El lunes siguiente al fin de semana del 4 de julio, fui a la cafetería antes del amanecer, como de costumbre. Aunque sólo eran las cinco de la mañana, tenía la misma sensación que al meterme en una sauna: hacía calor y había tanta humedad que el agua se te metía en los pulmones hasta que te daba la sensación de que tenías un bloque de hormigón sobre el pecho.
Boone siempre decía que la humedad mataba las neuronas, razón por la que en el Sur la gente era más lenta de movimientos, de entendederas y de habla; razón por la que, en sus propias palabras, solía ser reaccionaria. No tengo muy claro ese punto, pero sí sé que el Misisipi en julio hace que me den ganas de volver a casa, poner el aire acondicionado a tope y echarme una siesta.
Por desgracia, una siesta no estaba en mi agenda del día. Me pasaría la mañana y la tarde delante de la cocina, en una diminuta cafetería donde el aire acondicionado sólo funcionaba en el comedor, para que los clientes estuvieran a gustito, y a la cocinera que le dieran… Esperaba que a la gente le gustase la verdura salada, porque en la cazuela iba a ir algo más que jamón.
El equipo de aire acondicionado era de los buenos. Regulé el termostato, puse la sémola de maíz a fuego lento y preparé la masa de las galletas. Estaba sacando del frigorífico la comida que ya había preparado para el almuerzo (macarrones caseros con queso para acompañar el jamón), cuando escuché un ruido que, incluso en mitad de la ola de calor, me puso el vello de punta.
Pasos. Un golpe, como si alguien hubiera tirado un ladrillo. Y después agua corriendo por las cañerías.
Encima de la cafetería había un pequeño apartamento que llevaba años deshabitado. Se accedía por unas destartaladas escaleras de madera situadas detrás del contenedor de basura. El apartamento constaba de una sola habitación con un diminuto cuarto de baño y una minicocina americana en un rincón. Sólo había subido una vez, cuando alquilé el edificio. A Marvin Beckstrom le encantó enseñarme el lugar mientras me sugería, a la vista de mi precaria situación económica, que podría considerar la idea de vender mi casa y mudarme allí de forma permanente. El lugar era un cuchitril no apto para que ninguna persona viviera en él.
Escuché otro golpe, todo un milagro, porque no debería haber sido capaz de escuchar nada por encima de los atronadores latidos de mi corazón y el zumbido de mis oídos. Cogí una sartén de hierro (la que usaba para el pan de maíz), salí por la puerta trasera y miré hacia arriba.
Parecía que había luz en el apartamento, aunque seguramente fuera un reflejo del letrero luminoso del Sav-Mor. Empecé a subir las escaleras, con la sartén en la mano, pero a medio camino me detuve y me aferré a la barandilla.
¿Qué leches estaba haciendo? Todo estaba a oscuras, era prácticamente de noche. Podría haber cualquiera allí arriba, desde un preso fugado a un asesino en serie o a un drogadicto. No acababa de ver que un asesino se escondiera encima del Heartbreak Café, pero incluso en Chulahatchie veíamos la tele. Sabíamos que existían personas así.
Lo que tenía que hacer era bajar de nuevo, cerrar con llave y llamar al sheriff. Lo que hice fue seguir subiendo, paso a paso, hasta que llegué al descansillo de lo alto de las escaleras.
La puerta estaba cerrada, pero no con llave. Levanté la pesada sartén sobre mi cabeza, preparada para atacar, y abrí la puerta.
Sí que había luz allí dentro, una solitaria bombilla colgando del cable. Con el rabillo del ojo, vi movimiento y una sombra. Me giré y lancé la sartén, que salió volando por los aires y se estrelló contra el suelo. Un enorme gato gris saltó de la encimera de la cocina americana y se plantó en mitad de la habitación con el lomo arqueado, los pelos erizados y un ratón en la boca, colgando del rabo.
El alivio me inundó y se me aflojaron las rodillas. Me apoyé en la pared para no caerme.
—Me has quitado diez años de vida —le dije al gato.
El gato… o la gata, porque no podía distinguirlo bien desde delante, me respondió lanzando el ratón al aire y atrapándolo de nuevo antes de llevárselo a un rincón y tumbarse para desayunar.
Recogí la sartén del suelo antes de hablarle de nuevo.
—Mira, me encanta que te encargues de los ratones aquí arriba y todo eso —le dije—, pero no puedes quedarte aquí. Venga, ¡hopo! —Le di un toquecito con el pie. El gato no se movió.
Le volví a dar, pero siguió donde estaba. Y en ese momento se me ocurrió algo, algo que a mi cerebro se le había pasado por alto. El lugar olía diferente, olía a limpiador con esencia de limón y a amoníaco. Habían barrido y fregado el suelo. Había un cubo en la encimera de la cocina con un pulverizador dentro y una fregona y un cepillo apoyados en la pared más alejada. Y entonces me di cuenta de que el sonido del agua se había cortado.
—Los gatos no encienden las luces —musité—. Los gatos no abren los grifos ni usan Don Limpio.
—No, señora, no lo hacen.
La voz me llegó desde atrás. Era muy grave. Me giré.
Bloqueando el estrecho pasillo que daba al cuarto de baño estaba el hombre más grande y más negro que había visto en la vida. Tenía un torso anchísimo, que estaba desnudo, una nariz ancha y una boca enorme, y unos bíceps del tamaño de mis muslos. Su piel estaba húmeda y brillante, y las gotas de agua que se le habían quedado en el pelo corto me recordaron a las perlitas que cosí en mi vestido de novia.
Parecía estar recién salido de la ducha. Por suerte, tenía los pantalones puestos, aunque iba descalzo, y me fijé que había una camiseta gris colgada en el pomo de la puerta del cuarto de baño.
Levanté la sartén e intenté parecer amenazadora.
—No te muevas.
—Lo que usted diga, señora. —Levantó las manos en señal de rendición, y la pálida piel de sus palmas brilló con un tono rosado a la luz de la solitaria bombilla.
El gato, que había terminado de desayunar, se acercó al desconocido y comenzó a restregarse contra sus piernas mientras ronroneaba.
—No voy a hacerle daño —dijo él en voz baja.
Lo señalé con la sartén.
—¿Qué haces aquí?
El hombre se encogió de hombros.
—Me quedo aquí.
—¿Cómo que te quedas aquí? ¿Quiere decir que estás viviendo aquí? ¿Encima de mi cafetería?
—Sí, señora.
—¿Cuánto llevas aquí?
—Hará una semana. Suelo marcharme antes del amanecer y volver después del anochecer.
—¿Y qué eres? ¿Un indigente? ¿Un mendigo? ¿Un vagabundo?
El hombre sonrió fugazmente al escuchar esa palabra.
—Soy un… viajero.
—Y has viajado hasta Chulahatchie y has acabado subiendo las escaleras de este apartamento abandonado.
—Eso es, señora, eso es.
—Y estás usando mi agua y mi electricidad.
El desconocido levantó una mano enorme y se rascó la cabeza.
—Una bombilla no gasta mucho, señora. Y me lavo muy rápido.
Le eché un buen vistazo. ¿A quién me recordaba? La voz, la cara, su enorme tamaño…
Y lo recordé. Al preso negro que salía con Tom Hanks en La milla verde. El que estaba en el corredor de la muerte.
Acordarme de esa parte no me reconfortó en lo más mínimo.
—¿Tienes un nombre? —le pregunté.
Me sonrió.
—Todo el mundo tiene un nombre. El mío es Scratch. Y usted es la señorita Dell, ¿verdad?
—Así es.
Me saludó con un gesto de la cabeza.
—Encantado de conocerla.
Eché un vistazo a mi alrededor.
—¿Has limpiado este sitio?
—Sí, señora.
—¿Por qué?
Me miró como si hubiera perdido la cabeza.
—Porque estaba sucio.
Ese hombre tenía algo que me conmovía. Su mirada era directa e inteligente, poseía una especie de orgullo feroz que, pese a las circunstancias, nunca se doblegaría. Me recordó a un jefe guerrero africano. Casi podía imaginármelo con un tocado, una lanza y un collar hecho con colmillos de león.
Se me pasaron por la cabeza un centenar de preguntas, pero dos se impusieron a las demás.
—¿De qué has estado viviendo, Scratch? —le pregunté—. ¿Qué has estado comiendo?
Se encogió de hombros.
—Sobras.
—¿Sobras? ¿Quieres decir que has comido lo que yo he tirado? ¿Qué has estado sacando la comida del contenedor de la basura?
—Sobras —repitió él con terquedad—. Es usted una cocinera estupenda, señorita Dell, si me permite el atrevimiento.
Siempre he creído que sé juzgar bien a la gente. Los últimos descubrimientos acerca de mi marido deberían haber demostrado lo contrario, pero en ese momento no me lo parecía. Sólo sabía que aunque ese hombre orgulloso que se llamaba a sí mismo Scratch carecía de techo y de trabajo, tenía dignidad y era lo bastante decente como para no vivir en la inmundicia.
Chase habría dicho que era un vagabundo o algo peor. Muchísimo peor. Yo nunca utilizo esas palabras tan feas, odio cuando la gente los llama «negros de mierda», pero he crecido en el Sur y las he escuchado muchas veces a lo largo de mis cincuenta años de vida. Las use o no, se me vinieron a la cabeza cuando pensé en la reacción de Chase.
La gente de otras partes del país suele creer que los sureños somos todos unos racistas redomados, y admito que en un pasado no muy lejano nos ganamos esa reputación a pulso. En mis tiempos, vi algunos capirotes blancos e incluso sabía qué diácono baptista se escondía detrás. Además, algunos de los chicos mejor considerados del pueblo, amantes de las armas y de las camionetas grandes, parecen sacados de la película Defensa. Sin embargo, la gran mayoría hemos evolucionado lo bastante como para caminar erguidos y nos gusta pensar que somos más civilizados de lo que la gente cree.
Aunque no pienso mentir. Allí, en mitad del apartamento, con un negro enorme semidesnudo, me sentí un pelín asustada. Me asaltó un miedo momentáneo, seguido de una chispa de atracción.
Nos quedamos los dos quietos, mirándonos. Y en ese momento decidí lanzarme al vacío. Decidí que me caía bien. Decidí confiar en él.
Al menos, no creía que me fuera a rebanar el pescuezo con un cuchillo de carnicero ni a robarme.
Scratch debió de notar el cambio de mi expresión.
—Trabajo duro, señorita Dell —se apresuró a decir, como si quisiera aprovechar el momento para exponer sus virtudes antes de que fuera demasiado tarde—. Podría decirse que he pasado por una racha de mala suerte de un tiempo a esta parte, pero puedo hacer casi de todo. Puedo arreglar este sitio. Puedo reparar las escaleras. Puedo hacer de pinche o limpiar o…
Levanté la mano para que se callara.
—Para el carro. No puedo permitirme contratar a nadie.
—No me hace falta mucho —dijo él—. Sé apañármelas por mi cuenta.
No me estaba suplicando, se limitaba a constatar un hecho.
Podía escuchar a Chase en mi cabeza: «Dell, te has vuelto loca. No conoces a este hombre de nada. ¡Por el amor de Dios, mujer, piensa con esa cabeza que tienes! Piensa en lo que vas a hacer, en lo que dirán los demás…».
Y en ese momento, en mitad del discurso airado de mi marido, escuché la voz de mi madre: «Cariño, cuando la marea cambia, tienes que confiar en tu instinto», me decía siempre.
—De acuerdo —le dije, tanto a mi madre como a Scratch—. Si estás dispuesto, puedes trabajar a cambio del alojamiento y de dos comidas al día… además de todas las sobras que quieras llevarte. Puedes limpiar las mesas, barrer el suelo, limpiar la cocina y encargarte del lavavajillas. Te daré dos semanas de prueba. Si te digo que te vayas, te vas sin rechistar. ¿Te parece bien?
Scratch asintió con la cabeza.
—Sí, señora. Me parece perfecto.
—Si necesitas algo, me lo pides. Si te pillo robando, llamaré al sheriff y lo tendrás detrás antes de que te des la vuelta.
Se agachó para coger al gato y lo acunó contra ese enorme pecho.
—¿Qué pasa con Ratón?
El gato me miró con unos enormes ojos verdes.
—¿Ratón?
—Sí, señora. Cuando la encontré, sólo era un cachorrito, del tamaño de un ratón. Y como es gris, el nombre le pegaba. No creará problemas.
—Puede quedarse, pero que no entre en la cafetería. La normativa sanitaria lo prohíbe.
—Sí, señora. —Guardó silencio—. ¿Señorita Dell?
—¿Qué?
—¿Va a pegarme con esa sartén?
De repente, me di cuenta de que seguía sosteniendo la sartén de hierro como si fuera un arma y de que no me había movido del sitio desde que lo vi.
Miré la sartén. Lo miré a él. Miré más allá de la ventanita, donde las primeras luces del alba empezaban a filtrarse a través de la deshilachada cortina.
—No —contesté—. Voy a preparar pan de maíz.