Toni atravesó la puerta a la carrera, con una expresión furiosa y decidida. Se acercó a mí para darme un fuerte y larguísimo abrazo. No pareció percatarse de que yo no se lo devolvía.
Por encima de su hombro vi otras caras: Boone y Peach Rondell. Los dos preocupados y molestos.
—¿Estás bien? —me preguntó Boone cuando Toni me soltó.
—Eso creo.
Toni me dio un guantazo en un hombro.
—¡Hemos estado muy preocupados por ti, tonta! ¿Por qué te fuiste de buenas a primeras, sin decirle nada a nadie?
—Necesitaba irme. Para pensar.
—Muy bien. Pues piensa en esto: somos tus amigos. Nos preocupamos por ti. No vuelvas a hacerlo nunca más, ¿vale?
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Boone.
—Justo lo que parece. Alguien ha forzado la entrada, ha robado el efectivo del cajón y tal vez toda la caja que hicimos la semana pasada, todavía no lo sé. —Cerré los ojos y apreté los dientes—. Scratch ha desaparecido. El sheriff cree que ha sido él. Y, para colmo, Marvin Beckstrom, Marvin ni más ni menos, va a convertirse en mi arrendador. Tiene pensado comprar el local.
Toni soltó una retahíla de tacos entre dientes, pero Boone no le hizo ni caso.
—¿Qué hacemos, Dell? —me preguntó.
«Pensar», contesté para mis adentros. «Piensa», me dije, pero mi cerebro no funcionaba. Odiaba sentirme tan inútil, como si fuera una desvalida chica sureña que había sufrido un vahído. Era una mujer de cincuenta y un tacos, ¡por el amor de Dios! Y debería ser capaz de cuidarme sola.
Peach Rondell evitó que siguiera hundiéndome en la desesperación.
—Quizá lo primero debería ser localizar a Scratch.
—La policía lo está buscando —dije—. ¿Por qué crees que podríamos encontrarlo antes que ellos?
—No lo sé, pero debemos intentarlo —contestó—. Vamos, Boone.
Y, sin más explicaciones, lo agarró de la mano y lo sacó de la cafetería.
La puerta se cerró tras ellos, o más bien intentó cerrarse porque seguía descolgada de las bisagras superiores como si fuera un hueso roto, y me quedé a solas con Toni.
Mi mejor amiga.
La traidora.
Me pasó un brazo por los hombros y me llevó a una mesa.
—Voy a hacer café. ¿Quieres comer algo? —Echó un vistazo a su alrededor—. No hay empanada porque llevas una semana fuera, pero seguro que encuentro algo en la despensa.
Negué con la cabeza.
—No me entra nada.
Lo que no me entraba era la idea de enfrentarme a ella a solas, de no saber qué decir después de toda una vida contándole mis secretos. Sentía una terrible acidez en el estómago y una horrorosa soledad que me abrumó hasta el punto de dejarme sin respiración.
Había vuelto a ese sitio. A esa caverna insondable y oscura de la que no podía salir. El silencio me rodeó. Una agobiante oscuridad sustituyó a mis antiguas pesadillas.
Me senté con la cabeza enterrada en las manos hasta que Toni se sentó enfrente y me puso una taza de café delante.
—Esto debe de ser horrible para ti —dijo—. Un allanamiento es como una violación…
Algo se rompió en mi interior. El censor interno que nos obliga a cerrar la boca para no decir algo de lo que podamos arrepentimos más tarde. No pude contenerme.
—Bueno, no es la peor violación de ese tipo que he sufrido.
Toni me miró en silencio. Parecía estar sopesando si hablaba o no con total sinceridad. El debate interno quedó reflejado en su cara, una expresión dolida que en otro momento habría despertado mi compasión.
Pero me daba igual. Me importaba un pimiento cualquier cosa que tuviera que decirme.
Sin embargo, era yo quien la había llamado. Cada vez que surgía una crisis, su nombre era el primero que se me venía a la cabeza.
—Tenemos que hablar de ciertas cosas —dijo por fin.
—No.
—¿Cómo que no? —replicó ella con las mejillas enrojecidas por el enfado—. Aquí estamos, tú y yo, juntas, como lo hemos estado desde que éramos pequeñas. No pienso seguir aquí sentada y dejar que sigamos mirándonos enfadadas.
—Si no te gusta, ahí tienes la puerta. —La señalé con el dedo.
Ella miró los fragmentos de cristal y la puerta que colgaba de una sola bisagra.
—Por decirlo de alguna manera —murmuró—. Porque tampoco es que la puerta sirva de mucho.
Me eché a reír en contra de mi voluntad. El comentario destrozó la tensión tal cual había hecho el puño, el martillo o la llave inglesa del ladrón con el cristal.
—Eso está mejor. —Toni se inclinó hacia delante con su taza de café entre las manos—. Habla conmigo, Dell. ¿Por qué estás haciendo esto? ¿Por qué me dejas al margen de repente?
Que tuviera el morro de preguntármelo me resultó increíble.
—Lo sabes perfectamente. Sé la verdad.
—Dell, iba a contártelo, de verdad. Pero no sabía cómo hacerlo. —Carraspeó y bebió un sorbo de café—. ¿Cómo lo has descubierto?
La indignación que sentía me parecía tan justificada que no fui capaz de admitir que había violado la intimidad de Peach Rondell al leer su diario.
—Eso no importa. Cuéntame qué pasó.
Toni se encogió de hombros.
—No va a hacerte gracia.
—¡Joder! —grité al tiempo que estampaba un puño contra la mesa, de forma que la mitad de mi café acabó sobre la superficie de fórmica. Solté todos los improperios que se me ocurrieron, algunos de los cuales nunca había pronunciado en mis cincuenta y un años de vida. Mi madre me habría lavado la boca con lejía de haberme escuchado—. Mierda, Toni. ¿Cómo puedes hablar de esto con tanta… naturalidad? ¡Me traicionaste con Chase! ¡Te tiraste a mi marido!
Le dije un sinfín de cosas hasta que me quedé sin reproches y en ese momento me percaté de que Toni ni siquiera había protestado. Alcé la vista. Y la descubrí sonriendo.
—¿Eso es lo que crees? ¿Qué me tiré a Chase? ¿Qué yo era la mujer con la que tenía una aventura? —Se echó a reír. Al principio, fue una carcajada contenida, pero no tardó en dejarse llevar y acabó llorando de la risa y doblada por la cintura—. ¡Ay, Dios, Dell! —dijo cuando logró recobrar el aliento y pudo volver a hablar—. Vale, recuerdo que hablamos de Chase y me dijiste que estabas segura de que te la había pegado con Brenda Unger.
—Sí. Y tú dijiste que Brenda no había tenido ningún lío con él. Que lo sabías de buena tinta.
Toni se inclinó hacia delante para mirarme a los ojos.
—Sí, estoy segurísima de que no era ella. Pero no porque yo estuviera liada con Chase.
De repente, se me encendió la bombilla y lo comprendí todo.
—¿Tú? —pregunté—. ¿Tú y…?
—Ajá. —Agachó la cabeza—. Yo y… Brenda.
La renuencia a perdonar es como abrazar un cactus y preguntarse mientras tanto por qué sangras.
Aunque había ciertas heridas abiertas, ya no me dolían porque había recuperado a mi mejor amiga.
La mesa a la que estábamos sentadas frente a frente estaba cubierta con los restos de los sándwiches que nos habíamos comido. La famosa especialidad de Scratch para los momentos de bajón: mantequilla de cacahuete, mermelada y magro de cerdo. Nos habíamos comido un bocadillo a medias y casi una bolsa entera de patatas fritas onduladas. En ese momento, estábamos zampándonos lo que quedaba de una tarta de chocolate que Toni había descubierto en la nevera.
—Cuéntame más cosas —le dije. La tentación de conocer los detalles jugosos era demasiado irresistible, por escandalosa que me pareciera la relación—. ¿Cómo empezó?
—Fue una locura —contestó Toni—. Nos encontramos una noche en el Llénalo y Corre. La vi un poco desanimada, así que intenté alegrarla un poco. Acabamos en Tuscaloosa compartiendo una botella de vino mientras ella me confesaba todo lo que sentía, lo confusa que estaba porque, aunque quería mucho a Cuesco, no soportaba la idea de continuar con la farsa. Ésa fue la palabra exacta: «farsa». Creo que siempre ha sido así; que siempre le han gustado las mujeres, vamos. Pero cuando éramos jóvenes ese tema era tabú.
—No me digas —repliqué—. Lo único que se escuchaba por aquel entonces eran chistes malos sobre tortilleras y mariquitas, y los sermones de los sacerdotes amenazando con el infierno a ese tipo de personas.
—En fin —siguió Toni—, el caso es que como habíamos bebido demasiado como para conducir de vuelta a Chulahatchie, nos quedamos en un motel y… —Enarcó las cejas.
—¿Cómo fue? —le pregunté—. Detalles. Quiero los detalles.
—Digamos que las cosas se pusieron interesantes en nada de tiempo.
—¿Y te lo pasaste bien? Porque tú no eres… una…
—¿Lesbiana? —me ayudó Toni con una carcajada—. No pasa nada porque uses esa palabra, Dell. No vas a pillar piojos ni nada de eso.
—Vale, ¿lo eres o no?
—No. Pero Brenda sí lo es. Me dijo que siempre le habían gustado las mujeres y que aunque quería a Cuesco, que de hecho todavía lo quiere, se casó con él porque eso es lo que se hacía entonces. Pero para ella todo es artificial.
—Entonces, ¿por qué…?
—¿Que por qué pasó lo que pasó entre Brenda y yo? No lo sé. Le tengo cariño, la verdad. Y me sentía sola. Me gustó lo de tener a alguien que me acariciara. Aunque reconozco que no son razones de peso. —Se encogió de hombros—. Brenda y yo lo hemos hablado y me entiende. De hecho, me ha dado las gracias por haberle proporcionado un entorno seguro en el que encontrarse a sí misma.
Miré a mi amiga como si la estuviera viendo por primera vez. Nunca la había creído capaz de hacer algo así, pero ni la juzgaba ni me sentía desilusionada por sus actos. Su explicación le había conferido al asunto un halo de amistad, de generosidad. Simplemente estaba asombrada por el hecho de que después de conocer a una persona durante tantísimos años, todavía lograra hacer algo que me sorprendiera.
—Además, creo que los límites no son tan rígidos, Dell. Creo que casi todas las personas, si se dan las circunstancias adecuadas, pueden sentirse atraídas por alguien de su mismo sexo.
Estaba a punto de protestar al respecto; pero, en realidad, no me oponía a esa idea. Al contrario, me sentía más bien emocionada por extraño y sorprendente que pareciera.
—Brenda me hizo prometerle que le guardaría el secreto —dijo Toni—. Creo que pasó una época enamorada de mí… o si no enamorada, un poco obsesionada. Así que no se lo conté a nadie, ni siquiera a ti, hasta que no me ha quedado más remedio.
—Salvo a Boone.
—Bueno, sí. Sabía que él lo entendería. Y también sabía que mantendría la boca cerrada.
—Sabes que yo también soy capaz de hacerlo —le recordé—. No diré ni pío.
—Ya lo sé. —Toni sonrió—. Llevas semanas sin dirigirme la palabra.
Recordé una ocasión en la que fui a hacerme una radiografía y me obligaron a ponerme una capa de plomo para proteger el resto de mi cuerpo de la radiación. Al principio, no noté el peso, pero conforme me movía, la cosa empeoró hasta el punto de que apenas era capaz de mantenerme en pie.
Había llevado ese peso sobre los hombros durante tanto tiempo que fue un alivio retomar mi amistad con Toni. La había echado de menos y, en ese momento, me alegraba mucho de que mi amiga no fuera de esas personas rencorosas, incapaces de perdonar un error durante años.
Casi se me había olvidado el allanamiento y el robo cuando escuché la bocina de un coche. Miré por la ventana y vi que el pequeño Honda azul de Peach se había detenido en la acera.
Toni y yo nos levantamos y fuimos hasta la puerta. Peach y Boone salieron y se acercaron a nosotras.
—No ha habido suerte —dije.
—No sé yo… —replicó Toni.
En ese instante, vi que un coche patrulla aparecía detrás del Honda con las luces rojas y azules encendidas. Aminoró la velocidad, pitó y después siguió hacia la plaza. En el asiento trasero y mirándome a través de la ventanilla, había un negro grande y musculoso.
Habían encontrado a Scratch.