Repasé la conversación en mi cabeza una y otra vez, pero las sospechas no desaparecieron. ¿Existía la remota posibilidad de que Brenda Unger nos hubiera engañado tanto a Cuesco como a mí al mantener una aventura con Chase, mi marido? La idea me corroyó por dentro como el ácido. Como la picadura de una araña reclusa que se fuera extendiendo hasta llegar al hueso.
Por supuesto, Brenda no lo había admitido abiertamente y yo no estaba segura de lo que me había querido decir con su comentario. Traté de analizarlo de forma objetiva, intenté interpretarlo de otra forma. Pero la idea siguió torturándome. Ya tenía una cara que ponerle a la desconocida del sueño. Los sentimientos que en aquel momento creía superados volvieron con una fuerza arrolladora. Rabia, confusión, falta de autoestima… y un sufrimiento tan atroz que creí morir, y por momentos deseé hacerlo. Sería un alivio acabar con ese calvario de una vez por todas.
—Si vives lo suficiente, tarde o temprano descubres que hay cosas en la vida mucho peores que la muerte —solía decirme mi madre.
Así que mientras mi corazón tomaba una dirección concreta, el cerebro siguió dándole vueltas al asunto, haciéndose preguntas para las que no tenía respuestas. ¿Qué tenía Brenda Unger que le resultara atractivo a Chase? Siempre me lo había imaginado con una mujer joven, rubia y descerebrada, colgada de su brazo mientras le regalaba sonrisas almibaradas y miraditas tontas. Brenda era una mujer sensata, de mi edad, graciosa y extrovertida, pero no tenía ni un pelo de tonta.
¡Por Dios, si ni siquiera sabía cocinar!
Claro que, pensándolo bien, Chase no habría ido detrás de un pollo asado con albóndigas.
Quizá la cosa no dependiera tanto de Brenda. Quizá lo motivara la novedad, la emoción del momento. La atracción de la fruta prohibida.
En fin, ¿qué mejor fruta prohibida que la amiga íntima de tu mujer?
Al día siguiente, retomé la rutina intentando fingir que no había pasado nada, pero cuando Cuesco llegó a la cafetería, lo esquivé para no hablar con él. Noté sus miradas dolidas y confusas, pero era superior a mis fuerzas. Tenía la impresión de que había hecho algo malo, como si fuera yo la que lo había engañado, y estaba segura de que si hablaba con él, se lo soltaría todo. Cuesco merecía enterarse de otra forma.
Supongo que el cansancio emocional es mucho peor que el físico, porque llegué a casa agotada. Y después, esa misma noche, cuando por fin me dormí y bajé la guardia, la realidad me cayó encima.
El sueño comenzó como tantos otros, con gente conocida en un lugar extraño. En este caso, estábamos Chase, Brenda, Cuesco y yo en una especie de hotel de lujo, elegante y carísimo.
No dejaba de repetirle a Chase que se suponía que no podía estar allí. Que estaba muerto. Sin embargo, había regresado con la creencia de que las cosas seguían tal cual las dejó y de que yo estaría esperándolo.
En la vida real, sólo llevo gafas para leer, pero en el sueño las necesitaba para ver bien. Y se habían roto. El tornillito de la parte izquierda se había caído y me faltaba el cristal, así que lo veía todo borroso y distorsionado.
Estaba obsesionada con encontrar el tornillito y el cristal mientras Chase iba de habitación en habitación hablando conmigo, seguro de que yo lo seguiría. Sin embargo, no entendía lo que me estaba diciendo porque hablaba en voz muy baja. La situación me recordó a las conversaciones que tenía con Toni y su dichoso móvil. Cada vez que le decía a Chase que no lo entendía, que me lo repitiera, él se enfadaba como si yo careciera de inteligencia o no tuviera la decencia de prestarle atención.
La claridad del sueño, la riqueza de los detalles, era extraordinaria. Me parecía estar viendo una película en la que yo formaba parte del elenco de actores. A medida que nos movíamos, Chase de habitación en habitación y yo detrás de él, los objetos que nos rodeaban perdieron el lustre y se fueron estropeando, como sucede a veces en casa de las abuelas, donde todo necesita una buena limpieza. Las alfombras estaban sucias y polvorientas; las toallas del cuarto de baño, deshilachadas, desgastadas y eran de mala calidad, como las que regalan en algunos grandes almacenes cuando se hace una compra superior a cierto importe.
Me dieron ganas de preguntarle a gritos qué estaba haciendo allí, pero no me salía la voz, como suele pasar en los sueños.
No me quedaba más remedio que seguirlo e intentar hablar con él, intentar descifrar lo que estaba diciendo. Sin embargo, cuanto más lo intentaba, más refunfuñaba él y menos lo entendía, de forma que mi frustración iba en aumento.
Y, entonces, lo comprendí: Chase se estaba transformando en otra cosa. En una criatura que parecía humana, pero que no lo era del todo. Su piel era gris, sus ojos lo miraban todo con recelo y sus movimientos eran espasmódicos y rápidos. Nada que ver con la persona a la que amé en el pasado. El cambio era aterrador.
Me desperté sudando, con el corazón latiéndome tan fuerte que temí que se me saliera del pecho. Mientras intentaba recuperar el aliento tendida en la cama, mi mente se dispuso a analizar el sueño, a encontrarle sentido.
Boone me dijo en una ocasión que los sueños surgen del subconsciente, que es un mensaje que éste envía a la persona para hacerle saber a la parte consciente del cerebro lo que ha reprimido. Con respecto a mi sueño, lo que sí entendía era por qué no lograba comprender lo que Chase me decía y por qué no veía las cosas con claridad. Estaba segura de que la explicación era la infidelidad de mi marido.
Pero lo más desconcertante era su transformación final. La forma que había adoptado me resultaba familiar pero también extraña. Y entonces lo recordé y lo vi con claridad. ¡Era Gollum, el personaje de El señor de los anillos! El que agarraba el anillo mágico y decía: «Mi tesoro». El que se negaba a abandonarlo aunque lo estuviera destruyendo.
Lloré hasta que me dolieron los costados, se me taponó la nariz y temí que me explotara la cabeza. Cuando sonó la alarma del despertador a las cuatro y media, me sorprendió comprobar que había vuelto a dormirme. Lo último que me apetecía era levantarme para ir al Heartbreak Café, hacer el desayuno y alimentar a la clientela mientras escuchaba sus alegrías y sus penas.
Pero fui de todas formas.
Cuando entré en la cafetería, Scratch ya estaba allí preparando el desayuno y haciendo café. Me miró de arriba abajo.
—¿Se encuentra bien, señorita Dell? —me preguntó—. No tiene muy buen aspecto.
La capacidad de la gente para señalar lo obvio y creer que te está haciendo un favor siempre me ha desconcertado.
—He dormido mal —contesté.
Él asintió con la cabeza.
—A veces, cuando tenemos problemas, el trabajo ayuda —me aseguró—. El trabajo duro puede ser la salvación.
Lo miré furiosa, pero conseguí no decirle lo que pensaba: que para decir tonterías, mejor se mordiera la lengua. Aunque tal vez tuviera razón. Tal vez el Heartbreak Café fuera mi salvación. No sé. De momento, no me parecía que estuviera funcionando. Y, a decir verdad, esta noción de que algo conseguirá sacarnos del pozo en el que hemos caído no me parece muy acertada. A veces, dan ganas de decirle a Dios, o al universo o a quien sea, que nos deje tranquilos, regodeándonos en la desesperación.
Ya era sábado y estábamos a punto de cerrar. Scratch había limpiado la cocina y ya se había ido a su apartamento. Como el domingo no abríamos, no tenía que hornear ni dejar nada preparado para el día siguiente. Sin embargo, Peach Rondell seguía sentada en la mesa del fondo, que se había convertido en su segundo hogar, con la cabeza gacha mientras escribía sin parar en ese diario de tapas de cuero del que no se separaba.
La observé un rato desde la barra. Tenía que ser agradable, pensé, poder evadirse a otro mundo como ella lo hacía. Aislarse de la realidad y sumergirse en uno mismo. Me pregunté por enésima vez sobre qué estaría escribiendo y por qué era tan importante para ella.
Esperé hasta que se detuvo para acercarme a la mesa. Tenía la mirada perdida como si estuviera observando algo distinto a la realidad. Sus ojos no me veían, ni veían la cafetería, ni nada que estuviera en este universo. Tuve que hablarle para devolverla al presente, y al hacerlo, la asusté y dio un respingo como si me hubiera materializado de la nada delante de ella. Cerró el diario con fuerza antes de que pudiera siquiera echarle una ojeada, aunque desde mi posición estuviera del revés.
Volvía a llevar vaqueros desgastados y una sudadera, en esa ocasión una gris muy descolorida con una enorme W en la parte delantera. Una reliquia de su época de estudiante en la Universidad Femenina de Misisipi, que tenía más de veinte años. Recordé la primera vez que la vi en el Heartbreak Café, recordé lo mucho que critiqué su aspecto.
—Hola, Peach —le dije.
Le echó un vistazo al reloj.
—Lo siento, Dell, es que pierdo la noción del tiempo. Perdona por haberte hecho esperar. —Recogió sus cosas e hizo ademán de ponerse en pie.
—Quédate sentada —le dije al tiempo que hacía un gesto con la mano—. No tengo prisa. ¿Puedo hablar contigo un momento?
—Claro —respondió—. ¿De qué?
—No sé —le dije—. Háblame de ti. ¿Cómo llevas lo de haber vuelto a Chulahatchie después de tantos años?
Peach agachó la cabeza y se frotó las manos. Me di cuenta de que llevaba las uñas cortas, sin rastro de esmalte.
—Bien, supongo. Las circunstancias no son las mejores, pero… —Se encogió de hombros—. No me quedaba más remedio que volver a casa, así que…
Abrí la boca para hablar, pero ella me interrumpió.
—No hace falta que lo niegues. Aunque haya pasado mucho tiempo fuera, hay ciertas cosas que no cambian nunca. La gente sigue criticando a todo el mundo a sus espaldas, no estoy sorda. Después del divorcio… bueno, después de la separación, porque todavía no tenemos los papeles definitivos, no sabía qué hacer. Mi padre murió y mi madre se quedó sola, así que me pareció que lo más lógico era volver.
—No te veo yo muy convencida —le dije.
—En realidad, ya no estoy convencida de nada —reconoció ella—. Vivir con mi madre es… un desafío, la verdad.
—Me lo imagino.
—No te ofendas, Dell, pero es imposible que te lo imagines. Mi madre aparenta ser una buena persona, pero no creo que nadie llegue a imaginarse cómo es de verdad. Y sé lo que la gente ha estado diciendo de mí. Peach Rondell, la Reina de las Habichuelas… caducadas. Una fracasada, divorciada y hecha polvo. —Se arrancó un padrastro y evitó mi mirada.
—Bueno —dije yo, que decidí cambiar de tema—. ¿Qué estás escribiendo en ese diario?
Colocó una mano sobre la tapa de cuero y apretó con fuerza, como si temiera que pudiera abrirse solo y empezara a largar información confidencial él sólito.
—Pues… cosas.
—Cosas —repetí.
—Pensamientos. Ideas. Historias. Quinientos a la semana y una puerta con pestillo.
Peach debió de notar la confusión que me provocó su comentario.
—Es una cita de Virginia Woolf —me explicó—. Decía que toda mujer necesitaba una habitación para su uso personal, un lugar donde escribir, pensar y descubrirse a sí misma. Y quinientos al mes, su propio dinero del que disponer para mantenerse por sí sola, además de una puerta con pestillo para que nadie interrumpiera su creatividad. —Esbozó una sonrisa torcida y se encogió de hombros—. Al parecer, esta mesa se ha convertido en mi habitación. En casa, es imposible encontrar un momento de tranquilidad con mi madre dándome la tabarra todo el rato. —Agitó una mano por delante de la cara como si estuviera espantando una mosca—. Esta cafetería y esta mesa en concreto son la salvación de mi alma. El único sitio donde puedo concentrarme.
—En fin, pues eres bienvenida cada vez que te apetezca —le dije—. Me alegro de poder ayudarte.
—Nada más volver a Chulahatchie, creí que había muerto y había acabado en el tercer círculo del infierno. Aunque tal vez me haya servido para algo bueno después de todo. —Sonrió—. Los personajes de este pueblo son la leche.
Sentí una punzada de temor y me pregunté si Chulahatchie iba a convertirse en el nuevo Peyton Place y si todos nuestros secretos serían revelados en una novela. Me parecía aterrador, pero también emocionante.
—¿Siempre has querido ser escritora? —le pregunté.
—Siempre —me contestó—. Pero la vida suele interponerse. Siempre hay expectativas que cumplir, no sé si me entiendes.
La entendía. Peach pensaba que yo ignoraba cómo era su vida, pero en realidad recordaba perfectamente cómo la había tratado su madre cuando era pequeña. Y me hacía una ligerísima idea de lo que Donna Rondell pensaba de su hija en el presente, una hija en plena madurez que ya no era la reina de la belleza.
—Las cosas no siempre salen como queremos que salgan —dije—. Pero a lo mejor este vuelco que ha dado tu vida te da la oportunidad de hacer lo que siempre has deseado hacer.
—Ojalá fuera tan fácil.
—¡Hija mía, las cosas nunca son fáciles! —exclamé—. Y nunca se presentan como las habías imaginado.
El comentario se parecía mucho a los consejos de mi madre. Tal vez debiera aplicarme el cuento, pensé.