—¿Dónde coño has estado? —preguntó el sheriff.
Salí de mi coche y crucé la acera de camino a la puerta, sumida en una especie de atontamiento.
—¿Qué ha pasado?
—¿Tú qué crees? Han entrado a robar.
—¿Qué han entrado a robar? —Lo miré, tan grande y tan corpulento, tan diferente al niño delgaducho al que todos llamaban Palillo en el colegio. En realidad, se llamaba Warren, Warren Potts, pero cuando se convirtió en agente de la ley, dejó atrás ese nombre. Se convirtió en un matón con placa y todo el mundo lo llamaba «sheriff».
Por la cabeza se me pasó fugazmente una imagen, un tanto histérica, en la que su mujer se ponía a gritar «¡Sheriff, sí, sí, sheriff!» mientras lo hacían y se me escapó una risilla.
Me miró como si se me hubiera ido la pinza.
—Contéstame, Dell. ¿Dónde has estado?
La pregunta me molestó.
—He pasado un par de días fuera del pueblo, pero no es asunto tuyo.
—Pues deberías habérselo dicho a alguien —me soltó él—. Si te largas sin avisar, es normal que la gente se preocupe. Podrían haberte secuestrado.
¡Por Dios! Era lo más absurdo que había oído en la vida.
—¿Secuestrarme? ¿Quién iba a secuestrar a una cincuentona que sólo tiene a su nombre el Heartbreak Café? Echa un vistazo a tu alrededor. No soy de las que pueden pagar un rescate. Y si quiero hacer las maletas y largarme del pueblo sin decirle nada a nadie, es asunto mío. Además, Scratch sabía que me había ido. Le di las llaves de la cafetería por si había alguna emergencia.
—¿Scratch? Es el… tío que trabaja para ti, ¿no?
—Sí, vive en el apartamento que hay encima de la cafetería. —Tuve un mal presentimiento—. ¿Dónde está? —pregunté—. ¿Has hablado con él?
—Pues no, ésa es la cosa —contestó el sheriff—. Ha desaparecido.
—¿Qué quieres decir con que ha desaparecido?
—No hay ni rastro de él. El apartamento está vacío. Supongo que cogió el dinero y salió corriendo. —Me miró con lástima y con una expresión ufana.
—Es la cosa más ridícula que he escuchado en la vida —le dije—. Estoy segura de que nunca me robaría.
Aunque, a decir verdad, no estaba segura. Ya no estaba segura de nada. ¿Hasta qué punto conocía a Scratch? ¿Hasta qué punto conocía a los demás? A Toni, a Boone, a Chase o a cualquier otro.
Las palabras de Purdy Overstreet resonaron como un mal presentimiento en el fondo de mi mente: «Mira a tus amigos, Dell Haley. Mira a las personas en quienes más confías».
—Confío en él —afirmé, deseando creérmelo. Sin embargo y al tiempo que pronunciaba esas palabras, sentí cómo se me formaba un nudo en el estómago, sentí cómo el vacío y la soledad se apoderaban de mí.
—Da igual. Estamos seguros de que es el culpable y lo atraparemos tarde o temprano.
En circunstancias normales, me habría reído en su cara. Parecía un detective de una película de serie B. El sheriff vengador, pensé.
Busqué algo a lo que aferrarme, algo en lo que pudiese creer.
—Scratch tenía la llave —dije—. ¿Para qué iba a echar la puerta abajo si tenía la llave? Y ya que estamos, ¿por qué entra un ladrón por la puerta principal, a plena vista de la plaza, cuando podía entrar por el callejón sin correr el riesgo de que lo vieran?
—Suponemos que lo hizo así a propósito, para despistar. No nos hemos caído de un guindo.
Podría haber intentado discutirle ese punto, pero algo seguía distrayéndome.
—Sheriff, ¿por qué hablas en plural?
Un movimiento al otro lado de la puerta rota me llamó la atención.
—¡Hay alguien dentro! —exclamé.
—Sí. —Se giró un poco—. Sal. Dell quiere hablar contigo.
Una enorme cabeza salió de detrás del cristal roto. Marvin Beckstrom.
—¿Qué hace Marvin en mi cafetería? —pregunté—. ¿Qué tiene que ver con todo esto?
Marvin se metió las manos en los bolsillos y agitó las llaves. Inspiró hondo y sacó pecho.
—En caso de que lo hayas olvidado, Dell, eres una inquilina, no la dueña del edificio.
—¿Y qué?
—Pues que esto es asunto mío también. Se ha cometido un delito en mi propiedad.
—¿Tu propiedad? ¿No querrás decir en la propiedad del Banco de Ahorros y Créditos de Chulahatchie?
—No por mucho más tiempo —contestó—. La propiedad saldrá a la venta a primeros de año y tengo pensado comprarla. Después, seré tu casero. Yo en persona.
—Vale, pero tengo un contrato de alquiler —dije.
Me miró con socarronería.
—Cierto. Por ahora.
—Dell —nos interrumpió el sheriff—, tienes que cooperar. ¿Adónde puede haber ido Scratch?
—¡Y yo qué sé! —exclamé—. No soy su madre. Además, estás mirando en la dirección equivocada. Scratch no me… nunca…
—No pareces muy segura —comentó el sheriff—. ¿Hasta qué punto conoces a ese hombre, Dell? ¿Sabes que su verdadero nombre es John Michael Greer? ¿Y que tiene una orden de busca y captura pendiente?
—¿Una orden de busca y captura?
El sheriff asintió con la cabeza.
—Por violación de la libertad condicional. Lo condenaron por agresión. Cumplió siete años. La violación de la condicional significa que volverá a la cárcel.
Marvin sonrió con sorna y volvió a agitar las llaves que tenía en el bolsillo.
—Ya huyó una vez —siguió el sheriff—. Y parece que ha vuelto a las andadas.
No podía asimilarlo, no podía pensar. Seguía creyendo que era una película de serie B, pero se me habían quitado las ganas de reír. Agresión. Un arresto. Antecedentes penales. Toda una vida secreta de la que no sabía nada.
Y en ese momento, en mitad de la conmoción, me di cuenta de la situación en la que me encontraba. La caja registradora vacía. El dinero, desaparecido. Me fui con tanta prisa el sábado por la mañana que no tuve tiempo de ingresar la caja de la semana de Acción de Gracias. Tampoco era para tanto, pensé en su momento. Podía esperar a que volviera.
Pero sí que era importante. De hecho, se había convertido en un desastre. Mi margen de beneficios era tan escaso como la peladura de una patata, hasta el punto de que doscientos dólares podían poner mi balance en positivo o en negativo. Si los ingresos de la semana pasada se habían esfumado, tendría que sacar las peladuras de las patatas del contenedor de basura.
—Tengo que irme —dijo el sheriff—. Si tienes noticias de Greer, llámame, ¿entendido?
—Entendido.
—El alquiler se paga la semana que viene, que no se te olvide. —Marvin me miró y movió las cejas con arrogancia—. Y será mejor que cambies la puerta a la orden de ya.
Lo taladré con la mirada, pero no le solté todas las borderías que estaba pensando.
—Llamaré a Cuesco Unger. Me la arreglará.
Cuando se fueron, entré en la cafetería. Las luces estaban apagadas y el comedor, en penumbra y helado en ese grisáceo día de noviembre.
Me senté a la última mesa, la que siempre ocupaba Peach Rondell, y enterré la cabeza en las manos. Pensé en Peach y en la entrada del diario prohibido que había leído. Pensé en Chase y en cómo me había traicionado después de treinta años. Pensé en Toni y en Boone, mis mejores amigos, que me habían engañado. Pensé en Cuesco y Brenda y en su matrimonio perfecto, que se había ido al traste. Pensé en Scratch y en lo bueno y amable que parecía, y me pregunté dónde estaba y cómo era posible que un hombre así fuera un criminal convicto.
Nada parecía real. Nada parecía propio de las personas a las que creía conocer.
Claro que nada de eso importaba en ese preciso momento.
Me levanté, fui a la cocina y marqué un número de teléfono. Pero no llamé a Cuesco Unger. La puerta podía esperar. Marqué el número de Toni y contuve el aliento.