo besó.

—Ya está —dijo.

Lo miré a la cara. Y aunque lo conocía de toda la vida, ésa fue la primera vez que noté lo azules que eran sus ojos.

Nos quedamos petrificados mientras nos mirábamos, conscientes de una extraña corriente que parecía afectarnos a ambos por igual. Porque él también lo sentía. Lo percibí en la repentina tensión de sus manos y en su respiración, que se aceleró después de que contuviera el aliento.

No supe qué estaba pasando, pero me asusté mucho. Su cara tan familiar, y tan cercana en ese momento, se transformó de repente en otra, en la cara de un desconocido. Como ese espantoso momento cuando te despiertas de repente en plena noche, miras a la persona que tienes al lado sin encender la luz y crees estar en la cama con un extraño.

No podía respirar. No podía tragar saliva. No podía moverme aunque mi cuerpo me pedía a gritos que saliera corriendo.

De no ser por la campanilla de la puerta, habríamos seguido tal cual.

Pero la campanilla sonó y nos apartamos de un respingo como un par de adolescentes pillados in fraganti. Me pasé una mano por el pelo y salí de la cocina.

En la puerta había una mujer. La mujer más guapa que había visto en persona y de cerca. Parecía una estrella de cine. Una mezcla entre Halle Berry y Queen Latifah. Era alta y voluptuosa, de piel café con leche, pelo negrísimo, grandes ojos castaños y pómulos afilados. A su lado y pegada a ella como si necesitara protección, había una niña igual de guapa. A todas luces, su hija, porque era la viva imagen de la mujer salvo por su tono de piel, mucho más oscuro, como el del buen chocolate.

—Perdone —me dijo la mujer con una voz aterciopelada—. Supongo que habrá cerrado ya, pero…

—Entre —la interrumpí—. Siéntese, por favor.

—Gracias. Llevo horas conduciendo.

La niña le dio unos tirones de la manga y le susurró algo al oído.

—¿Le importa si mi hija usa el baño?

—En absoluto —contesté—. Ven conmigo, te enseñaré dónde está.

La niña retrocedió un poco.

—No pasa nada, cariño. Ve con esta señora tan agradable. —La mujer me miró a los ojos—. Se llama Imani. Significa «fe».

—Vaya. Pues me alegro de conocerte, Imani —dije al tiempo que le tendía una mano y la niña me dio un solemne apretón—. Me llamo Dell. Y soy la dueña de esta cafetería. La verdad es que nos vendría bien un poquito de fe por aquí.

Imani sonrió con timidez. La acompañé hasta el baño y cuando regresé, vi que su madre estaba sentada a una mesa con la cabeza enterrada en las manos. La observé un momento. Su lenguaje corporal delataba desesperación y frustración, nada que ver con la imagen que proyectaba cuando la vi en la puerta.

«Una mujer acostumbrada a ofrecer una buena fachada», pensé. Aunque por dentro estuviera hecha polvo.

Me acerqué a ella y, sin pensar que podría tomarlo como una intromisión, le coloqué una mano en un hombro. No se apartó. Al contrario, aceptó mi apoyo como si llevara muchísimo tiempo sin recibir una caricia reconfortante.

—¿Qué le traigo? —le pregunté—. ¿Té endulzado o café? Tendré que hacerlo, pero no tardará nada.

—Un café sería estupendo. Y un zumo de naranja para Imani, si tiene, claro.

—Ahora mismo lo traigo.

Volví a la cocina en busca del zumo de naranja y puse la cafetera. Cuesco había desaparecido.

Llené una jarra con el humeante y aromático café recién hecho, y se la llevé a la mesa. Imani estaba sentada a una mesa distinta a la de su madre, entretenida con unos lápices de colores y un papel que había sacado de su mochila.

—¿Puede sentarse un momento conmigo? —me preguntó la madre.

Me serví una taza de café y me senté.

—¿Le apetece comer algo?

—No, gracias, estamos bien. —Titubeó un momento—. Me llamo Alyssa. Alyssa Greer.

Lo supe desde el primer momento, claro está. Desde que la vi entrar por la puerta. Sabía que debían de ser la familia de Scratch. La esposa de Scratch, la que lo había abandonado. La niña de Scratch.

Una mujer educada, elegante y culta.

Scratch había dicho la verdad.

No tenía ni idea de cómo se las había arreglado Alyssa para llegar hasta Chulahatchie, pero allí estaba. Preparado o no, Scratch tendría que lidiar con el repentino encuentro de su pasado y su presente. Con el choque entre dos vidas muy distintas entre sí.