Capítulo 20

Sabía que no debería hacerlo. Lo sabía.

Era una invasión de la intimidad, peor que espiar a tus vecinos con prismáticos. Peor que escabullirse entre los arbustos de noche para espiar por la ventana del dormitorio de alguien. Peor que levantar un teléfono supletorio para escuchar una conversación.

Pero fue superior a mis fuerzas.

La cafetería estaba cerrada al público; la puerta, cerrada con llave; las persianas, echadas; las luces, apagadas. Nadie podía verme. Nadie sabría nunca que estaba allí dentro a menos que rodeara el contenedor de basura y vieran mi coche aparcado.

Supongo que podría haberme ido a casa. Llevarme el diario y leerlo en mi cocina. Pero, de alguna forma, eso habría sido peor. No sólo me habría convertido en una fisgona, sino también en una secuestradora.

De modo que me quedé sentada un buen rato con el diario cerrado delante de mí, mirándolo, sopesando mis posibilidades.

—Puedes juzgar a la gente —solía decirme mi madre— por lo que hacen cuando nadie los mira.

Supongo que también diría que Dios siempre estaba mirando, pero como no había visto señales de Su presencia en esos meses, la idea de provocar la ira divina tampoco me preocupaba demasiado.

Desde luego que me picaba la curiosidad, pero era mucho más que eso. Era una especie de compulsión. Me temblaba la mano y tenía un nudo en el estómago, y aunque escuchaba la advertencia de mi madre en la cabeza, no pude contenerme.

El diario se abrió por la página que Peach había estado escribiendo, donde estaba metido el bolígrafo, con casi dos tercios de las hojas escritas. El papel era muy fino y estaba lleno de apretadas líneas azules, con una letra menuda, clara y limpia.

Hooch se inclinó y le dio un beso a Pansy en la mejilla. Sabía perfectamente que nunca se lo habría permitido de haber estado sobria, pero tenía que aprovechar cualquier oportunidad que se le presentase.

La puñetera corbata estaba a punto de ahogarlo. Pansy olía a ginebra casera, a polvos de talco y a un perfume tan agobiante que se le saltaban las lágrimas, y también a algo más… Eau de Asilo, pensó. Ese olor tan característico de los lugares donde conviven un montón de ancianos y moribundos.

Mis sospechas se confirmaban: Peach estaba escribiendo sobre Chulahatchie y sus habitantes. Sobre las personas que acudían al Heartbreak Café, de hecho, y sobre las cosas que pasaban en él todos los días.

¿Qué más habría escrito?

Pasé las páginas, yendo hacia atrás como los cangrejos. Había escrito sobre todo el mundo: sobre Scratch, sobre Cuesco, sobre los trabajadores de la fábrica de plásticos, sobre los camioneros, sobre las ancianas de pelo azul que iban a tomar café y un trozo de tarta. Sobre DiDi Sturgis y Tansie Orr. Incluso sobre Marvin Beckstrom.

En ese momento, un párrafo en concreto me llamó la atención y me detuve. Me detuve y me quedé de piedra.

Debería haber aceptado la invitación de Boone hace años, cuando tuve la oportunidad. Era muy dulce, inteligente y sensible, además de guapísimo, y podríamos haber tenido algo si yo no hubiera sido una marioneta tonta y me hubiera opuesto a mi madre para variar. Odio a esa mujer, la odio con todas mis fuerzas, y aunque no me siento orgullosa por pensar así, creo que mi vida sería muchísimo más sencilla si se muriera de una vez. Pero es demasiado insoportable y demasiado cabezota como para darme el gusto. Con la suerte que tengo, seguro que vive para siempre…

Se me desbocó el corazón y cerré el diario, aunque dejé el dedo entre las páginas para marcar por dónde me había quedado. Eran cosas íntimas, cosas que seguro que Peach quería guardarse para sí. Me sentía como una ladrona que le robaba a otra persona sus posesiones más preciadas y después fingía que era su amiga. Pero no podía parar. Todavía no. No si lo que me hacía falta saber estaba en ese diario.

Cualquier duda que pudiera tener al respecto se despejó. Peach Rondell entendía a las personas. Observaba. Escuchaba. Estaba todo allí, en su diario. Todas las manías y las excentricidades, los detallitos que nos hacían peculiares. La verdad sobre Chulahatchie.

Ella veía todas esas cosas que la gente intentaba ocultar.

Scratch, por ejemplo. Había escrito sobre él con dulzura y compasión, y lo había caracterizado como a un artista fallido, como a un hombre que ocultaba un pasado doloroso. Con un amor que se había torcido. Con una profesión destrozada. Un hombre reducido a servir mesas en una cafetería de segunda, un hombre al que nunca le habían otorgado la admiración que se merecía.

¿Cómo era posible que intuyera algo así sobre la cara oculta de Scratch cuando sólo lo había visto como un pinche y un camarero? ¿Y cómo había llegado a entender la situación de Cuesco? Lo había retratado a la perfección: un jugador de baloncesto apartado de ese mundo por una lesión, cuya vida y autoestima se basaban en proteger a su familia, en ser un buen marido y un buen padre. Un hombre que había enterrado sus sueños de fama y gloria para hacer feliz a su mujer, quien le había pagado abandonándolo sin mirar atrás.

Y Tansie Orr, cuyo marido, Tank (Peach lo llamaba Hank), interpretaba el papel de amante esposo en público pero la maltrataba de puertas para adentro. «¿Lo haría de verdad?», me pregunté. ¿Qué había visto Peach que a mí se me había escapado? ¿Tenía razón al decir que la única escapatoria de Tansie era poner buena cara e intentar parecer lo más joven y sexy posible para animar su maltrecho ego? ¿Era ésa la razón de que se tiñera el pelo, se vistiera con ropa provocativa y se pusiera esas uñas postizas tan horteras?

Era todo muy interesante, muy revelador, pero no lo que estaba buscando. Estaba segura de que se encontraba en el diario, en alguna parte. Sólo tenía que encontrarlo.

Y, en ese momento, mis ojos captaron una palabra. Un nombre. Mi nombre.

Dell Haley es una mujer increíble. Me siento en esta mesa todos los días y la observo, y aunque sé por lo que está pasando y me imagino, al menos en parte, el dolor y el sufrimiento que debe padecer, sigue con su vida. Sonríe, habla con la gente y la escucha, y hace que las personas se sientan importantes, las trata con dignidad. Aunque sean unos capullos o unos gilipollas, como Marvin Beckstrom.

Nunca había visto una fortaleza semejante en una mujer. Siempre me inculcaron, de palabra, que no de hechos, que una mujer es como un jarrón de cristal, que sin el apoyo y la firmeza de un hombre se resquebrajará y se romperá en mil pedazos.

Cuando volví a Chulahatchie, yo estaba resquebrajada y a punto de romperme en mil pedazos. Me daba lo mismo vivir que morir. Pero Dell me ha enseñado a ser fuerte y gracias a su ejemplo me he animado a seguir adelante. Tal vez algún día reúna el valor suficiente para hablar con ella, para decirle que es mi heroína y mi fuente de inspiración.

Tal vez algún día podamos ser amigas. Tal vez…

El teléfono sonó, rompiendo el silencio de la cafetería. Di un respingo, cerré el diario de golpe y lo aparté de mí como si quienquiera que estuviese al otro lado de la línea pudiera ver a través del auricular lo que yo estaba haciendo. El corazón se me iba a salir por la boca. La culpa me provocó un nudo en la garganta, impidiéndome respirar con normalidad.

El teléfono siguió sonando. Giré la cabeza para mirar el reloj situado sobre la ventana que comunicaba la cocina con el comedor. Eran casi las cuatro. Me obligué a levantarme de la mesa y contesté con voz temblorosa.

—Gracias a Dios, Dell —dijo una voz—. Al ver que no contestabas el teléfono de casa, supuse que seguirías en la cafetería.

Tragué saliva en vano para deshacer el nudo que tenía en la garganta. El silencio se alargó.

—¿Dell? ¿Estás bien? Soy Peach.

—Sí —contesté—. Lo siento. Sí, estoy bien.

—Supuse que querrías saber cómo está Purdy Overstreet. Se encuentra bien. Como dijo Scratch, sólo es un esguince, aunque el médico ha dicho que tiene los ligamentos un poco dañados, así que le ha puesto una férula, que tendrá que llevar durante seis semanas. Un chisme de esos que se pueden quitar para lavarse y para dormir.

—Estupendo —dije.

—La cosa es que tardamos más de la cuenta en urgencias. —Peach soltó una carcajada—. Y agárrate… Hoot Everett está empecinado en cuidarla él sólito. La ha instalado en la habitación de invitados de su casa.

—Te estás quedando conmigo, ¿verdad?

—El caso es que Purdy piensa que será una compañía más interesante que los residentes de Saint Agnes… Purdy los llama «la peña geriátrica». Jane Lee Custer se pasó por el hospital mientras la atendían. Dice que no puede mantenerla en la residencia en contra de su voluntad, pero que mandará a alguien todos los días a casa de Hoot para ver cómo está.

—Supongo que tendré que llevarles el almuerzo —comenté—. Purdy detesta la comida de la residencia.

—Creo que le gustará mucho la idea —dijo Peach—. Aunque seguro que le gustará mucho más que se la lleve Scratch.

—Lo que nos hacía falta… que Hoot se líe a puñetazos para defender el honor de Purdy.

—La vida es un drama —sentenció Peach—. Allá donde vayas, tienes un asiento en primera fila.

No sabía qué decirle. Porque lo cierto era que su diario reflejaba el drama que veía a su alrededor.

—Oye —siguió ella—, con todo el lío que se montó, me dejé el diario en la mesa.

Intenté que no me temblara la voz, que me saliera normal.

—Sí, lo he encontrado. —Contuve el aliento. Iba a decirme que quería pasarse por la cafetería para recuperarlo, estaba segurísima. Pero necesitaba ganar tiempo—. A ver si te parece bien esto. Como me quedan algunas cosas que hacer aquí, si quieres, me paso por tu casa y te lo llevo cuando cierre.

—Te lo agradezco, Dell, pero no hace falta —me dijo—. Lo recogeré mañana. Pero ponlo en un lugar seguro, ¿vale? —Titubeó—. Es importante para mí.

—Te lo cuidaré bien.

—Sé que lo harás. Confío en ti.

Colgó y yo regresé a la mesa y al diario, sintiéndome como una malísima persona.

Me quedé allí sentada unos diez minutos, acariciando las tapas de piel y debatiéndome con mi conciencia. Peach confiaba en mí. Pues me ganaría esa confianza. No leería ni una sola palabra más y asunto arreglado.

Sin embargo, fue superior a mis fuerzas. Era como si mis manos pertenecieran a otra persona mientras pasaba las páginas, y como si mis ojos no estuvieran en mi cabeza mientras leían por su cuenta y riesgo. Y en ese momento lo encontré. Ya no podía detenerme, ni siquiera aunque mi alma corriera el riesgo de arder en el infierno por ese pecado.

Esperó allí, sumido en la creciente oscuridad, con la vista clavada en el río y en las garzas blancas que pescaban a la sombra del embarcadero. El agua estaba rojiza por el sol del atardecer, de un rojo sangre como los ríos de Egipto durante las plagas bíblicas.

La cabaña se alzaba por encima del nivel del agua gracias a una plataforma elevada sobre unos pilares de madera, aunque el río no se había desbordado desde que el cuerpo de Ingenieros de la Guardia Nacional construyera el dique y el cauce. Debajo de la plataforma estaba la camioneta, oculta a las miradas indiscretas de la gente que pasaba por el camino. Seguramente una precaución innecesaria. Los únicos visitantes eran las garzas que pescaban en el río y, además, la cabaña estaba situada al final de un estrecho camino de tierra, lejos de la carretera y en un recodo del río bastante alejado.

Vio que los faros de un coche iluminaban los árboles y se dirigió al otro lado del embarcadero para ver cómo el coche aparecía lentamente. Detrás de él, en la cabaña, las luces estaban apagadas; las velas, encendidas; el vino, enfriándose; y sonaba música de fondo. Todo estaba listo.

El coche se detuvo en el camino de entrada. Ella salió y subió los escalones con esas largas piernas enfundadas en unos elegantes vaqueros negros y su ondulada melena rubia al viento.

Era guapa y un poco tímida, de risa fácil, y lo ayudaba a sentirse atractivo, sexy y deseable. Igual que se sentía hacía tantísimo tiempo, cuando tenía treinta años, un cuerpo atlético y un brillante futuro por delante. Pero el tiempo y la realidad eran únicos para desinflar los músculos y ensombrecer los sueños, y hacía años que no se sentía como alguien especial.

De ahí que hubiera mantenido las distancias, consumido por la indecisión, preguntándose si estaría interpretando bien las señales. Hasta que ella se lo dijo abiertamente. En ese momento, se excitó tanto que podría haberla poseído allí mismo, en la frutería del Piggly Wiggly.

Pero la cabaña era un lugar mejor. Un lugar íntimo, relajado, secreto. La fruta prohibida a la espera de que él la cogiera, y mandara a la mierda las consecuencias.

Mi madre solía decirme que nunca debía condenar a nadie a menos que escuchara a dos testigos. Creo que está en alguna parte de la Biblia, pero esté donde esté, parece un buen consejo.

Escuché una voz en mi cabeza. La voz de mi mejor amiga diciéndome que estaba segura de que Brenda Unger no había tenido una aventura con mi marido… pero sin decirme quién había sido. Seguí con la vista clavada en el diario, con las páginas abiertas como un especial del Playboy en toda su obscena gloria. Me dolía la boca de apretar los dientes y me palpitaba la cabeza por el esfuerzo de leer las palabras a la mortecina luz del atardecer.

Sí, acababa de encontrar a mi segundo testigo.