Cuando lo estás pasando mal, cuando sufres, cuando la vida te da un revés, la gente siempre intenta consolarte diciéndote que el tiempo lo cura todo. Mentira. El tiempo no cura nada. Lo que cuenta es lo que hagas con ese tiempo.
Mi problema era que no tenía ni idea de lo que debería haber hecho con mi tiempo. Habían pasado seis meses desde la muerte de Chase, y salvo por el comentario de Purdy que afirmaba saber algo, algo que permanecía enterrado en ese cerebro atrofiado que la pobre tenía, no había encontrado ninguna pista sobre la identidad de la mujer con la que mi marido me engañó.
De vez en cuando, lograba pasar un día entero sin pensar en el tema, sin darle vueltas a la pregunta de forma consciente. Pero por las noches, cuando estaba tan cansada que no me quedaban fuerzas para eludirlo, surgía en mis sueños. Unos sueños muy extraños que parecían piezas mal encajadas de un rompecabezas.
A veces todo estaba muy claro: Chase con sus hoyuelos a la vista, sonriendo a una mujer sin rostro; una breve imagen de sus nalgas enfundadas en los slips negros de seda. Pero, en ocasiones, me pasaba la noche vagando por un laberinto de pasillos parecidos a los de algún hospital o por una sucesión de cuevas húmedas donde se escuchaba gotear el agua, muy parecidas a las grutas de Blanchard Springs a las que fuimos durante unas vacaciones. En ninguno de los dos casos podía escapar del laberinto. Me limitaba a andar en círculos, atrapada en su interior mientras una voz me decía: «Por aquí, por aquí». Sin embargo, cuando la seguía siempre acababa topándome con una pared.
Una soleada mañana de otoño en la que el trabajo no era demasiado agobiante en la cafetería, Scratch entró en la cocina y se detuvo en el vano de la puerta mientras yo me planteaba si merecía la pena darme el trabajazo de hacer empanadillas de manzana.
—Hay un hombre que pregunta por usted —me dijo—. Y no tiene muy buena pinta, la verdad sea dicha.
Estuve a punto de soltar una carcajada. Cuando descubrí a Scratch, estaba viviendo de ocupa en el apartamento que había encima de la cafetería y comía las sobras que yo tiraba al contenedor. Scratch no era el más indicado para criticar la apariencia de nadie.
Sin embargo, y en vez de soltárselo tal cual, me limpié las manos y salí al comedor.
Aunque Scratch no supiera quién era, el resto del pueblo lo conocía muy bien. Era Jape Hanahan y parecía más desaliñado que nunca con una barba sucia y canosa, unos pantalones de trabajo y una sudadera rota con capucha, adornada con una calavera y una serpiente en la parte delantera.
—Buenas, Dell —dijo. Nada más. Sólo «Buenas». Lo miré de arriba abajo. Jape era lo que mi madre solía llamar un «mal bicho» y mi madre jamás hablaba mal de nadie a menos que la obligaras a ser sincera. Jape tendría unos sesenta años, era enjuto y huesudo, y su apariencia se asemejaba a la de un trozo de alambre de espino. En realidad, era tan peligroso como dicho alambre cuando se emborrachaba. Esa mañana tenía la mirada perdida, los ojos rojos y apestaba incluso de lejos, pero más o menos parecía sobrio.
—¿Qué puedo hacer por ti, Jape? —Me planté frente a él para impedirle la entrada, lista para salir pitando o para defenderme, según las circunstancias. Era mejor no correr riesgos.
—Estaba pensando si podías ayudarme —contestó.
Alargó el cuello para mirar por encima de mi hombro a Scratch, que observaba la escena como si fuera un gigante con los puños apretados y los brazos en jarras.
Jape volvió a mirarme.
—He pasado por unos cuantos baches últimamente —dijo—. Me tienen que operar. —Se levantó una pernera del pantalón y dejó a la vista un enorme bulto en la pantorrilla que supuraba un pus verdoso.
No soy muy melindrosa, pero aparté la vista de todas formas.
—Así que me preguntaba si podrías dejarme veinte pavos hasta que me manden el cheque de la pensión.
En los viejos tiempos, cuando no se podía beber en Misisipi, Jape se ganaba muy bien la vida vendiendo whisky de contrabando en su cabaña del río. Todo el mundo lo sabía. ¡Leches, si el olor a whisky de maíz era tan fuerte que los pájaros se emborrachaban sólo con pasar por encima! El sheriff de por aquel entonces, Mose Braden, no solo hacía la vista gorda, sino que además iba todos los sábados por la noche a comprar whisky de contrabando, que metía en el maletero del coche patrulla camuflado en frascos de cristal para conservas.
Con la derogación de la ley seca a finales de los sesenta, el grifo de sus ingresos se secó, aunque por desgracia él no cerrara el suyo. Llevaba treinta años mendigando, haciendo chapuzas y, según algunos, robando para echarse algo a la boca porque se gastaba la pensión de invalidez íntegra en la licorería en cuanto le llegaba el cheque a primeros de mes.
Eché un vistazo por encima del hombro para comprobar que Scratch seguía montando guardia. Efectivamente, allí estaba.
—No tengo dinero, Jape —le dije—. Pero si te esperas un poco, te traigo un plato de comida.
Mi madre predicaba que nunca estaba de más mostrar compasión hacia los desfavorecidos, aunque éstos no hicieran nada por cambiar su suerte, así que la había visto muchas veces servir un plato de comida a algún pobre temporero o a algún jornalero famélico en el porche de atrás. Y aunque a mí no me saliera con tanta naturalidad como a ella, creí que debía seguir su ejemplo.
Scratch no le quitó la vista de encima en ningún momento mientras yo entraba en la cocina para llenar una fiambrera con el pollo frito y el pan de maíz que habían sobrado del día anterior.
—Gracias —murmuró sin mirarme a los ojos cuando se la di.
Estaba claro que prefería los veinte dólares para gastárselos en una botella de vino peleón.
Cuando Jape se marchó para ver si algún otro incauto le aflojaba la pasta, dejé a Scratch al cargo de la cafetería y me fui a arreglarme el pelo a Rizos Deslumbrantes. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que me hice un buen corte que pensé que DiDi Sturgis ni siquiera se acordaría de mí.
El salón de belleza de DiDi era uno de esos sitios donde parece que el tiempo no pasa, por mucho que corran las manecillas del reloj. Esa mañana en concreto me encontré allí con Stella Knox, Rita Yearwood y Brenda Unger. Me dio un vuelco el corazón y, de repente, me pareció haber vuelto a la mañana de primavera en la que descubrí que Chase me la estaba pegando.
—¿Qué tal te va, cielo? —me preguntó DiDi mientras me pasaba los dedos por el pelo y me miraba con el ceño fruncido a través del espejo.
—Bien, supongo —contesté—. Tirando.
—Me han contado que tienes la cafetería hasta los topes todos los días —me dijo Rita a voz en grito para hacerse oír por encima del secador.
Volví la cabeza para mirarla justo cuando DiDi empezaba a usar las tijeras y la escuché soltar un taco por lo bajini. Miré hacia abajo y descubrí un mechón de pelo enorme. Un mechón de mi pelo, castaño y canoso, que descansaba en el suelo al lado del sillón giratorio.
—¡Por Dios, DiDi! —exclamé—. ¿Qué haces?
—¿Por qué te mueves? Quédate quietecita. Tengo que igualártelo. Y no vuelvas a moverte así a menos que quieras que te corte un trozo de oreja.
Me obligué a seguir hablando con Rita mientras me miraba en el espejo.
—Nos va bien, la verdad —le dije—. Por lo menos cubrimos gastos.
No era cierto. Ni mucho menos. Estaba en la cuerda floja, al borde de la quiebra día sí y día también, pero no estaba dispuesta a airear mis problemas económicos en la peluquería.
Stella Knox estaba en el secador al lado de Rita, leyendo una revista de cotilleos, y me pareció que ni siquiera se había movido desde el día que Chase murió.
—Me han dicho que tienes un nuevo ayudante —comentó—. Y que Purdy Overstreet está loquita por él. —Arqueó una ceja—. La pobre Purdy no tiene la culpa, le faltan todos los tornillos.
—Es muy mayor —señalé yo—. Y se le olvidan algunas cosas, nada más.
—Sí, como el sentido común —apostilló Stella—. Está fatal.
—Yo pienso lo mismo —añadió DiDi al tiempo que hacía una floritura en el aire con la tijera—. Si Purdy estuviera en sus cabales, no iría por ahí en minifalda con el pelo tintado ni le tiraría los tejos a un negro.
—Negro o no, la verdad es que está muy bien —gritó Rita.
—Haz el favor de hablar más bajo. ¿O quieres que te oiga todo el pueblo? —le dijo Stella, atizándole con una revista enrollada.
—Me da igual que me oigan —soltó Rita—. Está buenísimo. Como Denzel Washington.
Yo me limité a morderme la lengua y guardé silencio. Scratch y Denzel Washington sólo se parecían en el color de su piel.
—¿Cómo es, Dell? —me preguntó Rita.
—Sí, cuéntanos —dijo Stella—. Yo no habría tenido valor para contratar a un desconocido si fuera una viuda como tú. Estaría muerta de miedo. Porque me pasaría el día en vilo pensando que en cualquier momento podría matarme y largarse con mis diamantes.
—Dell no tiene diamantes —replicó DiDi, que miró mi reflejo con una sonrisa como si acabara de demostrarme su ayuda y apoyo con ese comentario.
Rita agitó una mano.
—Eso es lo de menos. El caso es que Dell está aquí sentada cortándose el pelo mientras que él está al cargo del negocio.
Qué coraje me daba que la gente hablara de mí como si fuera la Mujer Invisible…
—¿Se encarga del negocio cuando tú no estás? —preguntó Stella—. ¿Te fías de él hasta el punto de dejarle manejar el dinero?
—Pues sí, me fío de él —respondí—. Trabaja duro, es muy educado y no me ha dado motivos para desconfiar de él.
Ni yo misma me lo creía. De hecho, parecía una respuesta preparada y ensayada. En contra de lo que admitiera en voz alta, en el fondo seguía sobresaltándome un poco cada vez que pensaba en Scratch. Como cuando vas subiendo una escalera y te saltas un escalón. Al final, no acabas de bruces en el suelo, pero sí te asustas lo justo como para ir con más cuidado.
—En fin, yo que tú no le quitaba el ojo de encima —me aconsejó Rita—. No deja de ser un hombre.
—¿Qué insinúas, que los hombres no son de fiar? —preguntó DiDi.
Rita se echó a reír.
—Con ellos sólo se puede estar segura de una cosa.
El comentario provocó un silencio repentino y ninguna de las presentes me miró a los ojos. Otra vez salía a relucir el tema de Chase, el tema de la infidelidad, el tema del marido infiel que deja a su mujer sin dinero y sin respuestas.
Brenda Unger siguió sentada sin decir ni pío, hojeando un ejemplar de People con una foto de Denzel en la portada.
DiDi me pasó una mano por el pelo.
—Lista, guapa. ¿Cómo te ves?
Fue la primera vez que me miré de verdad en el espejo. La mujer que descubrí me resultó una total desconocida. Tenía el pelo corto y despeinado en la parte superior de la cabeza. Una punk cincuentona a la que sólo le faltaban unas mechas moradas. A la vejez, viruelas.
—¡Madre del amor hermoso! ¿¡Qué me has hecho, DiDi!?
—Es lo que se lleva.
—Es una locura. ¡Tengo cincuenta años!
—Sí, pero no tienes por qué aparentarlos. Además, después de cortarte ese mechón tan largo, no me ha quedado más remedio que cortar lo demás. Hace veinte años que llevas el mismo peinado, así que ya iba siendo hora de que cambiaras de imagen. Este corte te será muy práctico para trabajar en la cafetería. Podrás salir de la ducha, echarte un poco de gel fijador con los dedos y ¡se acabó! Lista en un momento.
—Parece que acabo de salir de la cama.
—Exacto —convino DiDi.
—Yo creo que estás monísima —dijo Rita—. Si hubieras estado así antes…
Stella le dio un codazo en las costillas para que se callara, pero llegó tarde. El resto de la frase quedó flotando en el aire como un nubarrón de tormenta, como el fantasma de un asunto sin resolver.
«Si hubieras estado tan mona antes de que Chase muriera, tal vez no te la habría pegado».