El Día de Acción de Gracias llegó y pasó. El peor Día de Acción de Gracias de mi vida.
El Heartbreak Café permaneció cerrado durante todo el día y yo lo pasé sentada en la casa que había compartido con Chase, me comí un sándwich de pavo e intenté distraerme con el Desfile de Macy y, después, con diez horas ininterrumpidas de fútbol. Juro que no podría decir qué equipos estaban jugando.
Toni. Era incapaz de creerlo. Mi mejor amiga y mi marido. ¿Cómo había sido capaz de hacerme algo así? ¿Y cómo lo había descubierto Peach Rondell?
Y otra cosa, ¿quién más lo sabía y guardaba silencio? Boone, seguro.
Me paseé de un lado para otro. Ahuequé los cojines del sofá. Ventilé mi rabia a gritos, puse verde a todo aquel que aparecía en la televisión y lloré hasta que pensé que acabaría ahogándome con mis propios mocos. Le grité a Dios, al universo, a quienquiera que estuviese escuchándome:
—¡Joder, no! ¡No! ¿Qué he hecho yo para merecer todo esto?
Pero nadie me contestó.
El viernes, después de dormir tres horas, salí de la cama a rastras y me fui a la cafetería. Scratch ya estaba allí, preparando el desayuno y haciendo café. Me miró, pero no dijo nada aparte de un escueto:
—Buenos días, señorita Dell.
Y siguió con su trabajo. Lo dejé todo en sus manos y me senté a una mesa para beberme unas cuantas tazas de café seguidas mientras me preguntaba qué narices iba a hacer. Cómo iba a seguir adelante. Cómo podía sobrevivir a algo así.
Nadie apareció esa mañana. Nadie salvo Cuesco Ungen.
Se sentó frente a mí y aceptó el café que Scratch le ofrecía. Pasó un rato en silencio con la taza entre las manos hasta que al final dijo:
—Dell, ¿qué te pasa? Pareces estar en las últimas.
No pude contestarle. Me limité a mirarlo con un nudo enorme en la garganta y a encogerme de hombros.
—Trabajas como una mula —me dijo al cabo de un momento—. Deberías tomarte unos días de descanso.
La preocupación que destilaba su voz fue la gota que colmó el vaso, tanto fue así que se me saltaron las lágrimas.
—Es posible que tengas razón —dije—. Estoy muy estresada.
—Si necesitas hablar —siguió él después de beber un sorbo de café—, sabes que puedes contar conmigo.
Apreté los dientes y decidí animarme un poco.
—Se me pasará —le aseguré.
Él alargó un brazo y me acarició los dedos con una de sus encallecidas manos. Fue como el leve roce de un papel de lija.
—No tienes que hacerte la fuerte a todas horas —me dijo—. Tienes amigos.
—Lo sé.
Fue lo único que pude decirle. Si seguía hablando, acabaría hecha un mar de lágrimas y no podría parar. Así que cambié de tema.
—¿Te apetece desayunar?
—¿Me acompañas?
Eché un vistazo a mi alrededor. No había nadie.
—¿Por qué no?
Scratch no me permitió entrar en la cocina. Preparó huevos con beicon, patatas fritas y tortitas de plátano, y lo llevó a la mesa como si estuviera sirviendo a la realeza. Hablamos de cosas sin importancia mientras comíamos. Cuesco se zampó su desayuno y la mitad del mío. Cualquiera diría que le gustaba más la cocina de Scratch que la mía. Para cuando se comió la última tortita, estaba casi convencido de que no me pasaba nada. De que sólo estaba cansada. De que sólo necesitaba tomarme un descanso.
—Pues tómatelo —me dijo—. La cafetería no va a irse a ningún sitio.
Estoy segura de que se me fue la olla al marcharme de esa forma. A la mañana siguiente, preparé una maleta, le di las llaves a Scratch y coloqué el cartel de CERRADO en la puerta del Heartbreak Café.
—Volveré dentro de unos días —le dije—. No creo que nadie se muera por no comer aquí.
Él me miró con los ojos entrecerrados.
—¿No deberías hablar con Toni? ¿O con Boone? Deberías decirle a alguien adonde vas. Se preocuparán por ti.
—Que se preocupen —repliqué—. Les vendrá bien.
Y, después, sintiéndome como una adolescente rebelde que acababa de fugarse de casa, me detuve en el cajero automático del Banco de Ahorros y Créditos de Chulahatchie, saqué el máximo permitido (doscientos dólares) y puse rumbo a la frontera con Alabama.
No sabía muy bien adonde me dirigía. A Atlanta, quizá. Me daba igual. Lo importante era salir de Misisipi, más concretamente de Chulahatchie, y alejarme de Toni, de Boone y del recuerdo de Chase Haley todo lo que me permitieran la Visa y la rabia que me quemaba por dentro.
Quizá condujera hasta Asheville; Tansie Orr no paraba de hablar maravillas de ese lugar desde que Tank la llevara el año anterior. Recordaba el montañoso paisaje que descubrí durante los viajes que había hecho muchísimos años antes a las Smoky Mountains, un lugar puro, maravilloso y sereno.
Llevaba una hora de viaje cuando llegué a la conclusión de que me había vuelto loca. El tráfico en Tuscaloosa era una pesadilla. Al parecer, había partido entre los equipos de la Universidad Estatal de Misisipi y la de Alabama. Me vi rodeada de coches que no paraban de tocar el claxon, llenos de universitarios y de antiguos alumnos que agitaban las banderas de su equipo por las ventanillas y se gritaban en plena autovía.
Cuando por fin dejé atrás la universidad y llegué al desvío de Birmingham, el tráfico se aligeró, pero yo seguía de los nervios. En ese momento, caí en la cuenta de que nunca había hecho algo así antes, de que era la primera vez que viajaba sola. Antes era Chase quien conducía, y las pocas veces que habíamos salido de vacaciones a Tennessee y a Carolina del Norte, mi labor consistía en consultar el mapa de carreteras y disfrutar del paisaje.
El paisaje de Alabama no era nada del otro mundo, aunque tampoco veía mucho, ya que estaba rodeada de camiones. Cogí la salida a Atlanta por los pelos. Me fijé en la señal en el último momento, contuve el aliento y crucé tres carriles para llegar al desvío. Escuché los chirridos de los frenos y las pitadas de los otros conductores, pero al menos no estaba muerta, no hubo ningún accidente ni tampoco me pescó la policía.
De vez en cuando, Dios me echaba una mano.
Al cabo de tres horas y después de un par de paradas para descansar, vi a lo lejos los edificios de la ciudad que emergían de la neblina. Coroné una suave colina y allí estaba, resplandeciente en la distancia como la Ciudad Esmeralda de El mago de Oz.
Pero allí no había magia, a menos que se contara el milagro de sobrevivir a la hora punta. Pasé por delante del parque de atracciones Six Flags, cerrado hasta el comienzo de la temporada, y su montaña rusa me pareció el esqueleto de un dinosaurio bajo la lluvia. Tardé otra hora y media en atravesar la ciudad. Cuando por fin llegué al motel Days Inn y alquilé una habitación de mala muerte por el exorbitante precio de sesenta y cuatro dólares la noche, estaba agotada, deprimida y a punto de darme la vuelta para regresar a Chulahatchie.
Claro que volver estaba totalmente descartado. Aunque el viaje fuera una locura, fruto de un arrebato poco característico en la Dell Haley que todo el mundo conocía, en el fondo era mi instinto de supervivencia el que había tomado el mando. Me obligué a salir de la habitación, fui a dar una vuelta y acabé en un restaurante italiano que había cerca del motel y que se llamaba Macarrones a la Parrilla.
Que pudieran hacerse macarrones a la parrilla me resultó sorprendente, pero el sitio resultó ser un restaurante decorado al estilo mediterráneo, de precios subiditos y con una mareante carta de platos de pasta acompañados por roscas de pan crujiente y calentito. Me decidí por la dosis más alta de grasa, colesterol y ajo, y pedí pasta con gambas y salsa Alfredo, ensalada César y media jarra de un vino blanco cuyo nombre no había visto en la vida.
Chulahatchie es uno de esos sitios donde el vino se vende en botellas con tapón de rosca, y si eres un gran bebedor, en una caja cuyo tamaño permite guardarla en el frigorífico. Según el camarero que me atendió, un chico muy guapo que bien podría haber sido stripper, el vino era un Pinot italiano. Si él lo decía… A mí me daba igual. Lo que me gustaba era que alguien me hiciera la cena, me sirviera la comida y me limpiara la mesa.
Que el camarero estuviera como un tren y se pasara todo el rato tonteando conmigo resultó un extra inesperado.
Como era de esperar, el camarero me convenció para que pidiera postre. Un trozo de tarta de queso tan grande como la mitad de mi cabeza, bañado con tanto chocolate que resbalaba por los bordes de la porción hasta llegar al plato. Después del vino, las gambas, la pasta, el pan y la tarta de queso bañada con chocolate, me sentí un poco más animada, aunque para ser sincera, la atención que me prestaba el camarero ayudó bastante, para qué nos vamos a engañar. Pagué la cuenta con dos billetes nuevecitos de veinte dólares, le di unas palmaditas al chico en la mejilla y le dije que se quedara con el cambio.
A la mañana siguiente, me sentía pesada, todo lo contrario a mi monedero, que estaba más ligero, y me dolía la cabeza por culpa de los excesos de la noche anterior. Pero, oye, sólo se vive una vez. Además, la repentina muerte de Chase y la traición de Toni me habían demostrado que no hay nada seguro en la vida.
Después de varias tazas de café solo bien cargado, cortesía del recepcionista del motel, volví a la carretera y puse rumbo hacia Carolina del Norte. Destino: Asheville.
Había escampado durante la noche, de modo que la mañana era fresca, despejada y luminosa. Tenía la sensación de haber traspasado una barrera invisible que me había llevado a otro mundo. El aire ya no olía a agua estancada, que era lo normal en las márgenes del Tennessee Tombigbee. Los riachuelos de agua oscura y poca corriente dieron paso a arroyos cristalinos que borboteaban sobre las rocas y caían en cascadas de un blanco resplandeciente. Después de una empinada cuesta y antes de lo que esperaba, llegué a un pueblecillo llamado Travelers Rest y fui recompensada con mi primera imagen de las montañas.
Me detuve en el arcén y me pasé un rato contemplando el paisaje, aferrada con fuerza al volante y respirando de forma superficial. La gente habla mucho de la majestuosidad de las Montañas Rocosas, pero nada es comparable a las Blue Ridge Mountains. Las Rocosas son montañas jóvenes, altas, escarpadas, puntiagudas y sin vegetación. Las que tenía delante eran redondeadas, con las cumbres cubiertas de nieve como si les hubieran espolvoreado azúcar, y estaban envueltas en una suave bruma. Unas montañas dignas de confianza, inalteradas e inalterables. Capas y capas de azul, morado, verde oscuro y gris. Notaba su inamovible presencia, tan reconfortante como un viejo pijama de franela, como si me estuviera abrazando, acogiéndome en sus brazos, dándome la bienvenida.
En el fondo, sabía que todo eran imaginaciones mías.
Mi hogar estaba en la dirección contraria, a más de seis cientos kilómetros de distancia, donde había vivido toda mi vida, donde estaba enterrado mi marido, donde me esperaba mi cafetería y donde todo el mundo me conocía.
Adonde tendría que volver tarde o temprano.
La idea no me resultaba agradable. Así que, de momento, dejé que las montañas me abrazaran, me permití soñar que aquél era mi sitio. Fingí que había llegado a casa.
Todos los folletos turísticos usaban palabras como «artístico» o «variado» para describir Asheville, y reconozco que tenían razón. La ciudad parecía estar habitada por hippies talluditos vestidos con vaqueros azules, músicos jóvenes que actuaban en las esquinas del centro y mujeres de mediana edad adornadas con tatuajes que tocaban tambores africanos en la plaza. En cierto modo, era como estar en un país extranjero, salvo que todo el mundo hablaba inglés. Nada que ver con Chulahatchie, desde luego.
Y dado que mi objetivo era alejarme de Chulahatchie en la medida de lo posible, decidí relajarme y disfrutar de esa variedad. Encontré una habitación libre en una pensión situada en Montford Avenue, cerca del centro, y firmé el registro sin fijarme siquiera en el precio.
Mapa en mano, me encaminé hacia Biltmore Village y pasé la tarde de tienda en tienda. A las cinco, me comí una quesadilla de pollo en un restaurante llamado La Paz y a las siete atravesé la calle en dirección a Biltmore Estate, que ya estaba adornado con la decoración navideña. Volví a tirar de la Visa y me uní a un grupo de turistas para disfrutar del recorrido por la mansión a la luz de las velas. Todos exclamamos, asombrados y maravillados, a medida que descubríamos la magnificencia y el tamaño del lugar, acompañados por la música de un cuarteto de cuerda y por los villancicos de un coro Victoriano que sonaban de fondo.
La mansión Biltmore era impresionante, mucho más cuando se pensaba que fue una residencia privada. Claro que no me habría gustado ni un pelo estar en el pellejo del que tuviera que limpiarla. En ese momento, me acordé de Boone, que seguro que habría soltado más de un comentario sobre el papel que decoraba las paredes de los dormitorios.
Un par de días después, fui al Grove Park Inn, donde celebraban el concurso anual de casitas realizadas con pan de jengibre. El hotel era… increíble. La zona de recepción era gigantesca y contaba con dos chimeneas en las que se podría aparcar un Volkswagen. El lugar era más de mi estilo que la mansión Biltmore; mucha piedra y mucha decoración artesanal.
Deambulé por los pasillos mientras contemplaba los distintos diseños de las casas hechas con pan de jengibre y me preguntaba si yo podría hacer algo parecido. Porque no eran casas normales y corrientes, con cuatro paredes y un tejado; eran mansiones y castillos tan grandes que parecían lujosas casas de muñecas. Una de ellas era una mansión colonial con un amplio porche en la parte delantera que me recordó la casa de Peach Rondell en Chulahatchie. Otra de estilo reina Ana, con tres plantas y un diminuto balcón bajo un alero. Incluso había una reproducción de la mansión Biltmore, con todos sus torreones, sus chimeneas e incluso un pequeño invernadero de pan de jengibre a un lado.
Después de ver la exposición, pedí una copa de vino y salí a la Terraza de la Puesta de Sol. Aunque hacía frío, me demoré todo lo posible mientras disfrutaba de los cambios de luz y de color sobre las montañas que se alzaban al oeste. La bola anaranjada del sol flotaba justo sobre el borde de las montañas, tiñendo las nubes con pinceladas doradas, rosas y violáceas. Después, cuando se deslizó tras las montañas, el cielo adoptó un tinte morado y azul marino al tiempo que aparecía una solitaria estrella, un brillante puntito de luz en la oscuridad.
Junto con el frío, me inundó una sensación de paz y me descubrí rezando de nuevo, pidiéndole un deseo a esa estrella, suplicándole al universo. Pero sin gritos en esa ocasión, susurrando una sola palabra: «Socorro».
Al igual que la vez anterior, no hubo respuesta, pero al menos el silencio no me contrarió tanto.
Me quedé en la terraza hasta que sentí el frío en los huesos, y después volví al interior para calentarme delante de una de las enormes chimeneas. Por último, le pedí al aparcacoches que me trajera mi coche, le di cinco dólares de propina y volví montaña abajo hacia mi pensión.
Estaba sentada en el salón delante del fuego, comiéndome un sándwich de pavo asado cuando se me acercó por detrás la casera, o posadera u hostelera o como se diga, y carraspeó.
—¡Oh! —exclamé, asustada al tiempo que daba un respingo, de forma que unas cuantas migas de pan cayeron a la alfombra oriental—. Lo siento. Supongo que no debería estar comiendo aquí.
—Tranquila. Nada que no se arregle con una pasada de aspiradora. —Se acomodó en el sillón situado frente al mío y sonrió—. ¿Qué tal su estancia en Asheville? ¿Se lo está pasando bien?
La miré. La miré de verdad por primera vez. Sólo la había visto dos veces. La primera cuando me registré y la segunda esa misma mañana durante el desayuno. Era más joven de lo que pensé en un primer momento. Tendría unos cuarenta y pocos. Pelirroja, de pelo ondulado, ojos verdes muy irlandeses y muy poco maquillaje. Llevaba una falda de vuelo con un estampado floral en tonos azules y verdes, una camiseta de manga corta a juego y una rebeca de punto de color beige. Creí recordar que se llamaba Nell.
No, no era Nell. Era Neal. Neal McLellan.
Me animé a responder su pregunta.
—He visitado Biltmore, he ido de tiendas y también he estado en Grove Park. Creo que mañana iré a Wall Street y visitaré Grove Arcade. He estado varias veces en el centro de la ciudad, viendo tiendas.
—¿Cómo es que viaja sola?
La inocente pregunta fue como un puñetazo en el estómago, y antes de que pudiera contenerme, se me llenaron los ojos de lágrimas y se formó un nudo en la garganta. Para mi sorpresa, Neal no pareció incómoda cuando me eché a llorar, ni tampoco se disculpó por haber provocado mi arrebato. Se limitó a esperar.
Había algo en ella… algo reconfortante, como les sucedía a las montañas. Algo intemporal, algo eterno. Como si no tuviera otra cosa mejor que hacer que sentarse ahí conmigo para estar a mi disposición, para escuchar cualquier cosa que quisiera contarle.
—Ha sido un año duro —dije.
Y después, sin ni siquiera planearlo, sin pararme a pensar lo que estaba haciendo, empecé a hablarle de Chulahatchie, de Chase, de Toni, de Boone, de Scratch, de Tansie Orr y de Marvin Beckstrom. Se lo confesé todo, sin dejar nada atrás, como si fuera católica y ella, mi sacerdote. Le hablé de mi lado oscuro, de mi rabia, de mi depresión, de la traición de mi mejor amiga.
Cuando me desahogué, descubrí que estaba vacía.
—Creo que te vendría bien deshacerte de algunas emociones negativas —me dijo Neal, tuteándome.
—¿No es lo que acabo de hacer? —Pese a la seriedad del momento, me eché a reír—. Lo siento. No pretendía aburrirte con mis problemas.
—Me alegro de que te sientas cómoda conmigo —me aseguró—. Pero es posible que sepa de algo que pueda ayudarte mucho más.
Se levantó para acercarse a un escritorio situado en un rincón y sacó un folleto informativo de un cajón. Regresó con una sonrisa en los labios.
—Ve tú —me dijo—. Es este sábado. Hice mi reserva hace meses, pero te cedo mi plaza.
Eché un vistazo al colorido tríptico. «La Experiencia Pictórica», rezaba. «Un viaje inaudito hacia el mundo de la expresión pictórica partiendo de la intuición. Un salto al vacío, a lo desconocido y a lo inesperado. Una inmersión sin reglas en el color, la forma y la imagen».
—Nunca he participado en este tipo de cosas —dije—. No soy una artista.
—Ése es el quid de la cuestión —replicó Neal.
No supe muy bien qué quería decir con lo del quid de la cuestión, y tampoco alcanzaba a entender cómo iba a ayudarme, cómo iba a salvar mi vida. Pero ¿por qué no?, pensé. Asheville era un lugar lleno de artistas. Yo también podía fingir ser artista aunque sólo fuera un sábado.
—De acuerdo —dije al final—. Gracias. Tal vez sea divertido.