—Yo no he sido, Dell —me dijo. Se dejó caer en una silla y enterró la cabeza en las manos.
Nos miramos. No se había afeitado y tenía los ojos enrojecidos y cansados. El dolor y la decepción de su expresión se me clavaron en el alma, pero fui incapaz de decir una sola palabra para tranquilizarlo. Una parte de mí quería extender los brazos y consolarlo, pero otra parte se encogía de miedo y quería salir corriendo de allí.
—¿Y por qué te han arrestado?
El silencio se alargó entre los dos, roto únicamente por el ruido de una silla al deslizarse por el suelo cuando los demás rodearon la mesa de la sala de interrogatorios.
El sheriff nos había permitido a Toni, a Boone y a mí hablar con Scratch, aunque, como nos recordó en dos ocasiones, iba «en contra de las normas». Supongo que creía que seríamos capaces de arrancarle una confesión con más facilidad, detalle que agilizaría muchísimo el proceso de encerrarlo y tirar la llave.
Menos mal que Boone se hizo con el mando de la conversación, porque yo me había quedado en blanco y era incapaz de pensar en otra cosa que no fuera el dolor que veía en la cara de Scratch, la postura derrotada de sus hombros y mis propias sospechas, que me corroían por dentro como el ácido.
—¿Sabes lo que pudo pasar en la cafetería? —preguntó Boone.
Scratch negó con la cabeza.
Apreté los dientes.
—¿Y por qué huiste?
—No huí. Sólo me fui un tiempo. Para pensar.
Me giré hacia el sheriff.
—¿Dónde lo encontraron?
—¿Por qué no me lo preguntas a mí? —se quejó Scratch—. Hice autostop hasta la cabaña del río. No creí que te importase. No entré en la cabaña, no robe nada si es lo que te preocupa. —Apartó la mirada—. Me quedé sentado en el embarcadero.
—Allí lo pillamos —dijo el sheriff, que asintió con la cabeza.
—No se puede decir que me resistiera —les señaló Scratch—. Y no llevaba dinero encima cuando me registraron, ¿verdad?
Al mencionar el dinero, se me formó un nudo en el estómago.
—¿Ingresaste el dinero de la semana pasada en el banco por casualidad? —le pregunté.
Scratch negó con la cabeza.
—No, señora. Creía que usted lo habría hecho antes de irse del pueblo.
Inspiré hondo y expulsé el aire muy despacio para mantener a raya el pánico. Con el Heartbreak Café, los ingresos de una semana podían significar mantenerse a flote o irse a pique.
—El sheriff dice que pende sobre ti una orden de busca y captura —dijo Boone en un intento por retomar el tema principal—. Algo sobre violación de la condicional.
—No —lo contradijo Scratch—. Quiero decir que sí, que estaba con la libertad condicional, pero que ya la cumplí. No he violado las putas condiciones y el sheriff debería saberlo. —Parpadeó y miró a su alrededor—. Perdón por el lenguaje.
La disculpa estaba tan fuera de lugar que todos nos echamos a reír. El sheriff carraspeó como indicándole que siguiera.
—Creo que deberíamos investigar sobre eso de la violación de la libertad condicional —dijo Boone—. No quiero inmiscuirme en tu vida, Scratch, pero tenemos que prepararnos si vamos a ayudarte.
Mientras Scratch intentaba ordenar sus pensamientos, recordé las distintas conversaciones que había mantenido con él, sobre todo la que tuvimos sobre el perdón y la forma de continuar con nuestras vidas después de que acabaran hechas añicos. En su momento, me pregunté cómo había aprendido esa lección, pero no tuve tiempo de preguntárselo, de averiguarlo.
Me daba en la nariz que estaba a punto de reunir las piezas del rompecabezas que me faltaban.
—Hace tiempo, estuve casado —comenzó Scratch en voz baja—. Tuve una niña. Pero también tuve un suegro manipulador que no me creía lo bastante bueno para su hija. Mi familia nunca ha tenido mucho —siguió—. Mi padre era aparcero en un cultivo de cacahuetes en el sur de Georgia. Nunca nos faltó la comida porque trabajábamos la tierra y mi madre cultivaba un buen huerto. Pero no nos sobraba el dinero. Y, evidentemente, no había para la universidad. Yo jugaba al fútbol, pero no era tan bueno como para que me dieran una beca, y en mis tiempos no había tantas opciones como ahora. La cosa es que me alisté en la Marina nada más salir del instituto, y cuando llegó el momento, me pagaron la matrícula para asistir a Morehouse. En mi segundo año, conocí a Alyssa. Ella cursaba primero en Spelman, quería licenciarse en Derecho.
Me miró de reojo.
—Morehouse y Spelman son universidades para negros con mucha tradición en la zona de Atlanta. Morehouse es para chicos y Spelman, para chicas.
Asentí con la cabeza como si ya estuviera al tanto de eso y él continuó.
—Yo estaba cursando los estudios previos para cursar Medicina en Emory.
—¿Ibas a estudiar Medicina? —preguntó el sheriff con sorna.
—Sí, Medicina. Pero se nos trastocaron los planes cuando Alyssa quedó embarazada.
«Una hija», pensé. La niña a la que se había referido.
—Alyssa estaba dispuesta a casarse de inmediato. Y yo quería casarme con ella. Lo estaba deseando desde que nos conocimos. Pero sus padres se oponían rotundamente. Sobre todo su padre.
Fui incapaz de morderme la lengua por más tiempo.
—¿Por qué? —pregunté—. Si estabais enamorados…
—El padre de Alyssa era un abogado de renombre en Atlanta. Un abogado negro muy famoso con una despampanante mujer blanca. No me creía lo bastante bueno para la niña de sus ojos.
—Pero seguro que un médico…
Scratch agitó la mano, desentendiéndose de esas palabras como quien apartaba una mosca.
—Nunca creyó que pudiera conseguirlo. Cuando me miraba, sólo veía al hijo de un aparcero. Y eso era lo único que podría ser en su opinión. Y… bueno, supongo que al final le di la razón. —Suspiró—. Nos fugamos y nos fuimos a vivir a un cuchitril. No era a lo que Alyssa estaba acostumbrada, desde luego. Yo trabajaba por las noches para poder terminar el último curso y conseguir el grado medio, pero la carrera de Medicina estaba descartada. Alyssa lo intentó, de verdad que sí, pero al final fue incapaz de soportar la presión. Cuando nació nuestra hija, las cosas empeoraron. Una noche, volví a casa del trabajo y ya no estaba. —Se pasó una mano por el pelo—. Hice todo lo que estuvo en mi mano, pero su padre tenía demasiada influencia sobre ella. Alyssa era incapaz de plantarle cara. —Apretó los puños sobre la mesa—. Era un hombre acostumbrado a salirse con la suya, y siempre iba a por todas. Estaba decidido a separarnos, y presionó tanto a mi mujer que al final cedió y regresó a casa de sus padres, llevándose a nuestra hija.
Scratch guardó silencio y nos miró. Incluso el sheriff le estaba prestando atención, aunque la expresión burlona e incrédula no había abandonado su rostro.
—El caso es que me críe siendo pobre —siguió—, pero me enseñaron a ser orgulloso y no estaba dispuesto a arrastrarme a sus pies como un perro. Fui a la casa y exigí verla. Llamaron a la policía. Me arrestaron por altercado público y agresión con agravantes.
—¡Joder! —exclamó Toni, que no se molestó en pedir disculpas.
—Eso mismo —dijo Scratch—. El padre de Alyssa era muy influyente. Bastó una palabra suya para asegurar una condena muy dura. Fui a la cárcel. Mi vida quedó destruida. No hay muchas oportunidades para un cirujano negro con antecedentes penales.
—¿De verdad os estáis tragando esa sarta de mentiras? —lo interrumpió el sheriff—. ¿Este tío estudiando Medicina? ¿Casado con la hija del abogado?
Nos miramos, pero nadie dijo nada.
—No tienes motivos para retenerlo —le dijo Boone al sheriff—. No tienes pruebas.
—¿Y desde cuándo eres un abogado defensor? —replicó el sheriff—. Se queda donde está hasta que comprobemos lo de la condicional y averigüemos dónde ha escondido el dinero.
Todos me miraron como si esperasen que protestara, que dijera que no iba a presentar cargos por el robo, que creía en la inocencia de Scratch… lo que fuera. Pero no lo hice. No podía. Todavía tenía un montón de preguntas que flotaban en mi cabeza como los garbanzos de un potaje y no sabía cómo formularlas. Y tampoco sabía las respuestas.
—Búscale un abogado a tu muchacho —me dijo el sheriff cuando nos acompañó a la salida—. Le va a hacer falta.
La jarra del café estaba vacía, y nosotros, sentados en la cafetería. Habíamos repasado los hechos una y otra vez, sin llegar a ninguna parte. Y todos me miraban mientras intentaban averiguar qué me pasaba y por qué no estaba participando en los planes para salvar a Scratch.
No podía explicarlo, ni siquiera yo lo entendía. Tenía la cabeza llena de posibilidades. Había confiado en él, después me había puesto nerviosa y había vuelto a desconfiar. Un paso hacia delante y otro hacia atrás. Un paso hacia delante y otro hacia atrás. No me gustaba un pelo lo que estaba haciendo, pero era superior a mis fuerzas.
Al cabo de un rato, Peach preguntó:
—¿Cómo ha dicho el sheriff que se llama Scratch?
—John Michael Greer —respondí.
—¿Y su mujer?
—Alyssa, creo.
Se sacó un bolígrafo del bolsillo y lo apuntó en una servilleta.
«¡Qué raro!», pensé. Pero no me quedaban fuerzas para preguntarle qué estaba haciendo.