Capítulo 18

Llevaba toda la vida en Chulahatchie y nunca me había sentido sola.

Triste de vez en cuando, pero era la clase de tristeza que supongo que experimentan todas las mujeres alguna que otra vez, cuando sus maridos no les prestan atención o cuando se sienten abandonadas o menospreciadas.

Nunca había sentido ese bloque de hielo en la boca del estómago, ese aislamiento. Era como una extraterrestre recién salida de su nave espacial, en mitad de un planeta donde la gente pronunciaba unas palabras que entendía por separado pero que, juntas en una frase, no tenían el menor sentido.

Era como una pesadilla de la que no podía despertarme, como esa película, La invasión de los ladrones de cuerpos. Todas las personas a las que quería, en quienes confiaba y a quienes creía conocer se estaban convirtiendo en unos desconocidos aterradores con caras familiares. Primero Chase, después Brenda y en ese momento Toni e incluso Boone. Nada era lo bastante sólido como para aferrarme. Todo el mundo se había convertido en un campo de arenas movedizas.

Una vez que se fueron los clientes del lunes y cerré el Heartbreak Café, me quedé sentada en una mesa de un rincón, incapaz de obligarme a levantarme y hacer algo. Durante un cuarto de hora, tracé con el pulgar la marca que tenía la mesa de fórmica.

Me rugió el estómago y me tembló la mano. Pensé de pasada que a lo mejor tenía hambre, pero era difícil diferenciar el hambre del vacío de mi interior.

Levanté la vista y vi a Scratch junto a mí con un plato en la mano.

—Lo sé. Tengo que preparar las cosas para el desayuno de mañana —dije—. Es que no puedo…

«No puedo ¿qué? —me pregunté—. ¿No puedo funcionar? ¿No puedo terminar una frase? ¿No puedo aceptar el hecho de que todos aquellos a los que he querido han resultado ser unos mentirosos y unos traidores?».

—No pasa nada —dijo Scratch—. Todo está hecho. He guardado la comida y he preparado una sopa para mañana. La cocina está limpia y recogida. —Me acercó el plato—. Los cuervos nos han dejado pelados, pero le he preparado esto. Supuse que tendría hambre, porque no ha comido nada.

Dejó el plato delante de mí.

—¿Le importa si me siento?

Me importaba. En cierto modo, no me parecía bien estar sentada a la misma mesa que un negro, y aunque no quería sentir eso, no me quedaban fuerzas para controlar mis pensamientos y obligarme a sentir otra cosa.

Me caía bien Scratch, de verdad que sí. Trabajaba duro, tenía un corazón de oro y no me daba un solo problema. Sin embargo, no era capaz de librarme de la tensión cuando estaba con él, no terminaba de eliminar ese recelo innato que todos los sureños llevan en los huesos.

Aun así, dije lo que se esperaba, aunque no fuera lo que estaba pensando.

—Siéntate. —Le eché un vistazo al plato que me había llevado—. ¿Qué es?

Scratch se sentó muy despacio, como si no estuviera seguro de que el asiento aguantara su peso. Me daba la sensación de que él tampoco estaba muy cómodo con esa situación.

—Es un sándwich.

—Ya me he dado cuenta. ¿De qué?

—De mantequilla de cacahuete, mermelada y magro de cerdo enlatado.

—Estás de coña.

—No diga nada hasta que lo haya probado. Dicen que a Elvis le gustaba la mantequilla de cacahuete gratinada con plátanos. Supongo que nunca descubrió el magro de cerdo enlatado.

—Sí, pero Elvis tenía cuarenta y dos años cuando murió —dije—. Tampoco es que sea la mejor recomendación el mundo.

Scratch me hizo un gesto para que comiera.

—Vamos, dele un mordisco. Es lo mejor para los momentos de bajón.

Ya había cortado el sándwich por la mitad, en diagonal, como a mí me gustaba. Cogí uno de los trozos y le di un bocado.

—¿A que está bueno?

Estaba más que bueno. La combinación de sabores y de texturas era increíble: la suavidad de la mantequilla de cacahuete, la leve acidez de la mermelada de frambuesa y el sabor ligeramente salado y algo más fuerte de la carne enlatada.

Le di otros dos mordiscos y tragué.

—Tú ganas. Está buenísimo. Pero ¿por qué crees que lo necesito?

Dio unos golpecitos en la mesa con los dedos antes de poner la palma de la mano hacia arriba. Un gesto muy sencillo, pero que a la vez demostraba cierta vulnerabilidad, ya que dejaba a la vista la pálida piel de esas manos fuertes y negras.

—No hace falta ser un genio para reconocer las señales. —Se encogió de hombros—. Si quiere hablar, la escucho.

Abrí la boca para decir que no, que estaba bien. Pero me traicionó el corazón y fui incapaz de contener las lágrimas.

—Eso está bien. Desahóguese —murmuró él. Sacó un puñado de servilletas del servilletero y me las dio.

Estuve llorando un buen rato, sin mirarlo a la cara, y cuando por fin me soné la nariz y levanté la vista, allí estaba, mirándome, esperando pacientemente. Jamás había conocido a un hombre, salvo Boone, que se sintiera a gusto con las lágrimas femeninas, pero Scratch me sorprendió. Se me ocurrió de repente que a lo mejor también me sorprendería con otras muchas cosas si le daba la oportunidad.

—Ayer fui a desayunar con Toni —empecé.

Asintió con la cabeza.

—Y… bueno… —titubeé un segundo antes de lanzarme de cabeza.

Se lo conté todo. Hablé sobre Chase, sobre el sueño, sobre mis sospechas acerca de Brenda y sobre el hecho de que tanto Boone como Toni sabían algo que no me estaban contando. Sobre la profunda soledad y el aislamiento que nunca había experimentado hasta entonces. Me escuchó con paciencia, sin interrumpirme, pero tomándoselo todo muy en serio. Cuando terminé, tenía los ojos llenos de lágrimas.

Nadie había llorado por mí antes.

—¿Qué hago? —le pregunté.

No me contestó de inmediato. Se lo pensó un minuto y luego dijo:

—A veces la gente nos defrauda. Sufrimos un tiempo. A lo mejor durante mucho tiempo. Y después, poco a poco, empezamos a perdonar.

—No sé perdonar.

Me miró a los ojos.

—Nadie sabe. Lo que hay que hacer es levantarse por las mañanas y poner un pie delante del otro. Dar un paso tras otro, dejar que las heridas cicatricen hasta encontrar la fuerza para enterrar el pasado.

Pronunció esas palabras en voz baja, con seriedad, como si supiera (como si supiera de verdad) lo que querían decir. Como si él mismo hubiera pasado por eso.

En ese momento escuché algo más en su voz, vi algo que antes no había podido ver.

—Dime, ¿cómo conseguiste tú aprender a perdonar? —le pregunté.

Se encogió de hombros.

—Me levanto todas las mañanas —me contestó— y pongo un pie delante del otro.