Capítulo 12

En cuanto se corrió la voz de la existencia del Heartbreak Café, los días comenzaron a tener su propio ritmo. En una ocasión, tuve una conversación muy interesante con Boone sobre el reloj interno de nuestro cuerpo, basado en algo llamado «ritmos circadianos», y aunque no recuerdo todos los detalles sobre la evolución de dicho reloj biológico y sobre la parte del cerebro que lo controla, veía su funcionamiento en las personas que conformaban la clientela de la cafetería.

Los camioneros y los compañeros de trabajo de Cuesco aparecían cuando abría, a las seis y media, y solían quedarse hasta las siete y media o las ocho menos cuarto. Boone llegaba para desayunar poco antes de que el grupo anterior se fuera. De nueve y media a once había un respiro, y después comenzaba a llegar la gente mayor para almorzar. Las mesas estaban todas ocupadas durante un par de horas, ya que las mujeres que salían de compras se paraban un ratito para tomar café con dulces. Además, siempre había unos cuantos rezagados que aparecían tarde para almorzar y se demoraban hasta que lograba echarlos a eso de las dos y media.

Llegó un momento en el que sabía quién iba a entrar cada vez que sonaba la campanilla, dónde iba a sentarse y qué iba a pedir. Somos criaturas de hábitos fijos, y si no te lo crees, sólo tienes que echar un vistazo a tu alrededor el domingo por la mañana en misa. Lo normal es que la marca de tu trasero se haya quedado grabada para siempre en el banco.

Sin embargo, nunca habría imaginado que aquella mañana de septiembre, viernes para más señas, Purdy Overstreet aparecería por primera vez en el Heartbreak Café.

Purdy era una amiga de la infancia de mi madre, una octogenaria que vivía en la residencia de ancianos de Saint Agnes. Llevaba cinco años sin verla, desde el funeral de mi madre, pero sabía que padecía Alzheimer y que en cualquier momento podía sufrir una pérdida de lucidez mental. La recordaba como una mujer menuda de aspecto frágil, con la cara en forma de corazón y un delicado halo de pelo canoso. Un alma cándida sin hijos, que solía invitarme a hacer pastas de azúcar para el té cuando era pequeña.

Eran las once menos cuarto, la hora más tranquila entre el desayuno y el almuerzo. Yo estaba en la cocina, preparando la salsa para acompañar el rosbif mientras Scratch limpiaba las mesas y servía café. Los únicos clientes que aún no se habían ido eran Hoot Everett, que estaba sentado en la mesa más cercana a la puerta comiéndose unos huevos fritos con tostadas, y un par de mujeres de Alabama que iban camino de Tupelo y se habían parado en el pueblo a repostar.

Sonó la campanilla, la puerta se abrió y yo miré para ver quién era. En un primer momento, no la reconocí, pero tuve la sensación de que acababan de agarrarme del cuello y soltarme en mitad de la pista de un circo.

Era Purdy Overstreet, sí, pero no la Purdy que yo recordaba. No la Purdy de entrañable rostro arrugado y de árpelo de algodón de azúcar. La Purdy que tenía delante tenía el pelo naranja chillón y los labios pintarrajeados de rojo. Llevaba una minifalda de cuero negro que más bien era un cinturón ancho, medias de red, tacones de ocho centímetros, un top de lentejuelas azul eléctrico y una boa roja de plumas.

Los ojos de todos los presentes se clavaron en ella. Y Purdy pareció tomarlo como su pie, porque comenzó a cantar:

—¡Se llamaba Lo-La, y era una corista…!

Entró en la cafetería meneando las caderas al ritmo de un chachachá, se colocó una mano con las uñas pintadas de rojo chillón en el estómago e hizo un par de giros tambaleantes.

Yo dejé la salsa en el fogón y corrí hacia la puerta, pero llegué demasiado tarde. Purdy se resbaló y se deslizó peligrosamente un par de metros mientras cantaba a pleno pulmón.

Scratch se lanzó a por ella y logró agarrarla justo antes de que perdiera el equilibrio por completo. Contuve el aliento. En los tiempos de Purdy, los hombres negros no tocaban a las mujeres blancas. Jamás. Pero allí estaba ella, en los musculosos brazos de Scratch.

Purdy alzó la vista para mirarlo a la cara y después se echó a reír de buena gana.

—¡Abrázame fuerte, nene! —exclamó mientras le colocaba la boa alrededor del cuello.

Scratch sonrió mientras la abrazaba con fuerza y después la dejó con delicadeza en el suelo.

Para entonces yo ya había atravesado la cafetería y estaba junto a ellos.

—Gracias —le dije a Scratch en voz baja antes de preguntarle a Purdy—: ¿Te encuentras bien?

Ella se enderezó, me miró con los ojos entrecerrados y su expresión se agrió.

—¿Quién puñetas eres?

La acompañé hasta una mesa y la ayudé a sentarse.

—Purdy, soy Dell Haley. ¿No me recuerdas? Soy la hija de Lillian.

—¡Lillian está muerta! —gritó—. ¡Lillian está muerta y a ti no te conozco!

—Tranquila, Purdy —le dije mientras le daba unas palmaditas en una mano para calmarla. Ella se apartó como si le hubiera mordido una serpiente y yo me senté al otro lado de la mesa—. ¿Quieres que avise a alguien? ¿A alguien de Saint Agnes?

—¡Lo que quiero es que me traigas una copa! —exclamó al tiempo que estampaba una mano sobre la mesa—. ¿Es que las mujeres no pueden beber aquí o qué?

Scratch se acercó en ese momento, le dejó un vaso de té endulzado delante y volvió a ponerle la boa en el cuello. Ella lo miró con una sonrisa deslumbrante.

—Gracias, nene.

—De nada —dijo él.

Purdy le guiñó un ojo.

—Salgo a las cinco. ¿Por qué no me esperas en la puerta de atrás del teatro? Nos daremos una vuelta por la ciudad para divertirnos un poco.

Miré hacia la mesa situada a espaldas de Purdy y vi que Hoot Everett nos miraba boquiabierto mientras le resbalaba un hilillo de yema de huevo por la barbilla.

—¿Qué miras? —le pregunté.

Eso lo devolvió a la realidad. Sus ojos llorosos parpadearon varias veces al tiempo que meneaba la cabeza.

—¡La Virgen Santa! —dijo—. Menuda pieza.

—No te revoluciones, Hoot. Es Purdy Overstreet y tiene ochenta años.

—¿Y qué? —replicó con cierto enfado—. Yo tengo ochenta y tres, y no estoy muerto. —Soltó una risotada que a punto estuvo de dejarlo sin respiración—. Tienes razón, Dell. Encantado de conocerte, Purdy. El nombre te va al pelo. Eres un pimpollo.

Purdy se giró en la silla para mirar a Hoot por encima del hombro y sus labios esbozaron una sonrisa grotesca y exagerada.

—Lo siento, guapo, pero ya he quedado. Aunque eres muy mono. —Devolvió la mirada a Scratch—. No tan mono como él, pero no estás mal. —Se volvió hacia mí al tiempo que retorcía la boa entre sus huesudos dedos—. ¿Todavía estás aquí?

—Todavía estoy aquí —dije—. Quédate aquí y avisaré a Saint Agnes para que vengan a recogerte.

—¿Agnes? —gritó ella—. ¡Agnes era mi madre y de santa no tenía un pelo! —Sorbió el té de forma ruidosa—. Además, ella también está muerta.

Purdy tenía razón. Su madre se llamaba Agnes y murió cuando yo estaba en el instituto. Según las habladurías, Agnes Overstreet tenía de santa lo mismo que yo tenía de monja.

Hoot Everett se había cambiado de sitio para echarle un buen vistazo, cosa que hacía con el cuello estirado.

—Déjame que te invite a almorzar, Purdy —le dijo con voz melosa.

Ella se volvió con brusquedad.

—¿No te he dicho que ya he quedado? Además, tengo dinero. —Abrió una carterita de fiesta adornada con cuentas y metió la mano. Del interior sacó una barra de labios, un espejito dorado, varias pelusas, unas cuantas gomillas, un puñado de píldoras de diversas clases y un billete de veinte dólares—. ¿Lo ves? Aquí está. —Agitó el billete en mi nariz—. Esto es un restaurante, ¿no? ¿Vas a quedarte ahí sentada como un pasmarote o me vas a poner algo de comer?

Scratch volvió a aparecer, en esa ocasión con el cuadernillo y el lápiz preparados.

—¿Qué le gustaría, señorita Purdy? —le preguntó con una entonación digna de un maître con esmoquin—. ¿Le apetece saber nuestro menú de hoy?

El comportamiento de la anciana cambió de inmediato. Su expresión se dulcificó y clavó los ojos en Scratch como si nunca hubiera visto a un hombre tan guapo.

—Sí, por favor.

—De primero, tenemos consomé, sopa de pollo con maíz y sopa de marisco. De segundo, rosbif con puré de patatas o pollo asado con guarnición. Además, puede elegir la ensalada que prefiera de las que están en la pizarra. ¿Prefiere galletas o pan de maíz?

—Me gusta el pollo asado con guarnición —dijo Purdy—. El rosbif me da gases.

Mientras la anciana almorzaba bajo la atenta mirada de Hoot Everett, llamé a Jane Lee Custer, la que cortaba el bacalao en Saint Agnes.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Jane, aliviada—. Estábamos a punto de llamar a la Guardia Nacional. No teníamos ni idea de dónde podía haberse metido.

—Bueno, pues aquí está. La entretendré un rato. —Titubeé un poco—. Está almorzando. No le perjudicará, ¿verdad? Lo digo por si tiene una dieta específica o algo así.

—¡Qué va! Tiene una salud de hierro —me aseguró Jane—. Para serte sincera, si tuviera alguien que se ocupara de ella, no tendría que estar con nosotros. No representa ningún peligro para sí misma, aunque a veces tiende a divagar.

La llegada de Jane fue una decepción para Hoot Everett.

—Podía haberla llevado yo —dijo—. Tengo la camioneta ahí afuera.

Le lancé una de mis miradas.

—Hoot, nadie con dos dedos de frente se metería en un coche contigo.

Él se encogió de hombros y me pagó con un billete de cinco dólares.

—En fin, en ese caso yo diría que ella es perfecta.

Purdy pagó su almuerzo antes de guardar todas sus cosas en la cartera.

—Gracias, Dell —me dijo al tiempo que me daba unas palmaditas en la cara—. Te has convertido en una mujer estupenda. Saluda a tu madre de mi parte.

Miré fijamente esos ojos azules, brillantes y de mirada lúcida. Purdy seguía ahí dentro y de vez en cuando subía a la superficie. La dulce Purdy de voz cariñosa, que hacía pastas de té. Por mucho pelo naranja y medias de red que llevara.

—Lo haré.

Cuando llegó a la puerta, se volvió y levantó una mano, como si fuera Miss América saludando a la multitud.

—Espérame en la puerta trasera —le gritó a Scratch—. Volveré a tiempo para el segundo pase.

Me fui hacia la cocina, pero el show de Purdy todavía no había acabado. Todavía no. Se colocó la boa de plumas sobre un hombro y me señaló con un dedo huesudo y torcido.

—¡Dell! —me dijo—. Tú y yo tenemos que hablar sobre Chase. —Asintió con la cabeza y me miró con expresión taimada—. Lo sé. Lo sé todo.

Se me cayó el alma a los pies. En ese momento, Purdy se marchó agarrada del brazo de Jane Lee mientras se despedía con la mano, arrastrando la boa por el suelo.