—Se acabó —dijo Coretta—. El fuego, los pedazos incendiados… No hay más.
—Han pasado cinco minutos, por lo menos —informó Patrick—. Hemos pasado y estamos en la última órbita.
—¿Qué significa eso?
—Estábamos en el perigeo, la parte más cercana a la Tierra en nuestra órbita. En ese momento se produjo el impacto, al rozar la atmósfera. Un poquito más y habríamos ardido. No hicimos más que tocarla, como una piedra al rasar el agua, y seguimos avanzando. En el próximo perigeo no habrá nada que hacer. Falta poco más de una hora.
Manoteó en su oscuridad hasta hallar el interruptor del micrófono y lo pulsó:
—Control de Misión. Aquí Prometeo. Quiero hablar con el satélite.
—Roger, Patrick. Satélite está escuchando.
—¿Cómo está tu nave, Cookey?
—Perfectamente y lista en todos los sentidos.
—¿Qué tiempo calculas para el rescate?
—Unos cuarenta minutos.
—Perfecto, siempre que llegues a tiempo. Eso te dejaría veinte minutos para aproximarte y para salir de aquí. Te sugiero que trates de ser lo más exacto posible, a fin de hacer la operación en la primera pasada.
—Sugerencia aceptada, Pat. Trataré de esmerarme.
—No lo dudo, Cookey. Corto.
Cuando acabó la comunicación, Nadia preguntó:
—¿Tendremos tiempo para restablecer la presión y evacuar esta cabina antes del rescate?
—Sí, de sobra —respondió Patrick.
—En ese caso, ¿podríamos hacerlo? Los ojos me… No estoy cómoda y me duelen un poquito.
—¿Por qué no lo dijiste antes? Gregor, da presión; ya sabes dónde están los controles.
Patrick alargó la mano hasta encontrar la litera vecina; buscó el brazo de Nadia, los dedos. Los oprimió con fuerza, comprendiendo que todos la habían olvidado, sin que ella les molestara ni estorbara la marcha del trabajo. Y mientras tanto estaba allí, ciega, encerrada en el traje de presión, sin una sola queja.
—Disculpa —dijo.
—No seas tonto. Has hecho todo lo posible por el grupo.
—Presión —anunció Gregor, quitándose el casco.
Tras haber estado respirando el hedor de su cuerpo encerrado en el traje, hasta el aire envasado de la cabina le parecía bueno. Coretta ya se había quitado el casco y ayudaba a Nadia a hacer lo mismo.
—Voy a cambiarte el vendaje y después te daré una inyección.
—No quiero dormir —repuso Nadia, con un nerviosismo que hasta entonces no se le había notado.
—No te preocupes, querida. Un poquito de calmante, nada más. Y a Patrick también se lo daremos.
Se sumergió en su trabajo, mientras Gregor la observaba. Aquel pelo espeso y oscuro, tan en contraste con sus rizos rubios. Y la piel marrón, cálida, suave… Era diferente a todas las mujeres que conocía; sintió deseos de inclinarse para besarle el cuello, allí, por encima del duro anillo del traje. No lo hizo; prefirió no interrumpir su tarea. En cambio, echó un vistazo a los números que pasaban en el reloj, indicando el TTD; después miró hacia la oscuridad, más allá de las ventanillas.
—Cuando Coretta haya terminado debemos evacuar. Quiero terminar con escorpión.
—¡No! —gritó Coretta, volviéndose—. Ya no hace falta. Vienen a buscarnos.
—Eso no altera el hecho de que esta nave deba ser completamente destruida. Por el bien de quienes están abajo.
—Pero ya oíste lo que dijo Control de Misión. Parece que caerá en el océano.
—No basta con que lo parezca. Hay probabilidades de que caiga sobre California. No debo permitir que eso suceda.
—Creo que no habrá más remedio —dijo Patrick—. Hemos hecho lo posible, pero no creo que puedas terminar el trabajo. Si hubo tantos escombros como decís, es muy probable que la UMA haya desaparecido. Sin ella no podrás volver a los motores.
—¡No lo había pensado! —exclamó Gregor.
Se lanzó hacia la escotilla y apretó la cara contra el cristal frío de la ventanilla. No había nada allí fuera.
—Ha desaparecido —dijo, cansado—. No hay nada que hacer.
Coretta partió en dos las hipodérmicas desechables y las arrojó en el recipiente de residuos. Después se impulsó hacia él; lo hizo con demasiada fuerza y tuvo que agarrarse a su brazo para no golpearse demasiado. Le cogió por los codos, sin dejarle ir.
—¿Por qué estás tan triste? Hemos hecho todo lo posible. No se puede culpar a nadie.
Gregor observó a los pilotos con una profunda expresión de dolor.
—Quería hacerlo —dijo después de un susurro que sólo ella pudo oír—. Mírales; están ciegos, tal vez para siempre. Fue mi país el que hizo eso; estoy avergonzado. Pensé que podría arreglar de algún modo las cosas. Destruyendo a la Prometeo. Eliminando esta amenaza para el mundo.
—Pero ya has oído lo que dijeron por radio. No fue la Unión Soviética la que envió la bomba, sino un hombre…
Gregor sonrió irónicamente, rozándole los labios con la mano enguantada.
—Eres una niña darogaya, una mujer adorable, pero niña todavía si puedes decir eso. En mi país no se dan accidentes de ese tipo. Fue todo bien planeado, pero encontraron alguna cabeza turca que…
—Se dice alguna cabeza de turco, no turca. Te creo, pero como ya no puedes hacer nada para remediarlo, deja de pensar en eso. Si el autobús llega a tiempo saldremos de ésta vivitos y coleando y estaremos en el Estado de Florida justo a tiempo para cenar.
Con los ojos oscuros abiertos y fijos en las pupilas azules de Gregor, se inclinó para besarle en la boca. Los anillos de metal que cerraban el cuello de los trajes chocaron ruidosamente; ella tuvo que alejarse bastante para hallar sus labios. Tal vez la escena hubiera sido cómica: dos gruesas siluetas, envueltas en tela y plástico, abrazadas como dos bultos informes. Pudo haber sido cómica, pero no lo era. Él le devolvió el beso, con los ojos abiertos también, expresando más con ellos de lo que hubieran dicho las palabras.
—¿Cuál es el TTD? —preguntó súbitamente Patrick.
—34,23 —respondió Coretta, apartándose de Gregor para mirar la cifra.
—Es hora de evacuar. Poneos los cascos. Encárgate de eso, Gregor, cuando todos estemos preparados. El satélite ya debe de estar cerca.
—Prometeo, les tengo en la zona de detección electrónica y nos estamos acercando —dijo Cooke.
—Les estamos esperando, satélite. Tenemos la escotilla abierta y estamos listos.
—Venimos a toda marcha. Nos acercamos a tres seis metros por segundo.
—¡Allá están! —gritó Decosta, divisando a la Prometeo.
Cooke asintió sin soltar los controles.
—Les tenemos a la vista. Parece que vamos a pasar algo hacia arriba y a un lado. El módulo de la tripulación queda oculto bajo la sombra de la carga útil, y eso me impide ver si la alineación de escotillas es correcta.
—Aquí les están observando. La aproximación es perfecta. Nuestra escotilla está aproximadamente a treinta grados en dirección a la Tierra con relación a tu curso.
—De acuerdo, Pat. Trataré de girar un poco al llegar. Esto es coser y cantar.
No era así, por supuesto. Cooke sabía que si no lograba el rescate en el primer intento no habría otra oportunidad. Hasta allí todo iba bien. Les separaba una distancia de 818,1 metros y se aproximaban a 5,91 metros por segundo. Operó los eyectores frontales. 421 metros, 2,94 por segundo. La nave aumentaba gradualmente de tamaño.
—Es una suerte que lleven la carga útil en la proa —observó Decosta—. Está todo quemado. Menos mal que no iban allí.
Abrió la espita y se colocó el casco.
—¿Está bien la conexión de radio?
—Perfecta.
—Voy a abrir las puertas y a preparar los tanques.
Se lanzó de cabeza por la escotilla del suelo, impulsándose contra la pared, hasta alcanzar la manivela de la esclusa. Cuando la tuvo abierta pasó al interior y la cerró herméticamente tras de sí, abriendo la válvula de salida. El indicador de presión bajó rápidamente; al fin se encendió la luz roja que indicaba evacuación total. La puerta exterior de la esclusa se abrió con facilidad; allí, precisamente, estaban los controles de las puertas inferiores. Decosta dirigió la luz hacia ellos, puso el selector en «abrir» y oprimió el botón de funcionamiento. Las largas plataformas curvas, de dieciocho metros, comenzaron a abrirse, dejando ver una rendija luminosa. La luz inundó la bodega. A un metro de distancia estaba la base del remoto manipulador. Decosta avanzó hacia él y lo cogió, usándolo como guía para llegar hasta el otro extremo de aquella especie de caverna. Mientras tanto se permitió echar sólo una mirada a la Prometeo.
Estaba sólo a cien metros y se aproximaba con lentitud. Era un inmenso cilindro mellado, de setenta y cinco metros de longitud. El módulo de la tripulación seguía a la sombra de la carga útil, pero él sabía que los ocupantes estaban allí, aguardándole.
—Me pongo en marcha —dijo.
Al salir se aferró al extremo del manipulador. El cuchillo estaba aún donde él lo había dejado, flotando libremente en la punta de la cuerda. Decosta alargó la mano con precaución y lo cogió por el mango; enseguida usó la hoja para cortar la soga que lo mantenía atado. Un pequeño empuje bastó para cruzar los tres metros que le separaban de los tubos de oxígeno. Cogió las sogas y tiró de la blanca, para retirarla poco a poco. Finalmente la dejó flotar en el espacio, ató el cuchillo a la soga roja que sujetaba los cuatro tanques y regresó a los controles del manipulador. Sólo entonces tuvo tiempo para mirar hacia fuera.
Allí estaba la Prometeo, a no más de quince o veinte metros, llenando el espacio con su enorme silueta. La luz hacía brillar las ventanillas y la escotilla abierta, donde se veían claramente los cascos de la tripulación.
—Listo para marchar —dijo Decosta.
—Te comunico con la Prometeo —respondió Cooke.
Decosta pulsó una palanca de operación, mientras decía:
—Les tengo a la vista, Prometeo.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó la voz de Patrick.
—Allá van las botellas, en el extremo de este brazo.
El largo tubo del manipulador se alzó más, llevando los tanques sujetos a la punta.
—Trataré de no golpearlos, pero se están balanceando mucho. Sujétenlos cuando estén cerca. Allí tienen también un cuchillo para desatarlos. Tengan cuidado.
Los ocupantes de la Prometeo se veían obligados a esperar junto a la escotilla; dos de ellos contemplaban el bienvenido espectáculo del satélite que se iba acercando. Era como un gran avión lanzado hacia ellos, pero esa imagen quedó destruida cuando la nave giró lentamente hasta quedar de lado. En seguida se partió en casi toda su longitud al abrirse las grandes puertas. La delgada barra del manipulador se alargó hacia ellos, con las botellas flotando libremente en el extremo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Patrick, molesto por verse forzado a hacerlo.
—Disculpa —rogó Coretta—, me olvidé. Hay un brazo largo que se acerca con los tanques, balanceándose hacia todos lados. Ahora se han detenido.
—¿Los alcanzan, Prometeo?
—No —respondió Gregor, estirándose tanto como pudo—. Faltan aún unos dos metros.
—No puedo acercarlos más —indicó Decosta.
Cooke intervino entonces:
—Me acercaré más.
Se produjo una breve eyección en los cohetes direccionales y el satélite se acercó de costado.
—¡Basta! —gritó Gregor, al ver que el largo brazo estaba a punto de golpear la nave.
El movimiento se detuvo, mientras las blancas nubes se disipaban en el vacío.
—Ahora sí los alcanzo. Coretta, sujétame por los pies.
Gregor se estiró hacia afuera, flotando en el espacio. Coretta le sostenía por los tobillos con una mano y se aferraba al borde de la escotilla con la otra; contuvo el aliento, tensa, al ver que los dedos del ruso se alargaban hacia los tanques bamboleantes.
—¡Ya los tengo!
Un rápido movimiento de navaja cortó la soga. Entonces Coretta tiró de él para volver a meterle por la escotilla.
—Ponte primero el tuyo —indicó Patrick—. Después desconecta tus umbilicales de la cabina y colócanos los nuestros. Tú también, Coretta.
Gregor se sujetó el tanque al cinturón y conectó la manguera; enseguida cortó el cable que le ligaba a la Prometeo. Con manos firmes y rápidas aseguró en su sitio el tanque de Patrick y efectuó la conexión. Coretta, mientras tanto, obraba con mayor lentitud; se colocó uno de los tanques restantes y ayudó después a Nadia. Cuando se volvió, terminada la tarea, descubrió que sólo había tres trajes espaciales a la vista.
—¡Gregor!
—Estoy fuera. Voy hacia los motores. Debí haberme quedado para ayudarte, pero sólo quedan diez minutos. He conectado el flujo de hidrógeno. Vosotros tendréis bastante tiempo, pero yo no.
—¿Qué haces? —gritó, aunque lo sabía perfectamente.
—Completo el programa Escorpión. Ya tendríais que estar saliendo.
—En efecto —intervino Decosta—. Sujétense todos al extremo del manipulador para que yo pueda traerles hasta aquí.
—No tienes por qué hacerlo, Gregor —dijo Patrick.
—Lo sé, gracias, pero lo haré de todos modos.
Coretta levantó a Nadia y la guió hasta la escotilla.
—Abre la mano —ordenó—. He puesto la cuerda en tu palma. Cierra pronto. ¿La sientes?
Coretta repitió la operación con el piloto, haciéndole pasar por la abertura, mientras Nadia aguardaba flotando con la cabeza hacia abajo, sujeta al brazo de metal. Cuando Patrick hubo tomado la soga ella se aferró directamente al metal.
—Ya estamos —dijo.
—No se suelten. Voy a recogerles.
A medida que el manipulador les iba apartando de la escotilla, Coretta vio a Gregor por última vez. Estaba cerca de los motores, tirando de la placa suelta que antes había apartado parcialmente.
—Gregor… —empezó Coretta, sin hallar otra palabra.
—Fue… un gran placer trabajar con todos vosotros —dijo Gregor, jadeante, mientras luchaba con la placa—. Muchas gracias por la oportunidad.
—Nos quedan menos de cinco minutos —advirtió Cooke.
La calma de su voz era más enfática que cualquier urgencia.
—Necesitamos luz si queremos ver. Voy a cerrar las puertas en cuanto esta gente esté atada a sus literas.
—Puedo alejarme con las puertas abiertas. Avísame cuando todos estén sujetos.
El largo brazo retrocedió lenta y cuidadosamente, doblándose por su parte central como la extremidad de algún insecto gigantesco. Poco a poco fue llevando su carga humana hacia las literas de aceleración. Al fin se detuvo. Decosta, tras cerrar el mecanismo, se impulsó hacia el grupo.
—Uno de ustedes ve bien. Disculpen, pero no sé cuál es. Quien sea, que se asegure solo mientras yo me encargo de los otros dos.
En cuanto Coretta avanzó hacia una de las literas, Decosta cogió a uno de los otros por la mano enguantada.
—Tengo a alguien por la mano. Tranquilo, yo me encargaré.
A través de la placa frontal vio los ojos ciegos y vendados. Empujó a aquel astronauta hasta la litera y le abrochó el cinturón. Después repitió la operación con el otro. Una de las literas permaneció vacía.
—Voy a entrar el brazo para que podamos cerrar las puertas —dijo.
—¿No puedo acelerar? —preguntó Cooke, con voz tensa y preocupada—. Estamos en cero. En cualquier momento…
—Aún no. Unos segundos más. Listo, manipulador recogido. Cierro las puertas; controles en posición. Estoy en la esclusa. La puerta se ha cerrado… ¡Ya!
Gregor había escuchado claramente esas palabras, transmitidas a la radio de la Prometeo y repetidas por el circuito de intercomunicación. Al fin logró apartar la placa y levantó la cabeza por un instante. Los motores del satélite lanzaron al espacio largas lenguas de fuego. La nave alada empezó a alejarse.
—Adiós —dijo, mientras volvía a entrar por la abertura, con la luz ante él.
Jamás sabría si tuvo respuesta, pues la radio del traje no funcionaba en esa zona. La luz avanzó por las hileras de tubos de plástico.
—Tal como están descritos —dijo en voz alta.
Había leído varias veces el programa Escorpión y lo sabía ya de memoria.
—Cortar el tubo. Con este hermoso cuchillo que han traído los del proyectil será fácil hacerlo.
Cogió el cuchillo y lo usó como sierra contra el resistente plástico; una vez que lo hubo cortado vio en su interior los venenosos gránulos de uranio radiactivo.
—U-325, de efecto mortal.
Y sonrió, pues acababa de descubrir que ya no tenía miedo.
—Notable descubrimiento —observó—. Me gustaría hablar de esto con el coronel Kuznekov. Bueno, tal vez pueda hacerlo, si la Iglesia tiene razón y el Partido Comunista no. Me gustaría decir al coronel que el coraje no es virtud privativa de su generación.
Le resultó fácil extraer el tubo de plástico. Sacó la longitud indicada por el programa, verificando que el extremo suelto pasara por la abertura de la cubierta. Después lo remolcó hacia adelante, avanzando por la base de los motores hacia el cono de eyección que ya había retirado. Por allí brotaba el gas, congelándose al surgir, disparado en un chorro constante como una cola de cometa.
—Esto podría ser peligroso —dijo, esquivando cautelosamente el chorro—. Es necesario hacerlo correctamente al primer intento.
Al llegar al lugar indicado levantó la vista, lleno de sorpresa: de la nave se desprendían fragmentos en llamas. Estaban ya en la atmósfera. Sólo quedaban unos pocos segundos.
Gregor se permitió un instante para abrochar a la nave su cordón de seguridad. Necesitaba trabajar sin molestias y con ambas manos. El tubo de plástico, aunque rígido, cedió bajo su presión y se enrolló en una pelota compacta que cabía entre las manos. Pesaba al menos veinticinco kilos. Gregor comprendió que su muerte era segura por más de una causa: la radiación del U-235 aumentaba a medida que la masa de metal se hacía más y más compacta. Pero no llegó a ser crítica; no había material suficiente para eso. El hidrógeno se encargaría de moderar la reacción para que las partículas atrapadas se convirtieran en una bomba atómica.
—Sí —dijo—, ha llegado el momento.
Sostuvo ante sí la pesada esfera de uranio y avanzó hacia el motor. Tenía el sol a la espalda y la cámara estaba iluminada.
Era un espectáculo avasallante. El hidrógeno llevaba varios minutos de bombeo. Al principio se había convertido en gas, pero instantáneamente se había congelado sobre las paredes de cuarzo. A medida que el flujo continuaba, la vaporización fue cesando.
En ese momento la cámara llena rebosaba de aquel fluido transparente a doscientos cincuenta grados bajo cero, mientras nuevos glóbulos se formaban en el extremo abierto, para diseminarse en forma de gas en cuanto rozaban la placa frontal de Gregor.
El astronauta contempló durante un largo segundo aquella piscina helada. Finalmente arrojó al interior la pelota de uranio. Con el impulso de su mano, aquella pesada bola corrió a lo largo de la máquina, rodeada por una renovada nube de gas a medida que el hidrógeno hervía bajo el contacto con el metal caliente. Esa nube gaseosa impedía que el hidrógeno líquido se acercara lo suficiente como para moderar las rápidas partículas que emergían del uranio, retrasando la reacción en cadena. Pero no por mucho tiempo. Al final el metal se enfrió y el líquido llegó hasta él.
Coretta, irguiendo el cuerpo a pesar de las correas, vio la silueta de la Prometeo, que iba haciéndose pequeña hasta quedar enmarcada por la línea de las puertas medio cerradas. Aún pudo verla un último instante. Finalmente los portones se cerraron, ocultándola por completo.
—Estamos al menos a cuarenta millas de la Prometeo —dijo la voz de Cooke en los cascos —Vamos subiendo y… ¡Dios mío!
Hubo un largo silencio antes de que volviera a hablar.
—Por suerte estábamos mirando en dirección opuesta. ¿Están todos bien allí atrás? Hubo una luz, una explosión. Nunca había visto una luz más intensa. Salió disparada hacia arriba. Después de todo no caerá sobre la Tierra. El mundo está a salvo.
La bodega estaba tan oscura para Coretta como para los dos pilotos cegados.
—Adiós, Gregor —dijo suavemente entre las sombras.