En cuanto el presidente abandonó la Sala de Gabinete, el secretario de Estado se inclinó hacia Dillwater.
—Venga, Simón, le invito a una taza de café —dijo.
—Gracias, doctor Schlochter, ya he tomado demasiado.
—Bueno, una copa, en todo caso. Me parece que no ha tomado más que café desde que nos reunimos.
—No suelo tomar cosas fuertes, pero le agradecería un vasito de jerez.
Pasaron junto a la mesa cargada de bocadillos y café para acercarse al pequeño bar portátil traído algunas horas antes. Bandin había sentido la necesidad de tomar un whisky doble y creyó disimularlo invitando a los otros a hacer lo mismo. Schlochter sirvió un «Tío Pepe» con pulso firme y para sí un vodka con hielo y corteza de limón. Entregó el jerez a Dillwater y levantó su vaso.
—Por una triunfal misión de rescate —dijo.
—Sí, brindo por eso, pero por nada más.
—El presidente es un hombre muy ocupado, Simón, con más problemas de los que usted supone.
—Usted siempre en plan pacificador, ¿verdad Schlochter? Pero esta vez no podrá hacer gran cosa. Presenté mi renuncia, que se hará efectiva en cuanto esa gente llegue a tierra. O en el momento en que mueran. Tanto el presidente como el general Bannerman sabían que ese proyectil estaba listo para despegar en misión de rescate, pero no hicieron nada mientras no se les obligó.
Enseguida echó una mirada acusadora sobre el secretario.
—¿Usted también estaba enterado? —preguntó.
—No, no sabía nada, y es un alivio poder decirlo. De lo contrario me habría sentido tan atrapado y afligido como el presidente.
—Me va a hacer llorar, doctor Schlochter.
—Comprendo su ironía, Simón, y no voy a discutírsela. Pero recuerde que no es nada sencillo ser jefe de esta gran nación, guiarla en la paz y en la guerra. Mientras hubo siquiera una posibilidad de poner en marcha los motores no quiso arriesgar la seguridad nacional cancelando la operación Peekaboo. La fatalidad de sacrificar a unos pocos para salvar a la mayoría: es la disyuntiva en la que se encuentran con frecuencia muchos estadistas.
Dillwater miró al interior de su vaso vacío y lo dejó en el bar. Después de tantas horas de trabajo, su única señal de fatiga era una ligera tensión en torno a los ojos. Irguió la espalda y habló con rapidez, en voz baja, de modo tal que sólo Schlochter pudiera escucharle.
—Mire, doctor Schlochter, provengo de una clase y de un tipo de educación que ya casi han desaparecido en Norteamérica. Durante toda mi vida he seguido esos preceptos porque me parecen adecuados. Sin embargo, suelo permitirme algunas excepciones. Lo que usted acaba de decir sobre el presidente Bandin es pura, absoluta e innegablemente una tontería. Ese hombre es un oportunista político capaz de sacrificar a cualquiera por garantizarse la reelección. En el plano moral ha dejado al señor Nixon como un santo monaguillo.
Schlochter asintió con seriedad, escuchando aquellas palabras como si correspondieran a una refinadísima discusión.
—Sin embargo, usted aceptó un puesto en su administración, conociendo su… digamos, sus antecedentes morales.
—Así es. Me necesitaba como miembro de lo que llamamos Fuerzas Liberales de la Costa Este para conseguir algunas votos. Pensé que la NASA era en sí lo bastante fundamental como para justificar mi ayuda.
—En ese caso, ¿qué es lo que ha cambiado? —preguntó el doctor Schlochter, acompañando sus argumentos con pequeñas sacudidas del índice—. El presidente sigue siendo la misma persona que usted conocía. Y la NASA, juntamente con el Proyecto Prometeo, necesitan más que nunca de una dirección experta como la suya.
—Mi decisión está tomada. He renunciado. No puedo formar parte de un gobierno encabezado por ese hombre.
—Le ruego que la reconsidere. He estado hablando con Moscú. Están de acuerdo en que Prometeo debe seguir adelante, pase lo que pase. La inversión es demasiado grande y esa energía hace mucha falta.
—También Bandín la necesita para la reelección.
—Precisamente. Usted es, quizá, la única persona que puede llevar este proyecto a buen fin.
Alzó la mano antes de que Dillwater pudiera responder y prosiguió:
—No me conteste ahora, por favor. Piénselo. Ya volveremos a hablar de esto. Ahora me parece que… Sí, ¿no es su teléfono el que está sonando?
Dillwater corrió a atenderlo.
—Habla Simón Dillwater.
—Aquí Flax. Tengo un informe. Falta una hora para el despegue del proyectil espacial. La cuenta atrás marcha bien. La tormenta solar ha… empeorado.
—¿A qué equivale eso en tiempo?
—Nadie lo sabe con exactitud. La actividad solar expandirá la parte superior de la atmósfera, pero es muy difícil calcular cuándo y cómo. De todos modos será pronto. Podría ser antes del encuentro entre las naves o inmediatamente después.
—No son muy alentadoras las noticias —respondió Dillwater, notando que le dolían los dedos por la fuerza con que apretaba el receptor—. ¿Mantienen informada a la tripulación de la Prometeo?
—Sí, señor. Están al tanto de todo lo que se averigua Siguen adelante con el programa escorpión.
—¿Qué? Pero yo creía que…
—¿Que se había abandonado? No, señor, ellos piensan que el peligro de impacto es real y consideran el rescate como una posibilidad. Por tanto, han iniciado el programa escorpión por si sucede lo peor.
—Nunca debí pedírselo —susurró Dillwater, descargando el puño sobre la mesa.
—¿Cómo dice, señor?
—Nada. Por favor, manténgame informado de todo.
A ciento treinta y seis kilómetros de altura, la Prometeo proseguía su curso estable. El gran globo terrestre giraba lentamente por debajo. Ya estaban bajo el canal de Panamá, pero todo estaba oculto bajo nubes de tormenta. Más allá de ese cuerpo azul, las estrellas brillaban claramente y en gran profusión; la Luna era un disco pálido; el Sol, una presencia ardiente que no se podía mirar directamente. Gregor le daba la espalda, maravillado por la visión del espacio visto desde el espacio. Él era un espectador aislado, el ojo divino, la contemplación separada del mundo natal. Apartados de él por el espacio estaban la calidez, el agua, el aire del planeta, del cual llevaba un poquito con él; sólo unos pocos centímetros, única barrera entre su cuerpo y el mortal vacío del espacio. Al mirar así hacia la Tierra se sentía distante, pero formando parte de él; y todo eso era evidente, con una claridad que nunca había experimentado en aquel suelo firme.
—¿Estás más descansado? —preguntó la voz de Patrick, haciéndole reaccionar.
—Sí, mucho mejor; era un poco de fatiga y de calor, nada más.
—Te has esforzado mucho.
—Todavía no he terminado —observó Gregor, volviéndose para mirar el metal mellado de la base—. He cortado los soportes para acercarme al orificio. Pasé por el escape y logré colocar el gato para abrirme paso hacia la cámara de eyección. Sólo falta entrar en la cámara y sacar el bulbo central.
—¿Cómo piensas hacerlo?
—Tengo una de las barras de acero que corté. Servirá.
—Buena suerte.
Coretta y Nadia le saludaron también. Él asintió, escuchando a medias pero sin contestar. Era el último desafío. Como no había modo de atar bien aquella barra, debía llevarla en la mano izquierda, lo que dificultaba sus movimientos. También el cordón que había amarrado a la nave le estorbaba mucho, pero no sabía cómo hacer para soltarlo, avanzar y volver a prenderlo con una sola mano. Abrió el seguro y lo dejó flotar libremente. Coretta no podía verlo desde la escotilla, de modo que nadie iba a enterarse. Además, siempre estaba el cordón de seguridad que Coretta mantenía atado al interior; en caso de emergencia ella podría remolcarle hacia dentro. Pero no habría emergencia; tenía suficientes asas a las que sujetarse entre los soportes y las tuberías.
Poco a poco se abrió paso hacia la cámara de eyección. Las bocas de escape de las otras cámaras le rodeaban por doquier, pero las que necesitaba estaban allí delante. Cuando llegó a la boca abierta de la cámara se detuvo; allí se aferró con firmeza hasta que cesó todo movimiento y volvió a asegurarse a la nave. La abertura era como una gran boca redonda y oscura ante él. En el lado izquierdo de la UMA había una luz extensible. Cambió de mano la barra con un ademán preciso y encendió la linterna para arrojar un disco de luz en el metal oscuro, que sólo recibía el resplandor terrestre. Halló la boca de la cámara, alumbró el interior y soltó una exclamación ahogada. No esperaba semejante cosa. No era una cavidad curva, ni la boca quemada de un cohete, sino una caverna de tres metros de altitud que parecía la cueva de Aladino. Sus suaves curvas reflejaban la luz de su linterna, iluminando en el centro una delicada estructura de cristal. Era el tubo que todo el mundo llamaba, disparatadamente, bulbo de luz. Se parecía, antes bien, a un cofre de diamantes, que centelleaba y relucía bajo la luz intensa. Al mover la linterna variaron los brillos y las sombras ligeras, y los colores fluyeron, entremezclándose.
—¿Podrás romperlo? —preguntó Patrick.
Su voz parecía provenir de un punto muy lejano. Gregor suspiró, forzándose a recobrar la realidad de la situación. Aquello no era una catedral dedicada a las glorias de la divina ciencia, sino una obra de demolición.
—Sí, creo que sí —respondió.
Sostuvo la linterna con la mano izquierda e introdujo lentamente la barra de acero por la abertura; al fin la golpeó contra el cuarzo y rebotó. Las sombras de su brazo y de la barra introdujeron nuevas alteraciones en el juego de luz y sombras. Lo contempló por un momento aún, antes de golpear.
Fue una lenta danza destructiva, independiente de la gravedad y de la presión atmosférica. A cada golpe el cuarzo se quebraba y sus fragmentos se alejaban flotando en todas direcciones. La abertura tenía un diámetro aproximado de medio metro; Gregor tenía el brazo totalmente extendido y movía la barra hacia atrás y hacia adelante. Al fin, cuando volvió a mirar, la destrucción era completa; la cámara estaba repleta de fragmentos centelleantes. Sacó la barra y la arrojó lejos, hacia el espacio; el objeto se alejó más y más, hasta desaparecer, aunque seguía en órbita a la Prometeo.
—Listo —dijo Gregor.
Hablaba en realidad para sí, aunque los otros estaban escuchando.
—Ven hacia aquí, pues —dijo Patrick—. Enseguida, si has terminado.
Gregor percibió un dejo de tensión en su voz. Era explicable, según pensó, encogiéndose de hombros. Todos tenían motivos para estar nerviosos. Pero ¿acaso había sucedido algo nuevo? Pensando en esa posibilidad, y no en lo que hacía, soltó el cable de seguridad más corto y se lanzó hacia el costado de la nave, alargando la mano para asirse a un soporte.
Falló.
Vio, horrorizado, que la base de la nave pasaba junto a él, fuera de su alcance. El pulido flanco de la Prometeo surgió a la vista, mostrando la escotilla y el globo reluciente del casco de Coretta, asomada a ella. Estaba a más de cincuenta metros.
—No debiste alejarte tanto de la nave —dijo ella.
—No fue a propósito. Lo siento, pero perdí el contacto.
—Te remolcaré.
—¡Un momento! —gritó Patrick—. No hagas nada todavía, Coretta; no hay peligro si el cordón de seguridad sigue atado. ¿Lo está?
—Sí, por sus dos extremos.
—Bien. Dime exactamente qué ves, dónde está Gregor.
—Bueno, en este momento está apareciendo. Parece alejarse flotando hacia un lado.
—¿A qué velocidad?
—No lo sé, tardó uno o dos segundos en surgir a la vista.
—Bien, muy bien —exclamó Patrick, mientras calculaba la velocidad de Gregor y la distancia a recorrer—. Tira lentamente del cordón hasta que quede tenso, apenas tenso. Después recoge un metro, más despacio todavía. Tómate unos tres segundos para hacerlo. Recuerda que no es cuestión de remolcarlo hasta aquí, sino sólo de ponerle en movimiento hacia la dirección correcta. Mientras el cordón esté bien atado no le pasará nada. Pero si tiras de él rápidamente se estrellará contra el costado de la nave.
—Listo, ya está —dijo ella.
—Magnífico. Ahora mantén el cordón apenas tenso, sin tirar de él, a medida que se acerca.
Gregor, mientras tanto, intentaba convencerse de que no había peligro, pero estaba aterrorizado. Seguía apartándose de la nave, aunque algo hacia arriba al mismo tiempo. En realidad era lógico: un simple problema de mecánica; él había iniciado un movimiento hacia afuera; Coretta había agregado un movimiento a lo largo del cordón. Su dirección actual era el vector de esas dos fuerzas, seguía alejándose de la escotilla, pero a lo largo de la nave. En términos abstractos era muy interesante, pero nada grato cuando uno era el peso sujeto al extremo de la cuerda.
Patrick trataba de imaginarse la escena, guiándose tan sólo por la descripción de Coretta.
—Está más cerca —observó ella.
—Espera hasta que esté a la altura de la escotilla. Entonces deja de recoger el cordón. Eso hará que se dirija hacia la nave. Pero hazlo suavemente o se estrellará contra el casco. Eso es lo que debemos evitar.
—De acuerdo. Ahí va.
Gregor sintió un leve tirón en su cintura y se vio nuevamente en movimiento hacia la nave. Extendió los brazos y dobló los codos para amortiguar el choque. Logró aferrarse a un asa cercana antes de rebotar.
—¡Listo! —jadeó, victorioso.
—Entra —ordenó Patrick, tan exhausto como los otros.
Esperó a que Gregor hubiera asegurado la UMA; cuando su compañero estuvo dentro volvió a hablar.
—Pon otro amarre a la UMA antes de cerrar la escotilla.
—¿Por qué? —preguntó Gregor.
Fue Nadia quien respondió.
—Mientras estabas en el espacio hablamos con Control de Misión. Ya hay un pronóstico sobre la alteración atmosférica. Hay un ochenta por ciento de probabilidades de que se produzca en el próximo perigeo, dentro de diez minutos.
—¡Pero sólo falta una órbita! ¡En la próxima órbita llegará el satélite espacial a rescatarnos!
Miró a sus compañeros; los rostros sombríos se veían borrosos a través de los filtros de los cascos.
—Ya lo sabemos —respondió Nadia, simplemente—. Quizá se acabó nuestra buena suerte. Dentro de algunos minutos lo averiguaremos.
Gregor se lanzó hacia la escotilla, diciendo:
—Debo terminar el programa escorpión.
—No hay tiempo —observó Patrick—. Tardarías demasiado. Si salimos de ésta podremos tomar una decisión. ¿Cuál es el TTD?
—32,23 —respondió Coretta.
—Faltan seis minutos. Y sesenta y cinco para que lancen el proyectil, si no ha habido problemas.
Sólo quedaba esperar. Para Nadia y Patrick era mucho más arduo aguardar en la oscuridad.