—Velocidad aérea, trescientos nudos —informó Decosta.
—Está bien —dijo Cooke—. Voy a tomar la última curva hacia la pista. Baja el tren de aterrizaje.
Decosta accionó el interruptor y esperó en silencio a que se encendiera la luz verde.
—Tren de aterrizaje preparado.
Desde el espacio habían podido ver los espesos nubarrones que cubrían toda la Costa Este, sobre todo la parte de Florida. A medida que descendían hacia la atmósfera las nubes se cerraban más y más, hasta obligarles a volar totalmente a ciegas. No importaba en absoluto, puesto que el plan de vuelo estaba dirigido por el ordenador. En algún punto del cielo había una carretera invisible por donde tenían que bajar; era una marca en la pantalla, indicándoles cómo obrar y adonde ir.
Al fin el satélite atravesó las nubes inferiores y la mojada pista apareció a la vista. Cooke manejó el volante con mano ligera, observando la pista por entre las volutas blancas desprendidas de la proa, a medida que la lluvia se evaporaba sobre el sílice del casco, ardiente aún tras haber soportado una temperatura de 2400 grados durante el regreso.
—En tierra —dijo Cooke, al sentir el impacto del pavimento mojado contra las macizas ruedas.
Decosta desabrochó su cinturón y se levantó, diciendo:
—Voy a ver cómo están nuestros pasajeros.
—Infórmame lo antes posible.
Decosta bajó por la escotilla de acceso hasta el compartimiento medio, abrió la puerta interior de la esclusa de aire y así la dejó para entrar finalmente a la oscuridad de la bodega. Una de las personas encerradas en aquellos trajes se había sentado y miraba hacia él con las manos en la cabeza.
Coretta hizo girar el casco, se lo quitó y aspiró profundamente el aire húmedo.
—Siento olor a mar —dijo—. Y haga el favor de no encandilarme con esa luz.
—Disculpe. ¿Todo bien?
—Sí, pero hay que sacarles los cascos. Déme una mano.
El satélite disminuyó la marcha y se balanceó por efecto del frenado. Al fin se detuvo. Patrick se llevó las manos a los vendajes en cuanto le quitaron el casco. Enseguida se sentó y se volvió hacia Nadia. Pero no dijo una palabra; parecía no haber nada que decir.
—Enseguida vuelvo —dijo Decosta, alejándose.
—¡Eh, déjenos la luz! —pidió Coretta—. O encienda alguna. ¿No hay luces aquí?
—No. ¿Por qué no vamos todos al compartimiento medio?
El suelo se movió mientras el tractor les remolcaba lentamente por la pista. Todos se sentían bastante torpes tras la experiencia de caída libre y aceptaron con gusto la ayuda del piloto. Los trajes de presión resultaban calurosos e incómodos y optaron por sacárselos antes de pasar al compartimiento. El aturdimiento persistía. Ninguno dijo nada; se limitaron a esperar en silencio hasta que se abrió la puerta exterior.
Sólo cuando estalló fuera el entusiasta griterío comprendieron finalmente que el viaje había terminado.
—Allí, en el centro de la pantalla, señoras y señores, pueden ver tres personas que salen del satélite. Desde aquí son apenas tres pequeñas siluetas, aunque gigantescas en la historia de la humanidad. Ha llegado la ambulancia y los tres suben a ella. No, un momento, se han detenido. Se vuelven. La doctora Coretta Samuel está diciendo algo, pero no podemos oírla, pues no hay micrófonos aquí. Ahora sube también a la ambulancia. La puerta se está cerrando. Esta épica aventura ha terminado al fin. Dentro de un momento hablaremos con el mayor Cooke y el capitán Decosta, pilotos de la misión rescate.
Las mesas de Control de Misión se vaciaron una a una. Las luces se fueron apagando. Las agujas de los indicadores bajaron a cero. La gran pantalla mostraba ahora un canal de televisión comercial, donde se veía a la tripulación de la Prometeo entrando a una ambulancia; la voz del locutor retumbaba con sonidos huecos en el silencio de la habitación. Flax levantó los ojos a la pantalla; enseguida los bajó hacia el gran cigarro que apretaba entre los dedos. El cigarro de la victoria, el que debía ser encendido y fumado cuando la misión triunfara. Cerró lentamente la mano, el cigarro se quebró y cayó en fragmentos al piso.
Habían regresado tres; ya era algo. Rescatados del fuego en el último instante. Pero dos de ellos, dos buenos pilotos, traían los ojos vendados y tal vez jamás recuperarían la vista. Sin embargo se había evitado un desastre mayor: la Prometeo no caería en San Francisco. El ruso se había portado bien, muy bien.
Los pensamientos de Flax divagaban en círculo; la fatiga se le filtraba por los miembros: la bola ígnea que venía creciendo poco a poco en su estómago se extendía como para llenarle el pecho, el cuerpo entero.
Se dejó caer hacia adelante, muy lentamente, hasta que la cabeza tocó el plástico frío de la mesa y los brazos quedaron colgando a los costados. La fuerza de gravedad se impuso gradualmente. Flax siguió resbalando y cayó al suelo, inmóvil.
—¡Oh, Dios mío! —gritó uno de los técnicos—. ¡Miren a Flax! ¡Busquen al médico!
Acomodaron en el suelo su cuerpo enorme, le abrieron el cuello y le aflojaron el larguísimo cinturón. Hubo un apresurado rumor de pasos. Todos se apartaron para dejar paso al médico.
—¿Está muerto, doctor? —preguntó alguien—. ¿Ataque al corazón?
El médico no prestó atención. Buscó el pulso en aquella gruesa muñeca y apretó el estetoscopio contra el pecho, tratando de hallar un latido entre tantas capas de grasa. Levantó uno de los párpados y lo dejó caer nuevamente. Al final se levantó sin prisa.
—¿Ha muerto? —preguntó débilmente otra voz.
El médico movió la cabeza.
—Duerme —dijo—. Este hombre está exhausto, completamente exhausto. Que traigan una camilla. Le quiero en cama cuanto antes.
Fue precisa la colaboración de seis hombres para poner a Flax en la camilla y de cuatro para llevarle. Salieron en solemne procesión. No sería un desfile triunfal, pero al menos la derrota no era completa.
El ingeniero que ocupaba la Mesa de Comunicaciones quedó solo en la habitación. Cerró los circuitos uno a uno hasta llegar al último. Entonces lo conectó a sus auriculares y llamó por última vez.
—El señor Dillwater —dijo.
—Sí, muchas gracias. Adiós.
Simón Dillwater dejó caer el auricular y se levantó. Estaba mareado; la jornada había sido muy larga.
—Si se va puedo dejarle en su casa —ofreció Grodzinsky, poniéndose en pie con un inmenso bostezo—. Me está esperando el coche.
—Muy amable.
—Por favor, no se vaya todavía, Simón. El presidente quiere hablar con usted. Con usted y con el general Bannerman.
—Pero yo no sé si quiero hablar con él.
—Hágalo, Simón. Créame. He tenido una larga conversación, muy sincera, y creo que entiende muy bien su posición.
Bannerman le miró fijamente; enseguida se volvió para acercarse al bar. Aún pisaba fuerte, haciendo resonar las espuelas. Pero había sido un día de mierda y estaba cansado. Una última copa le vendría bien. Se sirvió medio vaso de whisky, le echó dos cubitos de hielo y lo agitó.
En ese momento se abrió la puerta para dar paso a Bandin. Se había afeitado y cambiado de ropa; el maquillaje televisivo le ocultaba las ojeras. En comparación con los otros parecía tan fresco como una margarita, pero por dentro estaba en las mismas condiciones.
—Dispongo de algunos minutos antes de dirigir la palabra a la nación —dijo, con sus modales más dignos, empleando ya el tono debido para hablar al país—. Por tanto, aprovecharé esta oportunidad para informarles a ustedes dos sobre ciertas decisiones que he tomado. En primer lugar, quiero comunicarles que la Operación peekaboo será clausurada.
—¡No podemos hacer eso después de todo lo que hemos invertido! —protestó Bannerman, furioso.
—Creo que podemos y debemos. La operación está comprometida ahora que son muchos los que están al tanto de ella. Si la clausuramos será como si nunca hubiera existido, y en caso de rumores podemos negarlo todo.
—Si cancelamos peekaboo pondremos en peligro el destino, el futuro mismo de esta nación, señor presidente.
—¿Por una bomba menos? —observó Dillwater, sabiendo que no debía hablar así, pero demasiado exhausto como para dominarse—. Este país y el de los soviéticos poseen entre los dos la capacidad para destrozar ocho veces este mundo con sus bombas atómicas. Yo diría que ya es bastante.
—Y nos destruirán si los hombres como usted se salen con la suya —rugió Bannerman—. La única manera de detener la agresión comunista es estar preparados, ser más fuertes, caminar siempre un paso más adelante que ellos.
La voz serena de Dillwater ofreció un notable contraste con la del general:
—Lo siento por usted. Todo usted es arcaico: las botas, las espuelas e incluso su patriotera mentalidad. No se da cuenta de que toda su especie está más superada que los faraones, totalmente extinta, aunque ni siquiera tienen suficiente inteligencia como para echarse a morir. Ahora la Humanidad tiene la oportunidad de elegir: puede aniquilarse por completo, siguiendo sus sistemas, general, o cooperar con vistas al futuro. Si no cooperamos para aprovechar los limitados recursos de este devastado planeta, si no los compartimos equitativamente, nos espera la muerte. Pero eso es algo que usted jamás podrá entender.
Le volvió bruscamente la espalda y manifestó, dirigiéndose a Bandín:
—Celebro su decisión, señor presidente.
—Ya sabía que me diría eso —respondió éste—. He estado hablando con Polyarni. El Proyecto Prometeo sigue a toda marcha. Necesitamos esa energía. Y los dos queremos que usted siga al frente de él. ¿De acuerdo?
—No he estado pensando en otra cosa, señor presidente. Mi renuncia sigue en pie…, a menos que me den total autoridad sobre el proyecto.
—Siempre la tuvo.
—No. Le pido disculpas, pero no fue así. Siempre hubo decisiones políticas que se anteponían a las técnicas. Creo que la catástrofe de la Prometeo I se debió a la prisa por lanzarla, a las presiones, a la falta de tiempo, no debido a razones de ingeniería, sino a motivos políticos. Si se me concede la última palabra en esa clase de decisiones, continuaré al frente del proyecto.
—Pide mucho, Dillwater.
—También prometo mucho, señor presidente. Si todo sale bien, tendremos el primer suministro de energía antes de que termine el año…
Sonrió ligeramente al agregar:
—… Por tanto, tal vez le estoy prometiendo la reelección.
Bandín vaciló, mirando al secretario de Estado. Este hizo una señal afirmativa.
—De acuerdo —dijo Bandín—. El trabajo es suyo.
—Y, naturalmente, su promesa por escrito, señor presidente.
Bandin aspiró profundamente, fulminó a Dillwater con una mirada y salió de la habitación con un portazo. Simón Dillwater se retiró también. El general Bannerman se quedó solo.
Alzó el vaso, miró fijamente el contenido y lo vació de un trago.
—Bueno, peekaboo se acabó —dijo, mientras se ajustaba el cinturón y tiraba de su chaqueta—. Pero Nancy Jane ya está en marcha; por lo menos, ese hijo de puta de Dillwater todavía no se ha enterado de ésa.
Resoplando como un caballo de guerra a punto de entrar en batalla, salió de la habitación, entre el tintineo de sus espuelas.
Cooper marcó las cifras en su calculadora y observó el cambio de los pequeños números rojos. Siempre llegaba al mismo resultado. Si el Gazette-Times había aumentado la tirada debido a sus artículos sobre la Prometeo, al término de un año habría ganado 850 000 dólares más; la cifra ascendía otro poco si se tomaban en cuenta los mayores ingresos por publicidad, pero bastaba con eso para hacer cálculos. Equivalía a un beneficio adicional de 16 345,15 dólares por semana. Mientras tanto, él recibía un aumento de veinte dólares, es decir, la octava parte del uno por ciento sobre lo que su brillante prosa les había reportado. Y eso no era todo; descontados los impuestos, el aumento quedaba reducido a siete dólares por semana; además, si uno tenía en cuenta la creciente inflación, se habría devaluado un trece por ciento hacia fin de año. Apagó la calculadora y la arrojó al interior del cajón. Un mozo le puso un sobre encima de la máquina de escribir.
¡Del director! Después de todo, las cosas no eran tan negras como había pensado. Abrió el sobre y extrajo la hoja escrita en mayúsculas:
NO DEL TODO SATISFECHO CON SU ULTIMO ARTICULO. NO TIENE GANCHO.-BUSQUE OTRA COSA. ¿Y ESE ENVENENAMIENTO POR CROMO EN IAPON? ¿PODRÍA PASAR AQUÍ? COPIA URGENTE.
Cooper, con la frente cubierta de delicadas gotitas de sudor, se inclinó sobre su ejemplar de Sumario Anual: Contenidos químicos de los desperdicios industriales.
—Enfermera, no se puede entrar ahí —indicó el policía militar—. Están interrogando a un piloto.
Coretta se detuvo para echarle una mirada despectiva, con una ceja levantada.
—Mire mejor, soldado —indicó—. Soy doctora, no enfermera. Y si mira con más atención, incluso es posible que me reconozca.
El hombre había empezado a sonreír, pero al reparar en la expresión de sus ojos se puso en posición de firmes.
—Lo siento, doctora Samuel. Pero tengo órdenes que cumplir.
—En el hospital, no, queridito. Jamás trate de interponerse entre un médico y su paciente. Ahora apártese de en medio.
El soldado obedeció a Coretta y abrió la puerta de par en par. Los cuatro oficiales reunidos en torno a la cama de Patrick levantaron la cabeza en un gesto sorprendido.
—¿Qué hacen ustedes aquí? —preguntó ella.
—Estamos hablando con el mayor, doctora Samuel —respondió el coronel, que sostenía el magnetófono—. Es el interrogatorio correspondiente a la misión cumplida. El doctor Jurgens dijo que no habría inconvenientes.
—El mayor es paciente mío, coronel, no del mayor Jurgens. Y yo ordeno que se retiren de inmediato.
—No tardaremos mucho…
—De eso no me cabe la menor duda. Tardarán sólo lo que les lleve llegar a la puerta.
Los oficiales superiores del Ejército no están habituados a que se les hable así. La situación se estaba acercando rápidamente a una crisis cuando Patrick intervino:
—Yo hice llamar a la doctora antes de que ustedes llegaran —dijo—. Es por una inyección. Por el dolor. Pensé que terminarían antes, pero…
—Comprendemos, mayor, por supuesto. El doctor Jurgens nos dirá cuándo podemos volver.
Se marcharon por orden de graduación, ya salvado el honor. Coretta cerró la puerta y se volvió hacia Patrick.
—¿Es cierto lo del dolor? —preguntó, preocupada.
El piloto movió la cabeza, sonriente.
—No, en absoluto. Sólo quería que se fueran.
La sonrisa desapareció enseguida. Patrick alzó la mano hacia los vendajes.
—¿Qué dicen los oculistas? —preguntó.
—Lo mismo que te adelanté: cualquier pronóstico sería prematuro. Pero he estado hablando con ellos y, a pesar de sus reservas, parecen creer que el daño de la retina no es demasiado amplio; por tanto, puede haber una recuperación parcial de la función correspondiente.
—¿Y eso qué significa?
—Que podrás ver, aunque no muy bien. Con unos cristales más gruesos que una botella.
—Bueno, al menos no será con gafas oscuras y bastón blanco. ¿Dónde está Nadia?
—Al otro lado del vestíbulo.
Patrick arrojó a un lado las sábanas y bajó los pies.
—Ayúdame, ¿quieres? Por ahí anda mi bata. Llévame a su habitación.
—Con mucho gusto. A ver, pon el brazo.
El policía militar seguía allí cuando salieron. Parecía asustado y sin saber cómo actuar.
—No se preocupe —le dijo Coretta, apiadada—, no vamos lejos. Hasta allí. Venga a vigilar la puerta y seguirá en su misión.
Al entrar encontraron a Nadia sentada en su lecho, con el camisón blanco de los hospitales.
—¿Quién es? —preguntó.
—Coretta. He venido con Patrick.
—Pasad si queréis.
Su voz sonaba cansada, vacía de toda emoción.
—Voy a dejaros solos —dijo Coretta.
—Como quieras —respondió Nadia.
—No, no te vayas —pidió Patrick—. Cierra la puerta. Pasamos juntos por todo esto. Y todavía estamos juntos.
Avanzó a tientas hasta el borde de la cama y tomó asiento allí. Nadia se alejó como para evitar el contacto, pero sólo Coretta lo notó. Mientras contemplaba sus ojos ciegos y sus cuerpos tensos sintió ganas de llorar.
—Escuchad —dijo—. Tengo que daros algo.
Metió la mano en el bolsillo y sacó dos paquetes, que repartió entre ellos.
—¿Qué es esto? —preguntó Patrick, palpando los bordes de papel.
—Las estampillas de primera emisión. Todos os olvidasteis de ellas; eso pasa por tener mentalidad militar. Estáis demasiado acostumbrados a que la gente se encargue de atenderos. Pero Coretta no puede dejar de cuidarse. Y de cuidar a sus amigos. Cuando nos vestimos aquella vez, cuando todavía existía la posibilidad de escapar enteros, tomé un centenar y me las guardé en el bolsillo. Con eso bastaría. En cuestión de filatelia lo que más vale es lo más escaso. Al menos, así me han dicho. Eran veinticinco para cada uno.
Súbitamente dejó de sonreír, aunque ellos no podían saberlo; intentó que el dolor no se trasluciera en su voz y prosiguió:
—Bueno, a Gregor ya no le hacen falta, de modo que he repartido las suyas. Treinta y tres para cada uno de vosotros, treinta y cuatro para mí; una más a modo de comisión. Estoy segura de que serán muy valiosas. Han sido salvadas de la nave en llamas, con riesgo de la vida, y los bordes del sobre todavía están chamuscados por el fuego…
—¿Qué fuego? —preguntó Patrick.
—El del fósforo que les arrimé para quemarlas un poquito. ¡Apostaría a que con eso valen cien dólares más cada una!
Nadia puso cara de no entender, pero Patrick soltó una carcajada.
—Coretta, si no fueras ya mi médica te nombraría representante comercial. No creo que vuelva a trabajar como piloto, de modo que ya puedo ir pensando en dedicarme a los negocios. ¿Qué te parece, Nadia? ¿Quieres vender estampillas con nosotros?
—No sé nada de esas cosas. En Rusia…
—No vuelvas a Rusia. Quédate conmigo.
Movió la mano sobre las sábanas hasta encontrar la de ella y la cogió antes de que pudiera retirarla. La encerró entre las suyas para proponerle aquello con voz áspera. Desde que había entrado en la habitación estaba buscando la forma de decírselo. No tenía mucha experiencia en esa clase de cosas.
—Os dejaré solos —volvió a decir Coretta, levantándose.
—No, por favor, no te vayas —dijo Patrick—. Entre nosotros no puede haber secretos; hemos tenido demasiada intimidad como para que los haya. Nadia, no vuelvas a Rusia. Quédate conmigo. O déjame ir contigo. No puedo ofrecerte más que una pensión de militar… y las estampillas de Coretta.
—Patrick…
Nadia levantó el rostro hacia él, como si sus ojos ciegos se esforzaran por ver.
—Escucha, te amo. Hace mucho que te amo. Puedes rechazarme, si quieres, pero necesitaba que lo supieras.
Pasaron varios segundos antes de que Nadia hablara.
—Tu propuesta es muy gentil. Ahora puedes marcharte.
—¡Bueno, qué diablos! —exclamó él, pasmado—. ¿Es todo lo que vas a contestar?
—¿Y qué pretendías? ¿Tengo que decirte «Oh, gracias, señor por su gentil ofrecimiento?». Se diría que cuando un hombre como tú se declara cualquier mujer debería caer de espaldas, decir urgentemente que sí, sentirse feliz ante la perspectiva de pasarse la vida zurciendo medias y criando chicos. No, estás pidiendo mucho.
—No es mucho pedir de una mujer. En absoluto. Pero tal vez es pedir demasiado de una piloto de pruebas y una oficial de la Fuerza Aérea…
—¡Silencio! —gritó Coretta—. Callaos los dos antes de que habléis demasiado y no podáis echaros atrás. Escuchad a la doctora. Patrick, nadie duda de que tú amas a Nadia, pero no es forzoso que por eso ella deje de ser lo que es, olvide todo lo demás y se entierre en una casita llena de rosales.
—Ya lo sé…
—Tal vez lo sabes, pero no lo sientes. Ella es la de siempre y no debes olvidarlo jamás. Y tú, Nadia: no es ningún delito pensar como mujer, sentir como mujer. La sensualidad puede ser una gran cosa. ¿Entiendes?
Nadia asintió.
—Me cuesta mucho hablar de estas cosas —dijo en voz baja y tensa—. Tal vez sea a causa de mi entrenamiento. El amor romántico ha sido siempre parte del cine, no de la vida de un piloto de pruebas o de un astronauta. Quizá aprendí a representar un papel…, pero un papel útil. Y cada vez que me salí de él descubrí que podían nacerme daño.
—¿Hablas de aquella vez en que tú y yo… en Texas?
—Sí…, creo que sí.
—Trata de comprenderme. Supongo que actué como un macho hipersexuado y chauvinista, y lo siento mucho. Pero era sincero en lo que sentía por ti, y ahora también lo soy. ¿Te casarás conmigo, Nadia?
—No.
—¿Me prometes pensarlo, al menos?
—Sí, claro que sí, y más que eso. Cuando tú te muestras así, cuando tratas de comprender lo que siento, entonces me entran muchos deseos de estar contigo. Y quisiera quedarme. Quedarme contigo, tal vez casarnos, tal vez no. Pero al menos descubrirlo todo. Ten paciencia, Patrick. No es fácil.
—Lo haré, si tú también te muestras paciente conmigo.
Esa vez, al buscar su mano a ciegas, la halló inmediatamente, Ya era un buen comienzo.
Coretta les miró por última vez y alzó la mano en un pequeño saludo que ninguno de ellos podía ver. Después se deslizó en silencio hacia el pasillo y cerró la puerta a sus espaldas.
—El mayor… —preguntó el policía militar.
—No se preocupe, cabo. El mayor se está desenvolviendo bien, muy bien. Está sano y salvo allí dentro. Puede dejarle tranquilo.
Enseguida se alejó por el corredor a paso rápido y desapareció por el recodo.
Por encima del hospital, por sobre Cabo Cañaveral y las nubes que lo ocultaban, muy por encima de la atmósfera, el sol lucía como siempre. Las tormentas solares desatadas en la superficie seguían irradiando energía hasta el espacio. Esa luz, esa radiación emanada en torrentes del disco solar, proliferaba en todas direcciones. Una pequeña parte caía sobre la Tierra, caldeándola, haciéndola habitable para el hombre.
Sin cesar, más allá del tiempo, seguía brillando el sol. Algún día no muy lejano otro dardo reluciente volvería a cruzar la fina capa atmosférica de la Tierra para salir al espacio, donde extendería su red plateada para capturar otro poco de aquella generosa energía, antes de que se perdiera en la eterna noche interestelar.
Y después, otra chispa… y otra…
FIN