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TTD 33,14

—¿Qué dicen del combustible?

—Está casi listo —respondió Cooke.

—Ya es más o menos la hora. Esta posición no es muy cómoda.

Ambos pilotos estaban amarrados a los asientos de la cabina de vuelo, en posición normal de vuelo. Pero el satélite cumplía una doble función: era vehículo espacial durante el despegue y las operaciones en órbita, y aeroplano cuando llegaba el momento de aterrizar. Los dos pilotos ocupaban unos asientos que resultaban perfectos durante las maniobras y el aterrizaje, pero muy incómodos cuando el vehículo estaba posado sobre la popa, como en ese momento. Era como ocupar una silla caída con el respaldo hacia el suelo.

—¿Y las literas? —preguntó Decosta al micrófono.

—Las estamos asegurando —respondió la voz del ingeniero de carga.

—¿Y las botellas de aire?

—Están amarradas a la esclusa de aire…

—¡No! ¡Con eso no basta!

Decosta empezó a desabrochar su cinturón de seguridad.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Cooke.

—Voy allá abajo a poner las cosas como se debe.

—¡Estás chiflado! Faltan veinte minutos para cero y ya es tamos en la cuenta atrás. ¿Cómo podemos prepararnos para el despegue si tú estás dando vueltas?

—Habrá que hacerlo. Ésta no es una operación cualquiera.

Mientras respondía se había descolgado ya de la silla. Después se descolgó hasta la pared posterior de la cubierta de vuelo, convertida en suelo en ese momento, a un metro y medio de distancia.

—Cuando estemos allá no dispondremos de mucho tiempo —explicó—. Quiero que ese equipo esté donde yo lo pueda usar de inmediato.

Y se dejó caer por la abertura entre los dos compartimientos.

—Si no vuelves a tiempo partiré sin ti —le gritó Cooke al verle desaparecer.

La esclusa de aire era como un armario tumbado. Decosta la abrió y miró hacia la zona abierta de la bodega; el otro extremo estaba a unos veinte metros. Ante la esclusa había un cajón grande; el técnico que trabajaba allí le miró atónito.

—No tendría que estar aquí, capitán —observó.

—Échele la culpa a mi madre. Nací prematuramente. Salgo.

Decosta se descolgó desde la puerta exterior de la esclusa hasta el cajón, tratando de ignorar la empinada pendiente que seguía. La caja cedió bajo su peso y ambos sujetaron las ataduras.

—Me va a dar un soponcio —gruñó el técnico.

—¿Éstas son las botellas de oxígeno? —preguntó Decosta, señalando los envases.

—Sí, señor. Estaba a punto de sujetarlas.

—Deje, tengo una idea mejor. Bajemos.

Descendieron lentamente a lo largo de la bodega, entre las amplias mandíbulas de las puertas abiertas. Ese gran espacio tubular, de veinte metros por cinco de ancho, estaba habitualmente ocupado por carga o por plataformas sobre las que descansaban diversos experimentos; o con algún satélite, como el que acababan de retirar. En esos momentos, por toda carga, había una sola plataforma sujeta a poca distancia de la cabina, a ella habían sido soldadas cuatro literas de aceleración, dispuestas asimétricamente e instaladas con evidente urgencia. Pero estaban firmes y el trabajo había sido hecho con gran rapidez; era lo único importante.

—Al fondo —dijo Decosta—. Hacia el efector que está en el extremo del brazo manipulador.

El remoto brazo manipulador tenía casi la longitud de la bodega; era un tubo articulado de quince metros, absurdamente delgado para ser tan largo. Por el momento, los motores adosados a sus articulaciones podían apenas mover su propio peso; pero el artefacto estaba diseñado para operar sólo en el espacio, fuera del efecto de la gravedad. En el otro extremo tenía un mecanismo similar a dos mandíbulas, cuya función era levantar la carga y dejarla caer. Decosta lo estudió mientras pensaba aceleradamente, tratando de imaginar la situación en el espacio.

—Eh, capitán —llamó el técnico de la torre, provisto de auriculares y micrófono—, el mayor Cooke dice que faltan sólo quince minutos.

—Ya sé, ya sé —respondió Decosta, sudando—. Lleve esto al fondo de la bodega y descarguemos las botellas.

Decosta salió a la plataforma circular y tomó los pesados envases de oxígeno que le alcanzaba el técnico, colocándolos en fila a sus pies.

—¿Tiene cuerda de nylon? —preguntó.

—Sí. Blanca y roja.

—Déme la blanca.

Con toda la rapidez de que fue capaz ató lado a lado las botellas a los pernos de argolla instalados en el metal. Empleó un solo trozo de cuerda que pasó en torno a cada uno de los tanques antes de atarla. Bastaría un corte de cuchillo para que quedaran libres.

—Cuchillo.

El técnico le alcanzó una pesada navaja plegable. Decosta la abrió, utilizó la hoja más grande para cortar la cuerda y tomó el extremo de la roja; ésta le sirvió para atar entre sí las grapas de cada botella. Enseguida volvió a trepar al cajón.

—Al extremo del manipulador.

La caja se elevó; él dejó que la cuerda se desenrollara detrás.

—¡Faltan ocho minutos! —gritó el técnico en comunicaciones—. Es lo que tardaremos en efectuar la verificación final y en cerrar las puertas.

—Ya termino.

Cortó la cuerda y ató el extremo libre al manipulador. Después cortó otro pedazo para atar el cuchillo a poca distancia, dejándolo colgar libremente con unos treinta centímetros de cuerda.

—¡Eh, ese cuchillo es mío! —exclamó el técnico.

—Me lo llevo de viaje. Cárgalo en la cuenta de gastos. A ver, salgamos de aquí.

El cajón siguió elevándose hasta detenerse bajo la puerta de la esclusa. En ese momento se estaban cerrando ya las puertas exteriores de la bodega. Decosta puso un pie en la barandilla de la caja y, con la ayuda del técnico, se las compuso para alcanzar la abertura. Usando el hombro del otro como estribo pudo pasar por la escotilla en el preciso instante en que la puerta se cerraba violentamente tras él.

—¡Sube de una vez! —gritó Cooke—. ¡Dios mío, estamos en cuenta atrás! Faltan dos minutos para el despegue. No puedo esperar más.

—Ya voy —jadeó el piloto, mientras cerraba la puerta. Enseguida trepó a toda prisa y se detuvo ante su tenso compañero.

—¡Treinta segundos! —gritó Cooke—. Las bombas están en marcha y van a dar encendido, maldición. ¡Átate!

Decosta trepó a la silla con el resto de sus fuerzas y tomó los extremos de su cinturón… precisamente cuando los motores se ponían en funcionamiento.

El proyectil espacial se elevó entre torrentes flamígeros, elevándose con rapidez creciente, avanzando hacia su cita en el espacio.

El proyectil ha despegado —dijo la voz de Flax para los cuatro tripulantes de la Prometeo—. Lleva un minuto de encendido.

Patrick había pilotado proyectiles en más de una oportunidad y sabía muy bien cómo era ese primer minuto, qué sensaciones experimentaban los dos hombres sentados en su interior. El primer fogonazo, el poderoso impulso de los sólidos propulsores de combustible. Durante tres minutos esa fuerza apoyaría a los motores del satélite. Después, a ciento sesenta millas de distancia…

Futra encendido, separación.

Los dos grandes tubos vacíos se alejarían en una curva para caer hacia el océano Atlántico: en cierto modo se abrirían los paracaídas; entonces la caída proseguiría lentamente hacia los barcos que aguardaban para recuperarlos. Pero el satélite ascendía aún, sorbiendo las últimas gotas de combustible proporcionado por los tanques externos; aún no estaba en órbita. Si se presentaba cualquier inconveniente se vería forzado a dejarse caer hacia Tierra. ¿Qué estaba ocurriendo?

No oigo, satélite. Bien, ahora sí. Roger. Expulsión del tanque exterior.

Los motores seguían en funcionamiento mientras el depósito caía hacia la leve atmósfera, incendiándose.

—¿Qué es eso? —gritó Coretta—. ¡Algo arde allí fuera, en las ventanillas!

No había terminado de hablar cuando se iniciaron las sacudías y las vibraciones.

—¡Impacto con la atmósfera! —gritó Patrick—. ¡Impacto con la…!

El director del programa de televisión miraba tristemente las pantallas de los monitores, murmurando protestas para sí. ¡Qué lamentable alternativa! En ese momento se veía en el monitor dos la imagen de Vance Cortwrigth, que hablaba en tono fatalista. En el uno tenía una toma de Control de Misión, con todo el mundo atareadísimo en las mesas, tal como estaban desde incontables horas, pero sin sonido, pues Flax había vuelto a interrumpirlo. No, los televidentes ya estaban cansados de esa imagen; imposible volver a utilizarla. En el tres se veía un estudio en el que esperaba un escritor de ciencia-ficción y experto en vuelos espaciales, listo para comenzar las explicaciones y para mostrar maquetas. El director le había sacado bastante jugo y todavía daba para más, pero en ese momento no: eran los minutos culminantes. El monitor cuatro permanecía en blanco, disponible para cualquiera de las películas espaciales que habían preparado. Acababan de pasar un dibujo animado que representaba el despegue del satélite, pero ya no servía. El director optó por dar el sonido para escuchar lo que decía Cortwright.

—… dramáticos acontecimientos de las últimas horas están llegando a su fin. El resultado permanece envuelto en dudas en tanto el satélite asciende hacia el espacio, lanzado tras la Prometeo, tratando de alcanzarla. Por el momento los motores están apagados, mientras se efectúan los últimos cálculos, que no pueden superar un margen de error de una milésima por ciento. Esto se debe a que, en este momento, los dos vehículos están en órbitas diferentes y avanzan a distinta velocidad. Cuando el satélite vuelva a encender sus motores será para elevarse hacia el encuentro final y dramático esperado por el mundo entero. La gallarda tripulación de la Prometeo ha trabajado arduamente; dos de ellos han muerto, y todo ha sido para llegar a este punto en el tiempo y en el espacio. Sería terriblemente cruel que la victoria, la vida misma les fueran arrancadas en este último instante, pues están llegando, finalmente, al término de tan dolorosa jornada. Al aproximarse a la última órbita…

—Comiencen a pasar la película del incendio —indicó el director al micrófono.

En cuanto apareció el dibujo animado que mostraba la nave en llamas volvió a conectar el sonido.

—… irrespirable a esta altura, tan escasa y enrarecida como en el interior de una bombilla eléctrica. Pero a la tremenda velocidad de cinco millas por segundo, o dieciocho mil por hora, esa ligerísima atmósfera equivale a una pared que se levanta ante la Prometeo.

La proa de la nave dibujada comenzó a chisporrotear.

—La calentará hasta encenderla, y finalmente…

Cortwright se interrumpió, con los ojos muy abiertos, mientras oprimía con más fuerza los diminutos auriculares a los oídos. Cuando volvió a hablar había desaparecido toda fatiga para dejar paso a una nueva excitación.

—Ha ocurrido, Dios mío, está ocurriendo en este mismo instante. Prometeo informó que hubo impacto con la atmósfera, tras lo cual se desvaneció su señal. Sabemos que la atmósfera ionizada y caliente impide las comunicaciones; tal vez se deba sólo a eso. Pero también puede haber caído sobre ellos la tragedia final, el momento fatídico que todos temíamos. Tal vez éste sea el fin. Si lo es, sólo podemos decir que estos bravos astronautas no habrán muerto en vano. Porque sus esfuerzos han mantenido a ese gigante en vuelo hasta ahora, y en estos instantes la nave cruza la inmensidad desierta del océano Pacífico, donde nadie resultará herido si cae allí. La tragedia de Cottenlham New Town no ha de repetirse…

—Magnífico, realmente magnífico —murmuró el director, mientras se frotaba las manos—. Chocaron mientras estábamos pasando el dibujo del incendio. ¡Qué sincronización!

No lo sé —decía Flax—; de veras, le juro que no sé nada todavía.

—Comprendo, señor Flax, y me pongo en su lugar —afirmó Dillwater, percibiendo el dolor y agotamiento en la voz de su interlocutor, consciente de que no podía urgirle más—. Mantendré la línea disponible y permaneceremos todos a la espera de cualquier noticia. Todos estamos rezando porque sea buena.

Dillwater colgó lentamente el receptor y miró a quienes le rodeaban.

—No se sabe nada más —informó.

—¡Tienen que saber algo! —gritó el presidente Bandín—. Con ocho millones de dólares en equipo, ¿no son capaces de averiguar nada? ¿No pueden siquiera apuntar un telescopio hacia ellos?

—Están haciendo todo lo técnicamente posible. Dentro de algunos minutos sabremos qué pasa.

Bannerman se dirigió hacia el gran tablero, donde un círculo rojo indicaba la última posición de la Prometeo.

—Será mejor que lo sepamos pronto. Si esa nave cae en este momento no hará más que un hoyo en el océano, pero si continúa en órbita, en pocos minutos estará sobre Los Ángeles.

Nadie pudo responder. No había forma de expresar lo que se experimentaba ante aquella tragedia inconcebible, pero tan próxima.

—Nada —dijo Cooke—. Todavía nada.

Miró hacia el espacio, escudriñando a ciegas las estrellas.

—No pueden caer ahora que estamos tan cerca —dijo Decosta, mientras se soltaba el cinturón para alejarse de la silla—. Voy a ponerme el traje de presión.

—Ni siquiera sabemos si habrá oportunidad de usarlo.

—¿Crees que no lo sé? —respondió el otro con voz amarga y colérica, abriendo el armario posterior para sacar el traje—. Es como tocar madera; uno lo hace aunque no sea supersticioso. Me voy a poner este traje y lo voy a usar, ¿entendido?

—No soy yo el que debe entender, muchacho.

Cooke trataba de mostrarse chistoso, de sonreír. Por dentro se sentía más deprimido que nunca. Oprimió el interruptor del micrófono.

—Satélite a Control de Misión. ¿Han oído…?

—Nada —respondió Flax—. Lo siento, Cooke, todavía nada. El programa sigue en marcha; ustedes deben encender motores dentro de veinte minutos.

Roger, Control de Misión. Fuera.

Flax estaba más allá de toda fatiga y de toda preocupación. Que todo terminara así, tan de súbito, cuando tenían la salvación al alcance de la mano… Echó una mirada al TTD. Faltaba menos de una hora para el encuentro…

Hay algo en la longitud de onda.

La voz de Comunicaciones les hizo saltar a todos como marionetas bajo el tirón del cordel; todos se volvieron hacia el altavoz de la pared, que siseaba y rugía debido a las interferencias, y aguzaron el oído a fin de percibir cualquier voz humana tras esa catarata electrónica. Sí, se oían palabras, palabras apenas comprensibles.

—… lante… Misión… adel… aquí… Prometeo…