El sueño de Chase, con todos sus significados ocultos, empezaba a desvanecerse. Aunque intenté recordarlo, repasarlo en mi cabeza y averiguar lo que quería decir, era como intentar contener un puñado de arena. Por más que cerraba la mano, se me escapaba de entre los dedos, dejándome unos cuantos granitos, lo bastante como para adentrarse en lugares inaccesibles y destrozarme el corazón.
Cuando era más joven y no tenía miedo de lo que le podía pasar a mi espalda ni a mi corazón, me encantaban las montañas rusas. Nunca tenía miedo, ni siquiera en esos destartalados vagones de madera que ponían en la feria del condado una vez al año. Traqueteabas y subías hasta ver el recodo del río y medio condado a tus pies. Después, el estómago te daba un vuelco y salías disparada hacia abajo con un grito en un tirabuzón que desafiaba todas las leyes de la física que nunca me aprendí.
Me encantaba, no me cansaba de montarme. Pero en el fondo de mi mente siempre supe que estaba a salvo, que el vagón se enderezaría y que se detendría, que todo volvería a la normalidad.
Pero ya no me quedaba ningún lugar seguro, no había manera de enderezar las cosas. No había un mundo normal al que regresar cuando acabara el viaje.
Boone insistía en que se debía al proceso normal del sufrimiento, no a una depresión. Pero daba igual cómo lo llamases, era como ir cuesta abajo y sin frenos. Te quedas suspendida unos segundos al borde de la cresta donde crees que podrás volver a ver el sol y oler el aire fresco. Después, la gravedad te atrapa y el descenso es muchísimo más rápido y más aterrador que el aburrido ascenso.
Por más que intenté convencerme de que las cosas mejorarían, mi mente se negaba a aceptarlo. No paraba de pensar en Chase, en el sueño y en las imágenes de mentiras y traición que se removían en mi estómago como un gusano.
Estaba cayendo deprisa. Necesitaba a mi mejor amiga.
—Pues llámala —me dijo Boone con voz cortante.
Era sábado por la mañana y había ido a desayunar a la cafetería, donde se demoró hasta después del almuerzo. Tardé un buen rato en darme cuenta de que me estaba esperando. Ya casi era hora de cerrar y por fin me había sentado con un vaso de té endulzado y un trozo de tarta de manzana y cereales.
Fingí concentrarme en la tarta.
—Mira —me dijo él al tiempo que se inclinaba sobre la mesa—, no sé qué pasa, Dell, pero algo te está carcomiendo. Si no puedes contármelo a mí, díselo a Toni. Pero habla con alguien, por el amor de Dios.
Se me llenaron los ojos de lágrimas, me dio un vuelco el estómago y se me formó un nudo en la garganta. No estaba acostumbrada a que Boone perdiera la paciencia conmigo y deseaba que no lo hubiera hecho. Pero también vi otra cosa en sus ojos y escuché un deje extraño en su voz. Preocupación.
No le había contado lo del sueño. No se lo había contado a nadie. Tenía que guardármelo para mí, diseccionarlo a pellizquitos como un cangrejo.
—A lo mejor tienes razón —dije—. La llamaré.
Pero no la llamé. Al menos, no de inmediato. No podía. Primero tenía que armarme de valor.
Porque la verdad era que estaba avergonzada. Me avergonzaba estar tan ensimismada en mi pequeño mundo que no veía el de nadie más. Boone había intentado decirme que Toni me echaba de menos, que se sentía sola. Cada vez que lo hacía, me juraba que hablaría con ella. Pronto.
Y lo decía en serio. Toni me llamaba, hablábamos un rato por teléfono… casi siempre sobre mí, ahora que lo pienso. Me quejaba de lo estresante que era llevar una cafetería, de lo cansada que estaba, y ella me daba ánimos. Cortábamos la llamada con la promesa de quedar para desayunar el domingo o para ir de compras las dos solas. Pero, de alguna manera, eso no llegaba a suceder.
Poco a poco las llamadas fueron haciéndose más escasas y más cortas, y mucho menos íntimas. De vez en cuando, Toni iba al Heartbreak Café, normalmente con Boone, y nos abrazábamos, nos reíamos y nos comportábamos como si no pasara nada.
Pero sí que pasaba. Además de todas las terribles pérdidas de ese año, estaba perdiendo a mi mejor amiga. Era culpa mía.
Sunnyside Up era nuestro restaurante preferido para desayunar los domingos. A decir verdad, era el único decente en unos cien kilómetros a la redonda de Chulahatchie. Estaba a unos veinte minutos del pueblo, en una carretera de mala muerte sin señalizar. Pegado al río, con un cenador cubierto desde el que se divisaba el agua. Era uno de esos sitios que nunca encontrarías sin conocerlo de antemano.
No tenía la menor idea de cómo conseguía sacarle beneficios la propietaria, una oronda negra llamada Netta Byrd. Pero esa mujer era capaz de hacer maravillas con un huevo y le salían unos bollitos de caramelo para chuparse los dedos, así que le llovían clientes de todas las partes del condado. Sobre todo los domingos.
Entre semana, Netta se especializaba en los pescados que capturaba su sobrino Stub y que le llevaba en una carretilla llena de agua del río. Sin embargo, los domingos eran otro cantar. Si querías catar esos bollitos de caramelo, o te saltabas el sermón o salías pitando de la iglesia en cuanto sonaba el último amén. Porque si no, nunca llegarías antes de que los baptistas cayeran sobre el restaurante como una plaga de langostas.
Toni y yo no hablamos mucho de camino al restaurante. Era una mañana soleada, uno de esos radiantes días de noviembre que salen de vez en cuando. Nos sentamos en un rincón del cenador.
Netta nos vio enseguida y se acercó a toda prisa. Me preparé para lo que estaba a punto de pasar. Los abrazos de esa mujer eran sobrecogedores, pero como no se los daba a todo el mundo, supuse que debería sentirme afortunada.
Una vez que nos abrazó, Toni y yo volvimos a sentarnos.
—Dell, cariño —dijo—, me alegro muchísimo de verte. ¿Estás bien? He tenido unos sueños rarísimos.
Los sueños de Netta eran legendarios en Chulahatchie. Tenía su propia religión, una mezcla de cristianismo y ritos paganos aderezada con un poco de vudú para cubrir todos los frentes. Boone sospechaba que si había alguien con poderes psíquicos sobre la faz de la tierra, ese alguien tenía que ser Netta Byrd.
—Estoy bien, Netta —mentí—. Liada. Deberías haberme dicho lo duro que es llevar un restaurante.
Netta arqueó las cejas.
—No me lo preguntaste, ¿a que no?
Toni se echó a reír, pero detecté una nota extraña en la carcajada, como si fuera forzada.
—Supongo que no —admití—. Pero me alegro muchísimo de que otra persona cocine en domingo.
Netta echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, dejando a la vista un montón de puentes de oro.
—El Señor tuvo a bien darme una licencia especial para trabajar en domingo —declaró—. Para que así pueda engordar a todos estos cristianos delgaduchos.
Se alejó de la mesa, riéndose entre dientes. Una chica flacucha y desgarbada con trenzas se acercó con una jarra de café en la mano.
—¿Café?
—Sí, por favor. —Toni le acercó la taza—. Y un poco de agua cuando puedas.
—Sí, señora. —La muchacha hizo un gesto con la cabeza y se fue.
—Sólo es una niña —dijo Toni—, no mucho mayor que mis estudiantes.
—Supongo que será una de las nietas de Netta. O una sobrina.
La conversación, si se le podía llamar así, no era muy fluida. La chica volvió con el agua, nos rellenó las tazas y nos tomó nota. Pedí una tortilla de salchichas y queso, unas tortitas de cereales y también tortitas de patata a la plancha. Toni se pidió una tostada francesa y beicon. Los bollitos de caramelo vendrían después. Las dos andaríamos como Netta cuando hubiéramos terminado de comer.
Clavamos la mirada en el río, en las oscuras aguas que pasaban junto a nosotras como el caramelo fundido, comentamos el veranillo de san Martín que estábamos teniendo y los brillantes colores de los arces ese año. Por dentro me estaba removiendo, incómoda por las tonterías que estábamos diciendo y por la conversación tan seria que tenía por delante, siempre y cuando reuniera el valor necesario para saltar de ese puente.
Toni me ahorró las molestias.
—Vale ya, Dell. —Me señaló con el tenedor, que tenía pinchado un trocito de tostada—. Desembucha.
—¿Qué tengo que desembuchar?
—Lo que sea que estás pensando. Estás más nerviosa que una gata en celo. No me miras a los ojos y salta a la vista que quieres decirme algo pero que no sabes cómo sacar el tema. Por el amor de Dios, eres mi mejor amiga desde que tengo uso de razón. Vale que estos meses no nos hemos comportado como las mejores amigas del mundo, pero… —Se detuvo de repente, se encogió de hombros y se metió el trozo de tostada en la boca.
Jugueteé con mis tortitas de patatas, quitándoles la capa más crujiente y deshaciendo el interior.
—Tienes razón —dije—. No me he comportado como la mejor amiga del mundo. He estado muy preocupada y…
—¿En serio?
Levanté la vista. Toni intentaba contener la risa, pero no lo estaba consiguiendo. Le sonreí.
—Sí, en serio. Bueno, la cosa es quería disculparme y pedirte perdón y…
—Vale, vale, tampoco vamos a sacar las cosas de quicio —me interrumpió—. Pero tú pagas el desayuno.
Sentí cómo se deshacía un poco el nudo que tenía en el pecho y, de repente, comprendí que hacía mucho tiempo que no respiraba con normalidad. ¿Desde el día que fui a ver a Brenda Unger? ¿Desde la noche que murió Chase?
Creía que sería difícil, pero en cuanto empecé a hablar, se puede decir que todo el asunto salió solo. Hablé de los meses que llevaba preguntándome quién sería la amante de Chase, sin pistas que seguir. Después, de cuando Cuesco me contó lo del divorcio y la posterior conversación con Brenda. Y también del sueño en el que Chase se convertía en otra cosa, en algo espantoso.
Fue un alivio tremendo quitármelo de encima, compartir la carga con una persona en quien confiaba. No tenía ni idea de lo que hacer a continuación ni sabía si cambiaría algo, pero al menos no tendría que estar sola.
Cuando terminé, la miré a la cara.
Toni me miraba con la boca abierta y la taza de café suspendida en el aire. Soltó la taza con tanta fuerza que la mesa se sacudió.
—Joder, Dell —dijo.
—Lo sé. —Meneé la cabeza—. Jamás habría pensado que…
—No. Escúchame bien, te equivocas.
—Yo tampoco quería creerlo, Toni. Pero Brenda dijo…
Apoyó los codos en la mesa.
—Dime lo que te contó Brenda. Sus palabras exactas.
Hice memoria para recordar la conversación.
—Bueno, admitió haber tenido una aventura. Cuando intenté razonar con ella para que no dejara a Cuesco, se puso muy nerviosa, me dijo que yo era la última persona con la que quería hablar de ese asunto, que llevábamos siendo amigas mucho tiempo y que no quería causarme más dolor.
—Pero no te dijo que ella era quien había tenido una aventura con Chase.
—No, no lo dijo con esas palabras. No fue tan clara. Pero se sobreentendía que era lo que intentaba decirme.
—¿De verdad?
—Bueno… sí. Para mí estaba claro. He intentado buscarle otro sentido, pero ¿qué más podría querer decirme? Cuesco me dijo que llevaba rara un tiempo… varios meses, puede que un año. Y que Brenda le dijo que aunque se había terminado la aventura, ya no podía seguir con la vida de siempre y que no quería contármelo todo porque yo ya había pasado bastante.
Miré a Toni con los ojos entrecerrados. Tenía una expresión muy rara, una que no terminaba de entender.
—Somos amigas de toda la vida —me dijo al cabo de un rato—. Y sabes que te quiero. Pero voy a decirte algo que te hace falta saber. Así que escucha con atención. —Inspiró hondo y suspiró con pesadez—. No escuchas, Dell. Tú oyes, pero no escuchas. Sobre todo durante estos últimos meses. Has estado tan ensimismada en tu propio dolor que no has visto nada más. Sé que lo has pasado muy mal, así que te he dado un poco de cuartelillo. He intentado ser comprensiva. Pero tienes unas anteojeras puestas en lo que se refiere a Chase. Estás sacando unas conclusiones equivocadas, y tienes que saber la verdad. —Se detuvo y apartó el plato que tenía delante. Esperé con la vista clavada en la vena que le palpitaba sobre la ceja derecha—. No era Brenda Unger.
—Pero me dijo…
—Te dijo que no quería causarte más dolor, que ya habías pasado bastante. A eso me refiero con que no escuchas, Dell. Te dijo que no te contó lo de la aventura porque creía que reabriría tus heridas. Sólo eso. No quería decir nada más.
—No, te equivocas —la corregí—. Tú no estabas allí.
—Dell, hazme caso —dijo Toni—. Brenda no tuvo una aventura con Chase.
—¿Cómo lo sabes?
Una vez tuve una perra, un cruce con spaniel, que mordía si tenía miedo, estaba herida o se sentía acorralada. Aprendí a reconocer las señales. Se tensaba un segundo antes y giraba la cabeza con brusquedad. Y tenía una mirada especial, con los ojos vidriosos, como si supiera que después se arrepentiría de lo que iba a hacer pero te mordía de todas maneras.
Toni tenía esa misma expresión. El instinto me decía que retrocediera, pero fui incapaz de hacerlo.
—¿Cómo lo sabes? —repetí.
Se mordió el labio inferior y clavó la vista en el río.
—Porque lo sé y punto.
Si creía que Brenda me había dado el beso de Judas, ahí estaba Toni con un enorme martillo para clavarme en la cruz. Casi podía sentir las vibraciones en mi cabeza por los golpes, unas vibraciones que me sacudían por entero. Casi podía sentir el ruido metálico del acero contra el acero, Netta se acercó con una jarra de café y nos rellenó las tazas mientras yo intentaba tragar el enorme nudo que se me había formado en la garganta. Toni le dio las gracias y se reclinó en su silla mientras bebía café, como si la discusión se hubiera terminado. Me miró por encima del borde.
Al cabo de un rato, cuando por fin recuperé la voz, le pregunté con voz ronca y quebrada:
—¿Qué es lo que sabes exactamente?
—Sé que no era Brenda.
—¿Entonces quién? ¿Y por qué puñetas no me lo dijiste? Sabes que esto me ha estado carcomiendo, Toni.
Extendió el brazo por encima de la mesa e intentó cogerme la mano. La aparté de un tirón. No quería que me tocase, no quería tener que mirarla.
—Le dije a Boone que reaccionarías de esta manera —masculló.
Se me cayó el alma a los pies.
—¿Boone? —pregunté.
—¿Con quién si no iba a hablar? Deja que te lo explique.
—¿Qué hay que explicar? —grité—. ¿Otra traición? ¿Otra puñalada trapera?
Dejé un billete de veinte dólares en la mesa y salí al aparcamiento. Toni me siguió a la carrera, intentando hablar conmigo.
—Cállate, ¿me has oído? Cállate y déjame tranquila.
Se calló.
Volvimos en silencio al pueblo. No sé cómo lo conseguimos sin acabar en la cuneta, porque las lágrimas me impedían ver la carretera y mis manos no dejaban de temblar sobre el volante. Cuando por fin detuve el coche delante de la casa de Toni, salió y yo me fui. Sin despedirme siquiera.