Capítulo 25

Chase no fue un mal marido. Siempre fue muy trabajador y a su lado nunca me faltó de nada, ya que todas las semanas volvía a casa con su paga. Así que nunca me dio motivos para sospechar que me estuviera engañando, al menos no hasta el final. La única pega: Chase no era… ¿cómo decirlo? Atento. Eso era. Chase no era atento.

Posiblemente se me hubiera pegado algo de los artistas y de los hippies con los que me había codeado en Asheville, porque no recordaba haber llegado a esa conclusión con anterioridad. De donde yo venía, las mujeres no se preocupaban pensando si sus maridos eran atentos o no. Se limitaban a dar las gracias porque no bebieran, no apostaran, no las maltrataran o no se tiraran a la nueva organista de la iglesia en el salón del coro los miércoles por la noche.

¿No era eso lo que había dicho Brenda Unger? Tal vez no hubiera usado la palabra «atento», pero para el caso era lo mismo. Cuesco era buen marido, un buen padre, un hombre junto al cual nunca le había faltado nada, pero Brenda quería más. O quizá necesitara más para poder sobrevivir sin perder su alma en el proceso.

Supongo que Chase fue más o menos igual que el resto de los hombres casados, siempre pensando en cosas de hombres. Los sueños de las mujeres, sus necesidades y sus deseos simplemente se escapaban a su radar. Chase trabajaba, traía un sueldo a casa, me daba las gracias a regañadientes por la cena y se quedaba frito en su sillón delante de la tele.

¡Por Dios, cómo odiaba ese trasto viejo! Toni siempre lo llamaba «el sillón del tonto», y mientras Chase estuvo vivo, no había manera de separarlo de él, ni haciendo palanca con una barra de hierro ni tampoco con un cartucho de dinamita. A esas alturas, ya me había deshecho del dichoso sillón, que estaba en el reducido apartamento de Scratch, encima de la cafetería, posiblemente lleno de pelos de gato y aplastado bajo un montón de libros, ya que Scratch siempre estaba leyendo. A Chase le daría un pasmo si supiera que se lo regalé a Scratch. Pero Chase ya no estaba.

La rabia y el dolor se acercaron a mí por detrás y me dieron una colleja. De repente, el paisaje que veía por el parabrisas, la autopista, los arcenes y los árboles, se volvió borroso y comenzó a brillar por culpa de las lágrimas. ¡Ay, Dios! ¿Cuándo lo superaría? ¿Cuándo lo superaría de una vez por todas?

Estaba harta de sufrir. Harta y agotada de sentir ese dolor y esa rabia que aparecían de repente sin avisar y sin pedir permiso. Harta y agotada de sentirme harta y agotada.

Mi mente regresó al pasado, a los años que compartí con Chase y a los recuerdos más sobresalientes. Aquella vez que me llevó de caza. Una sola vez. Le disparé a un ciervo y después cometí el error de verlo morir. Esos ojos tan oscuros como el chocolate derretido o el café bien cargado me miraron como si quisieran preguntarme por qué, hasta que el animal apoyó la cabeza en el suelo y la vida abandonó su mirada. Me acerqué a unos arbustos para vomitar el desayuno. Después, empecé a llorar a lágrima viva, como si hubiera matado a mi propio hijo.

Chase, como era normal, no tenía ni idea de lo que me pasaba. En su opinión, debería sentirme orgullosa de mí misma, debería disecar la cabeza y colgarla en la pared. Lo destripó, lo desolló y nos fuimos a casa. Me quedé en la ducha, frotándome para deshacerme de la culpa, hasta que me quedé sin agua caliente. Desde entonces no he vuelto a comer venado.

Otras aventuras, las pocas que compartimos a lo largo de treinta años de matrimonio, tuvieron un final más feliz, al menos para Chase. Planeó en secreto un crucero para celebrar nuestro vigésimo aniversario de boda y se lo agradecí, la verdad. Lo malo fue que se comió con los ojos a las bellezas en biquini que tomaban el sol en la playa de Cozumel. Y como yo no estaba dispuesta a ser el sustituto de las fantasías de ningún hombre, el viaje de vuelta fue bastante gélido pese al calor caribeño…

¿Había sido una buena esposa?, me preguntaba una y otra vez. Tal vez me sintiera culpable de ese fallo que le había achacado a Chase. Tal vez me había limitado a ir a mi ritmo, a vivir en mi mundo, a cumplir con mis obligaciones y a mantener las cosas como estaban.

Ojalá todo hubiera sido distinto. Ojalá Chase me hubiera valorado, me hubiera apreciado. Ojalá me hubiera esforzado más para amar al hombre del que afirmaba estar enamorada. Ojalá me hubiera sentido amada.

Estaba tan ensimismada en mis pensamientos que fue un milagro que no acabara en la cuneta o en Podunk, Arkansas. Cuando me desvié en la salida de Chulahatchie y vi la gasolinera, Llénalo y Corre, fue como recobrar la conciencia después de un sueño muy profundo.

¡Por Dios! Tenía la impresión de haber pasado años fuera. De que lo último que me apetecía era regresar. Pero Chulahatchie estaba como siempre. Con las calles desiertas, como todos los domingos a mediodía. Durante la semana que había estado en Asheville, habían decorado la plaza con las luces navideñas. Más que alegres, parecían descoloridas, desgastadas y tristes. Alguien le había puesto un gorro de Papá Noel a la estatua del soldado confederado y le había colocado en el cañón del rifle una rama de flor de pascua de plástico.

Giré en la rotonda y seguí hacia la cafetería. Tenía que decirle a Scratch que había vuelto y ver si hacía falta comida para preparar el desayuno al día siguiente. La mera idea hizo que se me cayera el alma a los pies.

Y, en ese momento, vi algo que no esperaba.

El Heartbreak Café, mi cafetería, rodeada de cinta amarilla policial. El cristal estaba roto y la puerta, descolgada. El coche del sheriff estaba aparcado frente a la puerta, con las luces encendidas.

En la puerta, con los brazos en jarras, estaba el sheriff en persona.