—Señoras y señores: Lamentamos interrumpir este programa, pero acaban de producirse dramáticas novedades en el destino de la Prometeo.
El periodista sujetó con fuerza la única hoja de papel, recién sacada del teletipo, y miró directamente hacia la cámara, con expresión debidamente seria. Sabía que sus palabras y su imagen circulaban en ese momento por toda la red nacional de radioemisoras y canales de televisión, además de ser transmitidas al extranjero por onda corta.
—Según parece, en éstos, momentos se está preparando una misión de rescate en el Centro Espacial Kennedy, sede del Proyectil Espacial, el moderno cohete que transporta personal y materiales a los Laboratorios Espaciales. El presidente Bandin informa que se prefirió no divulgar anteriormente esta noticia ante el temor de que el proyectil no estuviera preparado a tiempo Pero ahora, restando ya pocas horas de vida a los valientes astronautas atrapados en órbita descendente, se lanza la misión de rescate. Tal vez haya tiempo para llegar a ellos antes del último instante. Mantendremos al público informado a medida que se presenten los acontecimientos, y si es posible nos comunicaremos directamente con los astronautas.
—No, ahora no, imposible, Minford —gritaba Flax al teléfono—. Ya sé que es muy importante para las relaciones públicas y para mantener la imagen ante el público, especialmente después del asunto de Inglaterra. Pero no se puede hacer una transmisión desde la Prometeo. Esos pobres tripulantes están agotados y enfermos; comparados con los problemas que tienen allá arriba, los suyos no son más que un atraso de la menstruación. Además, tengo una llamada de ellos.
Movió velozmente varios interruptores y volvió a hablar:
—Aquí Control de Misión; adelante, Prometeo.
—Flux, ese intento de rescate con el proyectil espacial, ¿se hace o no?
—Te respondo con un sí bien grande, Patrick. Estuve tratando de averiguar cuánto tiempo necesitan para prepararlo, pero ¡si están listos procederán al lanzamiento!
—¿Cuándo?
—Dentro de cuatro horas, más o menos. Por entonces vosotros pasaréis por encima de la costa Este de los Estados Unidos, y el lanzamiento sería inmejorable. El encuentro se produciría cuarenta minutos más tarde. Te daré un cálculo más exacto en cuanto nuestro equipo se haya puesto en contacto con el de ellos.
—¿Y sólo porque no estaban seguros de tenerlo listo no nos lo dijeron antes?
—Eso dice el informe oficial, Patrick.
—Son todo cuentos, Flan y lo sabes muy bien.
—Lo sé. Y estoy de acuerdo contigo.
—El lanzamiento de Proyectiles Espaciales necesita una preparación de una semana entera. Indudablemente podrán ahorrar horas aquí y allá, pero saben cuánto se tarda en salir casi al minuto. Si sabían que ese cohete estaba listo, ¿por qué no avisaron?
—No estoy enterado de los detalles y es probable que no se sepan jamás.
—Intentémoslo. Pregunta por ahí. Flux, tú tienes contactos. Me gustaría saber unas cuantas cosas cuando vuelva, si es que volvemos.
—Lo mismo digo.
—Corto.
Patrick cortó la comunicación con un manotazo furioso al interruptor.
—¿De qué se trata? —preguntó Coretta.
—No lo sé, y tengo miedo de adivinarlo.
El piloto se tocó ligeramente los vendajes. Odiaba esa ceguera, la invalidez física que le imponía.
—Está pasando algo muy extraño —dijo—. De lo contrario Flax no nos hubiera conectado así con la Casa Blanca. Eso fue un modo de ejercer presión sobre alguien. Pero todo eso puede quedar para otro momento. Ahora tenemos problemas más urgentes.
Volvió a tocarse los vendajes y preguntó a Coretta:
—Doctora, ¿no podríamos aflojarlos un poco? ¿O sacarlos por un momento? Uno no sabe mientras no prueba.
—Sí se sabe, Patrick —respondió ella, tratando de mantener un tono tranquilo y profesional—. Cualquiera que sea el resultado final, el shock que Nadia y tú recibisteis en la vista os dejará cegados al menos por un día. Nada ganarás con sacarte los vendajes; por el contrario, puedes empeorar. Siento mucho no poder hacer un diagnóstico más preciso, pero así son las cosas.
—¿Podría ser permanente? —preguntó Nadia, sin alterarse.
—Tal vez, aunque lo dudo mucho. Hay grandes probabilidades de que esa ceguera sea sólo pasajera.
Lo había dicho con énfasis porque era una mentira; no tenía idea sobre la gravedad del daño sufrido por los pilotos. De cualquier modo, en ese momento era más importante levantarles el ánimo que decirles la verdad.
—De acuerdo —dijo Patrick—. Dejemos eso por el momento. Gregor, ¿ya salió todo el programa escorpión por el teletipo?
—En efecto. Lo he cortado en hojas y lo tengo en una carpeta, como dijiste.
—Prepáralo, ¿quieres?
—¿Por qué? —preguntó Coretta, sorprendida—. ¿Para qué desintegrar la Prometeo si viene una nave a rescatarnos?
—La situación no ha cambiado —explicó Nadia.
Estaba acostada en su litera, junto a Patrick. Igualmente ciega, igualmente calmada.
—Ésa es la verdad —confirmó Patrick—. Todavía quedan muchos factores desconocidos en la ecuación. Tal vez esta órbita se mantenga durante las horas necesarias para efectuar el rescate, si no acaba en cualquier momento. El observatorio envía un informe constante de la actividad solar. Hay pequeñas erupciones y la radiación es moderada, pero el sol sigue girando y no tenemos idea de lo que puede aparecer dentro de un momento. Con una sola mancha grande todo habrá terminado.
—¡Es terrible! —gritó Coretta.
—Es sólo la verdad —dijo Gregor, acercándose para abrazarla.
Los dos pilotos no podían verles, pero de cualquier modo no habría importado. Sólo importaban todavía unas pocas cosas muy vitales.
—Gregor está en lo cierto —asintió Patrick, dentro de su noche privada—. Debemos proceder como si el proyectil no pudiera llegar. Si viene a tiempo, mejor. Si no, todos nuestros motivos para llevar a cabo el programa escorpión siguen en pie. Y como exigirá un poco de tiempo, sugiero que comencéis enseguida.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Coretta.
—Considerando que ni tú ni Gregor tenéis experiencia en paseos espaciales, podrían ser tres o cuatro horas.
—¿Qué debemos hacer? No tengo idea.
—Aquí está el programa, explicado en todo detalle —dijo Gregor, mostrando las hojas escritas.
—Para ti puede ser fácil, querido, pero eso es chino para mí.
—Será mejor que me tome el tiempo necesario para explicároslo todo —dijo Patrick—. Antes de poner manos a la obra tenéis que aprender los principios fundamentales. Coretta, ¿tienes nociones de los principios sobre los que opera el motor nuclear?
—Sólo en teoría. Se emplea hidrógeno tanto como moderador nuclear como a modo de combustible. Esos tubos de cuarzo, algunos de los cuales se rompieron, se llaman bulbos de luz. El isótopo de uranio en forma granulada se mezcla en los tubos con el gas de neón, y allí se produce la reacción. Eso calienta los tubos… ¿hasta qué temperatura?
—Tres mil grados.
—Un poquito caliente. Por la parte exterior de los bulbos de luz hay una atmósfera de hidrógeno que se calienta, y eso significa también que se expande, adquiere presión en la cámara y sale disparada por el agujero de la parte posterior; con ese impulso funciona la nave. ¿Está bien?
—Muy bien, simple y efectivo. En realidad, el proceso es mucho más complejo, pero no importa. Todo lo que Gregor y tú debéis hacer es alterarlo y convertirlo en una bomba.
—¿Cómo se hace?
—En cuatro etapas. Primero tenéis que salir al espacio y abriros paso hasta la cámara de presión. Eso significa que deberéis abrir uno de los conos. Será difícil, pero no imposible. Uno de vosotros tendrá que usar la UMA para llegar hasta allí. Después, Gregor, ¿qué sigue? Me falla la memoria.
No era un fallo de memoria, sino dolor. El efecto de las drogas estaba pasando; los ojos le dolían tanto que se le hacía difícil pensar. Gregor le había leído el programa una sola vez, pero lo recordaba perfectamente. Sin embargo, le costaba hablar. Pronto le haría falta otra inyección, pero prefería posponerla mientras fuera posible, pues el calmante le dejaba muy atontado. Gregor volvió las páginas y puso el dedo sobre una línea.
—Abierta la entrada es necesario romper los tubos de cuarzo para agrandar la cámara. El material de los bulbos de luz, aunque muy resistente al calor, es muy frágil. Una vez concluida esta operación se quita una sección de cuatro metros correspondiente a la tubería de almacenamiento de U-235 y se la enrolla hasta que su diámetro no pase de cuarenta centímetros.
—Ahí me pierdo, Gregor.
—Son tubos de plástico —explicó Patrick—. Allí está almacenado el uranio. No se puede guardar en un tanque, pues alcanzaría el estado crítico y estallaría. Por eso permanece en una tubería plástica enrollada a la base de la nave. Hay que cortar una parte de esa tubería, con el combustible que contiene, y enrollarla hasta formar una masa compacta.
—Un momento —dijo Coretta—. Si mal no recuerdo, en el curso acelerado de medicina atómica me enseñaron que eso puede ser peligroso. ¿No estallará?
—Todavía no. Habrá una mayor radiactividad, pero sin llegar al punto crítico.
—Pero el que lo haga se sentirá bastante mal.
—El que lo haga morirá —dijo Patrick, sombrío—. En pocos minutos la dosis será mortal. Pero no importa.
—Supongo que no —dijo Coretta, tratando de imitar su calma—. Una dosis como ésa tarda horas en matar y la nave entera estallará mucho antes.
—En efecto —dijo Gregor, volviendo la última página—. Cuando el combustible esté listo se debe dar paso al hidrógeno desde el panel de mandos. Entonces toda la masa de combustible pasa a presión al interior de la cámara. Eso es todo.
—¿Cómo todo? —preguntó Coretta, sorprendida—. ¿Qué pasa después?
—El hidrógeno, una vez en la cámara, actúa como moderador, amortiguando la radiación que ha estado escapando hasta entonces. La masa de U-235 llega al punto crítico…
—… y estalla. Una explosión atómica. Entiendo. ¿Cuándo comenzamos?
—Ahora —dijo Patrick—. Por favor, que alguien me indique el TTD.
Estaban colocando en su sitio el Cuarto Cambiable de Carga Útil contra el satélite. En ese momento Gordon Vaught, el inspector de Lanzamientos, trepó a la intrincada armazón de acero. Era corpulento y sólido; los músculos y los tendones le tensaban los brazos desnudos. Nacido y criado en Dothan, Alabama, a unos pocos cientos de kilómetros de Cabo Cañaveral, estaba habituado al húmedo clima de los trópicos y ya no reparaba en él. Al cruzar la esclusa de aire se encontró en la atmósfera fría y esterilizada del Cuarto. Mientras tanto estaban ya soltando las grapas que fijaban toda la estructura al cuerpo del satélite, bajo la supervisión del coronel Kober. Éste era un personaje menudo y desagradable, siempre de uniforme y siempre inmaculadamente planchado. Vaught le consideraba inteligente; además del grado militar tenía también título de ingeniero; sin embargo, ese hombre le desagradaba profundamente. Por otra parte, el sentimiento era mutuo: trabajaban juntos porque no había otro remedio, pero no disfrutaban de la mutua compañía.
—¿Se está preparando para quitar la carga útil, coronel? —preguntó Vaught.
—Así es, señor Vaught.
—¿Cuánto tiempo tardarán en sacarla para que podamos sellar las puertas?
—Lo haremos tan pronto como sea posible, si eso es lo que usted quiere saber.
—No, no es eso. Le pido números. Minutos, horas, días… Usted me entiende.
Kober lanzó una fría mirada de odio sobre el corpulento civil.
—Un cálculo estimado, por supuesto —dijo, cepillándose el duro bigote con los nudillos— y basándose en experiencias anteriores… desconectar los puentes, agregar energía suplementaria, desbloquear, retirar, alejar la plataforma, cerrar todo… Por lo menos dos horas.
—No podemos esperar dos horas. Comenzaré a cargar el combustible ahora mismo.
Vaught dio la vuelta para marcharse, pero Kober le detuvo con una áspera parrafada:
—No puede hacer eso. Se lo prohíbo terminantemente. La disciplina de los civiles ya es bastante escasa en este proyecto, pero no permitiré que ponga en peligro a mi personal o a la nave con actos criminales, ¿entiende, Vaught?
—Entiéndalo, coronel: para usted me llamo señor Vaught. No lo olvide. En cuanto a sus prohibiciones es como si un perro quisiera tirarse un pedo más grande que el de un elefante. Comienzo a cargar el combustible.
—No puede. Está prohibido. Hablaré con…
Vaught cerró la esclusa de aire y no oyó más. Bueno, bueno, el hombre se sulfuraba con facilidad; era un placer pisarle los callos. Vaught sacó la radio portátil del estuche colgado a su cinturón y la puso en marcha.
—Estación dos. ¿Están ya conectadas las líneas de suministro?
—En este memento conectamos la última, Gordon.
—Bien. Haz que los hombres de arriba vigilen las válvulas de drenaje y comienza a bombear. Quiero que el combustible esté aquí dentro lo antes posible.
—De acuerdo.
Vaught apagó la radio y se inclinó sobre el metal caliente de la barandilla para observar la nave. La pesada mole del Cuarto Cambiable de Carga Útil estaba sujeta contra ella, cubriéndola casi por completo; sólo la parte superior de los tres grandes propulsores se alzaba por encima de él; el satélite quedaba totalmente oculto. A un lado se erguía la torre de servicio, convertida en esos momentos en escenario de un organizado ajetreo. Las tuberías subterráneas llevarían hasta ella el oxígeno líquido y el hidrógeno solamente cuando se mantenía a cientos de grados bajo cero.
El suministro de combustible debía estar ya en marcha, pues una de las válvulas de salida acababa de soltar una blanca bocanada de gas. Tardarían al menos tres horas en llenar los tanques. Tendrían que estar listos en tres horas, cuanto más, pues entonces dispondrían de la única vía utilizable, los pocos minutos durante los cuales era necesario lanzar el proyectil espacial en el curso debido, a fin de que se encontrara con la Prometeo. Bien, él haría lo suyo; se encargaría de que la nave estuviera llena de combustible y lista para despegar en el momento preciso, siempre que la carga útil de los militares fuera retirada a tiempo. «Satélite de observación», le llamaban; era un gran secreto, siempre custodiado por Policía militar armada. Los rumores afirmaban que se trataba de mucho más que eso. Por su parte no tenía el menor interés por todo eso. Lo único importante era despegar a tiempo.
El suministro de combustible marchaba correctamente; tendría tiempo para molestar un poco a Kober a fin de que retiraran todo eso. Era un placer molestar a Kober, a pesar de ser tan fácil. Él había pertenecido al ejército en su juventud; llegó al grado de cabo antes de dejarlo. Cualquier hombre de graduación superior a la de sargento merecía su instantánea sospecha; y esos coroneles de pacotilla eran el mejor de los cebos. Vaught se volvió hacia la puerta con una sonrisa.
El observatorio solar estaba en Capri, la isla de la bahía de Nápoles. Por detrás se erguía el monte Solara, con sus cuestas escalonadas y sus plateados olivos; tras descender por la aldea de Anacapri acababa en grandes acantilados de piedra caliza levantados sobre el mar. Poco antes de llegar allí se alzaban las sólidas paredes del edificio que alojaba al Observatorio Solar de la universidad de Freiburg. No era aquél el sitio más apropiado para construir un observatorio de ese tipo, pues la niebla marítima lo hacía inutilizable mucho antes de bajar el sol, hasta bien entrada la mañana. Pero para los alemanes Capri es un auténtico paraíso; por una vez los sentimientos habían preponderado sobre la lógica, haciendo que el observatorio se construyera allí. Por otra parte, la breve jornada de trabajo dejaba más tiempo disponible para dedicar al vino y a los melocotones. Ni los astrónomos ni sus esposas consideraban que las expediciones por asuntos de trabajo fueran allí grandes sacrificios.
En la parte superior del edificio había un espejo que giraba y se inclinaba automáticamente para seguir el curso del sol, reflejando su imagen a través de un tubo en forma de chimenea, hasta llevarla a la sala del telescopio. En ese sitio, la imagen ampliada pasaba por un filtro especialmente diseñado para borrarlo todo, con excepción de las emisiones de hidrógeno. El sol, así purificado, modificado y bien visible, quedaba impreso por una cámara Leica, que tomaba una fotografía cada dos minutos y movía automáticamente la película para la próxima exposición. Cuando la cámara no estaba en funcionamiento, la imagen se podía proyectar en una pantalla blanca. Era un disco ardiente y colérico, de un metro de diámetro, manchado por su propia actividad y circundado por zarcillos de fuego.
El doctor Bruzik estaba estudiando esa imagen mientras turnaba complacido su gastada pipa Meerschaum. La astronomía es una ocupación muy plácida: exige más paciencia que energía, y él venía practicándola desde hacía varios años.
Jutta, su esposa entró a la sala diciendo:
—Es de nuevo ese hombre, el de Texas. Está muy enojado porque la operadora de Nápoles, nos bloqueó la línea durante casi quince minutos.
—Si uno se enojara cada vez que pasa algo con los teléfonos de Italia, todos moriríamos de apoplejía antes de llegar a la pubertad. ¿Dejó algún mensaje?
—El de siempre: ¿Cuál es el estado del Sol?
—Puedes asegurarle que no hubo cambios mientras estuvimos incomunicados. La actividad es normal… Goot in Himmel!
Bruzik abrió la boca, olvidando que tenía la boquilla de la pipa entre los dientes y era precisamente su pipa predilecta. Cayó al suelo y se rompió sobre las baldosas sin que él lo notara.
Porque tenía los ojos fijos en la imagen, hipnotizado por una mancha solar que crecía sobre el disco luminoso; una lengua de fuego que trepaba más y más, arqueándose hacia el espacio. Había allí millones de toneladas de gas lanzadas hacia lo alto con todo el poder explosivo de una gigantesca tormenta en el Sol. Pero había algo más, aunque allí no fuera visible: la tremenda actividad de la superficie, los campos magnéticos, increíblemente poderosos, que se retorcían y giraban, emitiendo radiaciones. Y esas radiaciones llegarían a la atmósfera terrestre pocos minutos después, provocando auroras boreales, interfiriendo las transmisiones de radio y los cables telegráficos.
Además, perturbaría de tal modo la parte superior de la atmósfera que ésta se levantaría, alcanzando a la Prometeo en su órbita. El relativo vacío del espacio se llenaría con moléculas de aire, constituyendo una leve atmósfera contra la cual el satélite, lanzado a cinco millas por segundo, chocaría como contra un muro.
—No cortes la comunicación —indicó Bruzik—. Quiero hablar con él dentro de unos segundos. Trata de hacer entender a esa cretina de operadora que debe mantener la línea abierta a toda costa. Según parece se inicia un período de intensa actividad solar, tal como el profesor Weisman había predicho.