Capítulo 7

Mi madre siempre decía que se podía distinguir a los amigos de los enemigos con una sola frase. Los amigos nunca te soltaban un «Te lo dije».

Boone se tomó una semana de vacaciones para ayudarme a acondicionar el local. Toni se presentó todos los días después de clase. Cuesco se pasó por allí con su cinturón de herramientas y una escalera. Incluso Tansie y DiDi echaron una mano.

Yo estaba en la cocina con la vista clavada en ese desastre sin hacer nada por limpiarlo cuando escuché la discusión.

—¡Boone, no! —gritó Toni—. ¡Ni hablar!

Contenta porque tenía un motivo para abandonar la zona catastrófica, salí al comedor.

—¿Qué pasa?

—Boone quiere pintar con estos dos colores, ¿te lo puedes creer? —Toni tenía en la mano un muestrario de pinturas—. «Morado Atardecer» y «Dulce Rendición». ¡Por el amor de Dios!

—¿Has estado alguna vez en un restaurante de altos vuelos? —le preguntó Boone—. Son unos colores maravillosos. Relajan y atraen a la vez. Muy vanguardistas.

—¡Vanguardistas, y un cuerno! —replicó Toni—. ¡Por Dios, Boone! ¿Es qué quieres ganar el premio al mayor topicazo? Creía que habías aprendido la lección cuando pintaste tu casa de morado.

—Deja que los vea —le pedí. Toni me dio el muestrario—. ¿Cómo se llama éste?

Boone entrecerró los ojos y frunció la nariz.

—¿«Batido de Chocolate»? No, Dell. Necesitas algo más llamativo, más alegre. Esto es tan… tan… beige…

Toni lo fulminó con la mirada.

—El beige es bonito. Es un color neutro, pero no es blanco. E irá genial con el suelo de madera y con los asientos burdeos.

—¿Por qué tienen que ser burdeos los asientos? —preguntó Boone—. Podríamos tapizarlos de piel sintética en un ciruela intenso…

Cerré los ojos e inspiré hondo.

—Boone —dije cuando me calmé lo suficiente para hablar—, me encanta tu estilo decorativo, pero no tenemos dinero para piel sintética de color ciruela. Arreglaremos los asientos que estén mal y los dejaremos del mismo color. Además, me gusta el «Batido de Chocolate». Me recuerda a los que bebía de pequeña.

—Dime que no bebías batidos de botella —dijo Boone—. Están asquerosos.

Le sonreí a Toni y le guiñé un ojo.

—Están buenísimos. Y están todavía mejor con una medialuna de chocolate. Deberías probarlo.

Boone se estremeció.

—No hay cultura en este pueblo. Ninguna.

—Por eso estás tú aquí —comentó Toni—. Para convertirnos a todos en un poquito más… ¿Cómo has dicho antes? Ah, sí, vanguardistas.

Pero Boone no le prestó atención. Me quitó de las manos el muestrario de colores y salió en busca de cuatro latas de un manido beige.

Cuesco observó la discusión entre Boone y Toni con una sonrisilla en los labios, pero no intervino. Se limitó a subirse a la escalera para llegar al techo y empezar a recolocar las placas. Yo volví a la cocina, pero seguía sin tener claro por dónde empezar a limpiar. La tarea me parecía abrumadora. Toda ella: desde la cantidad de trabajo manual necesario para restaurar el local, pasando por los incontables detalles que tenía que solucionar y, sobre todo, el dinero que iba escapándose de mi cuenta corriente como la sangre que brotaba de una herida abierta.

¡Por Dios! Estaba convencida de haber perdido todos los tornillos…

Seguía allí plantada, quieta como una estatua y hecha un manojo de nervios, cuando Tansie Orr abrió la puerta de vaivén que daba a la cocina y me golpeó en el trasero. Detrás de ella llegó DiDi Sturgis, con unos cuantos cubos y fregonas, y como cincuenta litros de amoníaco.

—Quítate de en medio, Dell —dijo Tansie—. A menos que quieras acabar rascada y filtrada por la cañería.

Me quité de en medio. Las dos se pusieron manos a la obra adecentando la cocina mientras yo limpiaba la despensa y forraba de nuevo los estantes. En un par de ocasiones escuché a Tansie soltar un taco entre dientes por perder dos uñas en nombre de la causa, pero a pesar de todo no se quejó ni una sola vez.

Nos costó una semana entera y mucho trabajo sucio adecentar el local, pero cuando empezamos a encerar el suelo y a montar los asientos de los taburetes, empecé a comprender lo que había querido decir Boone con eso de «mirarlo con el corazón». Me juré que jamás volvería a dudar de él.

Aun así, me pasaba el día preocupada por el dinero. Cuando por fin terminamos el trabajo, me costó veinte mil dólares sustituir el frigorífico, pagar los permisos y las inspecciones y aprovisionar la cocina. Cada vez que extendía un cheque, el nudo de mi estómago se iba haciendo más grande y me preguntaba si no estaría cavando mi propia tumba.

Fueron los pequeños detalles los que más me sorprendieron: el precio del ketchup, de las servilletas de papel y de los saleros y los pimenteros. Tuvimos que contratar a un exterminador para que fumigara el local. Tenía la sensación, y era algo casi literal, de que estaba tirando el dinero por la alcantarilla. Pero tenía que hacerse. Ya me había comprometido.

Era la misma sensación que tenía de pequeña cuando íbamos al río a deslizamos sobre el barro. Siempre que caía una buena tormenta de verano, buscábamos la orilla más escarpada y embarrada, y nos deslizábamos a toda velocidad por ella hasta el agua. Siempre tenía miedo. Me daba miedo la altura, me daba miedo la velocidad y me daban miedo las aguas turbulentas que se acercaban a mí con rapidez. Pero allí arriba ni se me pasaba por la cabeza rajarme porque todas mis amigas me estaban jaleando para que lo hiciera. Y una vez que empezaba el descenso, era imposible parar. El único remedio era encarar el peligro, plantarle cara al miedo y llegar hasta el final.

Lo bueno era que si te deslizabas por el barro no había posibilidad de acabar en la indigencia…

Mi infancia había estado teñida por la alargada sombra de la pobreza de la misma manera que muchos niños crecen con el miedo al hombre del saco. Aunque no éramos pobres ni corríamos el riesgo de serlo, cada vez que me dejaba la luz encendida o no cerraba del todo la puerta o me demoraba demasiado mirando lo que había en el frigorífico, mi madre decía:

—Niña, nos vas a llevar de cabeza a un asilo para pobres.

Desde muy pequeña, con cuatro o cinco años, tuve la impresión de que el asilo para pobres era una especie de mazmorra donde encerraban a las familias, con niños y todo. Familias encadenadas a la pared mientras el agua calaba por la piedra sobre nuestras cabezas y las ratas correteaban a nuestro alrededor a la espera de que nos durmiéramos para hincarnos el diente.

Más tarde, en la clase de Historia, me enteré de la existencia de la cárcel para deudores y de que en realidad hubo asilos para pobres en los que la gente tenía que pagar sus pecados económicos, y eso me puso los pelos como escarpias. Daba lo mismo que Estados Unidos hubiera acabado con la cárcel de deudores en el siglo XIX, la idea todavía me asustaba muchísimo, aunque no entendía cómo se pagaba una deuda encerrado en una celda…

No creo que mi madre quisiera asustarme tanto con las amenazas sobre el asilo para pobres, sólo era una manera de hablar. Pero ella había crecido durante la Gran Depresión y seguramente había visto las colas para conseguir un plato de comida o había escuchado a mi abuela hablar de las colas de parados y de las cartillas de racionamiento. Estar tan cerca de la indigencia tiene que dejarte marcado.

Ya en mi vida de adulta, después de perder el miedo al asilo para pobres, utilizaba la expresión de vez en cuando, pero su amenaza no era tan tremenda como para evitar que invirtiera hasta el último penique en el desquiciado plan de Boone. Claro que el miedo había regresado con fuerza a mis pesadillas, plagadas de imágenes de agujeros inmundos, ventanas tapiadas y ratas que me helaban la sangre en las venas.

Lo había hecho, había apostado todo lo que tenía aunque la posibilidad de hacer funcionar la cafetería era casi nula. Casi podía escuchar la voz de mi madre al oído:

—Niña, vas de cabeza a un asilo para pobres.

Por fin estuvo todo listo. Habíamos pasado la inspección pertinente y estábamos preparados para abrir, y por algún milagro conseguí pagarlo todo en efectivo y todavía me quedaba algo para pasar un par de meses. O eso esperaba.

No tenía muy claro si estaba en mi sano juicio o no. Presentía un ataque de nervios a la vuelta de la esquina, esperando cogerme por sorpresa. No era capaz de respirar con normalidad y me dolía la mandíbula de tanto apretar los dientes. La verdad era que esperaba caer en un pozo en cualquier momento, esperaba que Marvin Beckstrom apareciera por la puerta en cualquier momento para decirme que estaba arruinada. Sabía que ése podía ser el peor error que había cometido en mis cincuenta años, y eso que había cometido unos cuantos.

El día de la gran apertura, todos los que habían echado una mano se presentaron para ver la gran transformación. Boone y Cuesco aparecieron con dos enormes escaleras para colgar un letrero pintado a mano que rezaba:

HEARTBREAK CAFÉ

Un buen plato de comida sureña

Boone se bajó de la escalera, adoptó una pose a lo Elvis, con una mano en el aire, empezó a mover las caderas y se puso a cantar una versión personalizada de Heartbreak Hotel:

Desde que mi chica me dejó, he encontrado otro sitio para comer.

Está en Chulahatchie, Misisipi, en West Main Street.

Ay, nena, me muero de hambre. Me muero de hambre, nena.

Sí, me muero de hambre.

Todo el mundo se echó a reír y aplaudió. En mi caso y haciendo honor al nombre de mi cafetería, era cierto que tenía el corazón destrozado y que necesitaba un lugar en el que refugiarme, como cantaba Elvis en la canción original. Y tal vez fuera el nombre más adecuado, dadas las circunstancias. El pánico se apoderaba de mí cada vez que pensaba en lo que estaba haciendo, cada vez que veía mi menguante cuenta corriente. Pero me dije: «Vale, ya está hecho, no hay vuelta de hoja».

—Bueno, abre la puerta —dijo Toni—. Déjanos pasar.

Jamás olvidaré ese momento aunque viva más que Matusalén. El sol vespertino entraba por los ventanales limpios, arrancándole destellos al mostrador de mármol y reflejándose en la tarima del suelo. La luz iluminaba el muro de ladrillos vistos que daba a la ferretería y la pared en la que se alineaban las mesas, con vistas al aparcamiento del Sav-Mor.

Supongo que para el estándar de Birmingham o Atlanta, la cafetería sería algo así como un cerdo con los morros pintados, pero aunque fuera cierto, yo estaba más contenta que dicho cerdo en una charca. Para mí era absolutamente maravillosa.

Y era mía.

Bueno, mía y del Banco de Ahorros y Créditos de Chulahatchie.

Me olvidé de las advertencias de mi madre, preparé tres cafeteras y serví trozos de tarta de manzana, de tarta de melocotón y de tarta de merengue de limón.

—Muy bien, gente —dije—. Mañana por la mañana empezaré a servir desayunos a las seis y media. Y os espero a todos aquí.

—¿Dónde está la carta? —preguntó alguien a gritos.

—No tengo carta —respondí—. Serviré lo que me apetezca cocinar según el día. O lo tomas o lo dejas.

—Si todo está como la tarta —dijo Cuesco Unger—, cuenta conmigo.