Capítulo 4

No lloré durante el velatorio. Ni tampoco lloré durante el funeral. No lloré en el cementerio, cuando vi que Toni miraba hacia el lugar donde estaba la tumba de su hijo. Ni siquiera lloré esa noche, desvelada por el espectral silencio de un mundo sin los ronquidos de mi marido.

Lloré, qué cosas tiene la vida, en la oficina del banco de Chulahatchie el lunes por la mañana a las doce menos diez, precisamente cuando el pueblo entero hacía cola para ingresar la paga semanal que cobró el viernes.

Nunca me había gustado Marvin Beckstrom. En el colegio, era un niño raro y huraño, y con el paso del tiempo se había convertido en un hombre raro y huraño. Tal vez se debiera a todas las burlas que tuvo que soportar durante su infancia, no lo sé, pero los estudios no lo habían ayudado en nada y el hecho de convertirse en el director de la sucursal bancaria acabó por subírsele a la cabeza. Era bajo, escuálido y con aspecto de intelectual por culpa de las cicatrices que le había dejado el acné y de las enormes gafas de pasta que llevaba. Parecía un insecto alargado y de ojos grandes disfrazado con un traje hecho a medida.

A sus espaldas todos lo llamaban el Bicho, y ése era el apodo menos ofensivo de todos.

Tenía la costumbre de agitar las llaves que llevaba en el bolsillo, como si quisiera recordarle a la gente quién era el que estaba al mando, y la sonrisilla con la que miraba a todo el mundo decía bien claro que recordaba muy bien los insultos que había recibido en el instituto. Aquel que hubiera insultado a Marvin Beckstrom iba listo si quería que el banco le concediera un préstamo.

Mi cita estaba fijada para las once y cuarto. Me hizo esperar hasta las doce menos cuarto, porque le dio la gana. Me pasé media hora sentada al lado de la puerta de su despacho, retorciendo las manos en el regazo con la sensación de que estaba a punto de recibir un sermón de parte del director del instituto por haberme portado mal en clase. Entretanto, la gente que entraba y salía me miraba con gesto serio y alguno que otro me saludaba sin mirarme a los ojos.

Una vez llevado a cabo el ritual, nadie sabía qué hacer con la viuda más reciente del pueblo.

La puerta se abrió por fin.

—Pase, señora Haley —me dijo Marvin, invitándome a pasar a su santuario.

«¿Señora Haley?», pensé. Nos conocíamos desde que estábamos en el colegio y nunca me había hablado de usted.

—Supongo que tendré que llamarte señor Beckstrom y dejar el tuteo, ¿no? —solté—. ¿A qué viene tanta formalidad?

Él enarcó una ceja y me miró con una sonrisilla.

—Sólo intentaba ser profesional, Dell. Al fin y al cabo, éste es un momento difícil para todos. —Se inclinó sobre la pulida superficie de su escritorio—. ¿Cómo vamos?

El tono paternalista de la pregunta me puso los pelos como escarpias.

—En fin, tú verás —contesté sin intentar siquiera disimular el sarcasmo—, tengo cincuenta y un años, acabo de enterrar a mi marido y esta mañana me ha llamado tu secretaria diciéndome que tenía que venir urgentemente para hablar de mi situación económica. ¿Cómo crees que vamos?

Fue un error acorralarlo de esa forma, pero no pude evitarlo. Vi que me miraba con los ojos entrecerrados y que apretaba los dientes, y me recordó a un chihuahua enseñándole los dientes a un rottweiler. Después se reclinó en la silla y colocó una carpeta de color verde en el centro del escritorio.

—De acuerdo —dijo—. Formalidades aparte, la situación es la siguiente. Como ya sabrás, nuestro banco, Ahorros y Créditos de Chulahatchie, es el propietario de la hipoteca de tu casa…

—Hipoteca… —repetí como si fuera un loro.

—Sí, hipoteca. El préstamo avalado por tu propiedad.

—Ya sé lo que es una hipoteca —repliqué—. Llevamos viviendo treinta años en esa casa. Digo yo que a estas alturas ya habremos acabado de pagarla, ¿no?

La sonrisilla reapareció, acompañada del tono paternalista.

—Dell, soy consciente de que muchas mujeres de cierta edad… —Hizo una pausa para mirarme.

Me mordí la lengua hasta que me hice sangre, pero logré mantenerme en silencio. Satisfecho al parecer, Marvin asintió con la cabeza y retomó el discursito.

—De que muchas mujeres de cierta edad, como tú, han dependido toda su vida de sus maridos, que eran quienes se encargaban de los asuntos económicos. Por desgracia, esa situación no las ayuda mucho cuando sus maridos mueren… esto… de forma repentina.

Tenía razón, aunque no pensaba admitirlo en voz alta, claro. Siempre había dejado todo lo que tenía que ver con el dinero en manos de Chase. Yo me encargaba de la economía mensual, de las facturas y las compras, pero siempre y cuando hubiera dinero en la cuenta del banco, lo demás no me importaba.

Lo miré furiosa.

—Ahórrame el sermón y ve al grano, Marv.

—Voy al grano —repitió él con expresión guasona—. Más concretamente a la letra pequeña. —Hizo una pausa dramática—. La casa está hipotecada hasta las trancas. Chase pidió un nuevo crédito para comprar el terreno del río y la embarcación. Y la camioneta nueva, claro. —Sacó una hoja de papel de la carpeta y me la ofreció por encima del escritorio—. Aquí está todo desglosado. En resumidas cuentas, tienes treinta y cinco mil dólares en el banco, y tus deudas ascienden a un total de ciento treinta y dos mil.

No podía respirar ni pensar. Me estaba hundiendo, como si Marvin Beckstrom me hubiera atado una piedra al tobillo y me hubiera arrojado al río Tombigbee.

Intenté buscar algo para mantenerme a flote, una rama, una cuerda, cualquier cosa.

—¿Y no tengo derecho a ninguna pensión? El seguro de vida o algo. —Se me quebró la voz y me miré las manos. Cuando levanté la vista, la cucaracha asquerosa cambió la expresión ufana por una de preocupación, pero no fue lo bastante rápido y lo pesqué.

—Todo el mundo perdió el plan de jubilación cuando la fábrica de piensos cerró y Ray Kaiser se largó con el dinero —contestó Bicho—. Chase sólo llevaba dos años trabajando en Tenn-Tom Plastics, así que no esperes una cantidad importante. Porque además, parece que Chase eligió la cobertura menor en su seguro de vida. Veinte mil.

Veinte mil. Más treinta y cinco mil en la cuenta de ahorro. Nunca se me habían dado bien las matemáticas, pero no hacía falta ser un genio para comprender lo que significaba.

—Puedes vender la cabaña del río —señaló Marvin como si me hubiera leído el pensamiento—, aunque, tal como está el mercado, yo no contaría con ello. El coche valdrá cinco o seis mil dólares, calculo yo.

—¿Y cuánto pagó él? ¿Veinticuatro mil más o menos?

—Es lo que tiene la devaluación —contestó él mientras se encogía de hombros—. Estirando hasta el último centavo, podrías vivir durante un año con el dinero del seguro de vida —dijo—. Pero si quieres un consejo…

No lo quería. No quería sus consejos ni quería seguir mirando ni un minuto más esos ojos saltones ni esa cara de estaca. Tampoco quería llorar, pero las lágrimas me estaban ahogando y sabía que estaba a punto de vomitar en ese momento, en su despacho, encima de su carísima alfombra verde.

Así que salí corriendo. Abrí la puerta, sorteé entre empujones la cola de personas que esperaban su turno en el mostrador de Pansy Threadgood y entré en el baño de señoras, donde me encerré en el retrete para discapacitados.

Me pasé cinco minutos enteros inclinada sobre la taza, salivando como si fuera uno de los perros de Pavlov mientras mi estómago llegaba a la conclusión de que no tenía nada en su interior que echar. Cuando me convencí por fin de que las arcadas habían pasado, bajé la tapa, me senté en el retrete y me eché a llorar. La madre que lo trajo.

Lo mataría por haberme dejado así. Lo mataría por haber comprado la puñetera cabaña del río, por haber hipotecado de nuevo la casa, por no haber pensado en mi situación si él moría. Lo mataría por haber sido tan egoísta, por haberme sido infiel, por haber llegado tantas veces tarde a casa y por haberme engatusado con sus carantoñas, sus halagos y sus monerías para evitar más de una discusión.

—¡Te mataba ahora mismo Chase Haley! —grité—. ¡Por haber vivido y por haberte muerto! —estampé el puño contra la puerta del retrete.

Me dolió. Mucho. Pero no me detuve. No podía detenerme.

—Ojalá te pudras en el infierno. Ojalá ardas allí. Ojalá…

—¿Dell? —me llamó alguien al tiempo que daba unos suaves golpecitos en la puerta—. Dell, cariño, ¿estás bien?

Miré por una rendija y vi un mechón de pelo rubio achicharrado. Era Tansie Orr, que habría salido de Tenn-Tom Plastics aprovechando la hora de descanso para almorzar.

—¿Necesitas ayuda, corazón? Déjame entrar.

Abrí la puerta a regañadientes. Tansie se limitó a mirarme un minuto entero antes de coger el toro por los cuernos. Agarró el papel higiénico y cortó unos cinco metros que me dejó en la mano.

—Suénate la nariz, corazón, que se te están cayendo los mocos —dijo.

Me levanté, me acerqué al espejo y me miré con los ojos entrecerrados. Tenía razón. Se me estaban cayendo los mocos. Tenía la nariz y los ojos rojos, y se me había corrido el rímel mejillas abajo. En ese momento, me juré a mí misma que aunque no se me vieran los ojos por culpa de las bolsas y de las patas de gallo, en la vida volvería a usar rímel.

Tansie estaba detrás de mí, observando mi reflejo.

—Supongo que Carcoma te ha dado malas noticias, ¿verdad?

Sonreí sin poder evitarlo. Era otro de los apodos infantiles de Marvin, junto con Ratontón, Cucaracha y Gallina.

—Es un hijoputa con todas las letras —siguió Tansie con voz compasiva—. ¿Qué te ha hecho?

—Me ha dicho la verdad.

—Dios, es de lo peor. —Tansie meneó la cabeza con lástima y tiró de mí para abrazarme.

Era unos diez o quince centímetros más alta que yo, de modo que mis ojos quedaron al mismo nivel que su pecho. Se me saltaron las lágrimas por los efluvios de Estée Lauder y estuve a punto de morir asfixiada contra su canalillo.

Cuando me soltó, se apoyó en el lavabo y se hurgó entre los dientes con una larguísima uña pintada de rojo. Que fuera capaz de usar el teclado del ordenador con esas uñas era un misterio digno de Agatha Christie.

—Escúchame, preciosa —dijo—. Se ve que estás en un aprieto. Muchas estaríamos hasta el cuello de porquería si nuestros maridos se murieran de la noche a la mañana. Pero si quieres un consejo…

Esperó a que le diera el pie para continuar. Me encogí de hombros y contuve un suspiro.

—Sigue —le dije.

—En fin. Mira, he estado pensando. El año pasado, Tank me llevó a Asheville por Navidad, ¿te acuerdas? Nos quedamos en un Bed & Breakfast de estilo victoriano que era una monería. Un Bed & Breakfast es una pensión, por si no lo sabes. Un sitio precioso, regentado por una viuda.

Me miró a los ojos con gesto expectante. No tenía ni idea de adonde quería ir a parar.

—¿Y?

—Dell, tú podrías hacer lo mismo. ¡Puedes hacerlo! Tienes una casa de estilo Victoriano y te sobra un dormitorio. Podrías abrir tu propio Bed & Breakfast aquí en Chulahatchie.

Esa mujer estaba loca. Como un cencerro. En primer lugar, mi casa no era de estilo Victoriano. Era vieja. Punto. Sólo tenía un cuarto de baño, a menos que se contara el aseo tan minúsculo en el que Chase ni siquiera podía entrar. El dormitorio de invitados siempre había sido el trastero, ya que no teníamos ni ático ni sótano. En ese momento, estaba hasta arriba de cajas con los adornos navideños, con las macetas de geranios que se marchitaron durante la primera helada del invierno y con un montón de trastos viejos de pescar que Chase había ido almacenando para arreglarlos, pero que un día por otro se habían quedado en el olvido.

Además, Chulahatchie no era precisamente un hervidero de turistas. Nadie iba al pueblo a menos que fuera por un propósito concreto, o que se perdiera porque había cogido la salida equivocada de la autopista o que se hubiera quedado sin gasolina, ya que la estación de servicio del pueblo, Llénalo y Corre, era la última oportunidad de repostar hasta llegar a la frontera con Alabama.

¿Un Bed & Breakfast en Chulahatchie? Era ridículo.

Pero no le dije nada a Tansie. La pobre me lo había propuesto con su mejor intención, y parecía muy contenta por haber tenido una idea tan brillante. Como si llevara toda la vida esperando para decir algo inteligente e importante, algo que no se le hubiera ocurrido a ninguna otra persona.

Al final, resultó que Tansie no fue la única dispuesta a compartir conmigo los beneficios de su infinita sabiduría. Y lo habría agradecido de todo corazón si alguno de los consejos hubiera podido aplicarse a mi caso. Porque ni contaba con una diplomatura, ni con una licenciatura, ni había estudiado secretariado, ni tenía cabeza para los números. Tampoco podía cargar con treinta kilos de peso, ni podía levantar cajas, ni podía cargar camiones. Era una mujer de cincuenta y un años sin estudios superiores, sin experiencia laboral, sin dinero y sin perspectivas de futuro.

—Cada necio quiere dar su consejo —solía decirme mi madre.

Lo único que sabía hacer era cocinar. Y no tenía ni idea de cómo podía servirme eso.