Capítulo 1

En un pueblo donde todo el mundo sabe cómo te llamas, todo el mundo sabe también lo que te pasa. Si crees que tienes secretos, vas listo.

Todo el mundo en Chulahatchie, Misisipi, le daba a la lengua. Hombres y mujeres por igual. Los chismes corrían entre nosotros como el Misisipi en temporada de lluvias. Y eso de susurrar no sabíamos ni lo que era. Al menor indicio de escándalo, lo mismo daba que hicieras sonar la sirena del descanso o que hicieras repicar las campanas de la iglesia metodista. La gente sólo bajaba la voz cuando el objeto del chismorreo andaba cerca.

Así fue cómo me enteré, o cómo comencé a sospechar, que mi marido, Chase, se estaba descarriando.

Era viernes por la mañana y estaba en Rizos Deslumbrantes. Tenía cita con DiDi Sturgis para que me cortara el pelo y en cuanto puse un pie en la peluquería, supe que pasaba algo. La campanilla que había sobre la puerta sonó, todo el mundo se volvió a mirar quién era y se hizo un absoluto silencio.

—¿Qué pasa? —pregunté, mirando a mi alrededor.

Stella Knox volvió a meterse bajo el secador y enterró la cara en un ejemplar de una revista de cotilleos. Sólo veía de ella las cejas (que necesitaban un buen depilado con urgencia) y el titular que decía algo de que Britney Spears estaba embarazada de un extraterrestre.

Rita Yearwood, a quien le estaban cortando el pelo, se giró hacia el espejo y empezó a examinarse las uñas. DiDi se había quedado a medio cortar, con el peine en una mano y las tijeras en la otra, como si alguien la estuviera apuntando con una pistola.

—¿Qué pasa? —repetí.

—Nada, guapa —respondió DiDi, pero desvió la vista hacia la izquierda, señal inequívoca de que mentía—. Rita nos estaba contando una anécdota graciosísima de su nieto más pequeño y… —Dejó la frase en el aire y se encogió de hombros—. Ya no tiene gracia.

En el espejo, por encima del hombro de DiDi, vi el reflejo de una mujer a la que apenas reconocí: bajita y regordeta, vestida con unos pantalones que le quedaban mal y un jersey de punto celeste, con el pelo lleno de canas y descuidado, con la cara roja como un tomate. ¡Por el amor de Dios! No parecía una cincuentona, sino un vejestorio total. A lo mejor también debería hacerme una limpieza de cutis… Y la manicura.

Me senté en el sillón de mimbre a esperar. Retomaron las conversaciones y regresó el habitual runrún de una peluquería, pero, por algún motivo, no parecía normal. Las risas parecían forzadas; las sonrisas, falsas y deliberadas. De vez en cuando, pillaba una miradita de reojo muy elocuente, pero saltaba a la vista que no iba dirigida a mí.

—DiDi —dije al final—, voy a tener que cancelar la cita. Puedo esperar otra semana para cortarme el pelo, pero acabo de recordar que tengo algo que hacer.

Salí de allí con un nudo en el estómago y las manos temblorosas. Me quedé sentada diez minutos al volante del coche, con la vista clavada en un mosquito despanzurrado en la luna delantera. Habían estado hablando de mí, era indudable.

Pero ¿por qué estaba tan segura de que tenía que ver con Chase?

Arranqué el coche, y justo estaba saliendo marcha atrás del aparcamiento cuando Hoot Everett atravesó la plaza a toda pastilla en su vieja camioneta Chevy. No miraba por dónde iba, claro, pero aunque lo hubiese hecho daba lo mismo. Hoot tenía ochenta y tres años, y veía menos que un gato de escayola, de modo que todo el mundo sabía que debía apartarse de su camino nada más verlo.

Esperé hasta que el corazón volvió a latirme con normalidad antes de rodear el Ayuntamiento y tomar la carretera hacia Tenn-Tom Plastics, Inc.

La empresa de plásticos llevaba en marcha tres años y se dedicaba a la fabricación de piezas para el interior de los coches: salpicaderos, consolas, manillas de las puertas y esa clase de cosas. Era un trabajo aburrido, pero estaba bien pagado, y casi toda la gente, incluido Chase, creía que era un regalo del cielo. Ya nadie podía vivir del campo, así que cuando cerró la fábrica de piensos, se quedaron en la calle seiscientas personas de tres condados distintos en un solo día. Tenn-Tom Plastics evitó que Chulahatchie desapareciera del mapa.

De todas formas, era incapaz de acercarme a la fábrica sin que se me pusieran los pelos de punta. Los directores serían más ricos que Creso, pero no se habían gastado un centavo en su diseño. No había árboles, ni jardines, ni ningún tipo de entorno. Enorme y feo, el monstruoso edificio parecía construido a base de unos gigantescos bloques de Lego desperdigados en unos doscientos mil metros cuadrados de asfalto que alguien había rodeado, como si se tratase de una prisión, con una verja de tres metros y medio de altura.

Me detuve al llegar a las puertas y Cuesco Unger salió de la garita para apoyarse en mi coche. En realidad, Cuesco se llamaba Theodore, pero le pusieron ese mote en el colegio y a esas alturas a nadie le importaba ni de dónde procedía ni por qué se lo habían puesto.

Era un hombre alto y delgado, calvo como una bola de billar, con piel sonrosada. Recuerdo que de pequeño era bajito y regordete con ojillos brillantes y pelo rojo. La víctima perfecta para los matones del colegio, un niño creado especialmente para que le pusieran motes hirientes. Sin embargo, cuando llegó al instituto, Cuesco sobrepasaba ya el metro noventa y se había convertido en el mejor jugador de baloncesto al norte del Misisipi.

Era un héroe… el chico del pueblo que demostraba su valía. El estado de Carolina del Norte le concedió una beca de deportes completa, pero cuando se fastidió la rodilla en su segundo año de universidad, regresó al pueblo para hacer lo que todo el mundo hacía: sentar cabeza, conseguir un trabajo, formar una familia e intentar llegar a final de mes. Y hacer todo lo posible por olvidarte de tus sueños antes de que éstos te destrocen.

—Hola, Cuesco —lo saludé—. ¿Cómo están Brenda y los chicos? Acabas de tener otro nieto, ¿no?

Cuesco me sonrió, se sacó la cartera del bolsillo trasero del pantalón y me enseñó la foto de un bebé regordete y sonrosado.

—Bertie se pasó por casa este fin de semana y nos la trajo para que la conociéramos. Es lo más bonito del mundo. Se llama Diana. La llamamos «Cerdita».

Meneé la cabeza y le devolví la foto.

—Tú mejor que nadie deberías saber lo que esa clase de motes le pueden hacer a un niño.

Cuesco se echo a reír.

—Tampoco me ha ido tan mal. —Le dio un golpecito a la ventanilla del coche—. ¿Has venido a ver a Chase?

—Sí, se le ha olvidado el almuerzo.

Cuesco miró el interior del coche, vacío, y supe que no lo había engañado. Me inventé una excusa.

—Tiene muchas horas acumuladas del mes pasado. Se me ocurrió darle una sorpresa y llevarlo a comer a Barney’s. Los viernes ponen rape.

Nunca había sido muy rápida para las mentiras, ni tampoco se me había dado bien mentir. Chase siempre alababa mi cocina, así que se habría comido mis sobras antes que el rape de Barney’s sin pensárselo. Además, Barney había dejado de servir almuerzos hacía ya dos años.

Cuesco me miró con lástima, una de esas miradas que los hombres nunca son capaces de disimular.

—Dile a Brenda que la llamaré. Cenaremos un día juntos —le dije al tiempo que él me abría la barrera.

Sólo eran las once y media. Conduje por el aparcamiento, de calle en calle, pero no vi la camioneta de Chase. A las doce menos diez, aparqué en una de las plazas reservadas para las visitas y fui a la oficina.

Tansie Orr, la auxiliar-administrativa, estaba sentada a su ordenador con la cabeza inclinada mientras tecleaba a toda velocidad.

—Enseguida estoy contigo —me dijo sin levantar la cabeza.

Esperé con la vista clavada en la cabeza de Tansie. Se le veía la raíz. Tenía cuatro dedos de pelo castaño lleno de canas y, de repente, pasaba a ser de un rubio exagerado, maltratado y frito. Pensé que estaría mejor al natural, ya que el pelo entrecano le sentaba bien a su color de piel. Además, ninguna cincuentona debería pensar siquiera en ponerse rubia platino a no ser que quiera parecer una buscona.

Cuando por fin Tansie levantó la cabeza, vi otra vez esa mirada, esa breve expresión de lástima que ocultó a toda velocidad con una sonrisa. Era la clase de mirada que le lanzas a un enfermo de cáncer antes de que el médico empiece a hablar de calidad de vida.

—Hola, Dell —me saludó con excesiva alegría—. ¿Qué haces por aquí?

—Había pensado en convencer a mi marido para que me invitase a comer —dije, repitiendo la mentira que le había soltado a Cuesco Ungen.

Tansie se mordió el labio.

—Dame un segundo.

Salió por la puerta que rezaba «Sólo personal autorizado» y me dejó allí plantada con un nudo en el estómago del tamaño de una catedral.

Clavé la vista en el reloj que había encima de la puerta. Pasaron dos minutos. Tres. Cuatro. Sonó la sirena que anunciaba las doce del mediodía. La había escuchado un montón de veces en el pueblo. De lejos, era como el débil y lastimero sonido de un tren que se alejaba hacia lugares exóticos. De cerca, sonaba con tanta fuerza que me pitaron los oídos. Supuse que tenía que sonar tan fuerte para que se escuchara por encima del ruido de la fábrica.

A las doce y cinco la puerta se volvió a abrir. Al otro lado, escuché el murmullo de voces y de movimiento, la estampida de botas de trabajo que se encaminaban hacia el comedor. Tansie cerró la puerta tras ella y se colocó delante de mí, pasando el peso del cuerpo de una pierna a otra.

—Esto… —dijo—. Parece que Chase no está. Su supervisor me ha dicho que salió a eso de las once, que se ha tomado la tarde libre. —Sus ojos volaron hacia la cafetera de la esquina, hacia el tubo fluorescente que estaba en el techo, hacia cualquier parte menos a mi cara—. Supongo que tenía muchas horas acumuladas —concluyó con una vocecilla, como si eso lo explicara todo—. Él… mmmm… ¿no te ha dicho nada?

Me obligué a reír.

—Ahora que lo dices, creo que me comentó algo de ir a pescar. Se me había olvidado.

Corrí hacia la puerta antes de que me volviera a mirar con lástima.

Las siguientes dos horas me las pasé dando vueltas con el coche por el pueblo. Atravesé la plaza, dos veces; me acerqué al Piggly Wiggly; recorrí todas las calles de todos los barrios e incluso pasé por la cabaña del río que tenía Chase, por si las moscas. Pero su camioneta no estaba por ninguna parte.

No me quedaba más alternativa que volver a casa.

Estuve cocinando toda la tarde: pan de maíz, nabos, maíz tostado, estofado de calabaza, albóndigas de pollo caseras… Los platos preferidos de Chase. Incluso tarta de chocolate con doble cobertura de caramelo.

Dieron las cinco. A las seis salí al porche y contemplé la puesta del sol. A las siete salí al jardín trasero para ver el juego de luces sobre el río.

A las ocho en punto guardé la comida.

A las nueve corté la tarta y me comí tres trozos sin saborearla siquiera.

A las diez me acosté.

A las once y cuarto sonó el teléfono.

Era el sheriff. Chase estaba muerto.