Capítulo 6

En el extremo oeste del pueblo, justo al lado de la plaza, había un local frente al cual había pasado millones de veces sin reparar en él. Llevaba muchísimos años cerrado y tenía los escaparates cubiertos por periódicos del año de la polca. A su izquierda, estaba el aparcamiento del Sav-Mor Dollar Store, y a su derecha se alzaba la Ferretería de Runyan.

Cuando vi que Boone sacaba la llave y me invitaba a pasar al interior como si me estuviera ofreciendo el Taj Mahal, llegué a la conclusión de que mi amigo había perdido la cabeza e iba a acabar compartiendo habitación con Tansie Orr en Whitfield.

El lugar carecía de suministro eléctrico, pero a través de los escaparates cubiertos por los periódicos entraba luz suficiente como para comprobar que el interior estaba hecho un desastre. Olía a humedad, lo normal después de haber estado cerrado tanto tiempo, y todo estaba cubierto por una capa amarillenta. Mi nariz me dijo que era una mezcla de grasa y nicotina. Además de ese olor, capté el de los ratones. Vi que algo corría a esconderse debajo de un tablón. Aquello era el infierno y yo acababa de morir, estaba segura.

Boone, en cambio, parecía estar en la gloria.

—¡Mira qué sitio! —exclamó.

—Ya lo veo, ya.

Al parecer, mi tono de voz le dejó claro que no estaba impresionada en absoluto. Se acercó a mí y me pasó un brazo por los hombros.

—No mires con los ojos —me dijo—. Mira con el corazón. Mira con la imaginación. Mira con el alma.

La verdad, en ciertas ocasiones Boone se ganaba a pulso su reputación de gay. Sin embargo, le seguí la corriente.

A lo largo de la pared situada frente a la puerta, había un mostrador delante del cual se alineaban unos cuantos taburetes con asientos giratorios. Las paredes laterales contaban con hileras de mesas y asientos de respaldo alto, aunque la tapicería de plástico se había roto en muchos de ellos y se veía el relleno. En el centro del local, se agrupaban unas cuantas mesas cuadradas de fórmica, típicas de los cincuenta.

Supongo que no se me daba muy bien eso de «mirar con el corazón», tal como lo llamaba Boone. Mis ojos se empeñaban en llevar la voz cantante.

—Mira hacia arriba —me dijo él—. ¿Qué ves?

—Un techo que está a punto de caérseme encima.

—Es estaño, Dell. Del bueno. —Se acercó al mostrador y lo acarició con ambas manos—. Esto es mármol. Es el mismo mostrador tras el cual despachaban los refrescos cuando este sitio era la antigua botica. Y mira esto…

Me arrastró hasta una puerta de vaivén a través de la cual se accedía a una cocina equipada con ocho fogones, dos hornos y una parrilla gigantesca.

—Mira, hay una cámara frigorífica y una nevera enorme. Vale, hay que cambiarla, pero fíjate en lo grande que es la despensa. Este sitio es perfecto.

—Es viejo —señalé yo—. Está asqueroso.

—Es vintage —me corrigió él, decidido a no dar su brazo a torcer.

—De acuerdo —claudiqué—. Reconozco su potencial, pero sabes que no puedo permitirme comprarlo y…

—Eso es lo mejor —me interrumpió—. No tienes que comprarlo. Puedes alquilarlo… por muy poco dinero. He hablado con Marvin Beckstrom y…

—Un momento. ¿Me estás diciendo que este local es del Banco de Ahorros y Créditos de Chulahatchie?

—Bueno, sí, pero…

—Ni hablar. Ni muerta haría negocios con Gallina Ratontón. Cree que soy tonta. Deberías haber visto la sonrisilla que puso mientras me decía…

Boone se acercó y me abrazó. Ese pequeño gesto de cariño me conmovió tanto que me eché a llorar.

—Pues demuéstrale que no lo eres —susurró—. Demuéstrales a Marvin Beckstrom y a este pueblo de paletos ignorantes que vales mucho más de lo que se creen.

Esa noche fui a casa de Toni y se lo conté todo mientras picoteaba de una empanada de pollo. Le hablé de mi situación económica, de la brillante idea de Boone, del viejo restaurante y de lo dejado que estaba, y de lo mucho que me asustaba el futuro.

—Es una idea genial —me dijo cuando se lo conté todo—. Es tan genial que me encantaría que se me hubiera ocurrido a mí.

—Podría perderlo todo. Hasta la funda de oro de la muela.

—Sí, pero piensa en las posibilidades —me aconsejó Toni con una expresión nostálgica y soñadora en la cara—. ¿Recuerdas cuando éramos pequeñas y ese sitio servía comidas?

—Recuerdo que lo cerraron porque incumplía las normativas sanitarias —contesté—. Además, ¿qué clientela podría tener cuando en el pueblo está el restaurante de Barney, el McDonald’s en el área de descanso de la autopista y el mexicano?

—Pues yo creo que todo el mundo. Barney sólo sirve cenas. El mexicano es un nido de cucarachas —me recordó Toni—. Además, eso da igual. Lo importante es que esto es perfecto para ti. ¿Qué es lo que más te gusta hacer en la vida? Cocinar. ¿Qué es lo que mejor se te da? Cocinar. ¿Se te ocurre algún modo mejor de ganarte la vida?

—Pues no, pero…

—¡Dell Haley, a veces eres tan cabezona que me pones de los nervios! —Soltó un suspiro exagerado—. Has estado casada con Chase desde que tenías veinte años.

—Veintiuno.

—No te pongas tan quisquillosa, guapa. Hacía tres días que los habías cumplido. Tres días arriba o abajo no importan. Lo que importa es que a los veinte años, o a los veintiuno si lo prefieres, ya puedes votar, reproducirte y comprar bebidas alcohólicas, y aunque tu cuerpo esté perfectamente desarrollado y parezcas una mujer, el resto está sin hacer. Tu mente, tu corazón y el sentido común brillan por su ausencia. ¡Por Dios! Una mujer no se conoce bien hasta que llega a los treinta o a los treinta y cinco. En algunos casos, a los cuarenta.

—Estoy segura de que quieres llegar a algún sitio, ¿verdad?

—Lo que quiero que entiendas es que has vivido la vida de Chase, no la tuya. Él tomaba todas las decisiones, o si las tomabas tú, lo hacías basándote en sus necesidades y en sus gustos. Ahora que ya no está, te toca a ti. ¡Dell, por el amor de Dios, tírate a la piscina! Por una vez en tu vida, arriésgate y comprueba hasta dónde eres capaz de llegar.

—Boone me ha dicho lo mismo, casi palabra por palabra.

—Boone es un tío listo. Listísimo. —Esbozó una sonrisilla torcida—. Menos a la hora de elegir colores para su fachada.

En cuanto se corrió la voz de que había alquilado el antiguo restaurante para reabrirlo, la gente se acercó en tropel para cotillear. La situación me recordó a la época en la que el Tombigbee se desbordó y medio pueblo se plantó en la orilla para ver hasta dónde iba a llegar el agua. Algunos llevaban más de diez años sin hablarse; sin embargo, allí estaban, rascándose la cabeza mientras hacían apuestas unos con otros para ver qué altura alcanzaría la crecida y bromeaban como si fueran miembros de la misma congregación religiosa que se hubieran reunido después de una larga separación. Nada unía tanto a la gente como una buena catástrofe.

Claro que, en nuestro caso, no hacía falta ni media catástrofe para que la gente saliera a husmear. Bastaba con un simple tufillo a desastre y medio pueblo salía a presenciar el espectáculo. Sé que algunos de ellos hicieron una porra por lo bajini para ver quién acertaba lo pronto que el negocio acabaría hundiéndose. Otros se limitaron a observarlo todo mientras meneaban la cabeza y pronosticaban mi ruina, aunque ninguno me echó una mano; al contrario, eran más bien un estorbo.

Tansie Orr tenía que decir lo que opinaba, no podía ser de otra manera.

—Dell, te lo digo de verdad, deberías haber pensado en lo del Bed & Breakfast, no en esto.

—¡Anda ya! —exclamó DiDi Sturgis—. Deberías venirte a trabajar conmigo. Poniendo uñas de porcelana ganarías una pasta.

Ojalá hubiera podido soltarle una fresca, porque lo que quería decirle era que ninguna mujer con dos dedos de frente que viviera en el pueblo pagaría por ponerse unas uñas de porcelana. Salvo Tansie. Y como la tenía delante, tuve que morderme la lengua.

Marvin Beckstrom se acercó sin hacer caso de la mirada ponzoñosa que le lanzó Tansie.

—Es una mala idea, Dell. Podrías perderlo todo.

Como si no lo supiera… Pero ni muerta iba a darle la satisfacción de reconocerlo delante de él.

—Gracias por los ánimos, Marvin —repliqué.

El sarcasmo le resbaló por completo.

—Dell, tienes que ser realista. Ya te dije que…

—Sé muy bien lo que me dijiste —lo interrumpí—. Sin embargo, el banco me ha alquilado el local, ¿no?

Le echó un buen vistazo al local abandonado y se encogió de hombros.

—El trabajo es el trabajo.

—Ahí está —dije—. Y hablando de… ¿por qué no vuelves al tuyo y me dejas que yo siga trabajando?

Se alejó hacia la plaza con paso tranquilo y las manos en los bolsillos, mientras agitaba las llaves y silbaba. Cualquiera que lo observara vería un personajillo alegre, sin una sola preocupación en el mundo. Yo veía un agujero negro de desesperación que se alimentaba de mi vida y de mi energía.

¡Ese hombre era la leche! Su simple presencia convertía una boda en un funeral.