Dos semanas después del entierro, estaba en la cocina sacando la última tanda de empanadillas de manzana de la sartén cuando sonó el timbre.
No terminaba de cogerle el tranquillo a eso de cocinar para una sola persona. Todas las superficies planas de la cocina estaban cubiertas con empanadillas de manzana: en bandejas para que se enfriaran, sobre papel de cocina, en recipientes planos para congelarlos… A Chase le encantaban, no se cansaba nunca de comerlas. Y aunque ya no estaba para disfrutarlas, yo seguía preparándolas. No era capaz de quedarme de brazos cruzados viendo cómo todas esas manzanas se estropeaban.
Saqué la última empanadilla del aceite, apagué el fuego y fui a abrir la puerta. Me encontré con Boone Atkins en el porche.
Había hablado con Boone cuando fue a mi casa a darme el pésame y luego en el funeral, claro. Asistió como todo el pueblo, pero no hablamos de verdad. Cuando había más gente delante, Boone solía mantener las distancias, como si estuviera encerrado en una burbuja de plástico que nadie más podía ver. Esa burbuja lo protegía de la hostilidad que los demás sentían hacia él, pero también le impedía conectar con otra persona.
Salvo en mi caso. Yo era la mejor amiga de Boone, su única amiga, porque todo el mundo creía que Boone era homosexual.
A las alturas que estamos, tal vez no sea un escándalo, al menos en Nueva York o en San Francisco, o incluso en Memphis o en Birmingham. Pero en Chulahatchie la gente no mira con buenos ojos a quien se salga de la norma, y aquí la norma es ser heterosexual, blanco y baptista. O tal vez episcopaliano, si tienes dinero y buen gusto.
Boone era el encargado de la biblioteca municipal de Chulahatchie. Llevaba más de cuarenta años viviendo en la casa que lo vio nacer, salvo por el periodo que pasó estudiando en la Universidad de Oxford para conseguir su licenciatura en biblioteconomía. Cuando su padre murió, Boone se quedó con su madre para cuidar de ella, y cuando ésta también murió, heredó la casa.
Era una persona callada y amable con tres pasiones en su vida: la música, los libros y el arte. Por supuesto, eso sólo empeoraba las cosas, ya que era un estereotipo andante.
La gota que colmó el vaso fue que después de la muerte de su madre redecoró la casa y pintó la fachada de esa preciosa casita blanca de un color llamado «Malva Sublime», con las contraventanas y los salientes en un «Ciruela Pasión». En realidad, ambos tonos eran más discretos de lo que parecían por el nombre y quedaban fantásticos, al menos en mi opinión, pero no les sentó nada bien a los habitantes del pueblo, que ya lo miraban con recelo.
Chase no soportaba a Boone. Lo llamaba «mariquita loca» a sus espaldas. Lo sé porque en una ocasión lo dijo delante de mí.
Una y no más. Porque le juré que si volvía a decirlo en mi presencia, lo mataría y después me divorciaría de él. De modo que mantuvo la boca cerrada a partir de ese momento, pero no necesitaba decir nada para hacerme saber que no le gustaba un pelo que fuera amiga de Boone.
Y Boone no era tonto. Nunca iba a verme a casa. Quedábamos para comer todas las semanas mientras Chase trabajaba, y normalmente íbamos a Starkville, a Tupelo o, de vez en cuando, incluso a Tuscaloosa, donde nadie podía reconocernos. Era casi como tener una aventura pero sin la parte carnal.
Aunque sí había amor, sólo que de otra clase. Boone veía cosas en mí que nadie había vislumbrado jamás, ni siquiera Toni. Hablábamos de libros, de ideas y de creatividad. Me recomendaba algunos títulos, me pedía opinión sobre algunos temas y hacía que me sintiera inteligente aunque no hubiera recibido una educación como la suya.
Boone era mi conexión con el mundo que existía más allá de Chulahatchie. Pero una conexión secreta. Siempre secreta.
Pero como Chase ya no estaba, supuse que podría invitar a quien me diera la gana a mi casa. Era una sensación extraña, y muy liberadora.
—Hola, Boone —lo saludé—. Entra.
Lo vi titubear un momento, clavar la mirada en el felpudo y después echar un vistazo a la calle desierta, como si quisiera asegurarse de que nadie nos miraba. Al final, traspasó el umbral de la puerta y me abrazó.
Me abrazó durante un buen rato, apretándome bien fuerte.
—Dell —dijo.
Sólo eso, sólo «Dell». Fue suficiente.
Cuando me soltó, retrocedí para mirarlo a la cara. No conseguía acostumbrarme a lo guapo que era, a pesar de que lo conocía desde siempre. Era unos cuantos años más joven que yo, y ya rondaba los cuarenta y cinco, pero aparentaba treinta. Tenía los hombros anchos, el pelo y los ojos oscuros, y un hoyuelo en la barbilla. Era lo bastante guapo para ser un rompecorazones si la situación hubiera sido distinta. Y, desde luego, no parecía un bibliotecario.
Lo miré con el ceño fruncido.
—¿Cómo es que has tardado tanto en venir a verme?
Me siguió a la cocina sin responderme.
—Huele que alimenta.
—Empanadillas de manzana. Acabo de terminar. Siéntate mientras hago café.
Se sentó a la mesa de la cocina y me observó mientras preparaba el café y colocaba unas empanadillas recién hechas en un plato. Boone tenía la habilidad de guardar silencio sin que resultase incómodo, algo que la mayoría de la gente era incapaz de hacer aunque le fuera la vida en ello.
Cuando por fin lo tuve todo listo, me senté. Boone me concedió cosa de medio minuto antes de apoyar los codos en la mesa y la barbilla en las manos.
—¿Qué vas a hacer, Dell?
Fue tan repentino y tan directo que solté una carcajada y espurreé el café por la mesa.
—No te gusta andarte por las ramas, ¿verdad? —le pregunté.
—Contigo, no. —Cogió una de las empanadillas y le dio un mordisco—. Está buenísima, Dell. Con el azúcar justo y mucha canela. La cobertura está crujiente… menos donde has espurreado el café. —Sonrió—. Contéstame.
—Es que no lo sé.
—Vale, entonces voy a responder a tu pregunta de antes. He esperado todo este tiempo para venir a verte porque cuando alguien muere, la gente se congrega alrededor de la familia durante un par de semanas y después vuelve a la normalidad. Todos retoman sus vidas. Se les olvida que la familia del difunto está sufriendo porque ellos no tienen que vivir con las emociones, con el vacío de la pérdida y la impredecible tristeza que te acompañan a todas horas y te asaltan cuando menos te lo esperas. Cuando sufres una pérdida así, necesitas un apoyo después del funeral, después de que se acabe la comida, después de que hayas vaciado los armarios y escrito las notas de agradecimiento. Sé que cuentas con Toni, pero quiero que sepas que también cuentas conmigo.
Se me nubló la vista por culpa de las lágrimas y vi su cara como a través de una catarata, o como si estuviera viendo su reflejo en el fondo de un pozo. Parpadeé.
—Gracias.
—Llorar es bueno, Dell.
—Eso me dicen. Pero tengo un problema con eso, Boone. Me parece que no lloro por los motivos adecuados: porque estoy triste o porque he perdido al que fue mi marido durante treinta años, o porque me he quedado sola. Creo que sólo lloro cuando me enfado. Cuando me enfado de verdad, cuando me pongo furiosa y me entran ganas de romper cosas o de pegarle un puñetazo a la pared.
Me miró con una expresión a la que no estaba muy acostumbrada: con ternura y comprensión.
—Tienes muchos motivos para estar enfadada.
Le di un mordisco a una empanadilla, pero no la saboreé. Se me atascó en la garganta como un tronco se atascaría en el barro del Misisipi.
—Tú sabes todo lo que se cuece en la ciudad —dije cuando conseguí tragar—. Dime la verdad.
—¿La verdad sobre qué?
—Sobre Chase. Sé que tenía una aventura y nadie me ha tranquilizado al respecto. Pero no sé ni con quién, ni dónde ni cuándo. Todo el mundo habla del tema, todo el mundo menos yo. Lo encontraron en la cabaña del río el viernes por la noche, pero esa tarde yo pasé por allí y su camioneta no estaba. Alguien llamó a emergencias, pero no sé quién.
—¿Para qué necesitas saberlo? —me preguntó.
—¡Lo necesito porque sí! —exclamé—. Llámalo curiosidad. Llámalo satisfacción. Llámalo como te dé la gana. Quiero la verdad. —Me aferré la cabeza con las manos y tragué saliva—. No puedo ir por la calle sin preguntarme si sería esa mujer o la otra. Sin preguntarme en quién puedo confiar. La gente me evita, susurra a mis espaldas o me mira con tanta lástima que me entran ganas de vomitar. Ojalá supiera la verdad. A lo mejor entonces podría seguir con mi vida y las cosas podrían volver a la normalidad.
Boone me sonrió y me colocó la mano en el brazo. La caricia de su mano me pareció cálida, sólida, real. Lo más real que había sentido en muchísimo tiempo.
—No volverán a la normalidad —me dijo en voz baja—. Nunca volverán a la normalidad… o al menos será una normalidad distinta a la de antes. Todo ha cambiado. A lo mejor nunca obtienes todas las respuestas que buscas, Dell. Si supieras con quién, te seguirías preguntando el porqué. Si supieras el porqué, te seguirías preguntando el cómo… cómo fue posible que tu marido hiciera algo así y cómo fuiste tan ciega como para no darte cuenta. —Me miró un buen rato a la cara, como si intentara desvelar algo oculto tras mi mirada—. No sé con quién —dijo—, pero Chase estaba en el río. Su camioneta estaba aparcada bajo la cabaña. Todavía está donde la dejó.
Guardé silencio un momento, sopesando sus palabras.
—Sí. Supongo que por eso no la vi desde la carretera. Normalmente aparcaba delante de la puerta, pero si estaba con una mujer…
—Tal vez creyó que tú irías a buscarlo.
Me invadió una oleada de gratitud hacia ese hombre tan maravilloso, sensible y honesto. Ni siquiera intentó sacarme de la cabeza la idea de que Chase me había sido infiel. A su manera, estaba confirmando mis sospechas y dando validez a mis emociones. En ese momento, lo quise más de lo que jamás creí posible.
—Gracias —le dije.
—¿Por qué?
—Por no intentar hacerme cambiar de opinión, buscar excusas o ponerme paños calientes diciéndome que son imaginaciones mías.
—Vivir engañado no es bueno.
El nudo que tenía en el estómago se aflojó un poco, de modo que le di otro mordisco a la empanadilla y rellené las tazas de café. Le hablé de la hipoteca, del seguro de vida y de que me quedaban once meses y diecinueve días antes de que me pusieran de patitas en la calle para vivir en una caja de cartón.
Me escuchó sin interrumpirme y sólo masculló algo cuando salió a relucir el nombre de Marvin Beckstrom, algo que se parecía sospechosamente a «cerdo asqueroso». Cuando terminé de hablar inspiré hondo, Boone me sonrió.
—¿Qué pasa?
—Nada. Estaba pensando que seguramente todo el mundo tenga una opinión acerca de lo que deberías hacer.
—¡Has dado en el clavo! Tansie Orr me sugirió que abriera un Bed & Breakfast al estilo inglés.
Me miró con incredulidad antes de esbozar una sonrisa deslumbrante.
—Esa mujer está para que la encierren en el manicomio de Whitfield.
—El de Tupelo está más cerca —dije—. Pero tendrías que haberle visto la cara. Creía que había tenido una revelación, como si acabara de descubrir un nuevo principio de la física cuántica o hubiera demostrado la teoría de la relatividad de Einstein.
—Qué inocente es, por Dios.
El comentario nos arrancó una carcajada. En el Sur puedes decir cualquier cosa de cualquier persona y no se considera un comentario malintencionado siempre y cuando acabes con esa frase.
—Así que… —dije a la postre— ¿tienes alguna brillante idea para evitar que tu vieja amiga acabe en un asilo para pobres?
—A decir verdad, tengo una sugerencia.
—Cariño, no te cortes. Suéltalo.
Boone bebió un sorbo de café y se acomodó en la silla.
—Sácales partido a tus habilidades.
—¿Y eso qué quiere decir? —quise saber—. ¿Es que no me has escuchado? No tengo ninguna habilidad especial. No tengo una licenciatura, soy demasiado vieja para un trabajo físico y…
—Sácales partido a tus habilidades —repitió. Cogió otra empanadilla, me saludó con ella y le dio un mordisco—. Mmmm. Buenísima. Dell Haley, eres sin lugar a dudas la mejor cocinera al este del Misisipi y de todo el Sur.
Y, tal como Boone sabía que pasaría, por fin lo entendí.