Esa tarde conseguí acorralar a Purdy e intenté hablar con ella sobre lo que sabía, pero no me resultó fácil, porque Hoot se pegaba a ella como una lapa y Purdy no dejaba de coquetear cada vez que Scratch le pasaba por el lado. Sólo conseguí un críptico mensaje que parecía salido de la boca de una pitonisa en una feria: «Mira a tus amigos, Dell Haley. Mira a las personas en quienes más confías».
Después de eso, me sonrió, chasqueó su dentadura postiza y dijo:
—Me gusta tu corte de pelo, Dell. Me recuerda a un puercoespín muerto que me encontré de pequeña.
Hice lo que pude para pasar por alto el comentario sobre mi pelo, pero por mucho que lo intenté no supe cómo tomarme sus palabras acerca de la confianza. ¿Quería decir que no podía confiar en la gente que yo creía de confianza? ¿O que tenía que confiar en ellos más de lo que lo hacía?
Además, no tenía ni idea de en quién podía confiar. En cuestión de seis meses, mi vida había pasado de ser sencilla y predecible, incluso aburrida, a convertirse en imposible y complicada. Tenía la sensación de estar cruzando un abismo sobre un puente hecho a base de huevos, algunos duros, pero otros crudos, sin saber qué paso haría que el suelo cediera bajo mis pies. Y sin saber si eso sería una bendición o una maldición.
El otoño hizo su aparición en Chulahatchie despacio, titubeante, como suele pasar en el Sur, llegó como un gato que persigue a un canario pero que sabe que tiene que permanecer oculto o perderá a su presa. Una sucesión de cálidos días, tras los cuales llegaba una ligera y fresca brisa para después volver a subir las temperaturas. Dos pasos hacia delante, uno hacia atrás, otro hacia delante…
Algunos de mis vecinos ya habían colocado calabazas en el porche para celebrar Halloween, pero sabía por experiencia que acabarían apestando mucho antes de que llegara la fecha del truco o trato. Poco a poco, se iban pudriendo al sol, y sus sonrisas se reblandecían hasta parecer la de un viejo desdentado.
La mayoría de la gente pensaba en el otoño como una estación opresiva y olorosa con aroma a calabaza y a canela, pero a mí siempre me recordaba a un suflé, muy delicado y frágil, que subía hasta las nubes envuelto en tonos amarillos y un delicioso aroma. De modo que mi afán era ir poco a poco, sin forzar demasiado, sin hacer muchos movimientos, para retrasar el momento en el que el otoño se desinflara como el suflé para dar paso al frío y lluvioso invierno.
Aunque era imposible evitar que se desinflara, claro. Por mucho que contuviera el aire y me quedara muy quieta con la esperanza de retrasar lo imposible, el invierno llegaba y había que prepararse para recibirlo.
Lo que no esperaba era que el suflé se desinflaría opcionalmente, ni que sería Cuesco Unger quien lo sufriría.
El Heartbreak Café estaba desierto. Hoot y Purdy habían ejecutado su habitual danza de coqueteo y rechazo, y se habían ido cada uno por su lado; Peach Rondell había cerrado su diario secreto y había regresado a la casa de su madre. Scratch estaba limpiando la cocina. Yo ya había colocado el cartel de cerrado en la puerta, pero todavía no había echado la llave. Cuando sonó la campanilla, levanté la vista y vi a Cuesco en la entrada. Su calva casi tocaba el dintel.
Mi reloj circadiano se sobresaltó. Cuesco no iba a la cafetería por las tardes. Siempre iba por la mañana temprano para desayunar con los otros trabajadores de la fábrica de plásticos. Se suponía que en ese mismo momento tenía que estar en su puesto, en la garita de la fábrica con su uniforme azul oscuro y la chapa con su nombre en la camisa. Pero allí estaba, con vaqueros y una sudadera celeste que proclamaba que era «El mejor padre del mundo», tan alto, tan delgado y con las rodillas tan separadas que sus piernas parecían unas pinzas enfundadas en unos pantalones.
—Dell —me saludó—, sé que se supone que ya has cerrado, pero…
—Pasa. —Le hice un gesto para que entrara, solté la bayeta y salí de detrás del mostrador—. ¿Quieres café? Todavía queda media jarra.
—Sí, me vendría genial.
Se arrastró hacia una mesa, se sentó y esperó a que yo llevara dos tazas de café y el último trozo de tarta de calabaza. Cualquiera se daría cuenta de que pasaba algo malo, aunque tuviera las cataratas de Hoot Everett. ¡Qué digo!
Me habría dado cuenta aunque tuviera los ojos vendados y fuera medianoche.
Me senté enfrente de él y esperé. No tuve que esperar mucho.
—Tengo que hablar con alguien, Dell, y tú eres la única persona que se me ocurrió que podría entenderlo. —Cuesco se pasó una mano por la calva, en un gesto muy habitual entre los calvos—. Se trata de Brenda.
El miedo me invadió de repente. Desde la muerte de Chase, no había pasado mucho tiempo con Brenda, aunque mientras estuvo vivo nos relacionábamos mucho como parejas. El caso era que había estado muy liada con la cafetería y, además, las cosas cambian cuando de repente te conviertes en viuda. Incluso en las mejores circunstancias, tus amigas casadas tienden a mantener las distancias, ya que no saben qué hacer con la mitad de la pareja, ni qué decir ni cómo comportarse. Y, desde luego, que las circunstancias de la muerte de Chase no invitaban a que la gente se sintiera cómoda.
Aun así, los cuatro llevábamos años siendo amigos y los quería con locura. Extendí el brazo por encima de la mesa y le toqué la mano.
—¿Qué pasa, Cuesco? ¿Está enferma?
Meneó la cabeza y vi cómo se le movía la nuez mientras intentaba tragar.
—Quiere el divorcio.
—¿¡Qué!?
Era lo último que me esperaba. Cáncer a lo mejor. Un tumor en el pecho. Una mancha en una ecografía, algún índice fuera de lo normal en un análisis de sangre que tuvieran que investigar. Todas las cosas que las mujeres de nuestra edad temíamos cada vez que nos hacíamos una revisión anual o una mamografía.
Pero no un divorcio. Mucho menos entre Cuesco y Brenda.
Eran la pareja perfecta, estaban hechos el uno para el otro. Ella era extrovertida y un poco extravagante, mientras que él era tranquilo y estable, y la quería con locura. Tenían dos hijos y una hija, todos casados e independizados, y una nieta de pocos meses. La sudadera de Cuesco lo decía todo. «El mejor padre del mundo». «La mejor madre del mundo». «El mejor matrimonio del mundo».
Respondió mi primera pregunta antes de que yo pudiera hacerla siquiera.
—Ha tenido una aventura, Dell —me explicó con voz rota. Delante de mí vi cómo su rostro envejecía de dolor, cómo se arrugaba como una hoja de papel—. Lo ha admitido, pero no me ha contado los detalles, ni quién, ni cuándo ni por qué. Sólo me ha dicho que no era feliz y que necesitaba algo. Algo distinto.
—¡Por Dios! —exclamé—. ¿Ya no funciona el chocolate o comprarse un par de zapatos nuevos?
Eso redujo un pelín la tensión, lo bastante para que él soltara una carcajada, pero la risa se convirtió en un sollozo ahogado. Le tembló tanto la mano que derramó café sobre la mesa. Lo limpió con su servilleta y se negó a mirarme a los ojos.
—¿No hubo nada que te diera una pista? ¿No había señales?
Vi cómo aparecía un tic nervioso en su mejilla. Y también vi cómo su nuez se movía una vez, dos veces.
—Tal vez debí olérmelo. Lleva meses sin ser la misma, casi un año, desde que empezó con la menopausia. Estaba muy gruñona, ya sabes, saltaba a la mínima. Pero creía que eso era… normal. —Se encogió de hombros—. Y ahora me viene con estas de que quiere el divorcio, de que se ha dado cuenta de que la vida es muy corta y de que la idea de vivir conmigo lo que le queda…
No pudo continuar. En vez de seguir hablando, devoró la mitad de la tarta en dos bocados y se esforzó por tragar.
—Está buenísima, Dell —farfulló.
Mi tarta de calabaza es excelente, no como las que venden en las tiendas, naranjas y blandengues. Yo sigo la receta de mi abuela; sale muy sabrosa, firme y de color tostado, y la hago con canela, clavo, nuez moscada y jengibre. Era una de las tartas preferidas de Cuesco, pero estaba segura de que la alabó sin pensar, porque no la había saboreado. Sabía lo que estaba sintiendo. A mí tampoco me pasaba el café, aunque me lo estaba bebiendo para tener algo que hacer con las manos.
Cuesco tenía razón. Yo lo entendía a la perfección. Sabía de primera mano lo que se sentía cuanto te traicionan, lo que era vivir con preguntas sin respuesta, lo que era sentir que el mundo se te cae encima y sales mareada, como el superviviente de un tornado cuya casa ha quedado destruida. Puedes ver el camino que ha seguido la tormenta, pero no reconoces nada de lo que creías familiar. No puedes pensar en qué hacer, ni adónde ir ni cuál será tu siguiente paso. Sólo eres capaz de quedarte allí plantado, contemplando las ruinas.
Lo sabía, lo sabía perfectamente, porque era como mirarme en el espejo, y a pesar de eso no pude morderme la lengua y le pregunté:
—¿Qué vas a hacer ahora?
—No lo sé.
Era la única respuesta que podía darme, y tampoco esperaba otra cosa. También sabía, o sospechaba al menos, que la situación no tenía arreglo, pero algo en mi interior me llevó a intentarlo de todas maneras.
—Cuesco, somos amigos desde hace mucho tiempo. Me gustaría hablar con Brenda. ¿Te parece bien?
Se quedó boquiabierto y me miró sorprendido, alucinado porque le hubiera hecho esa pregunta.
—No necesitas mi permiso para hablar con nadie.
—Sí que lo necesito —lo contradije—. Me lo has contado en confianza. Si quieres que esto se quede entre nosotros, no le diré una palabra a nadie. Pero si voy a ver a Brenda, va a saber quién me lo ha contado.
—¿Crees que te escuchará?
—No lo sé. Ni siquiera tengo muy claro qué voy a decirle. A lo mejor empeoro las cosas al meterme donde no me llaman.
—No creo que se puedan empeorar, ¿no te parece? —Soltó una carcajada sarcástica—. Hazlo, Dell. Métete todo lo que quieras. Eres una mujer. A lo mejor consigues que se aclare un poco.
Se levantó y se llevó la mano al bolsillo trasero de los pantalones, en busca de su cartera. Le hice un gesto con la mano.
—Invita la casa.
—Gracias —me dijo—. Y gracias por escucharme. Algo me dice que voy a hacerme un asiduo de la cafetería. Por muy mal que se pongan las cosas, un hombre tiene que comer.
Dejé que Scratch cerrara la cafetería y me fui derecha a la casita que los Unger tenían en la parte sur del pueblo. Tuve que llamar cinco veces al timbre antes de que Brenda se dignara a abrirme.
—¡Dios, no, eres tú!
—Yo también me alegro de verte —le dije.
Soltó un suspiro pesaroso y se apartó.
—Sabía que Cuesco iría a hablar contigo. Anda, entra y acabemos con esto rapidito.
Su casa me resultaba casi tan conocida como la mía: tres dormitorios, dos baños y un salón con friso de madera al fondo de la casa. No era nada grandioso ni moderno, pero estaba como los chorros del oro. Lo de Brenda con la limpieza rayaba en la obsesión. Se podía comer pudín de plátano en el suelo de la cocina y rebañar con la lengua el sirope de vainilla.
En ese momento, sin embargo, la casa estaba hecha un desastre. Había zapatos en mitad del salón, una cesta llena de ropa para doblar en el sofá y un montón de pelusas debajo de las sillas del comedor. Brenda ni siquiera se disculpó por el desorden, se limitó a darme la espalda y a encaminarse a la cocina, esperando que yo la siguiera.
—Siéntate —me dijo.
Eran casi las tres de la tarde y la mesa de la cocina todavía tenía los restos del desayuno: platos con huevos revueltos y trocitos de beicon incrustados en su propia grasa. Recogió los platos y los metió en el fregadero sin molestarse en quitar las migas de pan del hule.
—¿Quieres tomar algo? Puedo preparar café.
Crecí en Misisipi y como buena sureña conocía perfectamente las frases en clave relacionadas con el café. «Acabo de preparar café» significaba una invitación a una visita larga y un café aderezado con canela. «Lo preparo enseguida, no tardo nada» significaba que la habías pillado en mal momento y que no esperaras tarta, pero que podías quedarte un ratito y luego marcharte para dejarla hacer sus cosas. «¿Quieres tomar algo?» quería decir que no eras bienvenida, así que ya podías decir lo que querías decir y largarte.
—No, gracias —respondí.
Me senté a la mesa y empecé a reunir las migas de pan junto al borde con la ayuda de una servilleta usada. Por mucho que le importunara mi visita, no tenía intención de irme hasta conseguir algunas respuestas. Además, las dos podíamos jugar a ese juego.
—¿Qué pasa, Brenda?
Se sentó, me quitó la servilleta de la mano y empezó a juguetear con las migas, formando dibujos como si fuera la arena de la playa.
—Si has hablado con Cuesco, supongo que ya sabes lo que pasa. Hemos decidido separarnos.
—Eso no es lo que él me ha dicho —Brenda se irguió.
—¿Cómo?
—Me ha dicho que le has pedido el divorcio.
—¿Y no es lo mismo que yo te acabo de decir?
—No, tú has dicho que lo habíais decidido. Lo que Cuesco me ha contado no me ha sonado a una decisión que hayáis tomado entre los dos.
—Vale, tú ganas —dijo ella—. Ya no puedo seguir así. La vida es demasiado corta para ser infeliz.
—Pero creía que Cuesco y tú erais felices. Siempre me habéis parecido…
—La pareja perfecta, sí, lo sé. —Su voz se suavizó y me miró con la misma expresión infeliz que había visto en la cara de su marido—. Cuesco es un buen hombre, con él nunca me ha faltado nada. No es culpa suya. No ha hecho nada para hacerme daño. Supongo que me quiere…
—Está loquito por ti.
—Si tú lo dices… No bebe. No me pega. No se gasta el sueldo en el juego. Vuelve a casa todas las noches. Siempre ha sido genial con los niños… Los llevaba de pesca, les enseñó a jugar al baloncesto. Incluso ahora que son mayores y se han ido de casa, es a él a quien recurren cuando necesitan algo. Como te he dicho, es un buen hombre. Durante mucho tiempo creí que eso sería suficiente, que no había nada más. Hasta…
Como ella no era capaz de decirlo, lo hice yo.
—Hasta que tuviste una aventura.
Enterró la cara en las manos, con los codos sobre las migas de pan.
—Sí.
—Mira, cariño —empecé—, no voy a decir que entiendo lo que te ha llevado a liarte con otro hombre, pero sí que sé algo sobre lo que supone un matrimonio de treinta años, cosas que parece que Chase no sabía. Sé que no siempre es excitante, pero en algún momento tienes que elegir entre la pasión y las promesas. Eso no quiere decir que el amor deje de tener importancia. Porque siempre es vital. Pero a lo largo del camino te das cuenta de que el amor duradero es distinto a la locura que nos consume cuando nos enamoramos. Cometiste un error, Brenda, pero sé que Cuesco te quiere. Y no tiene por qué cambiarlo todo si…
—¡Por el amor de Dios, Dell, ya vale! —gritó—. Eres la última persona con la que quiero hablar de esto.
Una alarma empezó a sonar en lo más recóndito de mi cabeza, pero no le presté atención.
—Brenda, somos amigas desde hace años. Chase, Cuesco, tú y yo. Estuve contigo cuando rompiste aguas, embarazada de Bertie, y te llevé al hospital. ¡Por Dios! ¿Por qué no quieres hablar conmigo?
Levantó la cabeza y me miró con una expresión tan apasionada y feroz que casi me achicharró.
—No te lo he contado precisamente porque somos amigas. Bastante has sufrido ya como para echarte esto encima. No quiero causarte más dolor. —Volvió a juguetear con las migas de pan—. Ya se ha acabado —me aseguró—. Pero me enseñó cómo habría podido ser mi vida, lo que podría ser si quiero. Tengo cincuenta años, Dell. Me pueden quedar otros treinta o cuarenta años de vida. No sé lo que me espera, pero tiene que ser mejor que esto.
Hablamos un poco más antes de que me fuera. Pero fui incapaz de dejar de darle vueltas a algunas de las cosas que me dijo. Cosas que me provocaron una sensación muy extraña en la boca del estómago. La misma que experimentó Jesús cuando Judas lo besó.