Capítulo 24

El domingo por la mañana, bien temprano, hice el equipaje, pagué la factura y emprendí el camino de vuelta a Chulahatchie. En el asiento del acompañante, llevaba los cuadros que había pintado en el taller, con el último encima, el del abismo negro flanqueado por las fantasmagóricas figuras de mis amigos.

Había poco tráfico incluso al atravesar Atlanta. La 1-85 estaba casi desierta. Intenté escuchar un poco la radio, distraerme, pero en casi todas las emisoras había villancicos. La idea de que estábamos a las puertas de diciembre me cayó encima como una losa. Mi primera Navidad sin Chase.

Mientras cambiaba de emisora, llegué a una en la que un predicador intentaba convencerme de que Jesús era la respuesta. Era evidente que practicaba aquello de: cuanto más grites, más razón llevarás. Una filosofía que me resultaba muy familiar, dado que había asistido a varios cursillos religiosos estivales de niña.

Lo escuché un rato antes de apagar la radio. ¿Cómo iba a ser Jesús mi respuesta si ni siquiera conocía las preguntas?

Ojalá pudiera acallar las voces de mi cabeza con tanta facilidad.

En el silencio del coche, la soledad cayó sobre mí como la niebla y cualquier ruido parecía multiplicarse por diez. La calefacción gemía mientras escupía aire caliente, las ruedas protestaban contra las juntas de dilatación de la autopista y el viento silbaba a su paso junto a las ventanillas. Un corazón gigante que latía y hacía correr la sangre por las venas.

Los sonidos me llevaron de vuelta al pasado y los recuerdos brotaron como esas viejas grabaciones familiares, movidas, rayadas y difuminadas…

Era un sábado por la mañana, a primeros de junio, reluciente y bañado por la luz del sol. La temperatura subiría con el paso de las horas, pero al menos no alcanzaría esa humedad pegajosa del verano en el Misisipi.

Mi madre estaba detrás de mí, arreglándome el pelo, intentando colocarme un pasador de perlitas de forma que no se moviera. Me miré al espejo y apenas reconocí a la persona que me devolvía la mirada. Todavía me sentía como una niña, insegura como una potrilla recién nacida, pero en el espejo veía a una mujer.

Una mujer a punto de casarse.

«Una impostora», pensé. Un fraude. Una niña disfrazada que, de repente, se encontraba en el cuerpo de una adulta con las responsabilidades de una adulta.

Quería volver atrás con desesperación, rebobinar y volver a mi niñez. Decir: «Todo esto es un error enorme» y conseguir una segunda oportunidad.

Quería a mi padre.

Intenté contener las lágrimas para que no se me corriera el rímel. Mi madre se dio cuenta y me miró a través del espejo.

—¿Estás bien, cariño?

Tragué saliva para aliviar el nudo que tenía en la garganta.

—Estoy… asustada.

Se echó a reír.

—¡Pero si no hay nada de lo que tener miedo, cariño! Chase Haley es un buen hombre, aunque sea un poco bruto. Todo saldrá bien, ya lo verás. Tú relájate y deja que él tome la iniciativa y…

Se puso como un tomate, como siempre le pasaba cuando intentaba hablar de algo que la avergonzaba. Agachó la cabeza y se concentró en las perlas una vez más.

Entonces lo entendí. Se refería al sexo. Se refería a la noche de bodas.

¡Madre del amor hermoso! ¿Cómo podía estar tan ciega? Ya había probado la fruta prohibida hacía mucho, y no fue con Chase. A decir verdad, perdí la virginidad en el hoyo Ocho del campo de golf de Riverbend la noche de mi baile de graduación, con un desgarbado jugador de baloncesto llamado Gant Yarborough.

El padre de Gant era el conserje del instituto y se mudaron a otro pueblo poco después de la graduación. Una bendición, porque aunque Gant no era de los que iban alardeando de sus conquistas, era muy difícil mantener esos secretos en un pueblo tan pequeño como Chulahatchie. La única persona que estaba al tanto era Toni.

Además, con Chase llevaba haciéndolo desde hacía más de un año. En su coche, en algún recodo apartado del río y una vez en la cama de mi madre, cuando se fue un par de noches para cuidar a Purdy Overstreet, cuando le practicaron la histerectomía.

Claro que no podía decirle eso a mi madre, mucho menos lo del sexo en su cama. Mejor que me creyera nerviosa por la noche de bodas. Ojos que no ven, corazón que no siente. Además, tampoco podía contarle lo que estaba sintiendo yo en ese momento.

La única manera que tenía de explicarlo, incluso a mí misma, era que estaba sintiendo una terrible pérdida. Un sufrimiento tan grande como el océano. Una ola había caído sobre mí y me había hecho perder pie, arrastrándome mar adentro. Era un dolor sin fin. Y eso que ni siquiera sabía qué había muerto.

No podía quitarme de encima la sensación de que se me escapaba algo, de que en cuanto saliera por esa puerta, todas las otras puertas y cualquier ventana se me cerrarían a cal y canto. Todas las posibilidades se desvanecerían y las paredes comenzarían a cerrarse sobre mí.

No se trataba de la idea de casarme, ni de la idea de casarme con Chase. Tenía que ver conmigo, con dejar atrás una niñez plagada de posibilidades y grandes sueños para vivir en el mundo de los adultos donde el presente era igual que el ayer y el mañana sería igual que el presente.

Contemplé una vez más el reflejo desconocido del espejo, la impostora que me miraba. Mi madre me había colocado detrás el enorme espejo de pie para que pudiera admirar mi vestido de novia desde todos los ángulos. Y allí estaba yo, vista desde delante y desde atrás. La imagen de una imagen de otra imagen, y así hasta el infinito.

—No sé si puedo hacer esto —musité.

—No seas tonta —me dijo mi madre—. Tú recuerda que sólo hay dos cosas en la vida de las que un hombre nunca se harta: un buen plato de comida y un buen abrazo. —Me sonrió y me dio unas palmaditas en la mejilla—. Te he enseñado todo lo que sé sobre la comida —continuó—. El resto tendrás que averiguarlo tú sólita.

Menos mal que no había esperado que mi noche de bodas fuera la culminación de todos mis sueños infantiles. Porque me habría llevado un buen chasco.

El día fue larguísimo entre los preparativos, la ceremonia en sí y las recepciones. Sí, las recepciones, en plural. Como no podíamos beber y bailar en la iglesia baptista de Chulahatchie, acabamos con una recepción sin alcohol en el salón de actos de la iglesia, con ponche, entrantes y mucha conversación aburrida. Después, ya avanzada la noche, celebramos una recepción mucho más animada en Knights of Columbus, con costillas a la brasa, una banda de rock & roll y un montón de cerveza y champán.

Mi madre no aprobaba el alcohol, dado que era catequista, pero sí interpretaba a su manera algunas doctrinas de la fe baptista, y bailó como la que más. Cuando la segunda recepción llegó a su fin a regañadientes, mi madre había bailado con la mitad de la población masculina de Chulahatchie, incluidos el nuevo pastor metodista y el antiguo rector episcopaliano. Y también me daba en la nariz que se había tomado a escondidas un par de copas de champán.

Entre unas cosas y otras, Chase y yo llegamos a la habitación del hotel de Tuscaloosa agotados, medio borrachos y sin ganas de sexo. Nos dejamos caer en la enorme cama y dormimos como troncos hasta la tarde del día siguiente, y como resultado tuvimos que pagar por dos noches de habitación y perdimos medio día de viaje hasta nuestro destino final, la isla de Tybee, en la costa de Savannah.

Resacoso y gruñón, Chase se estuvo quejando todo el camino por tener que conducir ocho horas para disfrutar de una luna de miel de tres días. Yo había sugerido Nueva Orleans, que estaba a la mitad de distancia, pero se negó en redondo.

Ya había anochecido cuando llegamos, habíamos perdido otro día y era demasiado tarde para cenar en una de las famosas marisquerías de Tybee. Nos conformamos con una hamburguesa y un paseo por la playa, algo muy distinto a lo que me había imaginado. La luz de la luna sobre el océano sólo te parece romántica si estás de humor para apreciarla.

El segundo día no fue mucho mejor. Yo quería seguir la ruta histórica de Savannah. Chase quería jugar al golf. Yo quería hacer la ruta de los piratas y ver el faro. Chase quería salir a pescar en un bote. Yo quería ir de tiendas. Chase quería tumbarse en la playa.

Al final, nuestra luna de miel marcó lo que sería, en palabras de Boone, «la pauta a seguir». Chase se fue a lo suyo y yo, a lo mío; y al final del día nos juntábamos para cenar y, de vez en cuando, para darnos un revolcón.

Ya habíamos establecido la rutina. A él no parecía importarle. ¡Por Dios, ni siquiera parecía darse cuenta!

Pero yo miraba en el espejo y veía esas imágenes que se reflejaban una y otra vez, el reflejo de un reflejo. Hasta un punto en el que no había marcha atrás.