Capítulo 19

El lunes por la noche, mientras retransmitían el partido de fútbol por televisión, me senté en el sofá y le eché un vistazo a la contabilidad para decidir cuánto podía pagarle a Scratch por su trabajo en el Heartbreak Café. Había investigado un poco e incluso me había pasado por la biblioteca aprovechando que Boone no estaba, y el resultado me había indignado muchísimo.

En primer lugar, porque descubrí que en el estado de Misisipi el sueldo mínimo no estaba fijado por ley. Y, en segundo, porque no había protección social para los trabajadores más desfavorecidos, no había directriz legal alguna. Hasta ese momento, nunca me había parado a pensar sobre el tema. Nunca se me pasó por la cabeza cómo se las apañaba la gente para sobrevivir cuando carecían de sueldo y de prestaciones a las que recurrir. Al menos, no hasta que Chase me dejó con una mano delante y la otra detrás.

Tal vez no debería haberme dejado afectar por esa faceta personal que había descubierto en Scratch. Porque no sólo era un negro, un vagabundo, un mendigo que necesitaba limosna, sino un hombre. Una persona que tenía una vida más allá del Heartbreak Café, que sabía muy bien lo que era el sufrimiento, la pérdida de los seres queridos y el perdón. Una persona con la que tal vez pudiera entablar una amistad, aunque todo dependía de mi voluntad de entablarla, claro.

Después de todos esos meses, atisbaba el comienzo de un vínculo personal. Y eso hacía que lo viera con mejores ojos.

Y que la opinión que tenía sobre mí misma cayera en picado.

Cada vez que me miraba en el espejo, veía una cincuentona egoísta y superficial a la que no le interesaba nada salvo sus propias necesidades. Sí, podía racionalizarlo, podía echar mano de muchas excusas. Me había quedado viuda, me sentía herida y traicionada y estaba luchando sin ayuda de nadie para sacar a flote una cafetería. Sin embargo, por muchas excusas a las que me agarrara, el tufo seguía siendo horrible, como el del brócoli y la col cuando se pegan a la cacerola.

Toni tenía razón en una cosa: no le había prestado atención a nada. Me había pasado media vida avanzando como una sonámbula y había tenido que perderlo todo para despertarme. ¿Por eso Chase se fue con otra?, me preguntaba. ¿Por eso no respeté de verdad a Scratch hasta que me vi obligada a reconocer que poseía una sabiduría, una lucidez, que a mí me faltaba? ¿Por eso cuando miraba a Peach Rondell veía a la ajada Reina de la Habichuela en vez de ver su belleza interior?

Tal vez me había estado haciendo las preguntas equivocadas. Tal vez me había centrado demasiado en el qué, en el quién, en el cómo y en el cuándo, y todavía no había llegado al por qué.

—¿Por qué? —me preguntó él.

—¿Cómo que por qué? ¿No quieres cobrar dinero, dinero de verdad, no sólo propinas? Para comprarle comida a tu gata, para comprar pasta de dientes… —Me obligué a sonreír en un intento por quitarle hierro al asunto—. Para comprar productos de limpieza. No lo niegues, sé que estás obsesionado con la limpieza.

Scratch entrecerró los ojos y ladeó la cabeza.

—¿Por qué ahora?

No quería responder esa pregunta y estaba segurísima de que él lo sabía.

—Digamos que has superado el periodo de prueba y que puedo permitírmelo. Cinco dólares por hora no es mucho, pero algo es algo.

—Sí, señora —dijo—. Es algo.

—Entonces no hay más que hablar. Vámonos a trabajar antes de que cambie de opinión.

—¿Señorita Dell?

Me volví.

—Gracias.

—De nada. Y llámame Dell de ahora en adelante.

Esa tarde fue de locos en la cafetería. Faltaba una semana para el Día de Acción de Gracias y tal vez la gente se estuviera preparando para las fiestas y no tuviera ganas de cocinar. O tal vez el Heartbreak Café estuviera intentando salvarme otra vez, mantenerme ocupada hasta el punto de dejarme sin fuerzas y sin tiempo para regodearme en mis penas.

A la una ya no quedaba cerdo asado y la empanada de pollo estaba tiritando. Scratch estaba rebuscando en el congelador, en busca de cualquier cosa que se pudiera preparar en poco rato, cuando apareció una alegre Purdy Overstreet.

Como era habitual, la teatral entrada de la anciana detuvo todas las conversaciones de golpe. Purdy hizo una reverencia, saludó a su público con la mano y echó un vistazo a su alrededor.

Su mesa de siempre estaba ocupada por unos desconocidos, una familia de cuatro miembros procedente de Texarkana que se dirigían subiendo el curso del río a casa de la abuela, situada en Milledgville, Georgia. Me habían soltado un rollo durante diez minutos sobre Milledgville y sobre la abuela, que había conocido a Flannery O’Connor y que solía ir a la granja de la escritora a echarles de comer a los pavos reales. En un día como ése, no tenía tiempo para escuchar a nadie y las aves de Flannery me importaban un pimiento, pero sonreí, asentí con la cabeza y les serví la empanada de pollo.

Purdy los miró con cara de mala leche. Ellos no captaron el mensaje y siguieron disfrutando tranquilamente de su té helado, como si no tuvieran mucha prisa por llegar a casa de la abuela. Purdy siguió en la puerta, apoyando el peso del cuerpo en un pie y luego en el otro como si fuera un reloj de péndulo. Tic, tac. Tic, tac…

Y, en ese momento, Hoot Everett, que estaba sentado a la mesa situada más cerca de la cocina, levantó la cabeza y la vio. Se puso en pie de inmediato y estuvo a punto de volcar dos tazas de café y un vaso de té endulzado a medida que avanzaba como un loco entre la clientela.

Cuando llegó a la puerta, extendió un brazo y la saludó con una breve y artrítica reverencia.

—Señorita Purdy —dijo—, sería un placer disfrutar de su compañía durante el almuerzo.

Hoot iba de punta en blanco, como si hubiera presentido que ése iba a ser su día de suerte. Se había afeitado la barba canosa, salvo un trocito que había pasado por alto justo debajo de la oreja izquierda, y estaba como un pincel con su camisa blanca limpia y sus tirantes verdes. La alegre corbata roja con lunares blancos temblaba bajo su papada cual pajarillo nervioso.

A través de la ventana que comunicaba la cocina con la barra, vi que Purdy echaba un vistazo en busca de Scratch. Sin embargo, como su primer amor estaba ilocalizable, el segundo plato era mejor que nada. Hizo un puchero con esos labios pintarrajeados y le regaló a Hoot una enorme sonrisa.

—Encantada de acompañarlo —dijo con una afectada pronunciación mientras le ofrecía la mano.

Hoot la condujo hasta su mesa, la ayudó a tomar asiento y se sentó frente a ella con cara de estar en la mismísima gloria. Porque su amor por fin era correspondido.

Cogí mi cuadernillo para anotar los pedidos y me acerqué a ellos tan rápido como me lo permitieron los pies. Purdy querría empanada de pollo y sólo quedaban cuatro porciones, así que no estaba dispuesta a que ningún otro cliente pidiera antes que ella. No había nada más peligroso en el mundo que una mujer enfadada porque se había quedado sin pollo.

Anoté el pedido, le llevé el té y fui de mesa en mesa rellenando tazas y vasos mientras Scratch se ocultaba en la cocina. Las mesas fueron despejándose a medida que nos acercábamos a las dos de la tarde y por fin me permití respirar un poco más tranquila. Lo habíamos logrado sin necesidad de recurrir a los higaditos de pollo fritos que tenía reservados para el plato especial de un sábado.

Le cobré a la familia de Milledgville y los acompañé hasta la puerta. Hoot y Purdy estaban sentados con las cabezas muy juntas y riéndose. Habían hecho buenas migas. Peach Rondell estaba en su lugar habitual, observándolos y escribiendo sin parar.

Cuando me acerqué a su mesa para rellenarle la taza, me miró con las cejas enarcadas mientras esbozaba una sonrisilla maliciosa.

—Vaya dos personajes —me dijo al tiempo que señalaba con la cabeza a los dos tortolitos.

—Ya era hora —repliqué—. Parecía que no iba a dejar tranquilo a Scratch en la vida.

—A lo mejor Hoot tiene algo de lo que Scratch carece.

—¿A qué te refieres?

Peach señaló otra vez con la cabeza hacia el otro extremo de la cafetería. Cuando miré, Hoot estaba enseñando los pocos dientes que le quedaban al sonreír de oreja a oreja mientras le pasaba algo a Purdy.

Una botella. Una botella verde de cristal.

—¡Jo! —exclamé en voz baja—. ¿Qué es eso?

—No lo sé —respondió Peach—, pero sí sé que a los dos les gusta mucho.

En ese momento, sonó la campanilla de la puerta y entró Marvin Beckstrom, seguido del sheriff con su uniforme, su revólver enfundado en la cadera y sus esposas colgando del cinturón.

—¡Ay, por Dios! —exclamé—. Peach, tengo que hacer algo ya. No tengo licencia para vender bebidas alcohólicas, y si están bebiendo lo que creo que están bebiendo, el sheriff puede cerrarme el negocio a la orden de ya. Y el cerdo de Beckstrom seguro que hace palmas con las orejas.

—Vete —me dijo—. Yo los distraeré.

Me acerqué a la mesa de Hoot con una sonrisa falsa e intenté actuar con normalidad.

A mi espalda, escuché un golpe, algo de cristal o de loza que se rompía, y un gruñido. Marvin y el sheriff corrieron hasta el lugar donde se sentaba Peach y Scratch salió de la cocina para ver qué estaba pasando.

Me planté delante de Hoot y de Purdy para que Marvin no pudiera verlos, y para que Purdy no viera a Scratch.

—¿Qué estáis haciendo? —mascullé, furiosa—. ¡Aquí no podéis beber eso!

—Claro que sí —me soltó Hoot. Tenía dificultades para hablar—. Somos adultos consentidos.

—Sí, señor —añadió Purdy alegremente—. No somos críos y tú no eres nuestra madre. No eres la jefa.

—¿Qué es eso? —Le quité la botella a Hoot de la mano y me la acerqué a la nariz. El fuerte olor a fruta y alcohol estuvo a punto de tumbarme—. ¡La leche, Hoot! Esto es muy fuerte.

—Pues sí —reconoció él—. Es vino y lo he hecho especialmente para la señorita Purdy. Tengo las mejores uvas del condado —añadió al tiempo que le daba unas palmaditas a la huesuda mano de Purdy—. Y la mujer más guapa.

Eché un vistazo por encima del hombro. Marvin y el sheriff estaban ayudando a Peach a ponerse en pie, ya que había fingido caerse al suelo. Scratch estaba limpiando los trozos de cristal y el té derramado. Escuché que Marvin le sugería a Peach que me demandara por haberse caído en el interior del local.

—Quedaos aquí quietecitos —les dije a Hoot y Purdy—. Voy a llevarme esto ahora mismo. —Le coloqué el tapón de corcho a la botella y la guardé en el bolsillo del mandil con la esperanza de deshacerme de ella antes de que el sheriff se oliera algo sobre el vino de Hoot.

—¡Devuélveme eso! —chilló Hoot—. No es tuyo.

—Ahora sí. Acabo de confiscarlo.

—¡Ladrona! —gritó Purdy—. Voy a llamar a la policía.

—La policía está aquí —señalé—. Y seguro que el sheriff os arresta a los dos por estar borrachos y causar un escándalo. Así que, por favor, quedaos aquí tranquilitos mientras yo os traigo café recién hecho. Invita la casa.

Sin embargo, Hoot ya se había puesto en pie. Estaba coloradísimo y le temblaban la papada y la corbata.

—Nos largamos —dijo—. Vamos, nena, salgamos de aquí. —Le tendió la mano a Purdy, que se levantó y se acercó a él a trompicones—. Nos vamos a mi casa. Allí tengo más.

Lo agarré del brazo.

—Hoot Everett —le dije—, no puedes conducir en ese estado. Sobrio ya eres un peligro en la carretera, así que ya puedes ir dándome las llaves.

—Ni hablar. —Se alejó hacia la puerta, agarrando a Purdy por la cintura y usando el otro brazo para apoyarse en las mesas.

Purdy, que apenas era capaz de andar con los tacones estando sobria, se tambaleaba peligrosamente.

Todo sucedió a cámara lenta. Purdy vio a Scratch con el rabillo del ojo, se volvió y fue directa al suelo mientras agitaba los brazos. Aterrizó de mala manera, ya que se le quedó una pierna doblada en un ángulo extraño, y soltó un alarido de dolor y rabia.

El jaleo que se había montado con la caída de Peach en el otro extremo de la cafetería se detuvo de pronto. El fingido accidente quedó olvidado, y Peach y Scratch corrieron hacia nosotros seguidos de cerca por Marvin Beckstrom y el sheriff.

Scratch se arrodilló para tantear con cuidado el tobillo de Purdy y la pantorrilla. Hoot se mantuvo cerca, observándolo todo como si fuera un bulldog protector y rabioso mientras le advertía a Scratch con la mirada que no se le ocurriera subir más allá de la rodilla.

—¿Lo ves, Dell? Te lo dije —masculló Marvin desde algún lugar cercano—. Este sitio es un desastre en potencia. Además, ¡aquí huele a alcohol!

—Cierra el pico, Marvin —le ordené—. ¿Tú qué crees, Scratch? ¿Se ha roto algo?

Él negó con la cabeza.

—Creo que no. Me parece que sólo tiene un esguince de tobillo. Pero a su edad es mejor ser precavido. Será mejor llevarla al hospital.

Peach ya había llamado a emergencias con su móvil y al cabo de unos minutos apareció la ambulancia con las luces encendidas en la puerta del Heartbreak Café, acompañada de una multitud de curiosos. ¡Era horrible! En ese pueblo no se podía ir a mear sin que cinco o seis personas lo comentaran.

Los sanitarios entraron, evaluaron la situación y, después de colocar a Purdy en una camilla, se marcharon a urgencias. El trayecto en ambulancia sólo les llevaría unos tres minutos. Hoot intentó subirse en la parte trasera, pero los sanitarios se lo impidieron. Después de un breve forcejeo, el sheriff decidió intervenir para evitar que se convirtiera en una pelea en toda regla.

—Yo lo llevo —se ofreció Peach—. No está en condiciones de conducir.

La ambulancia se puso en marcha con las sirenas y las luces. Un poco exagerado, en mi opinión, pero a los hombres les encanta enseñar sus juguetitos… Peach acompañó a Hoot hasta su Honda de color azul para seguir a la ambulancia.

Sólo se quedaron el sheriff y Marvin, sin contarnos a Scratch y a mí, claro. El sheriff estaba inspeccionando la mesa que habían ocupado Hoot y Purdy. Marvin me estaba mirando con cara de mala leche y expresión recelosa. Me metí la mano en el bolsillo del mandil y empujé la botella para que se quedara en el fondo. El bulto se notaba de todas formas, pero si dejaba la mano dentro y actuaba con normalidad, tal vez no se les ocurriera registrarme.

Marvin entrecerró los ojos y se frotó las manos, como una mantis religiosa gigantesca a punto de zamparse un insecto más pequeño y desvalido.

—Te lo dije —repitió—. Era una mala idea desde el principio. Supongo que no se te ocurrió que podían demandarte a las primeras de cambio, ¿verdad? Y como el propietario legítimo de la propiedad es el Banco de Ahorros y Créditos de Chulahatchie, puede verse perjudicado por el litigio. Si pudiera encontrar una excusa, legítima por supuesto, para clausurarte el local, te lo cerraba hoy mismo. —Soltó la parrafada de un tirón y después parpadeó, como si acabara de recobrar el sentido común después de un episodio de locura transitoria—. Por tu bien, claro.

Como no quería darle el gusto de discutir, guardé silencio y me limité a mirarlo fijamente hasta que él tragó saliva y parpadeó otra vez.

—Aunque, claro, tienes un contrato de alquiler…

—Exacto. Así que ahora os agradecería que os quitarais de en medio para poder cerrar.

Marvin le hizo un gesto al sheriff. Un gesto que me recordó al de un entrenador que le diera una orden a su perro. Una vez que los dos salieron, con gran parsimonia, por cierto, cerré la puerta, giré el cartel para que se viera bien el letrero de CERRADO y bajé la persiana.

—Por Dios… —dije al tiempo que me sentaba en la silla más cercana.

—Y por todos los Santos. —Scratch siguió de pie con los brazos en jarras y los puños apretados—. ¿Qué ha pasado?

Saqué la botella de vino del bolsillo y la dejé en la mesa.

—Purdy y Hoot se habían montado una fiesta.

Él soltó una carcajada y después siguió recogiendo las mesas. Debería haberme puesto en pie para ayudarlo, pero me temblaban las piernas, de modo que seguí sentada con la cabeza apoyada en las manos. Scratch estuvo trasteando un rato en la cocina y después volvió.

—Ya está todo —dijo—. Así que me voy.

—Vale. Hasta mañana.

—Una cosa antes de irme.

Levanté la cabeza y vi que sujetaba algo. Algo que, en comparación con el tamaño de su mano, parecía diminuto. Lo dejó en la mesa delante de mí.

En ese momento, escuché la campanilla de la puerta. Ni siquiera me había dado cuenta de que Scratch se había ido. No podía apartar los ojos del objeto que estaba en la mesa.

Un libro. Un libro encuadernado en cuero. El diario de Peach Rondell.