Enero es la época en la que todo el mundo decide hacer cambios: perder veinte kilos, dejar de fumar, beber menos, ahorrar más, hacer la declaración de Hacienda pronto y no dejarla para última hora… Normalmente sobre el 14 de mayo, esa misma gente está sentada a la mesa de su cocina fumando como carreteros, atiborrándose de chocolate y cerveza y tirándose de los pelos mientras intenta cumplimentar el formulario de la declaración.
Yo no esperé hasta el inicio del nuevo año. Chase murió el 3 de abril, más o menos un mes y medio antes de nuestro trigésimo primer aniversario de boda. El Heartbreak Café iba a inaugurarse en junio. Cuando acabamos con las reformas, tenía dos cosas muy claras: la primera, sobrevivir; la segunda, seguir a flote económicamente hablando para finales de año.
Mi madre me habría dicho sin duda que pedía muy poca cosa; pero, dadas las circunstancias, supuse que mi mejor opción para seguir adelante pasaba por pedir poco.
Siempre he sido muy madrugadora. Me levantaba al amanecer, le preparaba el desayuno a Chase, lo observaba marcharse al trabajo y, si el tiempo lo permitía, me sentaba en el porche trasero y me quebraba la cabeza con los crucigramas mientras me tomaba la segunda taza de café. No tenía por qué ir con prisas. Podía hacer las cosas a mi ritmo, a mi manera. Siempre y cuando la casa estuviera limpia y la comida lista para ponerla en la mesa, nadie metía las narices en cómo pasaba el día.
El Heartbreak Café cambió todo eso de la noche a la mañana.
El primer día llegué antes de que amaneciera. Quería hacer las cosas con tiempo, ya que había que encender la parrilla, hacer las galletas, preparar la masa de las tortitas y la sémola de maíz. Supuse que tendría muchos tiempos muertos a lo largo de la mañana y que podría aprovecharlos para hacer el pan de maíz, cocer la verdura, preparar una empanada de carne y freír el pollo.
A decir verdad, dudaba mucho que apareciera algún cliente. Pero tenía que prepararlo todo por si acaso.
Sin embargo, ésa no era mi cocina y tardé más de lo que pensaba en hacer las cosas. Antes de darme cuenta, había amanecido. Eran casi las seis y media, y no me había acordado de poner la cafetera ni de escribir el menú en la pizarra del escaparate.
De ahí que estuviera de espaldas a la puerta, subida en una escalera, cuando entraron los primeros clientes.
Al escuchar la campanilla de la entrada, estuve a punto de caerme de la escalera. Vi entrar a Cuesco Unger y a Boone Atkins, acompañados por un numeroso grupo de obreros, a juzgar por los vaqueros y las botas de trabajo, que no había visto en la vida.
Me las apañé como pude para hacer el café, anotar los pedidos y servir beicon, huevos, salchichas, tortitas y galletas. Cuesco Unger estaba sentado con los codos apoyados en la mesa y me miraba con expresión satisfecha.
Me acerqué para rellenarle la taza de café.
—¿Tienes algo que ver con esto, Cuesco? —le pregunté.
Él sonrió de oreja a oreja.
—Estos chicos —dijo mientras señalaba hacia una de las mesas— trabajan conmigo en Tenn-Tom Plastics.
—Sí, me ha parecido reconocer a algunos. Pero ¿y los demás? ¿Cómo se han enterado?
—Tengo un primo en Amory que es camionero. Ha comentado por radio que en Chulahatchie tenemos la mejor cocina del estado. —Señaló a través del escaparate hacia el aparcamiento, donde había varios camiones—. ¿Vas a darme un porcentaje de los beneficios?
—¿Vas a ayudarme en la cocina?
A eso de las ocho menos cuarto, los camioneros acabaron de desayunar y volvieron a la carretera, dejando tras de sí unas buenas propinas y la promesa de recomendar la cafetería a otros compañeros. Cuesco y sus colegas se fueron al trabajo. Sólo quedó Boone, sentado en la parte de atrás. Estaba leyendo mientras tomaba café.
—¿Te lleno la taza?
Lo vi levantar la cabeza.
—Sí, por favor. Y si tienes tiempo, un poco de compañía me vendría bien.
Cogí una taza para mí, llené ambas y me senté frente a él. Tenía la impresión de haber estado trabajando doce horas seguidas. Por dentro estaba como un flan, como cuando me paso con las medicinas para el resfriado o con la cafeína. Y eso que ni siquiera me había tomado la primera taza de café.
—¿Estás bien? —me preguntó Boone.
—Eso creo. Aunque no lo tengo muy claro. Me siento un poco…
—¿Abrumada?
—Sí, es una buena descripción. Pero «ahogada» sería más preciso. —Bebí un sorbo de café y noté que me relajaba un poco—. Cuando llegué esta mañana, me asustaba mucho la idea de que no entrara nadie. Y ahora…
—Ahora no estás segura de que quieras que venga más gente, ¿no?
—Es que… no sé. Es… demasiado. Cocinar, servir, rellenar las tazas de café. Asegurarse de que todo el mundo está contento, de que todos están bien servidos. Recordar detalles como el de ese chico que quería doble ración de mantequilla o el otro que me pidió el Tabasco. Y todos quieren hablar conmigo.
Boone le echó un vistazo al reloj, cerró el libro y se levantó.
—Acostúmbrate —me soltó al tiempo que me daba un beso en la mejilla—. Algo me dice que vas a convertirte en la mujer más famosa del pueblo.
No sé si era la más famosa, pero sí estaba segura de ser la más firme candidata al premio de la Más Agotada.
Un día y otro día y otro más… todos eran iguales. Salía a rastras de la cama a las cuatro y media de la madrugada, y aparcaba en la plaza antes de que los pájaros empezaran a cantar. Cuando el barullo del almuerzo acababa, en vez de estar en casa con las piernas en alto viendo la tele, me tenía que quedar para hacer caja, limpiar el suelo y preparar el menú del día siguiente. Normalmente un estofado con las sobras del rosbif o un revuelto picante con las sobras de las empanadas de carne. Tenía que lavar la verdura, hornear los pasteles, preparar los estofados y asegurarme de que había suficiente comida en el frigorífico para la mañana siguiente.
Porque no tenía tiempo de hacerlo mientras preparaba las tortitas y batía los huevos por las mañanas. Ni siquiera tenía tiempo para mear.
Nunca llegaba a casa antes de las cinco o las seis, y la mitad de los días tenía que hacer un par de tartas. Casi todas las noches me quedaba frita en el sillón de Chase mucho antes de que empezara La ruleta de la fortuna. Me despertaba cuando estaban anunciando las maravillas de un robot de limpieza que recorría la casa por su cuenta o un pegamento tan fuerte que era capaz de pegar la cabina de un tráiler al remolque. Después de apagar el televisor, me iba a rastras al dormitorio y tres horas más tarde me despertaba la alarma y descubría que tenía un palpitante dolor de cabeza.
—Tienes muy mala cara, Dell —me dijo Toni un sábado por la mañana, después de dos meses con esa rutina—. Necesitas descansar.
—¿Tú crees? —El comentario me salió más sarcástico de la cuenta, pero no me disculpé.
De vez en cuando, me miraba en el espejo y veía lo mismo que veía Toni. Mi vida era como la luna de un coche que había sufrido el impacto de una piedra. Las grietas se extendían poco a poco hasta que al final todo era una especie de telaraña a través de la cual era imposible ver. Me limitaba a esperar que el cristal acabara haciéndose añicos y cayera sobre mí.
—No puedo descansar —le dije—. Ahora mismo apenas cubro gastos.
Toni frunció el ceño.
—¡Pero si tienes muchos clientes! La cafetería está llena todos los días.
—Sí, pero es como intentar achicar el agua de una barca con un cubo lleno de agujeros. Conforme lo llenas, el agua se sale.
—¿Te refieres al dinero o a tu energía? —me preguntó ella.
Sentí un nudo en la garganta y tragué saliva para intentar deshacerlo.
—A las dos cosas —contesté—. Me paso el día agotada y el dinero se me escapa de entre los dedos. Cubro gastos por los pelos.
Toni me miró con los ojos entrecerrados.
—Dell, lo que necesitas es un poco de ayuda.
Vale que sea mayor, pero no tengo un pelo de tonta.
—¿Te crees que no me he dado cuenta? ¿De dónde voy a sacar el dinero para contratar a alguien?
Toni no tenía respuesta para mi pregunta, así que se fue con el rabo entre las piernas. Debería haberme sentido mal por desahogar mi mal humor con mi mejor amiga; pero, sinceramente, estaba tan cansada que me importaba un pimiento.