A partir de ese día, Purdy se presentó en el Heartbreak Café casi todas las tardes, pero cuando parecía estar en su sano juicio, no tenía oportunidad de hablar con ella y el noventa por ciento del tiempo era un imposible.
Todos los días a la hora del almuerzo, Hoot Everett se apropiaba de la segunda mesa de la izquierda, a la espera de que apareciera Purdy. A Hoot le había dado fuerte, desde luego. Aunque estaba medio ciego, recuperaba milagrosamente la vista cuando la anciana aparecía por la puerta. Tal vez fuera un acto de fe. O una muestra del poder del amor. Fuera lo que fuese, tenía expresión de cordero degollado, cosa que ya era mala de por sí en un adolescente, pero que en un viejo decrépito de más de ochenta años ponía los pelos de punta.
Purdy, por desgracia, sólo tenía ojos para Scratch. Coqueteaba sin cortarse un pelo con él e intentaba convencerlo para que bailara con ella tan a menudo que al final adopté la costumbre de apagar la radio nada más verla entrar.
Sin embargo, Scratch la trataba con tanta amabilidad que me sorprendía, sobre todo porque en los días malos Purdy podía ser muy hiriente. Tenía que esforzarme por recordar a la otra Purdy, a la que había sido la mejor amiga de mi madre durante tantos años. El día que tiró el pollo y las albóndigas al suelo, tuve que meterme en la cocina y contar hasta cincuenta para no perder los papeles.
—Sólo es una anciana —me recordó Scratch—. Es mayor y está confundida. Y seguramente también asustada. No quiere hacerle daño a nadie. Es que cuando nos hacemos mayores, perdemos la capacidad de entender las cosas y de saber cómo comportarnos. Ahora mismo es como una niña pequeña con una pataleta. Ya verá como dentro de diez minutos no se acuerda de nada.
—¿Cómo lo haces, Scratch? —le pregunté al tiempo que buscaba la respuesta en sus ojos oscuros—. Eres muy bueno con ella. Es como si vieras en su interior y supieras lo que pasa por esa cabeza tan loca que tiene.
Se encogió de hombros.
—Tuve una madre. Y también una niña. Supongo que aprendí cosillas por el camino.
Era lo más cerca que había estado Scratch de contar algo sobre su vida. Pero fue suficiente para que me pusiera a pensar. No sobre lo de la madre, porque todos tenemos una madre. Pero sí sobre la niña, y la esposa, tal vez, que flotaba como un fantasma en el limbo aunque él no la hubiera mencionado. Toda una vida de la que yo no sabía nada.
Supongo que todo el mundo tiene su lado oscuro.
Era martes por la tarde de la última semana de setiembre, Purdy Overstreet ya había pasado por allí y ya se había ido, y Hoot se había marchado poco después que ella. Scratch estaba en la despensa, haciendo inventario, y sólo había un cliente cuando Boone entró.
—No esperaba verte por aquí —dije—. ¿Un almuerzo tardío?
—No, la biblioteca está muy tranquila hoy y se me ha ocurrido tomarme medio día libre. Jill es una ayudante muy buena, puede cuidar el fuerte.
Le llevé una taza de café y un trozo de tarta, y me senté con él, muy agradecida por la oportunidad de hablar. Le conté el misterioso comentario de Purdy, su afirmación de que «lo sabía todo» sobre Chase.
—Yo no le haría mucho caso a Purdy —me advirtió Boone—. Ya sabes cómo es.
—Sé que no está en sus cabales la mayor parte del tiempo, si te refieres a eso —repliqué—. Pero, Boone, de vez en cuando vuelve en sí. Y tengo la sensación de que sabe algo de verdad.
—Mira —dijo él al tiempo que apartaba el trozo de tarta y me cogía la mano por encima de la mesa—, sé que Purdy era una de las mejores amigas de tu madre y sé que pasaste mucho tiempo con ella de pequeña…
—Tú no la conociste entonces, Boone —lo interrumpí—. No como yo la conocí. Recuerdo que me quedaba escuchándola embobada. Sabía todo lo que pasaba en este pueblo. Y no era una cotilla, sólo… Bueno, ella entendía las cosas. Veía cosas que los demás no podían ver. Al echar la vista atrás, supongo que era una mujer muy sabia. Tal vez la mujer más sabia que haya conocido.
—Pero ya no queda casi nada de esa mujer —señaló Boone—. Además, esto no va de lo que Purdy sabe o deja de saber. Va de…
Terminé la frase por él:
—Va de mi obsesión por averiguar con quién estaba pegándomela Chase.
Me dolían los oídos de todas las veces que lo había escuchado de labios de Boone y de Toni. Los dos me repetían una y otra vez que me olvidara del tema, que siguiera con mi vida.
Sin embargo, era más fácil decirlo que hacerlo. Tal vez ellos me entendieran mejor que nadie en el mundo, pero sucedían muchas cosas en mi interior que no comprendían, que ninguna persona podría imaginarse siquiera. Como los sueños que tenía en los que Chase y esa zorra sin cara se reían de mí. O como la sensación de sentirme un cero a la izquierda, de sentirme inferior, indigna de ser amada y de la fidelidad de otra persona.
Ya había tenido una conversación con Chyna Lovett en la oficina del sheriff, la mujer que recibió la llamada a emergencias la noche que murió Chase. Chyna se limitó a encogerse de hombros mientras jugueteaba con el aro de su nariz y me dijo que nadie se había puesto al teléfono. Nadie.
Me dijo que habían seguido el procedimiento establecido para ese tipo de llamadas. Si nadie respondía a la operadora, rastreaban la llamada y mandaban a un equipo. Pasaba a todas horas. Normalmente era una falsa alarma, pero no podían arriesgarse. Una vez, según me dijo, una anciana se cayó en la bañera y su pomerania marcó el número y estuvo ladrando hasta que llegó la ambulancia.
Seguramente Chase hizo la llamada él mismo, me explicó Chyna. Tuvo el ataque al corazón, llamó a emergencias, perdió el conocimiento y murió antes de que llegara la ambulancia.
Por muy lógico que eso sonara, no me lo tragaba. Alguien más estaba con él, seguro. Me daba igual lo que dijeran los demás, yo seguía con mis dudas. Incluso llegué a preguntarme, durante la última visita a la peluquería, si sería DiDi Sturgis.
Sabía a ciencia cierta que Chase odiaba a DiDi, que creía que era imbécil. Pero eso no importaba. Todas las mujeres del pueblo parecían ser candidatas, y el nudo de mi estómago no desaparecía en ningún momento.
Boone tenía razón, lo mejor era olvidarme del tema. Si lo hiciera, dormiría mejor, y supuse que mi digestión también agradecería que mi estómago no tuviera un nudo perpetuo. Pero, a veces, lo que sabes que debes hacer y lo que puedes hacer son en realidad dos cosas muy diferentes.
Estaba a punto de cambiar de tema cuando Boone lo hizo por mí.
—Me suena la cara de la mujer de la mesa del fondo —dijo—. ¿Quién es?
Giré la cabeza y le eché un vistazo. Llevaba acudiendo a la cafetería un par de días, siempre a la misma hora, y siempre se sentaba a la misma mesa, pero había estado tan liada que no había tenido la oportunidad de hablar con ella. Además, su actitud dejaba bien claro que no quería que la molestasen. Lo dejaba clarísimo, más que si tuviera un cartel de neón encima. Se pasaba todo el rato con la cabeza gacha, escribiendo en un libro de piel marrón que parecía una especie de diario, y sólo levantaba la vista para pedir más café.
—Creo que es Peach Rondell —susurró Boone.
—Estás de coña.
—No, de verdad, creo que es ella. Me llegó el rumor de que había vuelto al pueblo hace unos meses, pero no la había visto hasta ahora.
—No la habría reconocido. Ha…
—Cambiado —dijo Boone en voz baja.
Yo habría dicho que había «engordado». La respuesta de Boone fue mucho más suave.
Había cambiado, de eso no había duda. Peach Rondell fue, en sus tiempos, la niña bonita de Chulahatchie. Rica, privilegiada y guapa. Miss Universidad de Misisipi y Reina de las Habichuelas en la feria del condado. Primera dama de honor en Miss Misisipi.
Sin embargo, eso fue hace muchos años. Después del instituto, asistió a la Universidad Femenina de Misisipi, decisión que sorprendió a propios y extraños. Dos años más tarde, hizo un traslado de matrícula y se fue a la Universidad de Misisipi. A partir de entonces, no volvió al pueblo con frecuencia y, en las pocas ocasiones que lo hizo, no se quedó mucho tiempo. Nada más licenciarse, se mudó y se casó, y nadie la había visto ni había sabido nada de ella en más de veinte años.
Su madre, Donna, seguía viviendo en la enorme mansión emplazada al final de la Tercera Avenida, pero como Donna frecuentaba la sociedad histórica y a los miembros del club de campo, no la veía a menos que nos cruzáramos por la calle. Era evidente que Donna nunca pondría un pie en un lugar como el Heartbreak Café, donde tendría que codearse con el proletariado.
Peach era más joven que yo, tendría unos cuarenta y tantos, pero la recuerdo con una larga melena rubia y una piel perfecta, la clase de Barbie clónica que ganaría concursos de belleza, se casaría con un deportista y se convertiría en modelo o en presentadora de televisión como Vanna White.
Eso sí, a la niña bonita se le había estropeado la cara. No me sentía orgullosa por pensar así, pero era superior a mis fuerzas. Tenía la cara regordeta e hinchada, y si llevaba maquillaje, había bien poco para disimular las rojeces de su piel. Seguía teniendo una larga melena rubia, pero tenía una raíz oscura de al menos dos dedos e iba peinada con una coleta baja. Vestía unos vaqueros y una sudadera azul marino con las mangas cortadas y un desgastado emblema de la universidad en el pecho.
—¡Jo! —exclamé—. Me pregunto si su madre sabe que ha salido a la calle con esas pintas.
Boone me echó «la mirada»… Esa mirada con la que me dejó claro que me estaba pasando al criticarla de esa forma.
—¿Qué pasa? —le pregunté—. Sabes tan bien como yo lo que Donna Rondell diría sobre ese pelo y esa ropa.
Tenía razón, y Boone lo sabía. ¡Madre mía, Chulahatchie entero lo sabía! Esa mujer había criado a su hija para que se convirtiera en Miss América, y cualquier cosa por debajo de eso sería una tremenda decepción… incluso ser la Reina de las Habichuelas y Miss Universidad de Misisipi. Desde que la niña aprendió a andar, la había modelado y educado, la había arreglado y maquillado hasta el punto de que dudábamos de si se trataba de una niña de carne y hueso o de una muñeca de porcelana a tamaño real.
Y en ese momento estaba sentada a la vista de todos con pinta de harapienta, como si fuera la desdichada Hulga Joy Hopewell de La buena gente del campo, una historia de Flannery O’Connor que Boone me leyó una vez. Supuse que Donna no la había visto, porque de lo contrario habríamos escuchado las sirenas de la ambulancia que iría a buscarla después del ataque al corazón.
—Fuimos juntos al colegio —dijo Boone—. Le pedí salir en una ocasión, al baile de fin de curso.
Lo miré boquiabierta.
—¿Peach Rondell fue tu pareja del baile de fin de curso del colegio?
Se encogió de hombros.
—No he dicho que fuera mi pareja. He dicho que se lo pedí. Si no me falla la memoria, acabó yendo con Cade Young.
—El quarterback —dije—. Menuda sorpresa. Eso sí que es un topicazo. La reina del pueblo y el quarterback.
—Era un receptor —me corrigió Boone.
De vez en cuando, soltaba algo que echaba por tierra la teoría de que era gay.
—Da igual. Seguían siendo Ken y Barbie.
—No era así, de verdad. Las apariencias pueden engañar. Era muy lista, muy creativa.
Le sonreí.
—Parece que alguien sigue coladito por alguien…
Me volvió a lanzar «la mirada».
—Eso sí que haría correr los rumores, ¿no?
Me levanté, fui en busca de una jarra de café recién hecho y me acerqué a la mesa de Peach, que seguía escribiendo a toda prisa en su diario.
—¿Quieres más, Peach?
Levantó la cabeza de golpe al mismo tiempo que cerraba el cuaderno.
—¿Qué?
No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que no quería que nadie viera lo que estaba escribiendo. El efecto era el mismo que si hubiera cerrado el diario con cadena y candado. Capté la indirecta a la primera, así que retrocedí un paso.
—Te he preguntado si querías más café.
—Ah. Sí, gracias. —Me miró con el ceño fruncido—. ¿Nos conocemos?
Le serví el café.
—Soy Dell Haley, la propietaria de la cafetería. Y han pasado un montón de años, pero sí, nos conocemos. No muy bien… Me casé cuando tú empezaste el instituto. Pero seguro que recuerdas a Boone Atkins. —Señalé hacia Boone, que saludó con la mano.
Peach le devolvió el saludo y, animado por el gesto, Boone se levantó de su mesa y se acercó.
—Hola, Peach —le dijo—. Bienvenida a casa.
Peach lo miraba con la boca abierta. A mucha gente le pasaba eso cuando no habían tenido tiempo de acostumbrarse a lo guapo que era. Al cabo de un minuto, salió de su ensimismamiento y le estrechó la mano.
—No puedo creerlo… ¿Has hecho un pacto con el diablo o qué? ¡Estás igual!
—Y tú también, Peach —mintió él—. Me alegro muchísimo de verte.
—Bueno, ¿qué te trae de vuelta al pueblo? —le pregunté—. ¿Estás de visita?
Peach soltó un largo suspiro.
—La verdad es que voy a quedarme una temporada. Por asuntos personales. Desde la muerte de mi padre, mi madre necesita que le eche una mano.
Desde mi punto de vista, Donna Rondell no era de las mujeres que necesitaban ayuda de ningún tipo, ni de las que la recibirían de buen grado si se le ofrecía. Aunque tuviera más de setenta años, era más independiente que un armadillo y dos veces más dura. Sin embargo, no dije nada. Y tampoco le pregunté qué clase de asuntos personales la habían llevado de vuelta a casa, y eso que me moría de la curiosidad.
En cambio, dije:
—Siento mucho lo de tu padre. Estoy segura de que tu presencia consolará mucho a tu madre.
—Gracias —replicó ella—. Ha sido un año espantoso.
Cuando vi que se le llenaban los ojos de lágrimas, supe que había algo más detrás de su regreso, algo que no tenía nada que ver con la muerte de su padre. Pero también había aprendido por las malas que la gente tenía que lidiar con la pena a su manera y que no siempre agradecían que se ventilaran sus asuntos en público.
De repente, me avergoncé de mis crueles comentarios, de ese lado oscuro que seguía apareciendo cuando menos lo esperaba. A esas alturas, ya debería saber que las apariencias no son importantes. Todo el mundo tiene algún secreto que ocultar, algo a lo que enfrentarse.
Peach pasó la mano por la cubierta de cuero del diario.
—Espero que no te importe que ocupe una mesa —me dijo—. Sé que llevo aquí un buen rato.
—Puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Dejo de servir comidas a las dos, pero me quedo limpiando y preparando las cosas para el día siguiente hasta las dos y media o las tres.
—Gracias —me dijo—. Sólo necesito un lugar en el que poder… —Se detuvo, como si no quisiera terminar la frase.
—¿Desconectar? —Asentí con la cabeza—. Bueno, cariño, puedes desconectar todo lo que quieras en el Heartbreak Café. Si quieres hablar, aquí estoy; y si quieres que te dejemos tranquila, también podemos hacerlo.
En su rostro apareció una expresión aliviada, de hecho, parecía asombrada… como si hubieran pasado siglos desde que alguien tuviera en cuenta sus sentimientos o sus necesidades.
Boone charló con ella unos cuantos minutos y después se fue, no sin antes prometerme que me llevaría a cenar el domingo. Los entrantes del día siguiente serían jamón y patatas gratinadas, así que tenía que pelar muchas patatas, pero no le quité el ojo de encima a Peach mientras trabajaba. La vi escribir en su diario, llorar un poco y seguir escribiendo.
Scratch salió de la despensa con el inventario en la mano y la miró desde el otro lado de la cafetería.
—Una señora muy guapa.
¿Por qué todo el mundo tardaba menos que yo en ver qué había detrás de la fachada?, me pregunté.
—Sí que lo es —dije—. Guapísima.
—¿Es amiga suya?
Medité la respuesta un rato.
—Eso espero, Scratch. Eso espero.
La observé un rato más, mientras me preguntaba qué, estaría escribiendo y por qué llevaba el diario pegado al pecho cuando se marchó, como si fuera un salvavidas sin el cual se hundiría y se ahogaría.