Capítulo 10

A las seis y media, abrí la puerta para que entraran los camioneros. Scratch había desayunado lo primero que había pillado y estaba en la cocina con un mandil blanco limpio, cortando el jamón en lonchas. Entretanto, yo tramaba un plan mientras preparaba las tortitas y servía el café.

El plan tenía sus inconvenientes. Ese hombre que se hacía llamar Scratch, ese negro, era un completo desconocido. Sí, era posible que estuviera pasando por una mala racha como me había asegurado. Pero también era posible que fuera un estafador dispuesto a engatusarme para largarse con mi dinero, lo que me dejaría directamente en el asilo para pobres.

No podía asegurarlo. No tenía forma de estar segura a menos que le diera una oportunidad. Sin embargo, mientras mi mente se imaginaba lo peor de lo peor, recordé de repente algo mucho más positivo. Aquella película antigua de Sally Field en la que, después de la repentina y violenta muerte de su marido, consigue seguir adelante recogiendo algodón y vendiéndolo. Recordé cómo confió en el negro que apareció en su casa porque no le quedó más remedio que confiar en él. Y, al final, la jugada le salió bien. Tal vez también a mí me saliera bien. De momento, la mera idea hacía que me sintiera mejor conmigo misma que la otra opción, que no era otra que la de llamar al sheriff y echarlo a la calle.

Así que mi plan era el siguiente: en algún lugar de lo que siempre habíamos llamado «el dormitorio de invitados» había un colchón con su somier que llevábamos unos quince años sin usar. Seguramente también pudiera encontrar una mesa y una lámpara, y quizás una cómoda. Además, aunque Scratch era más ancho de hombros y más estrecho de cintura que Chase, tal vez le sirviera la ropa de mi marido.

No entendía por qué estaba decidida a darle de comer, a darle cobijo y a darle ropa a un desconocido que se había colado en el piso de arriba de mi restaurante de forma ilegal. Pero me parecía lo correcto. Y al hacerlo me sentía bien conmigo misma.

Hasta que apareció Marvin Beckstrom en el Heartbreak Café esa mañana.

La cafetería estaba hasta arriba de gente y sólo quedaba una mesa vacía en el centro. Toni estaba sentada con Boone Atkins, mirando un libro de ilustraciones infantiles con unos monstruos muy graciosos.

Toni era maestra y enseñaba en la Escuela Primaria de Chulahatchie, así que tenía el verano libre. Antes solíamos aprovechar los veranos para irnos de aventura, como conducir hasta Aberdeen, Okolona o Pontotoc para comprar en los rastrillos o cargar el coche con verduras frescas que vendían los hortelanos en sus propias furgonetas en los arcenes de la carretera. Sin embargo, ese verano estaba agotada por culpa del Heartbreak Café y apenas veía a mi amiga a menos que se pasara por la cafetería o que quedáramos algún que otro domingo por la tarde.

La echaba de menos, y sabía que el sentimiento era mutuo. Pero no se quejaba. Toni entendía que yo estaba haciendo lo que debía hacer. Boone y ella habían trabado una buena amistad. Seguramente después de la discusión sobre el color de la pintura del local. Fuera como fuese, era muy normal verlos juntos.

También echaba de menos a Boone. Desde el día de la apertura de la cafetería, no habíamos tenido oportunidad de almorzar juntos como solíamos hacer. Nuestras conversaciones consistían en un par de frases apresuradas mientras yo servía platos y limpiaba mesas. A veces, tenía la impresión de que el Heartbreak Café se había adueñado de mí y no al contrario.

Sin embargo, ambos seguían siendo mis mejores amigos y me alegró mucho tenerlos allí cuando vi entrar a Marvin Beckstrom.

Llevaba unos cuantos meses evitando a Bicho y hasta ese momento lo había conseguido, pese a mis frecuentes visitas al banco. En un par de ocasiones, lo había pillado mirándome a través del cristal de su despacho mientras yo guardaba cola para que me atendiera Pansy Threadgood. Seguramente, se estaría preguntando si iba para hacer algún ingreso o para sacar dinero, o cuánto tardarían sus malos augurios en hacerse realidad. Estaba convencida de que rechinaba los dientes cada vez que me veía pagar el alquiler a tiempo, porque eso le impedía meter la nariz en mis asuntos.

Aunque ese día parecía dispuesto a meterla con razón o sin razón.

En cuanto entró por la puerta, bajó la cabeza. Saltaba a la vista que no había esperado encontrarse el local hasta los topes y le decepcionó ver que todo el mundo parecía estar muy contento.

Cuando ocupó la única mesa que quedaba libre, entre el bullicioso grupo de camioneros, me pareció una cucaracha en mitad de un congreso de exterminadores. Las conversaciones fueron decayendo hasta que todos los ojos se clavaron en él.

Me acerqué a la mesa luchando contra el irresistible impulso de echarle el café caliente en el regazo, pero al final decidí ser buena.

—Buenos días, Marvin —lo saludé con toda la amabilidad de la que fui capaz—. ¿Te apetece una taza de café? —Asintió con la cabeza y le llené la taza—. Esta mañana tenemos especial de tortitas. Dos tortitas, dos huevos y beicon o salchichas a elegir por cuatro noventa y cinco.

Marvin no me estaba escuchando. Sus ojos saltones, exagerados por culpa de los cristales de culo de vaso, estaban clavados en Scratch, que acababa de cobrarles a dos camioneros y estaba limpiando la barra.

—¿Quién puñetas es ese hombre? —preguntó.

El silencio se hizo más evidente, como si todo el mundo hubiera contenido el aliento.

De no ser por las circunstancias, incluso habría sido gracioso. El Gallina acostumbraba a darse muchos aires, y su costumbre más reciente era dárselas de caballero inglés usando expresiones repelentes y ridículas. Toni decía que veía en secreto todas las series de la BBC porque estaba enamorado de los lores de época.

Sin embargo, nadie se rió. La tensión que se respiraba era mucho mayor que la humedad que había en la calle. Exactamente igual que cuando aparecen esas nubes verdosas que disparan las alarmas de tornados. Te preparas, esperas, pero sabes que lo único que puedes hacer es aguantar y rezar para que al final todo salga bien.

Scratch alzó la vista, soltó el paño con el que estaba limpiando y rodeó la barra.

—Me llamo Scratch —dijo al tiempo que le tendía una de sus enormes manos—. Soy el nuevo… —hizo una pausa y esbozó una sonrisa fugaz—, el nuevo socio de la señorita Dell.

Marvin no aceptó su mano ni lo miró a los ojos. Clavó la vista más o menos en la oreja de Scratch, como si no fuera digno de merecer su atención.

—No eres de por aquí, ¿verdad, much…?

Se mordió la lengua justo antes de decir «muchacho», pero la palabra flotó en el aire, dejándolo en evidencia. Nadie se movió.

La tensión se incrementó como si se aproximara una tormenta desde el río. Scratch era lo bastante grande y fuerte como para hacer papilla a Marvin, y todos lo sabían. Incluso el propio Marvin.

Sobre todo el propio Marvin.

Esperamos a que la tormenta arreciara, pero Scratch se limitó a mirarlo con esa especie de sonrisa fugaz.

—Encantado de conocerlo —dijo—. Será mejor que vuelva al trabajo.

Tan pronto como estuvo bien lejos y detrás de la barra, Marvin fue directo a mi yugular.

—¿¡Cómo se te ha ocurrido, Dell!? ¡Contratar a ese… a ese…!

—No lo digas —le advertí—. Ni se te ocurra.

Ni siquiera me escuchó.

—Una viuda sola y vulnerable. ¿Qué diría Chase?

Sabía muy bien lo que Chase podía decir. Mi mente me lo había repetido unas cuantas veces. Le dedicaría a Scratch todos los insultos habidos y por haber en el Diccionario Sureño de Intolerancia, y después llamaría al sheriff y lo denunciaría por allanamiento. Y creería estar actuando de forma justificada. Marvin seguía rezongando:

—¡Podría dejarte pelada! Podría matarte mientras duermes. ¿Quién sabe de lo que es capaz? Dell, tienes que actuar con un poco de sentido común. ¿Cómo se te ocurre contratar a un desconocido? ¿Y para colmo a un… a un… a uno así? —Respiró hondo mientras recorría con la mirada el fondo del local, donde estaba sentado Boone—. Además, echa un vistazo a tu alrededor. ¿Qué tipo de clientela estás atrayendo?

Eché un vistazo. Para ser un pueblecito de Misisipi, la clientela era muy variada. A esa hora, casi todos eran hombres, aunque también había unas cuantas mujeres. Trajes y gorras, mocasines y botas de trabajo. Caras blancas, negras, morenas, vaqueros, pantalones de pinzas, chinos y monos azules con el nombre cosido en los bolsillos. Y Boone, por supuesto, que para alguien con la estrechez de miras de Marvin tenía una categoría propia.

Y, en ese momento, mi cerebro se percató de algo rarísimo. Todo pareció ralentizarse, como en uno de esos documentales de vida salvaje donde se puede ver cómo bate las alas un colibrí. Marvin Beckstrom pareció encogerse y empequeñecer por momentos hasta que creí estar observándolo a través del extremo equivocado de un catalejo. Sus labios seguían moviéndose, pero lo único que escuchaba era el rugido de mi propia sangre en los oídos.

Intenté con todas mis fuerzas hacer acopio del valor que demostró Sally Field, intenté canalizar toda mi energía, toda mi rabia y mi coraje.

Y, durante un par de segundos, lo sentí. La horrible injusticia que Marvin Beckstrom acababa de cometer con sus prejuicios. La mejor parte de mí misma que ansiaba plantarle cara.

En ese momento, deseé poder volverlo del revés como si fuera un calcetín y echarle su hígado a la gata de Scratch. Deseé levantarlo del suelo y echarlo a la calle. Deseé poder decirle que aunque el Banco de Ahorros y Créditos de Chulahatchie fuera el dueño del local, no era mi dueño. Deseé poder decirle que era un racista intolerante y que Scratch no era un desconocido, que era mi primo. Mi primo segundo.

Me imaginaba perfectamente la cara que pondría Marvin al escucharlo.

Pero no lo hice. No fui capaz.

La mejor parte de mí misma titubeó y murió. Marvin había puesto el dedo en la llaga con sus palabras y, en el fondo, reconocí que tampoco estaba segura de poder confiar en Scratch. Y no porque fuera negro, sino porque yo era una mujer que estaba sola.

Sin embargo, y al mismo tiempo que hacía esa puntualización, sabía muy bien que las cosas habrían sido diferentes si Scratch fuera blanco. Intenté luchar contra esa sensación, intenté deshacerme de ella, ocultarla en lo más hondo, pero no me lo permitió.

Siguió en la superficie, tiesa y congelada como un trozo de carne recién sacado de la nevera, sin moverse y sin hablar.

—¿Qué diría Chase? —repitió Marvin, y su voz me pareció llegar desde la distancia, como si fuera un eco lejano.

No quería pensar en Chase. Sí, fue mi marido y sí, lo quise, pero a veces no le tenía demasiado aprecio. A veces me desquiciaba con su actitud retrógrada hacia los negros, hacia las mujeres, hacia la gente como Boone. A veces me costaba la misma vida no liarme a bofetadas con él hasta hacerlo madurar y traerlo hasta el siglo XXI, donde estaba el resto del mundo.

Sin embargo, ahí estaba en ese momento concreto, demostrando la misma actitud que Chase, la misma opinión, los mismos prejuicios. La diferencia era que yo no lo admitía abiertamente. Porque quería aparentar ser mucho mejor.

¿Qué diría Chase? Diría que había perdido la razón y que debería salir pitando hacia mi casa, hacia mi cocina, donde estaba mi sitio. Diría que cómo se me había ocurrido abrir el Heartbreak Café y que no tenía ni dos dedos de frente por haber permitido que se me acercara siquiera alguien como Scratch.

Pero Chase estaba muerto, y por su culpa no me quedaba más remedio que apañármelas sin él. Era la primera vez en toda mi vida que dependía de mí misma, y en esos momentos me sentía más vulnerable que nunca.

«Arriésgate», me habían dicho Toni y Boone. Vale, pues ya me había arriesgado. Me había lanzado a la piscina sin comprobar siquiera si había agua. Y, en ese momento, el miedo, el que había arrinconado, obviado o negado, emergió de las profundidades como si fuera un monstruo prehistórico. Recordé una cosa que Boone me dijo en una ocasión sobre el borde del mundo a través del cual caían las aguas de los océanos: «Hay dragones aquí».

—Lo digo pensando en tu bien, Dell —me aseguró Marvin. Dejó un par de billetes nuevos de un dólar encima de la mesa para pagar el café, se levantó y caminó hacia la puerta.

Eché un vistazo en dirección a la cocina. Scratch estaba detrás de la barra, haciendo café como si no hubiera sucedido nada fuera de lo común. Boone y Toni seguían mirando ilustraciones. Cuesco Unger y dos de sus compañeros de trabajo estaban esperando en la caja para pagar.

Todo había vuelto a la normalidad. Todo salvo yo. Porque cuando pude haberle dicho a Marvin Beckstrom que se largara y no fui capaz, descubrí una cosa sobre mí misma. Una cosa que no me gustaba ni un pelo, además del miedo, que ya era bastante malo de por sí. Otra cosa, que se extendía por encima del miedo como una capa de agua sucia en la superficie de una charca.

Algo para lo que no tenía nombre. Una sombra, un lado oscuro que ni siquiera sabía que poseía. Siempre me había creído una buena persona. Pero ya no estaba tan segura de serlo.