En un pueblo pequeño como Chulahatchie, todo el mundo se conoce, pero muy pocos se conocen de verdad. Algunos te sonríen y te saludan cuando te los cruzas por la calle, aunque nunca hayan pisado tu casa ni tú hayas estado en las suyas. Otros se sientan a tu lado durante los almuerzos informales en la iglesia o en los partidos de fútbol del instituto e intercambias recetas o quedas con ellos para tomar café. Luego están aquellos que vienen a tu casa a cenar los sábados por la noche o a ver un partido los domingos por la tarde. Y, por último, los pocos, poquísimos, que te invitan a las cenas familiares, a los cumpleaños y la comida del Día de Acción de Gracias.
Sin embargo, después de toda una vida, sólo hay una o dos personas a las que puedes llamar en plena noche cuando tu mundo se desmorona.
En mi caso, se trataba de Antoinette Champion.
Toni y yo éramos amigas desde el parvulario. Nos pusieron la ortodoncia la misma semana, fuimos al baile de graduación del instituto juntas con nuestras respectivas citas, nos emborrachamos por primera vez juntas y juramos no volver a probar el alcohol en la vida. Fuimos damas de honor la una de la otra en nuestras respectivas bodas y no teníamos secretos la una con la otra.
La noche que Chase murió, la llamé a las once y veinte, y cogió el teléfono al segundo tono.
—¡Por Dios, Dell! ¿Me estás diciendo que el imbécil del sheriff te lo ha soltado por teléfono? ¿No ha ido a tu casa?
—No —contesté—. Me ha llamado por teléfono y ya está.
—Ese hombre es idiota. ¿Qué te ha dicho?
—No lo recuerdo —respondí mientras intentaba aclarar los recuerdos—. Algo sobre una llamada a emergencias y que los sanitarios del servicio de urgencias encontraron a Chase en la cabaña del río y lo llevaron al hospital. Creo que me explicó algunos detalles, pero como si hubiera estado hablando con la pared. No sé nada, Toni. No sé.
—Estás en estado de shock —me aseguró ella—. ¿Qué vas a hacer?
En ese momento, estaba temblando de arriba abajo, con ese frío que parece salir de los mismos huesos. Respiré hondo e intenté detener la tiritona, intenté parecer fuerte al hablar.
—Voy a hacer lo que tengo que hacer —contesté—. Iré al hospital, hablaré con el médico, reclamaré el cuerpo y mañana por la mañana me pondré en contacto con la funeraria.
—No deberías estar sola. Nos vemos allí.
Por un instante, estuve tentada de decirle que no.
—Vale —acabé diciendo—. Gracias.
Toni ya estaba en la puerta de urgencias del hospital, fumándose un cigarro, cuando yo llegué. No sé cómo pudo llegar tan rápido. Yo sólo me paré a ponerme la ropa antes de salir corriendo de casa, y allí estaba ella, antes que yo, como siempre.
Aplastó la colilla con la zapatilla de deporte y me dio un abrazo.
—Lo siento muchísimo —susurró con la cara enterrada en mi pelo. Estaba llorando porque sentí sus lágrimas en el cuello y noté que se le quebraba la voz. Sin embargo, cuando me soltó, se limpió las mejillas y soltó una bocanada de aire—. ¿Estás bien?
—Sí. A ver si acabamos con esto rápido.
El médico de guardia en urgencias se parecía a Doogie Howser, el jovencísimo médico de la serie Un médico precoz. Era bajito, rubio y delgado. Llevaba su nombre bordado en el bolsillo de la bata: Dr. Latourneau.
—Usted no es de por aquí, ¿no? —le preguntó Toni. Le di un codazo en el costado para que cerrara la boca, pero no captó la indirecta—. ¿De verdad es médico?
Él enarcó las cejas.
—Sí, señora. Le aseguro que tengo la titulación.
—Recién salido de la facultad de Medicina, supongo —insistió Toni—. ¿Ha estudiado en la Universidad Estatal de Misisipi?
—No, en la de Tennessee, en Memphis —puntualizó él.
—Pues su acento no parece de Memphis. Más bien parece yanqui.
—Toni —dije—, vamos al grano. —Hice oídos sordos a sus protestas y le dije al médico—: Soy Dell Haley. Creo que tienen aquí a mi marido.
La mirada perpleja que me lanzó me indicó que no tenía ni idea de lo que le estaba hablando.
—¿A su marido?
—Chase Haley. Cincuenta y cinco años. Un hombre corpulento. El sheriff me ha dicho que lo habían traído al hospital.
Ni idea de lo que le estaba hablando. Parecía mudo.
—Lo han traído en la ambulancia.
Eso pareció ayudarlo a recordar.
—¡Ah, sí! El del infarto. Llegó muerto.
—Sí, señor, con tacto y diplomacia —murmuró Toni lo suficientemente alto como para que él la escuchara—. El sheriff y usted deben de haber asistido al mismo seminario de Sensibilidad en la Atención a los Familiares.
Al menos, tuvo la delicadeza de parecer avergonzado.
—Lo siento —susurró—. Si me acompaña por aquí, señora Haley…
Me cogió del brazo, pensando quizá que era un gesto amable, y me condujo hacia una puerta doble de acero inoxidable, donde se giró de inmediato para impedirle la entrada a Toni.
Pero ella no estaba dispuesta a permitirlo. Nos siguió sin más, rezongando por lo bajo mientras sus pisadas resonaban sobre las baldosas como si fueran los latidos de un corazón.
La sala de exploración era un cubículo pequeño rodeado por unas cortinas de color mostaza casi transparentes, confeccionadas con un tejido horroroso. El lugar tenía un desagradable olor a desinfectante, como una mezcla de alcohol puro y piel quemada. Chase estaba desnudo en una camilla de acero inoxidable fría y desangelada, aunque lo habían tapado con una delgada sábana de algodón. Fui incapaz de mirarlo.
El doctor Latourneau cogió una tablilla sujetapapeles que descansaba bajo el muslo izquierdo de Chase, pero se le trabó en la pierna. Vi que Chase se movía un poco y me mareé. Toni me sujetó para que no me cayera. El médico no se dio cuenta de nada.
—La llamada a emergencias se produjo poco después de las nueve de la noche —leyó de las notas.
—¿Quién llamó? —preguntó Toni.
Doogie dio un respingo, como si alguien acabara de darle un guantazo en la cabeza y miró el papel sujeto en la tablilla.
—No lo especifica.
—En fin, pues algo dirá. —Toni le quitó la tablilla sujetapapeles de las manos y le echó un buen vistazo.
—Lo siento —dijo el médico, aunque saltaba a la vista que no lo sentía en lo más mínimo—. No está autorizada a acceder al informe médico privado del fallecido. —Le quitó la tablilla y la sostuvo contra su pecho—. Es posible que el sheriff tenga más información sobre la persona que realizó la llamada.
—Lo dudo mucho, es tonto del culo —replicó Toni—. Vale, ¿qué más?
El médico miró de nuevo el informe, aunque lo sostuvo de forma que Toni no pudiera ver nada.
—Los sanitarios acudieron tras la llamada y encontraron a un varón blanco, de cincuenta y cinco años, que sufría un paro cardíaco. Le hicieron la RCP, pero cuando llegaron…
No escuché nada más. A las nueve yo estaba atiborrándome de tarta de chocolate con doble cobertura de caramelo mientras ponía a mi marido de vuelta y media por haberme arruinado una cena estupenda y porque sabía, lo sabía perfectamente, que estaba dándose un revolcón con alguna zorra en un motel de mala muerte.
—¿Le harán la autopsia? —preguntó Toni.
Como había visto demasiados episodios de CSI, me imaginé a Chase abierto en canal sobre la mesa del forense, y la imagen me devolvió a la realidad.
—¿Quién ha hablado de autopsia?
Toni se volvió para mirarme. Ella también había visto demasiadas series de médicos forenses.
—Tienen que hacer una autopsia para determinar la causa de la muerte. A lo mejor no ha sido un infarto. A lo mejor…
El Doctor Sonrisas la interrumpió:
—La causa de la muerte está clara. El médico que acudió a la llamada firmó el informe. Si quiere una autopsia, puede solicitarla, pero…
—No —dije con rotundidad—. Nada de autopsia.
—De acuerdo. —Anotó algo en el informe médico y me entregó una bolsa de papel marrón con el logo del supermercado Piggly Wiggly—. Éstos son sus efectos personales. Si firma aquí, trasladaremos el cuerpo a la funeraria. Estará allí a las nueve de la mañana.
Clavé la vista en el papel sin ver nada mientras sujetaba el bolígrafo en el aire sin saber qué hacer.
—Aquí —me dijo él al tiempo que me guiaba la mano para que firmara en la parte inferior—. Las dejo con él para que puedan… mmmm, despedirse.
Percibí una expresión aliviada en su rostro cuando cogió la tablilla sujetapapeles y salió de la habitación. Las suelas de goma de sus zapatos chirriaron conforme se alejaba, y me hicieron pensar en un ratoncillo que corriera a refugiarse en un agujero.
Por fin logré reunir el valor suficiente para mirar a mi marido muerto. Tenía los ojos cerrados y el pelo, canoso en las sienes y más oscuro en la parte superior, parecía enredado, como si se le hubiera secado después de estar empapado de sudor. Se le veía la calva de la coronilla.
Le pasé los dedos por el pelo para tapársela, como si fuera un detalle obsceno y privado que debiera ocultarse delante de los demás.
Tenía la piel grisácea y fría, con un tinte azulado alrededor de los labios y bajo los ojos. Cuando le toqué el brazo, noté que su carne cedía un poco bajo la presión de mis dedos, como si fuera una pelota de playa.
Al parecer, le habían tapado la cara con la sábana en un primer momento, pero quien lo destapó lo había hecho con mucho cuidado y esmero, como si estuviera preparando el embozo de una cama de un hotel de cinco estrellas. Tenía la sensación de que si le miraba la frente, iba a encontrar un bombón de chocolate envuelto en papel brillante, de aquellos que solíamos comer todas las noches durante el crucero por el Caribe que hicimos tantísimos años antes para celebrar nuestro aniversario de bodas.
El recuerdo me atravesó como si fuera un cuchillo romo que pelara una manzana con torpeza. El corte no fue limpio y rápido, más bien fue un desgarro doloroso y lento.
Toni me echó un brazo por los hombros, devolviéndome a la realidad. Sentí la tibieza de su cuerpo a mi lado, noté el olor a tabaco, a chicle de menta y a Chanel N.° 5. Respiraba de forma superficial. Estaba llorando.
La miré por primera vez esa noche. La miré con atención.
Siempre había sido una mujer atractiva. Sinceramente, era muchísimo más guapa que yo. Era alta, de piernas largas y rubia. La típica chica sureña con pinta de animadora o reina de la belleza a la que cualquiera habría tachado de ser una cabeza de chorlito si no fuera tan inteligente. Y tan realista. Y tan leal.
De algunas personas decimos que poseen una belleza despampanante. Toni Champion poseía una bondad despampanante. Nunca podría tener una amiga mejor que ella.
A lo largo de los años, dejé de notar lo guapa que era por fuera, porque lo que apreciaba de verdad era su corazón. Pero en ese momento, en plena crisis, lo noté. Seguía teniendo unas piernas infinitas, un tipo delgado, unos pómulos afilados y unos enormes ojos azules. Su pelo ya no era rubio natural, pero el tinte le sentaba bien, no era un rubio platino como el tono artificial de Tansie. Esa noche lo llevaba recogido en un moño sujeto por un lápiz. Y le quedaba genial.
Porque a Toni todo le quedaba genial. Todo menos la pena.
Parecía estar agotada, tenía muy mala cara, unas ojeras muy oscuras y restos de maquillaje en el pliegue del cuello. Si alguien nos hubiera visto en ese momento, no habría sabido decir quién era la viuda y quién era la amiga.
Seguí la dirección de su mirada, clavada en el hombre que descansaba en la camilla. La sábana lo tapaba hasta la mitad del pecho. Tenía la piel del cuello más morena justo hasta las clavículas y acababa en pico, como si fuera una uve, sobre el esternón. En comparación, sus hombros y sus brazos parecían muy blancos, y me percaté de que tenía un pequeño lunar en el que no había reparado antes. El vello de su pecho era canoso y rizado, y bajo él distinguí unos moratones del mismo color que las nubes de tormenta, grisáceos y morados.
—Dios —susurré—, por esto necesitamos hijos. Nadie debería pasar por esto a solas.
Escuché el sollozo de Toni. Había sido un comentario cruel y muy inoportuno, y me reprendí en silencio por ello. Porque aunque Chase y yo nunca pudimos tener hijos, mi mejor amiga tuvo uno. Un niño. Un niño que estaba muerto y enterrado en el cementerio del pueblo, muy cerca del lugar donde reposaría Chase.
Se llamaba Stanley, por su bisabuelo, pero todo el mundo lo conocía por Champ. Fue un niño maravilloso. Activo, listo y simpático. El mejor lanzador de su equipo de béisbol.
Toni le dijo a Rob, su marido, que no quería que le regalase a Champ una escopeta en Navidad, pero Rob no le hizo caso. Un chico necesitaba su propia escopeta, ¿o no? Ya tenía once años. Ya era hora de enseñarle a cazar. Ya era hora de que matara su primer ciervo. Un rito de iniciación entre padre e hijo.
Después del accidente, la relación entre Toni y Rob no pudo soportar la presión. Él la acusó de culparlo y, a decir verdad, Toni lo culpaba. Porque era culpa suya por haber enseñado a su hijo a pavonearse por el campo como uno de esos paletos sureños ignorantes que se pasan el día con la escopeta al hombro.
Sólo hizo falta un error. Champ apoyó la escopeta contra una valla mientras saltaba sobre el alambre, y sin saber muy bien cómo…
Intenté desterrar el recuerdo, pero no lo logré. Toni sabía mucho mejor que yo lo que era lidiar con el sufrimiento, con el dolor de perder a alguien antes de tiempo. Y ella había perdido a dos personas, lo había perdido todo, en un año. Rob no pudo soportarlo más, y un día se subió a su coche y se fue. No se habían divorciado, pero el papeleo era lo de menos. Lo último que supe de él fue que estaba viviendo con una mujer en Dahlonega, Georgia. A Toni le daba igual.
La cogí de la mano.
—¿Puedes quedarte conmigo en mi casa esta noche?
Ella asintió con la cabeza mientras tragaba saliva.
—Claro.
Sé que algún loquero diría que estaba alimentando mi dolor, pero cuando llegué a casa estaba muerta de hambre. Calenté las albóndigas de pollo, el estofado de calabaza y saqué la tarta de chocolate. Cuando acabamos de comer, eran las dos de la mañana. Mientras Toni metía los platos en el lavavajillas, yo abrí la bolsa del Piggly Wiggly y saqué los efectos personales de mi marido.
Alguien, alguna enfermera seguramente, le había doblado la ropa con pulcritud. Sobre ella estaba el reloj. No el de diario, sino el Bulova dorado que le regalé el año anterior por Navidad.
Mi mente notó algo raro. Algo fuera de lugar. Chase debería haber llevado la ropa de trabajo, pero en la bolsa descubrí los mocasines de piel y los calcetines azul marino de hilo. La camisa azul de cuadros que le regalé porque me recordó a la que llevaba durante nuestro viaje de novios treinta años antes. Los chinos de vestir con la trabilla del cinturón descosida en la parte de atrás que todavía no me había acordado de coserle.
Esa ropa no era la de Chase, intentaba decirme mi mente. Pero sí que lo era. Sabía que lo era. Porque todo me resultaba familiar. La cartera de cuero desgastada, con dieciocho dólares en metálico, la Visa y su carnet de conducir con la foto en la que tenía cara de mala leche.
La costumbre me hizo registrarle los bolsillos del pantalón, como solía hacer antes de meterlos en la lavadora. Unas cuantas monedas, las llaves del coche, la navaja suiza con el mango desportillado. Además de un objeto circular, de oro y pesado. Su alianza.
No quería ver nada de eso. No quería saber nada de eso. No quería confirmar lo que mi mente y mi corazón me decían. Sin embargo, me armé de valor y seguí. Seguí excavando torpemente, pero decidida, en busca de la verdad.
Y la encontré. Allí, en el fondo de la bolsa, doblados sobre una camiseta interior limpia. Unos calzoncillos nuevos.
No eran unos calzoncillos de algodón blanco, como los que solía llevar mi marido. No eran unos calzoncillos deformados ni desgastados, con el elástico cedido. No eran los calzoncillos de un hombre de cincuenta y cinco años casado desde hacía treinta.
Eran unos calzoncillos nuevos. Unos slips de seda negra.
Todas las dudas se disiparon. Las compuertas se abrieron y la desesperación, que había estado acechando en el subconsciente, me inundó de golpe.