El estudio de pintura estaba en la cuarta planta de un edificio adyacente a la galería de arte Pack Place, con enormes ventanales que daban a Pack Square. Todas las paredes estaban cubiertas con cartones y en el centro de la estancia había cubículos triangulares que parecían fabricados con frigoríficos. Los asistentes, casi todos mujeres, deambulaban por el estudio, recogiendo sus tarjetas identificativas, apoderándose de los puestos de pintura o sentándose en el círculo de sillas que había al fondo de la estancia.
Mucha gente. Desconocidos.
No como la gente de Chulahatchie.
En la vida había visto a gente como ésa. Era como si me hubieran agarrado del cuello para soltarme en mitad de un circo de tres pistas. Había tres mujeres con la cabeza rapada, dos con rastas y una con una cresta púrpura. Vi más tatuajes que en toda mi vida. Había una enana que apenas me llegaba a la cintura.
Pegué la etiqueta identificativa con mi nombre en un puesto de pintura junto a un ventanal, me acerqué al círculo de sillas y me senté al lado de la persona más normal que pude encontrar.
—Me llamo Dell —le dije al tiempo que le tendía la mano.
—Suzanne —se presentó ella. Cuando se giró con una sonrisa, vi un piercing en su nariz—. ¿Es la primera vez que vienes?
Asentí con la cabeza.
—Yo también. Mi marido, Tad, cree que es una pérdida de tiempo y de dinero, pero una amiga mía hizo el curso y me dijo que le había cambiado la vida. —Soltó una carcajada—. A lo mejor eso es lo que teme Tad.
«¿Cómo podía cambiar la vida de alguien un taller de pintura de un fin de semana de duración?», me pregunté.
—Yo no espero nada tan impactante —le aseguré—. Sólo quiero pasármelo bien.
Suzanne abrió la boca para decirme algo, pero la mujer que estaba al lado le indicó que guardara silencio.
—Bienvenidas —dijo alguien—. Me llamo Annie y seré una de las monitoras de este taller durante el fin de semana.
Clavé la vista al otro lado del círculo de sillas. Era la enana, aunque a lo mejor debería decir «mujer pequeña», no lo sé. Tenía una melena rubia y rizada, unos alegres ojos azules y una sonrisa fácil que dejaba al descubierto unos dientes blanquísimos flanqueados por un par de hoyuelos. De cintura para arriba, estaba más o menos bien proporcionada, pero tenía las piernas muy cortas y arqueadas, y llevaba consigo un pequeño taburete de plástico para subirse en él.
—Las otras monitoras son Betsy, que está allí… —Una mujer alta con vaqueros desgastados levantó una mano—. Y Evonne… —Señaló un punto detrás de mí, así que me giré para mirar. La mujer con la cresta púrpura. Cómo no—. ¿Cuántas de vosotras habéis participado ya en un taller de Experiencia Pictórica? —preguntó Annie. Unas cuantas manos se alzaron—. Para las novatas, haré una pequeña introducción. Este taller no pretende enseñar técnicas de pintura. No se trata de aprender a pintar un cuadro bonito. No se trata del resultado final. Lo importante es lo que se llamaba el proceso creativo de la pintura, y es precisamente a lo que suena. Se trata de sumergirse en el proceso y dejar que la intuición y las emociones os guíen.
Un murmullo se alzó del círculo y Annie soltó una carcajada.
—A lo mejor no os gusta lo que pintáis. A lo mejor no os gustan las emociones que el proceso suscita. A algunas de vosotras os resultará muy doloroso, pero también puede tener un efecto curativo. Así que os animo a olvidaros de cualquier estrategia que tengáis preparada y a plasmar en el papel las necesidades que afloren desde vuestro interior.
Todo eso me sonaba a chino, muy moderno para mí, y me pregunté cuándo iban a quemar incienso y a sacar los cristalitos de colores. Sin embargo, seguí sentada, decidida a llegar hasta el final, y escuché atentamente mientras Annie enumeraba las reglas: la importancia del silencio en el estudio, el uso de las pinturas, lo que haríamos ese día y cómo ayudarían las monitoras.
—Ahora —dijo por último—, vayamos a la mesa con las pinturas y os mostraré los útiles que tenemos.
En cuestión de unos minutos estábamos en nuestros cubículos y el silencio era tal que se escuchaban las pasadas de los pinceles. Me quedé mirando el papel en blanco que tenía delante sin saber por dónde empezar siquiera.
Lo importante no era el arte, había dicho Annie. Lo importante era el proceso creativo. Ahondar en el interior.
Con la vista clavada en el blanco reluciente del papel, se me empezaron a llenar los ojos de lágrimas. Tenía tres colores en la paleta: verde chillón, azul intenso y amarillo. Colores alegres, los colores del cielo, la hierba y el sol.
Mojé un pincel en el color azul y lo llevé a la parte superior del papel. Pero no podía pintar. ¡No podía! Empezó a temblarme la mano y se me aflojaron las rodillas. Cogí una silla del círculo y me dejé caer sobre ella, con la vista clavada en el papel en blanco.
Mi vida. Quebradiza, en blanco y vacía.
Se me formó un nudo en la garganta, impidiéndome tragar. Quería salir corriendo de allí, salir pitando por la puerta antes de que las paredes se me cayeran encima.
Sentí un golpecito en el codo. Annie estaba allí, mirándome. Como ella estaba de pie y yo, sentada, nuestros ojos casi quedaban a la misma altura.
—¿Tienes problemas para empezar?
No estaba segura de que me saliera la voz. Así que asentí con la cabeza.
—¿Qué sientes? —me preguntó.
Medité la respuesta un instante.
—Que estoy a punto de vomitar.
Eso no la disuadió.
—Vaya, ¿tienes algunas emociones negativas en el estómago?
Yo no lo habría dicho de esa manera, aunque, claro, en Chulahatchie la gente no hablaba mucho sobre sus emociones.
—No sé cómo empezar de la forma correcta.
Me colocó una mano en el hombro.
—No hay una forma correcta. Estás sintiendo algo, algo que no te gusta.
No era una pregunta. Me encogí de hombros y asentí de nuevo con la cabeza.
—¿Qué te dice el instinto? ¿Qué quieres hacer?
La miré con una ceja arqueada.
—Salir echando leches.
Para mi sorpresa, se echó a reír.
—A mucha gente le pasa lo mismo cuando empieza. Pero vamos a suponer que te quedas. ¿De qué color es esa emoción?
La parte racional de mi cabeza no terminaba de entender la pregunta. Era como si me hubiera preguntado: «¿Qué pinta tenía el último extraterrestre que te visitó?».
Sin pensarlo, contesté:
—Negro. Un negro verdoso y sucio.
Annie se acercó a la mesa con las pinturas, me llevó un cuenquito con pintura negra y volcó un poco en mi paleta, junto al verde. Mezclé las pinturas con el pincel hasta que creí haber dado con el color correcto, un verde oscuro y sucio, como de una sustancia tóxica. Después volví a mirar el prístino papel blanco.
—No pienses —me dijo Annie—. Limítate a pintar.
Ataqué el papel con mi pincel, con movimientos enérgicos y rectos, de arriba abajo y después en horizontal. Jamás había experimentado nada parecido, jamás había sentido esa rabia extrema que me quemaba con cada pincelada. Era como si estuviera blandiendo un enorme cuchillo de carnicero en vez de un pincel y estuviera decidida a matar a un ladrón que se había colado a medianoche en mi ordenado y pacífico mundo. Casi podía escuchar la música de Psicosis en mi cabeza, la de la escena en la que Janet Leigh es apuñalada en la ducha. Cuando por fin me detuve, jadeaba y tenía la cara mojada por las lágrimas. Annie había desaparecido.
Me dejé caer en la silla y miré lo que había pintado. Era un agujero feo, como una herida abierta y gangrenada. Era yo. Pero también era algo más. Dos franjas oscuras de pintura, más anchas por abajo que por arriba, cortadas por dos barras horizontales.
Una escalera, subiendo al cielo.
No.
No era una escalera. Las vías de un tren que subían hacia un paso montañoso y se dirigían hacia… un agujero negro, un borrón de pintura en la parte alta del papel.
Un túnel. Una gruta oscura y amenazadora que podría ocultar toda clase de peligros.
Annie regresó, se colocó a mi lado y miró por encima de mi hombro.
—Lo odio —dije—. Es espantoso e inquietante, no me gusta lo que me hace sentir.
—Tal vez no te hace sentir nada —replicó Annie en voz baja—. Tal vez sólo refleja lo que ya sientes. —Señaló la parte alta de la pintura, donde los raíles se fundían con la oscuridad—. Háblame sobre esta parte.
—Es… No sé lo que es —dije, aunque tenía una idea bastante clara—. Una gruta, un túnel.
—¿Adónde conduce? ¿Qué hay dentro?
Apreté los dientes y resistí el impulso de zarandearla. Me estaba mirando con unos ojos tan azules como el mar caribeño, y cuando enfrenté su mirada, algo se movió desde esos ojos hasta mí. Paz. Valor. Voluntad.
Fuera lo que fuese, hizo añicos mi resistencia.
—No tengo ni idea de lo que hay dentro —confesé—. Pero supongo que tengo que averiguarlo.
Nunca había asistido a terapia, pero Toni me contó que ella fue después de la muerte de Champ. Eso se parecía mucho a lo que me había descrito: descubrir el lado oscuro que tenías dentro, esos lugares sombríos que no querías visitar. Pero tenías que hacerlo si querías mejorar. Tenías que llevar la luz a esos sitios y ver qué se escondía en sus rincones. Tenía que explotar la burbuja, aunque lo pusiera todo perdido. Tenías que trabar amistad con ese lado oscuro.
¡Qué leches! Ya había visto mi lado oscuro y no me gustaba un pelo. Por mí, lo encerraría para siempre y dejaría que se pudriera sin pensármelo dos veces.
De repente, me asaltó un recuerdo: Boone leyéndome la historia sobre Hulga-Joy Hopewell, con su licenciatura y su pata de palo. No recuerdo todo el episodio, pero sí la descripción de Hulga-Joy, como si la tuviera grabada a fuego en mi memoria: «La apariencia de alguien que ha alcanzado la ceguera por propia voluntad y pretende conservarla».
Supongo que todos comprendemos lo que es cegarnos por propia voluntad. El problema es que, una vez que sabes que hay algo esperándote en ese lado oscuro, ese algo te atormentará hasta que te des la vuelta y lo mires a los ojos.
Así que me metí en el túnel.
A regañadientes, aterrada a cada paso, muerta de miedo por lo que pudiera encontrar, me armé con todo el valor, la paz y la voluntad que pude robarle a Annie y me obligué a adentrarme en ese agujero negro.